Revista FUERZA NUEVA, nº 52, 6-Ene-1968
EL ANTI-INTEGRISMO CRIMEN DE LESA PATRIA, SIGNO Y AZOTE DE NUESTRO TIEMPO
Por Martirián Brunsó, presbítero
AVANZADOS Y CONSERVADORES
Tras la lectura del libro "España en el diálogo" del Padre Martirian Brunsó, el lector saca la conclusión que, en realidad, dentro de la Iglesia más que existir un integrismo, lo que hay es un antiintegrismo que, como cabeza de turco, descarga sobre él toda una serie de golpes que, en última instancia a lo que más perjudican es a la unidad de los católicos. El autor estima que sí existe un integrismo, pero sin sentido peyorativo; tanto es así que no vacila en asegurar que todos los católicos lo somos, por el simple hecho del bautismo. Ahora bien, este integrismo o integralismo nada tiene que ver con diversas formaciones políticas o pseudo religiosas que han discurrido a lo largo de la historia. Lo que sí existe, y por eso el autor no vacila en calificarlo de “crimen de lesa patria y signo y azote de nuestro tiempo” es el antiintegrismo. Esta es la tesis del Padre Brunsó, y con los párrafos que se seleccionan más abajo pretendemos ilustrarlo lo más gráficamente posible.
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Damos el nombre de integrismo a aquella cualidad propia del catolicismo auténtico, es decir, de aquel católico que tiene una mentalidad con su correspondiente actitud, al menos en su tender o aspirar, conforme al magisterio infalible y no infalible, ordinario y extraordinario de la Iglesia en lo que toca a la fe y costumbres, y en la reverencia que tal autoridad supone.
Precisiones sobre el integrismo
Y así como llamamos altruista al que puede aplicársele la cualidad o la norma de conducta significada por la voz altruismo, de manera semejante podremos llamar INTEGRISTA al católico que le cuadre la cualidad o la norma de conducta que viene en el significado de la palabra INTEGRISMO, aun cuando debamos reconocer que TODO CATÓLICO, por bautismo, tiene raíces integristas.
Tal parece suponer la documentación del magisterio pontificio, a través de los días, y tal lo hemos entendido siempre en España y, hasta allí donde llegan mis oídos, en el extranjero, sobre todo cuando en nuestra Patria se nos ha hablado. Lo oímos durante y después de la Cruzada Nacional:
“Vuestros hogares se conservan todavía muy íntegros”.
“Vuestras familias respiran aún el más puro integrismo”.
Y en este mismo sentido, Juan XXIII pedía al Señor -lo manifestaba en público y en privado, como uno de los mejores recuerdos de España- que nuestra Patria se conservara y se perfeccionara para mayor bien nuestro, esplendor de la Iglesia y mayor gloria de Dios.
He dicho mal: en casa no siempre se ha entendido la palabra “integrista”, a tenor de la definición que acabamos de recapitular. Hace tres lustros (apróx. 1950) que esta voz ha pasado a significar algo tan peyorativo, que la comunidad católica procura evitar que se le señala con este estigma. Marcadamente se nota, a poco de anunciado el Concilio Vaticano II. En Francia, a partir de los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, principalmente del 1950 hasta la fecha en que esto se escribió, 1966. Historiar esto sería entrar en el capítulo que nos ha de mostrar el antiintegrismo como fenómeno histórico, gracias al vuelco que se ha dado a la significación de la palabra “integrismo”, aplicada a un católico.
Panorámica histórica del antiintegrismo
Aunque la historia del antiintegrismo podría iniciarse en las primeras páginas de la historia de la Iglesia, sin embargo, tal como lo hemos definido en este libro, anotamos su presencia con motivo de una carta pastoral del Cardenal Suhard en la Cuaresma de 1947. Lo que él señala como “un tradicionalismo excesivo” pronto se expenderá en exclusiva como etiqueta injuriosa para un determinado grupo de católicos.
El padre Congar, en 1950, le dedicará un apéndice en su libro “Vraie et fausse Reforme”, con el estudio “Mentalité de droite et integrisme”. Se irá notando su influencia en la revista “La vie Intelectuelle”, en “La Vie Espirituelle”, adquiriendo ya unos tonos virulentos en la “Chronique Sociale”, mayo de 1955 y diciembre de 1956. Se van acentuando después de otro documento episcopal, ahora ya presentado y aprobado como propio por el Episcopado francés: el informe doctrinal de monseñor Joseph Lefebvre (*), el “Rapport” doctrinal de 1957.
Se van perfilando los grupos de las revistas “Esprit”, “La Vie Nouvelle”, “Signes de Temps” y la recén fundada (abril 1958) de teología pastoral misionera “Parole et Mission”, el semanario “Temoignage Chretien”; el grupo, más internacional de “Informations Catholiques Internationales”, que se aúna con el diario “La Croix” y el informador religioso Henri Fesquet, de “Le Monde”, que tendrán carta blanca para dirigir “élites” católicas de otros países, sobre todo con motivo de las tareas conciliares.
España no escapó de este influjo, aunque aquí más bien (1966) el Episcopado no sólo no ha pronunciado palabra sobre el integrismo, sino que ha denunciado en más de una ocasión y con grave acento los peligros y las novedades, y señalado las necesidades de no malversar los tesoros de nuestra tradición. Efectivamente, el antiintegrismo español, que empieza a adquirir su efervescencia gracias a estos contactos franceses y al ambiente respirado alrededor del Concilio, por lo mismo que no cesa de repetirse en una que en otra revista, en uno que en otro artículo de diario, la palabra “integrista” crece y se desarrolla en focos que no son pequeños grupos aislados, sino “colectividades, equipos”.
Con una inconsciencia rayana en lo indecible, se está repartiendo, sin ton ni son, el vocablo “integrismo” sin recordar que aquí hubo una facción política que así se llamaba y que está totalmente extinguida y que nadie ha intentado resucitar. A muchos ni les ha preocupado el significado de estos términos y, no obstante, lo han ido repitiendo sin que nadie con autoridad suficiente les haya indicado las graves consecuencias de este proceder. Sí, ha habido advertencias; insistiendo en que deben y debían evitarse los extremismos, que la unión de los católicos ha de ser la consigna de todos, que no debemos mirar con temor la libertad religiosa, que el sentido ecumenista conciliar es una exigencia eclesial de nuestros días... y que se han de desterrar las condenas y anatemas. Entre tanto los focos antiintegristas siguen propagando que “el integrista” es “un católico epiléptico, de espíritu vengativo, que lo perseguiría todo, lo mataría todo, lo condenaría todo”. Y esto es diciembre de 1965; a la clausura de un Concilio que no ha condenado ni anatematizado. Para colmo, nos llega recientemente -primavera de 1966- el catálogo de una editorial madrileña en el que vemos traducciones marcadamente antiintegristas.
El sentido peyorativo de “integrismo”
La palabra “integrismo”, precisamente por su terminación en “ismo”, según común acepción de nuestra lengua, indica una deformación, y, a ese título, algo censurable. En efecto, significa rigidez, fanatismo, exageración. Esto en cuanto a su significado.
Veamos ahora el uso y la lógica de esta acusación de “integrismo” que inhibe y retrae. A cualquiera que resulta incómodo por el mero hecho de querer adherirse en todo a Cristo o a su Iglesia (lo que objetivamente es una misma cosa), a cualquiera que se niegue a recortar la verdad católica, la coherencia católica, se le lanza al rostro la acusación: “Tú eres un integrista”. El uso de esta palabra en sentido peyorativo se deriva de la deshonesta intención de crear un complejo de necedad y ridículo.
Unas palabras del cardenal Siri hablan, pues, del sentido peyorativo que se ha dado a esta palabra “integrismo”, no del sentido estricto. Bien apañados estaríamos si todo sentido estricto fuese sentido peyorativo. Cierto que el uso del vocablo “integrismo” hasta hace poco (pues algunos escritores van cayendo ya en la cuenta) se empeñaban en no gastarlo para el Sano Integrismo que todo católico ha de profesar. Y aquí hemos de repetir que no ha habido católico alguno, que yo sepa, que se haya arrogado el título de “integrista”, mientras que el de “progresista” o “progresismo” católico, hubo quien se lo arrogó, y se lo arroga, y, por tanto, se puede hablar de un “progresismo católico o progresista”, condenados, no así, de “integrista o integrismo”, que se llamen tales o se lo arroguen. El testimonio. del cardenal Siri es irrefutable.
El integrismo, en sentido peyorativo, como lo tomara el cardenal Joseph Lefebvre (*) o algunos obispos holandeses, por lo mismo que se toma en sentido peyorativo, ya no necesita condenación. Lo malo es confundir los adjetivos o gastarlos sin precisión alguna. De aquí la necesidad de aclaraciones y, a veces, de condenaciones. No hablemos de polémicas.
La etiqueta de “integrista”
En todo caso, es incontrastable que la calificación de “integrista” es:
1. Una etiqueta dada con razón o sin ella.
2. A personas que no lo aceptan de ningún modo.
3. Por sus adversarios, con la clara intención de combatirlos o descalificarlos.
De modo que podríamos responder a gentes que lo utilizan, como el padre Congar: Si no tiene usted la intención de combatir a los “integristas”, dígnese por lo menos no designarles así. Renuncie a esa etiqueta que ellos juzgan, por su parte, injuriosa, una etiqueta arbitraria, una etiqueta de combate. (…)
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