El rey está desnudo
El poeta Juvenal se lamentaba, en su tercera Sátira, de que el Orontes hubiera desembocado en el Tiber, es decir, que la marejada de los pueblos sirios hubiese invadido en Roma. La misma imagen la usó Ralph Wiltgen cuando escribió su libro El Rin desemboca en el Tiber, narrando el desembarco de los teólogos alemanes en tierras romanas durante el Vaticano II. Y los problemas fluviales de la Urbe no terminaron allí ya que, últimamente, lo que ha desembocado en ella es nada menos que el Riachuelo del cual es afluente el Río Cuarto, como nos enteramos hace poco. Sin embargo, esta inesperada inundación ha traído algunos beneficios de los que no siempre somos conscientes. Concretamente, el pontificado del papa Bergoglio tiene ventajas ya que ha permitido que toda la suciedad y los desechos que circulaban por los albañales de la Iglesia de Roma haya salido a la luz, y es muy difícil ya hacerse el distraído sobre la realidad de esta situación, a no ser, claro, que se pertenezca a la cándida raza de los lectores de Infovaticana.
El problema viene de lejos; ya lo hemos dicho muchas veces en este sitio. Focos de incendio se diseminaban por toda la Iglesia desde comienzos del siglo XX y el papa Juan XXIII no tuvo mejor idea que juntar a todos los focos y provocar así, previsiblemente, una enorme y voraz que hoguera que consumió en años, o en meses, gran parte de la Iglesia. La hoguera, claro, fue el Concilio Vaticano II. Fue un suceso que aún muchos celebran como “la primavera de la Iglesia” cuyas consecuencias meteorológicas hoy más que nunca están a la vista. Ejemplo de ello es que la arquidiócesis de Córdoba, una de las más grandes e importantes de Argentina, ha recibido este año un solo seminarista en su Seminario Mayor. Así de raquíticas, o aún más, están las órdenes y congregaciones religiosas, los seminarios y las parroquias. Y sin embargo, muchos aún siguen felices en esta Iglesia que “canta y camina”, viviendo en la fantasía de que todo está mejor que nunca.
A nivel macro, sin embargo, la calamitosa situación de nuestra Iglesia no era tan visible. El Papa Pablo VI, responsable de haber continuado el Concilio y sancionado sus enseñanzas –los polvos de donde vienen estos lodos-, estaba envuelto en un áurea de intelectual refinado y aristocrático, y todos confiaban en su criterio, aún viendo los desastres que se suscitaban en los ’60 o ’70.
Después vino Juan Pablo II, con su insoportablemente extenso pontificado, que hizo un dogma de la línea media: no más progresismo que este, pero tampoco más tradicionalismo. Un fundamentalista del Vaticano II que, habiendo tenido el poder para retroceder e impedir la avalancha, prefirió seguir la farsa. Caminó por el medio, evitando “extremos” y, con su convocante carisma, haciendo creer a muchos que reuniones multitudinarias en las que se cantaran “Juan Pablo II te quiere todo el mundo”, era prueba suficiente de que la primavera, efectivamente, había estallado, y la Iglesia estaba en su mejor momento.
El breve pontificado que lo siguió se envolvió en el prestigio teológico de quien ocupó la cátedra de Pedro, el papa Benedicto XVI, que intentó hacer lo que pudo, que fue más bien poco. No mucho se podía hacer ya con las plantas mustias y agostadas que había recibido como presente primaveral de un Concilio del que él mismo fue parte y al que, inexplicablemente, reivindicó en el último discurso de su ministerio. Pero sus lúcidas palabras, sus gestos y el boato que lo circundaba nos nublaba aún la vista a varios que queríamos creer en la posibilidad de una restauración.
Y después vino el fruto más maduro que pudo producir el Vaticano II: el papa Bergoglio que es, sencillamente, la manifestación clara y rotunda de lo que significó ese concilio para la Iglesia. Y esa es justamente la ventaja de este grotesco pontificado: deja totalmente claro cuáles son las consecuencias de la irresponsabilidad mayúscula del Papa Bueno.
Para ponerlo en imágenes del infante don Juan Manuel: hasta la llegada del Papa Francisco, nadie se había animado a decir que el rey estaba desnudo. A Pablo VI, a Juan Pablo II y a Benedicto XVI los vimos desnudos pero la cosa era aún vidriosa, no muy clara y, razonablemente en muchos casos, era mejor callarse como los súbditos del rey moro: quizás era verdad que el rey estaba finamente vestido y que era nuestra miopía e impureza la que nos impedía ver sus atuendo y nos mostraba, en cambio, la desnudez del soberano.
Pero la llegada de Bergoglio cambió todo: el rey está, evidentemente, desnudo. Y cada vez hay menos modos de negarlo ya que que el monarca se empeña todos los días en hacer cabriolas con sus partes pudendas al aire. No querer ver la desnudez del rey no es problema ya de inocencia o de prudencia. Es problema de pertinacia.
The Wanderer
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