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Tema: El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 7 de Agosto de 1970, página 8.



    PERIODISMO Y DEMAGOGIA


    Por Rafael Gambra



    Cada profesión tiene –y ha tenido siempre– su propio código del honor, su moral específica o “profesional”. Y los preceptos de esa moral suelen ser tanto más firmes y arraigados en ella cuanto más antigua es esa profesión.

    Por ejemplo, el médico tuvo siempre por precepto de honor (el juramento hipocrático) no desatender a ningún enfermo o herido, sea cual fuere su circunstancia o condición, porque la vida es patrimonio de todo ser vivo, que la ha recibido de Dios. También el no abusar del miedo o de la aprensión del enfermo hasta llevarlo a gastos innecesarios y ruinosos. El juez, por su parte, no admite regalos ni se dedica a negocios privados que aten su libertad de juzgar. En uno y otro ejemplo, la moral profesional tiende a evitar lo que conduzca a un abuso en el poder que el profesional posee.

    El periodista tiene un poder muy grande, y posee –o debe poseer– también una moral propia. Su poder es el de actuar día a día sobre la consciencia (y la subconsciencia) de grandes masas humanas que, a menudo, no tienen el criterio o la virtud necesarios para discernir el alimento espiritual que reciben. Gentes cuyas pasiones humanas se ven excitadas, a veces, por una labor constante, tan popular como destructora. Su moral debe estribar precisamente en evitar sobre todos los males esa acción corrosiva o “demagógica” para la que tanto poder posee. Son muchos, venturosamente, los periodistas que observan como punto de honra ese precepto. Pero es también frecuente encontrar en esta profesión una ignorancia absoluta de tal deber, e, incluso, la creencia maquiavélica de que el periodismo demagógico o el periodismo amarillo (sensacionalista) son signo de buen periodismo porque con ellos se aumenta fácilmente el éxito y la renta (índice del éxito en una sociedad de consumo). Influye en este hecho el que la profesión es moderna, posterior a la Revolución: no vivió, como el médico o como el juez, arropada durante siglos por la civilización y la moral cristianas.

    He dicho que el pecado capital en que puede incurrir el periodista es la demagogia, como su virtud principal es saber evitarla. La palabra demagogia procede de Aristóteles, para quien era una forma degenerada o abyecta de gobierno: aquél en que el poder se ejerce por la más baja fracción del pueblo, no para el bien común, sino para satisfacer sus apetitos vindicativos. De ahí se derivó el sentido actual de demagogia: modo de hablar, de escribir o de actuar que se encamina a excitar en el pueblo esas pasiones vindicativas cuyo origen último se encuentra en la envidia, pecado capital muy relacionado con la soberbia, que es el primero de los pecados. La envidia es una tristeza del bien ajeno, una radical disconformidad con la propia suerte en lo que ésta tiene siempre de limitada e inferior a otras.

    La envidia se excita, ante todo, con el imperativo de “igualdad”. El igualitarismo y la envidia son los más eficaces corrosivos de toda sociedad. Porque la sociedad no es un vivir juntos en igualdad estricta (que, en tal caso, la mejor sociedad sería un gallinero), sino un vivir en sociedad humana, que es, por naturaleza, sociedad orgánica, diferenciada (como diferentes son los caracteres y temperamentos), jerárquica. Hoy se llama, paradójicamente, “justicia social” a lo que es negación de la justicia y negación de la sociedad. Porque bajo ese confuso término suelen acogerse los designios de tratar como iguales a los desiguales, a anular el carácter orgánico de la sociedad y a asemejarla a un rebaño o una granja, que no son sociedades. La verdadera y única justicia es “dar a cada uno lo suyo”, y, según Platón, es una correlación entre derechos y deberes, de modo tal que a mayores derechos correspondan siempre mayores deberes, y viceversa.

    La pasión de la envidia destruye las familias y sus afectos, y destruye las sociedades y sus estructuras. Hoy vivimos una excitación masiva (por los “Mass media”) de esta pasión sutil e insaciable, y esto es lo que se conoce hoy por “práctica de la demagogia”. El demagogo profesional no excita sólo a los pobres contra los ricos (o al menos rico contra el más rico), sino también al hijo contra el padre, al joven contra el viejo, a la mujer contra el hombre, al sacerdote contra el obispo, a éste contra el Papa, al negro contra el blanco, al incapaz contra el hábil… Toda diferencia en el seno de la sociedad es para él insoportable y no conoce más justicia que la igualación estricta, hasta el extremo de que la palabra “discriminación” (que es la función del conocimiento y de la razón) se ha convertido para él en fuente de todo mal.

    Cuando la obra del demagogo ha calado en una sociedad ya nadie está conforme con su suerte por mucho que tenga, y toda destrucción del orden establecido (sea cual fuere) es aplaudida como una “conquista social”. Al cabo, un ambiente trabajado hasta su fondo por la demagogia se mostrará dispuesto a aceptar cualquier tiranía –a ser tratado como ganado en establo– antes que tolerar la menor diferencia o jerarquía en el seno de la sociedad.

    No se olvide que la pasión de la envidia estuvo en el origen de la rebelión angélica (¿por qué no como Dios?) y del pecado original humano. También fue el origen de la Revolución Francesa, que destruyó el orden político cristiano. Aunque la Revolución se hizo en nombre de la Libertad, fue la Igualdad (el segundo de sus lemas) el verdadero motor de la misma. El hombre medio –campesino en su gran mayoría– de la Francia del siglo XVIII era demasiado libre para entender la palabra Libertad y sacrificar a ella su tranquilidad y su esfuerzo. El despotismo –o el capricho del poder– lo sufriría el círculo cortesano de nobles y “legistas” parisinos, pero no el francés común, que apenas conocía otra constricción que la de sus costumbres y creencias. Recuérdese que en la Bastilla, el gran símbolo del “despotismo”, no fueron hallados ni una docena de rufianes de delitos comunes. No se olviden tampoco aquellas extrañas guerras (inexplicables desde la mentalidad liberal-revolucionaria) –la Vendée, las carlistas– en las que el pueblo campesino se alzó contra la Libertad en nombre de sus viejos modos de vivir y de los poderes ancestrales, defendiendo su autonomía local y corporativa frente al predominio de los hombres de las ciudades, sus futuros “organizadores”.

    Fue la Igualdad el verdadero motor de la Revolución. Y lo fue sobre todo en momentos en que se veía, en gran parte, predicada por los mismos beneficiarios de unos derechos de cuya contrapartida de deberes habían desertado. La Revolución comenzó, en rigor, en la sesión de apertura de aquellos Estados Generales (Cortes) que voces interesadas aconsejaron al rey en momentos de grave crisis y descontento ambiental. Y se inició precisamente cuando los diputados del “tercer estado” se mostraron decididos a cubrirse cuando lo hiciera el rey, tal como habrían de hacerlo, por su privilegio, los de la nobleza. Luis XVI salvó la situación del momento manteniéndose descubierto a pretexto de calor, con lo que ni unos ni otros pudieron cubrirse. Esta argucia –debilidad manifiesta del poder– abrió paso a las mayores violencias y a la caída de un régimen milenario.

    La erosión demagógica ha penetrado tan profundamente en la sociedad de nuestra época que ha alcanzado hasta a aquellas instituciones y movimientos esencialmente jerárquicos y monárquicos. La Iglesia, cuya misión es mantener una jerarquía de valores y de autoridades que relacionen al hombre con Dios, se ve hoy trabajada por sectores incorporados a la predicación insensata del igualitarismo y de la rebelión. En el carlismo, cuyo origen histórico y razón de ser fue el mantenimiento de la sociedad orgánica cristiana frente a la Revolución, la penetración demagógica es aún más llamativa.

    Viene a mi memoria cierto folleto, que podría considerarse como un modelo de la literatura demagógica más irresponsable. El sujeto de todos los bienes y virtudes es, para él, “el pueblo”. Así, en abstracto y sin limitación. El sujeto de todos los males, algo que se designa por “la camarilla” o por “los privilegiados”. También sin más precisión. El inferior, por serlo, es bueno; el superior, por la misma razón, malo. Los más están en la verdad, los menos en el error… Música que suena bien a los oídos de los más y que abre a la popularidad y al éxito momentáneo. Pero que es, en la moral profesional del escritor y del periodista, el pecado capital y el delito supremo: la demagogia, puerta de todos los desastres y violencias.

  2. #2
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    Re: El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 9 de Agosto de 1970, página 10.



    Carlismo y Progresismo

    Por Rafael Gambra



    Hace años –allá por 1950– publiqué yo un libro titulado LA PRIMERA GUERRA CIVIL DE ESPAÑA (1821-23), al que puso un bello prólogo José María Pemán. Historiaba en él una lucha, casi olvidada entonces, que se conoció con los nombres de Guerra de la Constitución o Guerra Realista, y que se inició a consecuencia de la sedición de Riego que proclamó e impuso al rey la Constitución de 1812 tras de sublevar a un ejército reunido con grandes sacrificios para sofocar la rebelión en los territorios de la América española.


    EL PAPEL DE LOS HISTORIADORES LIBERALES

    Los historiadores liberales del siglo pasado procuraron siempre silenciar o minimizar esta guerra con el doble fin de presentar aquella implantación del régimen constitucional como un hecho popular y pacíficamente aceptado, y a su sofocación tres años más tarde como el resultado únicamente de una intervención extranjera (los Cien Mil Hijos de San Luis). Es lo cierto, sin embargo, que esa intervención se produjo a petición de una buena parte de los españoles sublevados en armas en favor del Rey y de la Religión –los «realistas»– que dominaban gran parte del Norte de España, especialmente Navarra y Cataluña.

    Historiadores profesionales (Comellas, Idoate) han completado más tarde el estudio de esa guerra y de su época. Sin embargo, el principal interés de aquella lucha –localizada pero cruelísima– estuvo más en su significación histórica que en la entidad de sus hechos o de su estrategia bélica. Se sitúa esta guerra entre la Independencia y la Primera Guerra Carlista –siete años después de la primera, diez antes de la segunda–, y en ella intervienen como realistas figuras destacadas de la Independencia (Merino, Eroles, Ladrón de Cegama) y de la carlista (Zumalacárregui, Gómez, Eraso, Guergué). Constituye así un eslabón entre las luchas más importantes de nuestro siglo XIX, y la clave para comprender el sentido y espíritu de su continuidad. A su luz nos aparece la gesta que tiene lugar en nuestra patria durante los siglos XIX-XX, que, no por silenciada de gobernantes e historiadores deja de marcar el verdadero sentido de nuestra vida nacional desde principios de aquel siglo hasta nuestra misma Guerra de Liberación.


    INTENTO REVOLUCIONARIO

    Como es sabido, el primer intento de introducir en España un sistema explícitamente revolucionario (y religiosamente heterodoxo) coincide con la invasión francesa de 1808. Napoleón, defensor y salvador de los principios revolucionarios de los que nunca abjuró, identificó la causa de la Revolución con la de Francia, y sobre aquellos principios constituyó un Estado fuerte e imperialista. Los españoles –aunque vencedores militares de sus ejércitos– fueron una víctima suya en el orden espiritual. Gran parte de sus clases elevadas –nobleza, Ejército, alta burguesía– se declararon partidarios de las nuevas ideas constitucionalistas liberales. Entonces comienzan una serie de guerras, casi olvidadas algunas, silenciadas y mal comprendidas todas. A través de ellas se prolonga, sin embargo, el sentido auténtico de nuestra historia en un eco lejano de las Guerras de Religión.


    ANTECEDENTES A LAS LUCHAS RELIGIOSO-POLÍTICAS

    Un antecedente de estas luchas religioso-políticas puede verse en la que sostuvo España de 1793 a 1795 contra la Revolución Francesa, cuya extremada popularidad le confirió una fisonomía por completo distinta de las anteriores guerras de su siglo, y le hizo participar de ese carácter que hemos llamado de cruzada. En 1808, el fino instinto religioso de los españoles de entonces, aguzado en sus seculares luchas religiosas, les hizo ver en los soldados franceses algo más que una invasión extranjera; y nuestra Guerra de la Independencia tuvo un carácter positivo –junto al negativo de oposición al invasor– que no todos los historiadores han querido ver. Es curioso que al afrancesado le llamaba el pueblo en la época, más que eso o que traidor, renegado, término de claro sentido religioso.

    Después tienen lugar una serie de luchas internas que podríamos llamar de independencia espiritual respecto a las nuevas ideas revolucionarias. Todas reconocen como motivación profunda una misma fe en la que se unía, en apretada síntesis, el espíritu religioso –aún vivo y fervoroso en las clases populares– con el amor a las formas castizas de gobierno y la lealtad a la legitimidad monárquica. La defensa, en fin, de un orden social y político que se estimaba derivación del credo religioso que con él formaba una fe y una bandera. Supervivencia –diría Elías de Tejada– de la vieja Cristiandad como unidad comunitaria de fe frente a la moderna Europa como mera convivencia laica o religiosamente neutra.


    LEMA DE AQUELLAS BANDERAS CARLISTAS

    El Altar y el Trono fue el lema de aquellas banderas realistas, como Dios y el Rey fue el grito de los héroes de la Independencia, y antes lo había sido de los voluntarios de 1793 contra la Convención. Hacia su futuro, Dios, Patria y Rey habría de ser el lema de las guerras carlistas, y Dios y Patria el ideal común y básico de nuestra Cruzada de Liberación.

    Los historiadores suelen presentarnos estas guerras como heterogéneas y desconectadas entre sí. La de 1793, como respondiendo a motivos nacionales (o borbónicos) de política exterior; la de Independencia como defensa contra el invasor; las carlistas, como provocadas por un pleito dinástico. Todo ello es, sin duda, cierto; pero existe, además, y sobre todo, un elemento religioso y político (o, mejor, religioso-político) que es sustrato común a todas ellas y las incluye en un ciclo histórico con fines y alientos comunes.

    Es esta guerra realista de 1821-23 la que demuestra la conexión y la motivación en todas subyacente. En ella no hay un motivo de política exterior, pues en esos años España está ausente de la vida internacional. Tampoco responde a una invasión extranjera, antes al contrario, se llega en ella a una colaboración con la Francia de Luis XVIII, que culmina en la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis, recibidos con entusiasmo por todo el país. Ni se ventila pleito dinástico alguno, ya que ambos bandos en lucha reconocen por rey a Fernando VII.

    El aglutinante común a todas estas luchas es, pues, el espíritu religioso, hasta el punto de constituir, como he dicho, a modo de una segunda etapa interior de las guerras de religión en las que nuestros mayores entregaron todo su esfuerzo por el restablecimiento de la unidad católica de la Cristiandad. De ese espíritu DEPENDE POR ENTERO LA EXISTENCIA Y LA EJECUTORIA DEL CARLISMO COMO FENÓMENO HISTÓRICO. Sin tal motivación latente no habría existido cuestión dinástica: Carlos V habría sucedido normalmente a Fernando VII de no existir una previa escisión religioso-política en una de cuyas banderas –la tradicional– estaba comprometido plenamente el Infante Don Carlos. La misma cuestión foral que se integra en las motivaciones de aquellas guerras, si pudo ser un motivo constante de tensión, nunca existió como casus belli antes de complicarse con la irreligiosidad racionalista de las teorías centralizadoras que exaltaban el carácter santo de las costumbres y libertades locales.


    ORIGEN DE LA PERVIVENCIA DEL CARLISMO

    En la misma motivación religiosa (o religioso-política) ha de buscarse el origen de la extraordinaria pervivencia del Carlismo después del Convenio de Vergara y de la consolidación de Isabel II. Su retorno a las armas es provocado por las persecuciones religiosas de la primera y segunda Repúblicas. La propia Guerra de Liberación de 1936 –aunque sólo parcialmente carlista– se ve determinada por el mismo factor religioso. Se entrecruzan en ella, sin duda, motivaciones políticas (de anarquía ambiental), sociales, militares, etc.; pero la República se habría consolidado en España –tal como sucede actualmente con el castrismo de Cuba– si no hubiera sido por la reacción religiosa, reavivada por la persecución y la enseñanza laicista.


    DOS POTESTADES JERÁRQUICAMENTE ARMONIZADAS

    La concepción religioso-política del Tradicionalismo español (o Carlismo) –esa unión del Altar, el Trono y las instituciones forales patrias– no es ninguna extraña forma de teocracia o de fanatismo medievalista. Es la simple concepción tradicional –y tomista– de la Iglesia, que afirma dos poderes con fines y jerarquías diferentes –el civil y el religioso–, pero con una esfera común que interesa a ambas potestades y en la que una y otra se armonizan jerárquicamente.

    Sin embargo, ya antes de nuestra Guerra de Liberación, la actitud política de determinados sectores de una Europa minada de pluralismo religioso y de secularización, fue cambiando tímidamente de signo. Las llamadas democracias cristianas, que veían imposible en sus países el restablecimiento de un régimen político católico, propugnaron la teoría de «la indiferencia de las formas de gobierno» y la aceptación de cualquier régimen político con tal de que otorgue libertad civil y docente a los católicos. Los regímenes –según tal teoría– son buenos no por su «forma» (monarquía, democracia, dictadura, etc.), sino por los hombres que en ellos gobiernan e «influyen». El movimiento de El Debate (Herrera) y su formación de «líderes» católicos fue la repercusión en España de esa actitud. Ella inspiró durante la República el movimiento de adhesión de los católicos a la misma, que se llamó Acción Popular y que resultó arrollado por los hechos anárquicos que concluyeron en la guerra de 1936. Estos movimientos «populistas» conservaban, sin embargo, la tesis tradicional y tridentina al afirmar que los regímenes laicistas sólo pueden aceptarse como «hipótesis» (es decir, en una situación dada para la consecución del «mal menor» o del «bien posible»), pero no como «tesis», en la que ha de mantenerse siempre el ideal de la confesionalidad del Estado y de su unidad religiosa.


    MARITAIN Y EL MODERNISMO

    Ya en la misma época, no obstante, el filósofo católico francés J. Maritain avanzaba en un sentido fuertemente influido del «modernismo» que condenó tiempo atrás San Pío X, afirmando como religiosamente deseable lo que él llamó un Estado Laico Cristiano, superación moderna del antiguo Imperio Cristiano medieval. Un Estado secularizado y neutro que recibiera su impregnación religiosa desde abajo, desde sus miembros individuales (únicos sujetos de religiosidad), era para él la síntesis superadora que anulaba, por anacrónica y caduca, la antigua tesis del Estado cristiano, a través de la antítesis (beneficiosa en el fondo) del Estado antirreligioso de la Revolución.

    Conocida de todos fue la paradójica hostilidad del famoso autor católico a la España Nacional que luchaba de 1936 a 1939 contra la laicización del Estado y bajo la bandera de una tradición nacional y católica. Y sus intentos de mediación en aquella lucha sobre la base siempre de mantener una República democrática y laicista, pero tolerante en religión. Actitud opuesta en un todo a los grandes pensadores, políticos y poetas católicos de Francia en relación con nuestra Patria (Chevalier, Maurras, Paul Claudel, etc.).


    ETAPA MEDIA

    Pero los treinta años que median desde la Guerra de España han constituido para este enturbiamiento de ideas y corrupción de actitudes un periodo mucho más fecundo que los cien años largos que median entre la primera Guerra Carlista y el Alzamiento Nacional. Las tesis político-laicistas de Maritain y los suyos han triunfado plenamente en la gran delicuescencia católica del post-Vaticano II. A los pocos meses, el propio Maritain era ya un conservador arrollado por las nuevas olas que tenía que preparar su propia defensa. El Progresismo –ampliación sin límites de las antiguas tesis del «modernismo»– se aliaba estrechamente con lo por él llamado «Mundo Moderno», esto es, con la Democracia inorgánica y los ideales secularizadores del «Desarrollo», el «Humanismo» y la «Paz» propios de la ONU. Otras v[o]ces, tomando relevo, reniegan públicamente de la tradición histórica y política de la Iglesia en los dieciocho siglos que median entre Constantino y nuestros días, y proclaman el «Nuevo Pentecostés» de una Iglesia encarnada en la lucha de clases y en los objetivos socialistas. Otros, en fin, niegan abiertamente la jerarquía y los dogmas de la Iglesia, y, abriendo sus brazos al paraíso marxista del Porvenir, alcanzan los límites de la teología anglicana de la «muerte de Dios».


    ACTITUD DEL CARLISMO

    ¿Cuál puede ser la actitud del Carlismo ante esta inmensa «debacle» que, aparentemente al menos, sufre la Iglesia de hoy y la civilización occidental, mentalmente colonizadas por el marxismo?

    ¿Suponer, con el progresismo, que estos sucesivos movimientos son fruto del Espíritu divino; abjurar con ellos de la historia y significación patrias y aliarse con ese progresismo religioso y con el socialismo marxistizante? No faltan, por desdicha, grupos supuestamente carlistas que adoptan, más o menos, larvadamente, tal actitud.

    ¿Desentenderse del problema religioso y de cuanto entraña para limitarse a la cuestión dinástica y la cuestión foral, así como a la sucesión (por vía alternativa de colaboración o de oposición) del actual régimen español? Sería triste desventura.

    ¿Permanecer fieles a lo que fue, es y será el Carlismo, si ha de pervivir de esta trágica coyuntura? ¿Formar con todos los héroes y los santos del pasado (el Progresismo no tiene todavía ninguno), y situarse en la avanzada de la futura resurrección de la Iglesia y del Occidente cristiano? ¿Cumplir con el deber, aun en contra del «Mundo» y de la «oportunidad política», para dar testimonio a ese mundo de que España y la fe católica todavía existen y alientan bajo la bandera y la boina roja de nuestros mayores?

    Éste es el único camino que no supone la autodisolución del Carlismo y la abjuración de su mismo ser y de su historia. Éste, el simple cumplimiento del deber en la hora presente.

  3. #3
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    Re: El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 11 de Agosto de 1970, página 8.



    “EL PERIODISMO Y LA VERDAD”


    Lo que no ha dicho don Rafael Gambra



    “El periodista tiene un poder muy grande” –dice con razón en un reciente artículo don Rafael Gambra– y debe amar la verdad –digo yo– que es un evidente principio moral. Y no de una moral subjetiva, de “su” moral, sino de la Moral.

    Pero la verdad a medias, no me parece que es la verdad. Callar verdades importantes para presentar con más fuerza de convicción la propia tesis no puede aplaudirse.

    El señor Gambra sabe que hay periodistas demagogos y calla que hay muchas clases de demagogias. Sabe también –y lo calla– que hay periodistas, y otros profesionales, que se venden a las oligarquías. “La oligarquía –según Aristóteles– es el predominio político de los ricos”. “La oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos” … “la tiranía será el peor de todos los gobiernos” … “En segundo lugar, viene la oligarquía…, y por último viene la demagogia, que es el más soportable de los malos gobiernos”. O –a juicio de Platón– “el menos bueno de los gobiernos buenos y el mejor de los malos”.

    Cito a Aristóteles y a Platón porque el señor Gambra los cita. Hablo de las oligarquías porque el señor Gambra lo omite, aun cuando se trata de algo peor aún –con ser malo– que la demagogia y no menos frecuente. El Sr. Gambra, seguramente, estará de acuerdo conmigo en que los grupos de presión –no solamente los económicos– se imponen, en muchas partes, a los gobiernos, buscando sólo su interés particular y no el bien común.

    El señor Gambra se levanta contra los igualitarismos, y en muchos casos tendrá razón. Pero ataca a la igualdad, “motor de la revolución” –dice–. Pero calla que los hombres tenemos unidad de origen, creados por Dios a su imagen y semejanza, con un alma que salvar, y que por la gracia podemos llegar a la dignidad de hijos de Dios.

    Cierto –como decía socarronamente Chesterton– que bien mirado no todos somos iguales, los hay muy bajitos y de varios colores. Pero nadie será capaz de negar esa esencial igualdad. Y no es envidia, sino conciencia de su dignidad de hombres lo que mueve a muchos a desear para sí o para sus hermanos una más justa distribución de los bienes espirituales y materiales de la tierra. Y ya sé que el señor Gambra estará conmigo de acuerdo en que no es justo, ni cristiano, ni querido por Dios que tres cuartas partes de la humanidad pase hambre, mientras se despilfarran y hasta se incendian cosechas; que, aun en los pueblos en desarrollo, a una grandísima parte de los ciudadanos les esté vedado un nivel de cultura universitaria; que… El señor Gambra estará de acuerdo, pero se lo calla.

    Cierto que la Revolución causó grandes crímenes. Pero también es cierto que acabó con grandes injusticias, con intolerables “privilegios”. No creo que un “orden político” se derrumbara porque un rey se quite o se ponga el gorro. Más bien pienso que se derrumba, cuando el pueblo –comunidad de los ciudadanos– está de ese “orden”, “hasta el gorro”. Las ideas de la Revolución, con grandes errores, sin duda, se extendieron por el mundo y acabaron con el “orden político cristiano”, porque los hombres aspiraban a un orden más justo, más equitativo y más cristiano. Otra cosa es que lo consiguieran, pero pocos quedan –como no sea el señor Gambra– que aspiren a restablecer aquel “orden”.

    En otro artículo el señor Gambra defiende su tesis contra el progresismo, y sobre todo contra Maritain, callando mucho más de lo que dice.

    Contra Maritain y su actitud opuesta en todo, presenta a los grandes pensadores, políticos y poetas católicos de Francia. Opino que, con todos los reparos que el señor Gambra pueda ponerles, Bernanos y Mauriac se consideran católicos y estaban con Maritain. Me apresuro a decir que yo no.

    En cuanto a Charles Maurras, todos sabemos que él y la Acción francesa habían sido condenados por el Papa, sin que el “pensador católico” se retractara y frente a quien Maritain escribió “Primauté du spirituel”. Y no es Maurras, sino Maritain, quien dice de sus doctrinas que las sostiene “como fundadas en la razón Y DE ACUERDO CON LAS ENSEÑANZAS DE LA IGLESIA (a la que, a la manera de Santo Tomás, mi maestro, someto humildemente toda la palea que he amasado en el curso de mi vida)”.

    Ideas –las de Maritain, no las de Maurras– que no chocan con las expuestas en los radio-mensajes de Navidad de Su Santidad Pío XII, de 1942 y 1944, ni con la Pacem in Terris, ni con los documentos conciliares.

    Y no fueron precisamente las obras de Maurras, sino las de Maritain, dignas de ser traducidas por el cardenal Montini, hoy Pablo VI. Y fue Maritain uno de los poquísimos pensadores católicos que mereció el honor de estar presenta en la clausura del Concilio Vaticano II muy cerca del mismo Papa.

    Un cristiano y un carlista –como, al parecer, se considera el señor Gambra– no debe ocultar esa parte de verdad, aunque discrepe –y está en su derecho– del gran filósofo católico. Y menos, para presentar sus ideas –al menos implícitamente– como contrarias a las de la Iglesia católica. El periodista debe amar la verdad.



    JOSÉ D. BIURRUN

  4. #4
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    Re: El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 14 de Agosto de 1970, página 6.


    ¿QUÉ ES SER INTEGRISTA?


    Por Rafael Gambra


    Los que continuamos defendiendo la tradición católica y nacional, fieles a las convicciones y sentimientos que hace diez años eran comunes a todo católico y a todo carlista, recibimos constantemente el dictado de “integristas”.

    Para quienes nos apostrofan con él, tal nombre es absolutamente descalificador, porque, para ellos, la marcha de la Iglesia hacia el “humanismo” y de la política hacia el socialismo son “irreversibles”, como lo es el “viento de la Historia” que predican los marxistas. Quienes a él se opongan son, por ello mismo, marginados, estériles, extemporáneos, cadáveres insepultos.

    Aquéllos que utilizan este dicterio como arma dentro del carlismo juegan, además, con otra ventaja. Porque asocian a todas las resonancias denigrantes de ese nombre en el mundo actual las que tuvo, dentro del carlismo español, en el siglo pasado. Ellos saben perfectamente que lo que hoy se llama en el mundo integrismo nada tiene que ver con lo que se llamó integrismo en la época de Nocedal en España y en el siglo anterior. Para ser honrados deberían establecer esta distinción ante sus lectores, pero, como la coincidencia ayuda al insulto, lo dejan correr así sin aclaración del concepto.

    Los integristas españoles del siglo pasado (Nocedal, Senante, “El Siglo Futuro”) constituyeron una disidencia dentro del carlismo por discrepancias políticas con Carlos VII, especialmente en la interpretación de lo que es liberalismo y sufragio universal. Aquella disidencia causó serios perjuicios a la causa del carlismo, y su nombre dejó entre los carlistas leales una resonancia poco simpática: un espíritu puntilloso y una presunción de perfectos e incontaminados.

    El integrismo de hoy –que es una designación de carácter universal– nada tiene que ver con aquél. En rigor, nadie se da hoy este nombre a sí mismo: es el que utilizan los progresistas (y, por contagio y afinidad, el marxismo y el ambiente general) para designar a aquellos católicos y tradicionalistas que perciben el carácter herético y disolvente de las teorías progresistas, y permanecen fieles, frente a ellas, a la tradición del catolicismo y de su propia patria. Por ello, el nombre que les conviene en rigor es el de tradicionalistas. Y, en materia religiosa, el de católicos simplemente. Esta consciencia de la gran herejía (o apostasía) que se ha extendido hoy por toda la Cristiandad tiene, naturalmente, niveles distintos de penetración o de aplicación: defensa de la fe recibida en su pureza e integridad, defensa de la moral cristiana y de la disciplina eclesiástica, defensa de las instituciones, usos, costumbres, historia, liturgia, lengua, de la Iglesia, etc., etc.

    A cuantos no se embarcan en la disolución vertiginosa que propugna el progresismo son calificados por éste de integristas, con el mismo alcance con que los comunistas han llamado siempre “reaccionarios” a los no comunistas.

    Ellos (los “integristas”) son para el progresismo los únicos verdaderos enemigos, aquéllos a quienes se niegan el pan y la sal. Los demás (protestantes, judíos, ateos, marxistas…) son “hermanos separados” a los que se adula e imita sin cesar.

    Si, pues, “integrista” significa en el lenguaje actual la oposición al “progresismo”, será preciso para definirlo comprender antes qué es el progresismo. Es lo que trataré de exponer con la brevedad posible en un próximo trabajo.

  5. #5
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    Re: El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 15 de Agosto de 1970, página 6.



    ¿QUÉ ES EL PROGRESISMO?

    Por Rafael Gambra


    Para entender lo que es el progresismo (religioso) de nuestros días es preciso distinguirlo ante todo del progresismo (político y filosófico) del siglo pasado. Me refiero a la época de nuestros abuelos en que existía un partido progresista, círculos “El Progreso”, diarios de este nombre, etc.

    Aquel progresismo se alimentaba de la idea general del racionalismo según la cual el poder de la ciencia para conocer –y de la técnica para organizar– no tienen límites ni en la fe ni en la existencia como algo dado o creado. El hombre, con su razón, puede conocerlo y dominarlo todo, y en un progreso indefinido de ese saber racional se encuentra el secreto del universo que ineptamente ofrecen las religiones con su apelación al misterio y a lo sobrenatural. Este progresismo era, como he dicho, una tesis de filosofía racionalista y de política liberal, que es independiente (relativamente) del progresismo actual, que [es] una posición religiosa.


    EL ANTECEDENTE MODERNISTA

    Si queremos desentrañar el fondo doctrinal del progresismo religioso, hemos de aludir antes a otro movimiento religioso, muy famoso en el siglo pasado, que se conoció por el nombre de “modernismo”.

    Precursor y profeta de esta teoría fue, hace siglo y medio, el clérigo francés Felicité de Lamennais, cuyas doctrinas sobre el cristianismo nos darán la clave de ese modo de pensar y de sus derivaciones, sumamente actuales por lo demás. Fue Lamennais autor de dos libros notables –“Ensayos sobe la indiferencia religiosa” y “Palabras de un creyente”– y dirigió, con Lacordaire, una revista titulada “L´Avenir”.

    Según Lamennais, la razón humana fue iluminada en sus orígenes por una especie de revelación (cultural) primitiva que la hizo fecunda y apta para alcanzar progresivamente la verdad, toda verdad. De esta idea, que enlaza en sus orígenes la razón humana y la revelación, deriva el que se considere a menudo a Lamennais como un fideísta o tradicionalista filosófico. Sin embargo, no fue ésa su intención ni, sobre todo, la evolución posterior de su pensamiento.

    Identificando en su origen la razón humana con la revelación divina, Lamennais supone que el progreso de la razón ha de coincidir con un supuesto desarrollo de la fe. Consecuencia de ello es la idea central que este autor transmitió al modernismo y a sus herederos espirituales: que la fe no es un conjunto de verdades inmutables por divinas en su origen y reveladas en su transmisión, ni la Iglesia algo constituido sobre bases incambiables, ni la religión re-ligación con un orden trascendente y eterno, sino que fe, Iglesia y religión son algo in fieri, en evolución perfectiva como la razón y la ciencia humanas, con cuyo progreso o desarrollo vendrán a identificarse a modo de una concomitante iluminación o animación profética. Tal es la idea que Lamennais legó al modernismo del siglo pasado y al llamado “progresismo religioso” de nuestros días.

    En el progreso de la ciencia (y de la técnica) se acerca el hombre a su plenitud humana y, simultáneamente, a la futura religión universal o planetaria en la que convergerán todas las religiones del mundo. La religión del “hombre que se hace Dios” se identificará así con la religión “del Dios que se hace hombre”. Lamennais hace la apología de la religión, pero en tanto que benefactora (o animadora) de ese desarrollo humano al contribuir a romper las ligaduras de la opresión histórica y a liberar las fuerzas de la razón y la personalidad del hombre. La revolución es, de este modo, proclamada como una creación cripto-cristiana, fruto –aun sin saberlo– del verdadero progreso religioso. En su término, la religión está llamada a disolverse en esa plena realización de las potencias humanas, de cuya asunción cósmica ha sido heraldo y profecía.

    Veamos, por ejemplo, algunas de las frases más significativas de Lamennais que parecen expresar, con casi siglo y medio de anticipación, las ideas del actual “progresismo católico” recibidas por éste a través del modernismo de principios de siglo:

    «La religión es universal; es como la razón humana, pero (como ella también) se desarrolla en un proceso natural, tanto en el género humano como en cada uno de sus individuos».

    (Reconocemos aquí la noción actual de una religión progresiva, sin dogmas ni normas inmutables, y el tan divulgado slogan del aggiornamento y de una Iglesia en marcha. Asimismo, los dictados descalificadores de inmovilista y de reaccionario comunes a la terminología del racionalismo y del marxismo).

    «Antes o después se implantará una gran religión (humanista) que no será sino una fase de esa religión universal y una. Brotará del caos actual de religiones y realizará entre los hombres la más vasta unidad que nunca en el pasado se haya conocido».

    (Es ésta quizá la expresión perfecta del ecumenismo profético de nuestros días, que no es ya un intento misional de atraer a cismáticos y paganos hacia la única y verdadera Iglesia, sino el ensayo –extraeclesiástico– de alcanzar un punto teórico de confluencia del que nazca un nuevo cristianismo –o una nueva religión– que sea como el desarrollo de las existentes. Es también el germen del pacifismo eclesiástico (o irenismo) de la actualidad, que busca, a cualquier precio, la paz (temporal) del mundo, aun por encima de lo que hoy despectivamente se llaman “diferencias” o “discriminaciones” religiosas).

    «Las prerrogativas que los católicos creen patrimonio de la Iglesia sobrenatural pertenecen a la humanidad toda; ella es la verdadera Iglesia instituida por Dios en su creación, y esas altas prerrogativas forman lo que se ha llamado la Soberanía del Pueblo. En ella, la decisión suprema: vox populi, vox Dei (…). Confinada hasta aquí la Iglesia en lo que tiene de dogma y jerarquía, el cristianismo no ha penetrado todavía en la ciencia ni en la gran sociedad del futuro».

    (Estos párrafos nos descubren las raíces del llamado humanismo cristiano, especie de culto al hombre como depositario de todo valor, y del consiguiente rebajamiento de la religión para situarla al servicio del hombre. La tendencia, asimismo, de sustituir al pueblo fiel por “el pueblo de Dios” –todos los hombres–. Nos explican también el imperativo contemporáneo de desmitificación religiosa –religión racional, “para adultos”– o desalienación, como se dice también con terminología marxista. Según este imperativo, el cristiano consciente o “maduro” debe desasirse sucesivamente de toda concreción histórica o de toda forma de civilización supuestamente cristiana, estimada ahora como “triunfalismo”; de toda simbología, rito o costumbre de la Iglesia pretérita, vistos ahora como “alienaciones” superadas; y, por último, de su propio contenido religioso –dogmático y disciplinario– para insertarse en una panteística apertura de amor a todo lo humano en su progreso, supuestamente perfeccionador y edificante).

    Lamennais fue condenado por las encíclicas de Gregorio XVI de 1831 y 1834, y más tarde sus doctrinas por el Syllabus de Pío IX. Murió sin retractación fuera de la Iglesia. Sus doctrinas, sin embargo, no mueren con él. A fines del siglo pasado renacen en un extenso movimiento cuyo centro más visible fue la revista Le Sillon de Marc Sangnier, al que se asocian nombres como los de Loisy, Laberthonniere, etc. Este movimiento fue solemnemente condenado por San Pío X en su encíclica “Pascendi” bajo el nombre genérico de “modernismo”, y hasta tal punto consideró peligrosa y disolvente para la fe su doctrina que lo calificó de “síntesis o compendio de todas las herejías”, y estableció la obligación para todos los clérigos en el momento de su ordenación, y para todos los obispos en su consagración, de prestar el “juramento contra el modernismo” que les ataba con el estigma del perjurio si en todo o en parte condescendían o aceptaban ese conjunto de doctrinas. Este juramento fue abolido en 1967.

    Nuestros días han conocido, sin embargo, un nuevo y más terrible brote del modernismo, que, aparentemente al menos, ha invadido todos los niveles de la Iglesia con un vigor y unos medios de difusión desconocidos en sus anteriores manifestaciones.


    DIFUSIÓN DEL PROGRESISMO

    La semilla estaba echada, por lo tanto, desde la época del modernismo y aun desde Lutero. Las polémicas aludidas sirvieron para revelar que la tendencia no estaba muerta, sino que crecía alarmantemente dentro del catolicismo. Hizo falta, sin embargo, para su expansión generalizada y explosiva, el ambiente espiritual de la última postguerra. Vencidos los fascismos –formas desafortunadas del espíritu nacional y patrio–, vencedores universales los soviets y los norteamericanos, una ola de nihilismo intelectual y de desorden moral penetró todo el ámbito occidental. Deshecha y colonizada Alemania, desacreditado el espíritu tradicional y católico en Francia por su episódica vinculación a la ocupación alemana, el más desenfrenado izquierdismo y el espíritu abandonista de un pacifismo pro-marxista se apoderan de toda Europa, con la sola excepción de Portugal.

    Y es en este ambiente, en la década que ahora (1969) culmina, cuando se ha operado en el seno de la Iglesia un dramático resurgimiento invasor de las teorías que hemos conocido por “modernismo” y de las posiciones laicistas que en esas polémicas afloraron. Ocasión de este fenómeno fue el Concilio Vaticano II, realizado bajo el lema de aggiornamento de la Iglesia, término equívocamente empleado y ampliamente utilizado por los grupos proclives a lo que ahora se llama progresismo católico. Bajo ese lema hemos visto ensayar durante los años presentes:

    a) Una “reconciliación” de la Iglesia con el llamado “mundo moderno” y con su “desarrollo” racionalista y tecnocrático, interpretado en todos sus aspectos como realización de la naturaleza del hombre y cumplimiento (en la tierra) de las promesas evangélicas. La Iglesia, según este designio, debe abjurar de su pasado histórico, de su tradición y de cuanto representó la Cristiandad secular, que se ve ahora execrada como “constantinismo” y “triunfalismo”, en nombre de un nuevo “humanismo ecumenista”. Sucesivas “aperturas” al mundo y al hombre procuran “desmitificar” la fe interpretándola como “particularismo superado” y desdibujar las diferencias religiosas para su convergencia hacia una mera espiritualidad deísta y filantrópica. Es el fondo del “progresismo religioso” de un Congar o un Chenu, entre otros muchos.

    b) Una “reconciliación” de la fe cristiana con la ciencia moderna interpretando a la fe (al modo gnóstico) como una visión profética o una versión mitificada (interpretable) de cuanto la ciencia moderna descubre y promueve. Por modo tal que un proceso de “desmitificación” de la fe (un catecismo “para adultos”), en el que la fe aparece como “respuesta a las necesidades del hombre”, pondrá de manifiesto la identidad última de la fe y la ciencia “moderna”. Tal es el evolucionismo seudomístico y seudocientífico de un Teilhard de Chardin, o el freudismo religioso de un Oraison.

    c) Reconciliación con la democracia moderna o sociedad laicista (Maritain, Mounier) y con el socialismo marxista (Cardonnel), interpretados uno y otro como realizaciones cripto-cristianas que contienen, mejor que cualquier otra realización histórica, el “mensaje social” del Evangelio.

    d) Ensayo, en fin, de una “religión sin Dios” al modo de la teología anglicana de la “muerte de Dios” (Bultmann, Robinson) y de los actuales “grupos proféticos” dentro del Catolicismo (Evely). El progreso de la religión –paralelo al de la ciencia y la democracia– culmina en el abandono de la idea de un Dios trascendente y personal para sustituirlo por el culto al hombre y al desarrollo. Dios será, como escribió Ortega y Gasset, “lo mejor de nosotros mismos”: un nombre o una abstracción. La fe “del Dios que se hace hombre” vendrá a coincidir con el proceso del “hombre que se hace Dios”. Destino final de la Iglesia, según estas posiciones postreras, será disolverse en el mundo y entregarse al servicio del hombre. Su misión habrá de reducirse a una especie de “animación interior y espiritual” de la sociedad democrática y socialista.

    Frente a todas estas vertiginosas e insospechadas consecuencias del progresismo, que convierten en disolución lo que no hace más de quince años era venturoso resurgimiento del pensamiento católico, conserva todo su verdadero valor profético la definición con que San Pío X condenó a principios de siglo el incipiente modernismo: «movimiento de apostasía general para el establecimiento de una nueva religión universal sin dogma ni jerarquía, sin regla para el espíritu, bajo pretextos de dignidad y de libertad».

    El propio Maritain, en una obra reciente, rechaza en los términos más enérgicos todo este devastador conjunto de consecuencias, por más que lo sean –en gran medida– de las premisas que él mismo sentó. «Hay –dice– una especie de apostasía que se encuentra sobre todo entre los pensadores más “avanzados” entre nuestros “hermanos” protestantes, pero que es también activa entre los pensadores católicos igualmente “avanzados”. Creen que proponen un cristianismo superior, mientras se encierran en sus propias construcciones subjetivas y acaban, como el obispo anglicano Robinson, en un cristianismo de “perro muerto”, que flota a la deriva de las filosofías más variadas».

    La escalada del progresismo religioso ha sido, sin embargo, extraordinaria en el último lustro, y lo que el propio Papa Pablo VI ha llamado la “autodemolizione” del catolicismo ha conseguido efectos que jamás hubiera soñado la más implacable persecución exterior contra la Iglesia.

    Son legión, no obstante, los pensadores que dentro de la Iglesia se mantienen firmes en la fe recibida y ofrecen batalla a la corriente neomodernista, procurando restaurar la filosofía católica en el esplendor con que la vimos resurgir a principios de siglo. Citemos, entro otros muchos, los nombres de Gilson, Marcel de Corte, Philippe de la Trinité, Thibon, Pieper, Kendall, L. E. Palacios… La batalla intelectual que libran, aunque aparentemente desasistida y contraria a lo que en lenguaje marxista se llama hoy “el viento de la Historia”, no puede desfallecer, porque se apoya en la promesa evangélica de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia”. Su lucha, siempre renovada, toma fuerzas de las palabras de Cristo a sus discípulos en la barca zozobrante: «Hombres de poca fe, ¿por qué habéis desconfiado?».

  6. #6
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    Re: El legitimismo tradicional no es integrismo ni progresismo

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: El Pensamiento Navarro, 18 de Agosto de 1970, página 8.


    EL CARLISMO, ACCIÓN FRANCESA, Y EL ANTIGUO RÉGIMEN


    Por Manuel de Santa Cruz


    Como veo que el profesor Gambra no contesta al escrito que le alude, de don José D. Biurrun, en EL PENSAMIENTO NAVARRO de 11-8-70, cosa explicable, quisiera hacer al mismo algunas precisiones, no personales, sino históricas.

    En primer lugar, una referencia a Acción Francesa y a Charles Maurras, por parecer de justicia eliminar la fama que se les ensombrece con el escrito aludido. Leemos en él: «En cuanto a Charles Maurras, todos sabemos que él y la Acción Francesa habían sido condenados por el Papa, sin que el “pensador católico” se retractara». No comprendo cómo el señor Biurrun ha podido omitir un hecho importante e inseparable de la cadena, que fue su posterior levantamiento por el Papa Pío XII, el día 10 de julio de 1939, ante la sola sumisión global al Magisterio de la Iglesia, y una retractación igualmente global y empírica de unos errores que, ni en ese documento, ni en el de la primitiva condena, se expresan.

    Me complace aclarar esto, porque el Carlismo tiene una deuda de gratitud con Maurras y su Acción Francesa: ellos ayudaron a nuestros requetés, contrarrestando en la medida de sus fuerzas la ayuda masiva de Francia a los rojos.

    Menos conocido es que Maritain militó en las filas de Acción Francesa hasta la condena, y desde ellas escribió numerosos trabajos, y aun me parece recordar que algún libro, muy en línea con todos los de Maurras, al que alababa incesantemente. En contradicción con ellos, imposible de disimular, está cuanto ha escrito después. Y en nueva contradicción con esa contradicción primera, viene su obra última «Le Paysan de la Garonne», que no menciona Biurrun, en la que fustiga el progresismo religioso campeante. Algo así como aquel “No es eso, no es eso” famoso de Ortega y Gasset frente a la República que tan notablemente había contribuido a traer.

    Un asunto de capital importancia para un periódico carlista es aclarar la posición del Carlismo respecto del Antiguo Régimen, anterior a la Revolución Francesa. Biurrun escribe: «Las ideas de la Revolución, con grandes errores, sin duda, se extendieron por el mundo y acabaron con el “orden político cristiano”, porque los hombres aspiraban a un orden más justo, más equitativo, y más cristiano. Otra cosa es que lo consiguieran…», etc. Yo no estoy muy seguro de que los hombres de la Revolución aspiraran a un orden más cristiano; si así fue, lo disimularon perfectamente. Y que no lo consiguieran, es evidente; el propio Biurrun lo insinúa. El liberalismo o Derecho Nuevo nacido de la Revolución Francesa ha sido condenado hasta la saciedad por la Iglesia hasta nuestros mismos días. Especial resonancia tuvo el Syllabus de Pío IX, del cual afirmó el Cardenal Primado de las Españas Dr. Pla y Deniel, en un artículo publicado en Ecclesia en 1953, que seguía vigente. Por aquella época, don Laureano Castán Lacoma, hoy obispo de Sigüenza, y a la sazón auxiliar de Tarragona, publicó una Pastoral sobre la “actualidad y vigencia del Syllabus”. Frente a ese liberalismo o derecho nuevo, y a sus “libertades de perdición”, que preconizaba el laicismo o secularización de la sociedad, y la separación de la Iglesia y el Estado, el Carlismo ha opuesto a lo largo de toda su historia un proyecto de civilización sacralizada y la famosa divisa de la alianza del Trono y el Altar.

    Pero no me desviaré por materias próximas que la necesidad actual hace tentadoras. Me limitaré estrictamente al Antiguo Régimen. Escribió Biurrun: «Pocos quedan –como no sea el señor Gambra– que aspiren a restablecer aquel “orden”». Pues sí, tiene razón; es verdad que quedan pocos. Lo que pasa es que entre esos pocos están don Alfonso Carlos y don Javier de Borbón Parma: y, consecuentemente, todos los que les siguieron el 18 de julio.

    Don Alfonso Carlos, en el decreto en que instituye la Regencia, el día 23 de enero de 1936, establece que «tanto el Regente en sus cometidos, como las circunstancias y aceptación de mi sucesor, deberán ajustarse, respetándolos intangibles, a los fundamentos de la legitimidad española, a saber:». El número quinto de esos fundamentos dice: «Los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo». Este anhelo empírico se analiza y ratifica en cada uno de sus componentes explícitamente expresados en ese mismo documento y en otro muy importante del propio don Alfonso Carlos de 29 de junio de 1934, titulado “Augusto Manifiesto a los Españoles”. Todo ese conjunto, todo ese programa, ¿qué es sino una descripción del orden cristiano anterior a la Revolución Francesa? Ésta, y el liberalismo que le siguió, se desentendieron de la Religión, cuando no la persiguieron: suprimieron los gremios y corporaciones y los Fueros, dejando al individuo indefenso frente al Estado centralista.

    Dudar de la fidelidad de don Javier a este programa de don Alfonso Carlos, sería ofenderle gravemente. Dudar de la fidelidad de los carlistas al pensamiento de sus Abanderados, sería llamarles borreguil manada. Pero es que, además, don Javier ha dado innumerables muestras personales, explícitas e inequívocas, de su adhesión a los elementos definitorios del orden anterior a la Revolución Francesa. Dejando por sobradamente conocidas sus manifestaciones de amor a la Religión, a los Fueros y a la Obra Nacional Corporativa, sabemos que está en excelentes relaciones con los seguidores franceses del Antiguo Régimen. El boletín “Le Souvenir Vendéen” de junio de 1957 le menciona y muestra como presidente de los actos celebrados para honrar la memoria del general vendeano Lescure, que, supongo yo, era algo partidario del antiguo régimen. Los paralelismos entre los requetés y los vendeanos llenan la literatura política mundial.

    Se ha dicho esta temporada que el mal del Carlismo son sus divisiones: hay otro peor, que es la ignorancia. Propongamos desde ahora mismo remediarlo, empezando cada uno, con humildad, por sí mismo.

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