Los escándalos de abuso sexual en la Iglesia Católica: ha llegado la hora de destituir a los obispos progres y restruir la fe
Está en boga afirmar que los escándalos relacionados con abusos sexuales que afligen actualmente a la Iglesia Católica constituyen su mayor crisis desde la Reforma. ¿De verdad? Vamos. Esto de los abusos no es sino una pequeña parte de una crisis mucho mayor en la que está sumida la Iglesia desde el Desastre Vaticano Segundo y que reviste mucha más gravedad que la Reforma.
¿Abolir el celibato? Lo que menos desea o necesita un sacerdote que abusa de los monaguillos es una esposa. En la Iglesia Anglicana no es obligatorio el celibato, y eso no ha evitado que párrocos y boy scouts proporcionen en cantidad temas gratos a los periódicos sensacionalistas de un siglo para acá. El celibato va a contramano de la actitud desinhibida, acrítica y tolerante en material sexual que prima hoy en día. Su ininterrumpida existencia es un reproche al hedonista mundo occidental. Por eso, es preciso convencer a Roma de la necesidad de su abolición, así como de la del divorcio, el aborto, la anticoncepción, la homosexualidad y todos los demás fetiches de la sociedad liberal. Seguid soñando, secularistas.
«Las víctimas de abusos de Irlanda están decepcionadas con la carta del Papa». Y con razón. Ya lo estaban antes de leerla, antes de que la escribiese siquiera. Cualquier otra reacción disminuiría la influencia que han visto que pueden ejercer contra la Iglesia. ¿Son legítimas sus quejas? En la mayoría de los casos sí. Guardan fieros resentimientos contra la inmundicia que los contaminó y los trató como animales.
¿Cómo ha podido contravenir el clero en una medida tan grave las doctrinas de la Iglesia? ¿Qué doctrinas? Estos delitos se han cometido después del Concilio Vaticano II, cuando se deshicieron de las doctrinas como de una pila de trastos viejos. Los culpables son hijos de Pablo VI y de su aggionarmento. Una vez profanado el Cuerpo Místico de Cristo, de ahí a violar monaguillos solo va un paso.
Las prácticas devotas y los sacramentos que, según el Sumo Pontífice, podrían haber impedido tan lamentables delitos no desaparecieron: prelados y sacerdotes los desaconsejaron encarecidamente. Durante el tiempo en que se cometieron los abusos solo hubo un pecado mortal en la Iglesia Católica: atreverse a celebrar la misa por el Rito Tridentino o asistir a ella. Si un cura violaba al monaguillo era trasladado a otra parroquia. Pero ay del que tuviera la temeridad de celebrar la misa tradicional.
Los obispos estaban resueltos a negar toda catequesis coherente a los jóvenes. Nos referimos a la generación de irlandeses que, totalmente ignorantes del credo, se beneficiaron de la prosperidad económica y material del «Tigre Celta». Al principio seguían yendo a misa (o lo que se hacía pasar por misa), solo por cumplir. Más tarde, los escándalos proporcionaron a los agnósticos irlandeses post Vaticano Segundo el pretexto ideal para apostatar: decenas de miles de jóvenes que no habían sido objeto de abusos ni conocían a nadie que lo hubiera sido encontraron la excusa para no madrugar los domingos.
Los sacerdotes culpables no son los únicos hipócritas. «¡Qué escándalo! ¡Me voy de la Iglesia!» Pues bien: solo porque algunos degenerados a los que nunca se debió haber conferido el orden sacerdotal violaran a jóvenes –pecado en sí deplorable-, ya por eso el Hijo de Dios no vino a la Tierra para redimir a la humanidad en la cruz y fundar la Iglesia? El espantoso escándalo en cuestión no compromete las verdades de la fe más que la vida de Alejandro VI y otros pontífices corruptos del Renacimiento.
¿Que si tendrían que dimitir los obispos? Por supuesto. Aproximadamente el 95% a nivel mundial. Esos payasos de mitra con pretensiones étnicas, vestiduras de poliéster y símbolos cristianos espurios e ingenuos y episcoverborrea ecumaniaca han ejercido su cargo sobre algo más que abusos sexuales: con sus fatuidades modernistas han extinguido prácticamente la fe católica. Deberían retirarse a un convento y pasar el resto de sus días preparándose para rendir cuentas a su Creador por un fracaso en su ministerio que ha llevado a incontables millones de almas a la perdición.
Benedicto XVI debería aprovechar esta repulsa popular redirigiéndola contra todos hippies sesenteros de pantalón acampanado que ponen trabas al motu proprio Summorum Pontificum. Tiene una oportunidad única de hacer una limpieza de pastores asalariados y de desechos del Desastre Vaticano Segundo. Es hora de dejarse de pedir perdón y restituir la predicación. De reconstruir lo destruido en los últimos cuarenta años. De ajustar cuentas con liberales y securlaristas, como hicieron tantas generaciones pasadas de católicos. De proclamar una vez más las verdades inmutables de la única Iglesia verdadera que en su resurrección gloriosa no puede adoptar otra postura legítima que el triunfalismo.
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