Fuente: El Pensamiento Navarro, 7 de Agosto de 1970, página 8.
PERIODISMO Y DEMAGOGIA
Por Rafael Gambra
Cada profesión tiene –y ha tenido siempre– su propio código del honor, su moral específica o “profesional”. Y los preceptos de esa moral suelen ser tanto más firmes y arraigados en ella cuanto más antigua es esa profesión.
Por ejemplo, el médico tuvo siempre por precepto de honor (el juramento hipocrático) no desatender a ningún enfermo o herido, sea cual fuere su circunstancia o condición, porque la vida es patrimonio de todo ser vivo, que la ha recibido de Dios. También el no abusar del miedo o de la aprensión del enfermo hasta llevarlo a gastos innecesarios y ruinosos. El juez, por su parte, no admite regalos ni se dedica a negocios privados que aten su libertad de juzgar. En uno y otro ejemplo, la moral profesional tiende a evitar lo que conduzca a un abuso en el poder que el profesional posee.
El periodista tiene un poder muy grande, y posee –o debe poseer– también una moral propia. Su poder es el de actuar día a día sobre la consciencia (y la subconsciencia) de grandes masas humanas que, a menudo, no tienen el criterio o la virtud necesarios para discernir el alimento espiritual que reciben. Gentes cuyas pasiones humanas se ven excitadas, a veces, por una labor constante, tan popular como destructora. Su moral debe estribar precisamente en evitar sobre todos los males esa acción corrosiva o “demagógica” para la que tanto poder posee. Son muchos, venturosamente, los periodistas que observan como punto de honra ese precepto. Pero es también frecuente encontrar en esta profesión una ignorancia absoluta de tal deber, e, incluso, la creencia maquiavélica de que el periodismo demagógico o el periodismo amarillo (sensacionalista) son signo de buen periodismo porque con ellos se aumenta fácilmente el éxito y la renta (índice del éxito en una sociedad de consumo). Influye en este hecho el que la profesión es moderna, posterior a la Revolución: no vivió, como el médico o como el juez, arropada durante siglos por la civilización y la moral cristianas.
He dicho que el pecado capital en que puede incurrir el periodista es la demagogia, como su virtud principal es saber evitarla. La palabra demagogia procede de Aristóteles, para quien era una forma degenerada o abyecta de gobierno: aquél en que el poder se ejerce por la más baja fracción del pueblo, no para el bien común, sino para satisfacer sus apetitos vindicativos. De ahí se derivó el sentido actual de demagogia: modo de hablar, de escribir o de actuar que se encamina a excitar en el pueblo esas pasiones vindicativas cuyo origen último se encuentra en la envidia, pecado capital muy relacionado con la soberbia, que es el primero de los pecados. La envidia es una tristeza del bien ajeno, una radical disconformidad con la propia suerte en lo que ésta tiene siempre de limitada e inferior a otras.
La envidia se excita, ante todo, con el imperativo de “igualdad”. El igualitarismo y la envidia son los más eficaces corrosivos de toda sociedad. Porque la sociedad no es un vivir juntos en igualdad estricta (que, en tal caso, la mejor sociedad sería un gallinero), sino un vivir en sociedad humana, que es, por naturaleza, sociedad orgánica, diferenciada (como diferentes son los caracteres y temperamentos), jerárquica. Hoy se llama, paradójicamente, “justicia social” a lo que es negación de la justicia y negación de la sociedad. Porque bajo ese confuso término suelen acogerse los designios de tratar como iguales a los desiguales, a anular el carácter orgánico de la sociedad y a asemejarla a un rebaño o una granja, que no son sociedades. La verdadera y única justicia es “dar a cada uno lo suyo”, y, según Platón, es una correlación entre derechos y deberes, de modo tal que a mayores derechos correspondan siempre mayores deberes, y viceversa.
La pasión de la envidia destruye las familias y sus afectos, y destruye las sociedades y sus estructuras. Hoy vivimos una excitación masiva (por los “Mass media”) de esta pasión sutil e insaciable, y esto es lo que se conoce hoy por “práctica de la demagogia”. El demagogo profesional no excita sólo a los pobres contra los ricos (o al menos rico contra el más rico), sino también al hijo contra el padre, al joven contra el viejo, a la mujer contra el hombre, al sacerdote contra el obispo, a éste contra el Papa, al negro contra el blanco, al incapaz contra el hábil… Toda diferencia en el seno de la sociedad es para él insoportable y no conoce más justicia que la igualación estricta, hasta el extremo de que la palabra “discriminación” (que es la función del conocimiento y de la razón) se ha convertido para él en fuente de todo mal.
Cuando la obra del demagogo ha calado en una sociedad ya nadie está conforme con su suerte por mucho que tenga, y toda destrucción del orden establecido (sea cual fuere) es aplaudida como una “conquista social”. Al cabo, un ambiente trabajado hasta su fondo por la demagogia se mostrará dispuesto a aceptar cualquier tiranía –a ser tratado como ganado en establo– antes que tolerar la menor diferencia o jerarquía en el seno de la sociedad.
No se olvide que la pasión de la envidia estuvo en el origen de la rebelión angélica (¿por qué no como Dios?) y del pecado original humano. También fue el origen de la Revolución Francesa, que destruyó el orden político cristiano. Aunque la Revolución se hizo en nombre de la Libertad, fue la Igualdad (el segundo de sus lemas) el verdadero motor de la misma. El hombre medio –campesino en su gran mayoría– de la Francia del siglo XVIII era demasiado libre para entender la palabra Libertad y sacrificar a ella su tranquilidad y su esfuerzo. El despotismo –o el capricho del poder– lo sufriría el círculo cortesano de nobles y “legistas” parisinos, pero no el francés común, que apenas conocía otra constricción que la de sus costumbres y creencias. Recuérdese que en la Bastilla, el gran símbolo del “despotismo”, no fueron hallados ni una docena de rufianes de delitos comunes. No se olviden tampoco aquellas extrañas guerras (inexplicables desde la mentalidad liberal-revolucionaria) –la Vendée, las carlistas– en las que el pueblo campesino se alzó contra la Libertad en nombre de sus viejos modos de vivir y de los poderes ancestrales, defendiendo su autonomía local y corporativa frente al predominio de los hombres de las ciudades, sus futuros “organizadores”.
Fue la Igualdad el verdadero motor de la Revolución. Y lo fue sobre todo en momentos en que se veía, en gran parte, predicada por los mismos beneficiarios de unos derechos de cuya contrapartida de deberes habían desertado. La Revolución comenzó, en rigor, en la sesión de apertura de aquellos Estados Generales (Cortes) que voces interesadas aconsejaron al rey en momentos de grave crisis y descontento ambiental. Y se inició precisamente cuando los diputados del “tercer estado” se mostraron decididos a cubrirse cuando lo hiciera el rey, tal como habrían de hacerlo, por su privilegio, los de la nobleza. Luis XVI salvó la situación del momento manteniéndose descubierto a pretexto de calor, con lo que ni unos ni otros pudieron cubrirse. Esta argucia –debilidad manifiesta del poder– abrió paso a las mayores violencias y a la caída de un régimen milenario.
La erosión demagógica ha penetrado tan profundamente en la sociedad de nuestra época que ha alcanzado hasta a aquellas instituciones y movimientos esencialmente jerárquicos y monárquicos. La Iglesia, cuya misión es mantener una jerarquía de valores y de autoridades que relacionen al hombre con Dios, se ve hoy trabajada por sectores incorporados a la predicación insensata del igualitarismo y de la rebelión. En el carlismo, cuyo origen histórico y razón de ser fue el mantenimiento de la sociedad orgánica cristiana frente a la Revolución, la penetración demagógica es aún más llamativa.
Viene a mi memoria cierto folleto, que podría considerarse como un modelo de la literatura demagógica más irresponsable. El sujeto de todos los bienes y virtudes es, para él, “el pueblo”. Así, en abstracto y sin limitación. El sujeto de todos los males, algo que se designa por “la camarilla” o por “los privilegiados”. También sin más precisión. El inferior, por serlo, es bueno; el superior, por la misma razón, malo. Los más están en la verdad, los menos en el error… Música que suena bien a los oídos de los más y que abre a la popularidad y al éxito momentáneo. Pero que es, en la moral profesional del escritor y del periodista, el pecado capital y el delito supremo: la demagogia, puerta de todos los desastres y violencias.
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