Fuente: El Pensamiento Navarro, 9 de Agosto de 1970, página 10.
Carlismo y Progresismo
Por Rafael Gambra
Hace años –allá por 1950– publiqué yo un libro titulado LA PRIMERA GUERRA CIVIL DE ESPAÑA (1821-23), al que puso un bello prólogo José María Pemán. Historiaba en él una lucha, casi olvidada entonces, que se conoció con los nombres de Guerra de la Constitución o Guerra Realista, y que se inició a consecuencia de la sedición de Riego que proclamó e impuso al rey la Constitución de 1812 tras de sublevar a un ejército reunido con grandes sacrificios para sofocar la rebelión en los territorios de la América española.
EL PAPEL DE LOS HISTORIADORES LIBERALES
Los historiadores liberales del siglo pasado procuraron siempre silenciar o minimizar esta guerra con el doble fin de presentar aquella implantación del régimen constitucional como un hecho popular y pacíficamente aceptado, y a su sofocación tres años más tarde como el resultado únicamente de una intervención extranjera (los Cien Mil Hijos de San Luis). Es lo cierto, sin embargo, que esa intervención se produjo a petición de una buena parte de los españoles sublevados en armas en favor del Rey y de la Religión –los «realistas»– que dominaban gran parte del Norte de España, especialmente Navarra y Cataluña.
Historiadores profesionales (Comellas, Idoate) han completado más tarde el estudio de esa guerra y de su época. Sin embargo, el principal interés de aquella lucha –localizada pero cruelísima– estuvo más en su significación histórica que en la entidad de sus hechos o de su estrategia bélica. Se sitúa esta guerra entre la Independencia y la Primera Guerra Carlista –siete años después de la primera, diez antes de la segunda–, y en ella intervienen como realistas figuras destacadas de la Independencia (Merino, Eroles, Ladrón de Cegama) y de la carlista (Zumalacárregui, Gómez, Eraso, Guergué). Constituye así un eslabón entre las luchas más importantes de nuestro siglo XIX, y la clave para comprender el sentido y espíritu de su continuidad. A su luz nos aparece la gesta que tiene lugar en nuestra patria durante los siglos XIX-XX, que, no por silenciada de gobernantes e historiadores deja de marcar el verdadero sentido de nuestra vida nacional desde principios de aquel siglo hasta nuestra misma Guerra de Liberación.
INTENTO REVOLUCIONARIO
Como es sabido, el primer intento de introducir en España un sistema explícitamente revolucionario (y religiosamente heterodoxo) coincide con la invasión francesa de 1808. Napoleón, defensor y salvador de los principios revolucionarios de los que nunca abjuró, identificó la causa de la Revolución con la de Francia, y sobre aquellos principios constituyó un Estado fuerte e imperialista. Los españoles –aunque vencedores militares de sus ejércitos– fueron una víctima suya en el orden espiritual. Gran parte de sus clases elevadas –nobleza, Ejército, alta burguesía– se declararon partidarios de las nuevas ideas constitucionalistas liberales. Entonces comienzan una serie de guerras, casi olvidadas algunas, silenciadas y mal comprendidas todas. A través de ellas se prolonga, sin embargo, el sentido auténtico de nuestra historia en un eco lejano de las Guerras de Religión.
ANTECEDENTES A LAS LUCHAS RELIGIOSO-POLÍTICAS
Un antecedente de estas luchas religioso-políticas puede verse en la que sostuvo España de 1793 a 1795 contra la Revolución Francesa, cuya extremada popularidad le confirió una fisonomía por completo distinta de las anteriores guerras de su siglo, y le hizo participar de ese carácter que hemos llamado de cruzada. En 1808, el fino instinto religioso de los españoles de entonces, aguzado en sus seculares luchas religiosas, les hizo ver en los soldados franceses algo más que una invasión extranjera; y nuestra Guerra de la Independencia tuvo un carácter positivo –junto al negativo de oposición al invasor– que no todos los historiadores han querido ver. Es curioso que al afrancesado le llamaba el pueblo en la época, más que eso o que traidor, renegado, término de claro sentido religioso.
Después tienen lugar una serie de luchas internas que podríamos llamar de independencia espiritual respecto a las nuevas ideas revolucionarias. Todas reconocen como motivación profunda una misma fe en la que se unía, en apretada síntesis, el espíritu religioso –aún vivo y fervoroso en las clases populares– con el amor a las formas castizas de gobierno y la lealtad a la legitimidad monárquica. La defensa, en fin, de un orden social y político que se estimaba derivación del credo religioso que con él formaba una fe y una bandera. Supervivencia –diría Elías de Tejada– de la vieja Cristiandad como unidad comunitaria de fe frente a la moderna Europa como mera convivencia laica o religiosamente neutra.
LEMA DE AQUELLAS BANDERAS CARLISTAS
El Altar y el Trono fue el lema de aquellas banderas realistas, como Dios y el Rey fue el grito de los héroes de la Independencia, y antes lo había sido de los voluntarios de 1793 contra la Convención. Hacia su futuro, Dios, Patria y Rey habría de ser el lema de las guerras carlistas, y Dios y Patria el ideal común y básico de nuestra Cruzada de Liberación.
Los historiadores suelen presentarnos estas guerras como heterogéneas y desconectadas entre sí. La de 1793, como respondiendo a motivos nacionales (o borbónicos) de política exterior; la de Independencia como defensa contra el invasor; las carlistas, como provocadas por un pleito dinástico. Todo ello es, sin duda, cierto; pero existe, además, y sobre todo, un elemento religioso y político (o, mejor, religioso-político) que es sustrato común a todas ellas y las incluye en un ciclo histórico con fines y alientos comunes.
Es esta guerra realista de 1821-23 la que demuestra la conexión y la motivación en todas subyacente. En ella no hay un motivo de política exterior, pues en esos años España está ausente de la vida internacional. Tampoco responde a una invasión extranjera, antes al contrario, se llega en ella a una colaboración con la Francia de Luis XVIII, que culmina en la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis, recibidos con entusiasmo por todo el país. Ni se ventila pleito dinástico alguno, ya que ambos bandos en lucha reconocen por rey a Fernando VII.
El aglutinante común a todas estas luchas es, pues, el espíritu religioso, hasta el punto de constituir, como he dicho, a modo de una segunda etapa interior de las guerras de religión en las que nuestros mayores entregaron todo su esfuerzo por el restablecimiento de la unidad católica de la Cristiandad. De ese espíritu DEPENDE POR ENTERO LA EXISTENCIA Y LA EJECUTORIA DEL CARLISMO COMO FENÓMENO HISTÓRICO. Sin tal motivación latente no habría existido cuestión dinástica: Carlos V habría sucedido normalmente a Fernando VII de no existir una previa escisión religioso-política en una de cuyas banderas –la tradicional– estaba comprometido plenamente el Infante Don Carlos. La misma cuestión foral que se integra en las motivaciones de aquellas guerras, si pudo ser un motivo constante de tensión, nunca existió como casus belli antes de complicarse con la irreligiosidad racionalista de las teorías centralizadoras que exaltaban el carácter santo de las costumbres y libertades locales.
ORIGEN DE LA PERVIVENCIA DEL CARLISMO
En la misma motivación religiosa (o religioso-política) ha de buscarse el origen de la extraordinaria pervivencia del Carlismo después del Convenio de Vergara y de la consolidación de Isabel II. Su retorno a las armas es provocado por las persecuciones religiosas de la primera y segunda Repúblicas. La propia Guerra de Liberación de 1936 –aunque sólo parcialmente carlista– se ve determinada por el mismo factor religioso. Se entrecruzan en ella, sin duda, motivaciones políticas (de anarquía ambiental), sociales, militares, etc.; pero la República se habría consolidado en España –tal como sucede actualmente con el castrismo de Cuba– si no hubiera sido por la reacción religiosa, reavivada por la persecución y la enseñanza laicista.
DOS POTESTADES JERÁRQUICAMENTE ARMONIZADAS
La concepción religioso-política del Tradicionalismo español (o Carlismo) –esa unión del Altar, el Trono y las instituciones forales patrias– no es ninguna extraña forma de teocracia o de fanatismo medievalista. Es la simple concepción tradicional –y tomista– de la Iglesia, que afirma dos poderes con fines y jerarquías diferentes –el civil y el religioso–, pero con una esfera común que interesa a ambas potestades y en la que una y otra se armonizan jerárquicamente.
Sin embargo, ya antes de nuestra Guerra de Liberación, la actitud política de determinados sectores de una Europa minada de pluralismo religioso y de secularización, fue cambiando tímidamente de signo. Las llamadas democracias cristianas, que veían imposible en sus países el restablecimiento de un régimen político católico, propugnaron la teoría de «la indiferencia de las formas de gobierno» y la aceptación de cualquier régimen político con tal de que otorgue libertad civil y docente a los católicos. Los regímenes –según tal teoría– son buenos no por su «forma» (monarquía, democracia, dictadura, etc.), sino por los hombres que en ellos gobiernan e «influyen». El movimiento de El Debate (Herrera) y su formación de «líderes» católicos fue la repercusión en España de esa actitud. Ella inspiró durante la República el movimiento de adhesión de los católicos a la misma, que se llamó Acción Popular y que resultó arrollado por los hechos anárquicos que concluyeron en la guerra de 1936. Estos movimientos «populistas» conservaban, sin embargo, la tesis tradicional y tridentina al afirmar que los regímenes laicistas sólo pueden aceptarse como «hipótesis» (es decir, en una situación dada para la consecución del «mal menor» o del «bien posible»), pero no como «tesis», en la que ha de mantenerse siempre el ideal de la confesionalidad del Estado y de su unidad religiosa.
MARITAIN Y EL MODERNISMO
Ya en la misma época, no obstante, el filósofo católico francés J. Maritain avanzaba en un sentido fuertemente influido del «modernismo» que condenó tiempo atrás San Pío X, afirmando como religiosamente deseable lo que él llamó un Estado Laico Cristiano, superación moderna del antiguo Imperio Cristiano medieval. Un Estado secularizado y neutro que recibiera su impregnación religiosa desde abajo, desde sus miembros individuales (únicos sujetos de religiosidad), era para él la síntesis superadora que anulaba, por anacrónica y caduca, la antigua tesis del Estado cristiano, a través de la antítesis (beneficiosa en el fondo) del Estado antirreligioso de la Revolución.
Conocida de todos fue la paradójica hostilidad del famoso autor católico a la España Nacional que luchaba de 1936 a 1939 contra la laicización del Estado y bajo la bandera de una tradición nacional y católica. Y sus intentos de mediación en aquella lucha sobre la base siempre de mantener una República democrática y laicista, pero tolerante en religión. Actitud opuesta en un todo a los grandes pensadores, políticos y poetas católicos de Francia en relación con nuestra Patria (Chevalier, Maurras, Paul Claudel, etc.).
ETAPA MEDIA
Pero los treinta años que median desde la Guerra de España han constituido para este enturbiamiento de ideas y corrupción de actitudes un periodo mucho más fecundo que los cien años largos que median entre la primera Guerra Carlista y el Alzamiento Nacional. Las tesis político-laicistas de Maritain y los suyos han triunfado plenamente en la gran delicuescencia católica del post-Vaticano II. A los pocos meses, el propio Maritain era ya un conservador arrollado por las nuevas olas que tenía que preparar su propia defensa. El Progresismo –ampliación sin límites de las antiguas tesis del «modernismo»– se aliaba estrechamente con lo por él llamado «Mundo Moderno», esto es, con la Democracia inorgánica y los ideales secularizadores del «Desarrollo», el «Humanismo» y la «Paz» propios de la ONU. Otras v[o]ces, tomando relevo, reniegan públicamente de la tradición histórica y política de la Iglesia en los dieciocho siglos que median entre Constantino y nuestros días, y proclaman el «Nuevo Pentecostés» de una Iglesia encarnada en la lucha de clases y en los objetivos socialistas. Otros, en fin, niegan abiertamente la jerarquía y los dogmas de la Iglesia, y, abriendo sus brazos al paraíso marxista del Porvenir, alcanzan los límites de la teología anglicana de la «muerte de Dios».
ACTITUD DEL CARLISMO
¿Cuál puede ser la actitud del Carlismo ante esta inmensa «debacle» que, aparentemente al menos, sufre la Iglesia de hoy y la civilización occidental, mentalmente colonizadas por el marxismo?
¿Suponer, con el progresismo, que estos sucesivos movimientos son fruto del Espíritu divino; abjurar con ellos de la historia y significación patrias y aliarse con ese progresismo religioso y con el socialismo marxistizante? No faltan, por desdicha, grupos supuestamente carlistas que adoptan, más o menos, larvadamente, tal actitud.
¿Desentenderse del problema religioso y de cuanto entraña para limitarse a la cuestión dinástica y la cuestión foral, así como a la sucesión (por vía alternativa de colaboración o de oposición) del actual régimen español? Sería triste desventura.
¿Permanecer fieles a lo que fue, es y será el Carlismo, si ha de pervivir de esta trágica coyuntura? ¿Formar con todos los héroes y los santos del pasado (el Progresismo no tiene todavía ninguno), y situarse en la avanzada de la futura resurrección de la Iglesia y del Occidente cristiano? ¿Cumplir con el deber, aun en contra del «Mundo» y de la «oportunidad política», para dar testimonio a ese mundo de que España y la fe católica todavía existen y alientan bajo la bandera y la boina roja de nuestros mayores?
Éste es el único camino que no supone la autodisolución del Carlismo y la abjuración de su mismo ser y de su historia. Éste, el simple cumplimiento del deber en la hora presente.
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