Re: Contra la arquitectura moderna
No fue Carlos Arias Navarro hombre que despertase simpatías y afectos. Mi padre, tan franquista como podía serlo, jamás simpatizó con ese hombre al que en sus tiempos de alcalde de Madrid tildaba ocasionalmente de "chorizo". Pero, en fin, de ahí a achacarle nada menos que el derribo de los palacetes del Paseo de la Castellana de Madrid, media un abismo. Buena parte de los derribos se debieron a la especulación urbanística, ¿y quién se resistía a la oferta de muchos millones -entonces de pesetas-, que se ofrecían por los solares? Evidentemente no se trataba de palacios seculares, ni se había legislado todavía la Ley del Patrimonio Histórico Español de 25 de junio de 1985, que a buen seguro hubiese protegido tales bienes inmuebles. Y es que probablemente, salvo algunos que "se construyeron" la casita y se arruinaron con ello por aquello de las vanidades y ver quién era más en la Villa y Corte, sus descendientes, con un patrimonio ya más que fragmentado, y probablemente incapaces de sostener esas joyas arquitectónicas, debieron ceder a muchas tentaciones en forma de números bancarios. Y Arias Navarro cuando era alcalde de Madrid, como todos los alcaldes de este país, se limitaba a firmar permisos y licencias de obras por las que recibía, eso si, su correspondiente corretaje, o sea, lo habitual en todos los ayuntamientos. De ahí a sostener que por orden de Franco había que expulsar a quienes le pudieran hacer sombra, y que Arias se dedicase al oficio de tanqueta, hay un enorme abismo, tal como si suelen ser las profundidades abisales mentales de ciertos elementazos de "Forocoches".
El Paseo de la Castellana de Armando Palacio Valdés
“El Paseo de la Castellana es una línea recta que se prolonga indefinidamente con cierta severidad clásica y municipal, convidando a los graves y tranquilos sentimientos” (Armando Palacio Valdés en 1884)
Leyendo sobre el Madrid de tiempos pasados me he topado con el ámbito del Paseo de la Castellana que describió Armando Palacio Valdés (1853-1938) en “Aguas Fuertes”, colección de relatos costumbristas, cuyo ámbito corresponde por muy pocos años con las fotos antiguas que aquí se muestran. La Castellana, entonces recién construida, iba de la Plaza de Colón hasta el Hipódromo, en cuyo solar se levantaron en 1932 las moles de los Nuevos Ministerios. Más allá todo era campo hasta los pueblecitos de Chamartín de la Rosa y Fuencarral. Los más ricos, aristócratas y financieros, adquirieron las mejores parcelas a uno y otro lado de la avenida de 150 metros de ancho para construir lujosos palacetes y edificios de viviendas modernistas de elegantes fachadas y portales, a los que hace referencia Palacio Valdés, parte de los cuales perduran. “Aquellos palacios deben de guardar seres bellos y felices que se alejan del ruido de la corte a fin de paladear con más tranquilidad su dicha. El amor debe de ser el dios a quien se rinde culto en tales nidos tibios y suntuosos.”
A la vista del relato del novelista asturiano afincado en Madrid hasta los 84 años en que falleció, sorprende ver cómo era la vida de la ciudad en el tiempo en que reinaba Alfonso XII y luego su madre la Regenta, María Cristina de Augsburgo, hace más de un siglo, seguramente la mejor época de la capital por cómo era la vida, por cómo y en qué se divertía la gente y también por cuáles eran sus mayores preocupaciones sociales. Sorprende comprobar también que hable ya en aquellos años de una Castellana desolada, sin apenas nadie en sus paseos, porque la moda llevó a la gente al Paseo de Coches de El Retiro. “Hoy apenas va nadie hacia allí porque está a la moda El Retiro. Sin embargo, bien puede asegurarse sin temor a engaño, que llegará un día en que la Castellana recobre su antiguo esplendor.”
Armando Palacio Valdés: “La acera de Recoletos termina en la plaza de Colón. A la derecha se encuentra la casa donde se fabrican las pocas pesetas buenas que hay en España (1). A la izquierda está la que proporciona las pocas novelas bellas; la casa de D. Benito Pérez Galdós (2). Todos los españoles saben lo primero: muy pocos somos los que tenemos noticia de lo segundo. Pero los que lo sabemos—dicho sea para nuestra honra y prez—solemos mirar con más atención a la izquierda que a la derecha. Al cabo, las monedas que se fabrican en aquel gran edificio de ladrillos irán como esclavas sumisas a procurar deleites a los poderosos, a halagar sus torpes pasiones y sus vicios, mientras las novelas que se escriben en aquel alto y silencioso despacho, vendrán a posarse delante de nuestros ojos dándonos algunos instantes de placer honrado, elevando nuestro espíritu y esclareciéndolo.
La inmensa mayoría, casi la totalidad de los hombres, guarda consideración y respeto a los ricos sólo por el hecho de serlo. Los grandes escritores sólo lo infunden cuando ejercen un cargo oficial. Y, no obstante, el rico es un hombre que trabaja y se afana únicamente para proporcionarse goces, de los cuales no nos hace, bien seguro, partícipes, mientras el escritor se priva de los suyos, gasta sus fuerzas, enferma del estómago o la cabeza y acorta su vida para procurarnos deleite y cultura. Después, se da por satisfecho con un estipendio parecido al de un albañil y con que le digamos: «¡Amigo, qué bonito libro ha escrito usted!»
El paseo de la Castellana, que sigue a la plaza de Colón, consiste en una amplia carretera para los caballeros y dos caminos estrechos a los lados para los peones. Hace unos cuantos años estaba concurridísimo por las tardes: la carretera se henchía de carruajes y los caminos de gente distinguida y ordinaria. Hoy apenas va nadie hacia allí porque está a la moda El Retiro. Sin embargo, bien puede asegurarse sin temor a engaño, que llegará un día en que la Castellana recobre su antiguo esplendor: al cabo de los años mil, vuelven los coches por donde solían ir.
Armando Palacio ValdésEn los buenos tiempos de la Castellana se observaba un fenómeno que atestigua bien claramente de la exquisita delicadeza de sentimientos que suele existir en nuestra sociedad distinguida. Como no había gente bastante para llenar los dos caminos que ciñen la carretera, acaecía que el paseo se fijaba en uno de ellos. Pues bien, las jóvenes distinguidas no pudiendo soportar el contacto de otras jóvenes menos distinguidas, empezaban a desertar del paseo acostumbrado yéndose por pelotones al otro camino. Desde allí, irguiendo la noble cabeza, miraban, al través de la red de carruajes, desfilar a sus enemigas naturales por el paseo de enfrente. Que en esta mirada se advertía un soberano desdén no hay para qué decirlo, y que este desdén se hallaba perfectamente justificado, tampoco creo necesario demostrarlo. ¿Cómo ha de sufrir con paciencia, verbigracia, la hija de un auxiliar de la clase de primeros, que la de uno de la clase de cuartos pasee y disfrute de la vista del mundo en el mismo paraje que ella? Claro está que todos somos hermanos, pero no hay más remedio que atender un poco a los escalafones que de vez en cuando publica el ministerio de la Gobernación, pues para algo se publican. Además, este deseo de separarse de la muchedumbre y del vulgo, señala en quien lo siente un espíritu fino y superior y temperamento aristocrático.
Sucedía, no obstante, que este temperamento o abundaba en demasía o se falsificaba, como todas las cosas buenas, pues es lo cierto que unas tras otras, con más o menos disimulo, todas las niñas del camino despreciado se iban pasando al camino despreciador, quedando aquél al cabo de algún tiempo totalmente desierto. Entonces las jóvenes del verdadero y genuino temperamento aristocrático se comunicaban, no sé en qué forma, sus impresiones dolorosas, y una tarde, cuando menos se pensaba, enderezaban el paso, arrastradas por altos sentimientos, al camino abandonado, donde permanecían hasta que de nuevo se veían molestadas y tornaban a ejecutar graciosamente la idéntica maniobra. Cuando la Castellana vuelva a ser lo que antes, el paseo más concurrido de Madrid, confiamos en que se repetirá este fenómeno consolador hijo de una noble altivez, sin la cual no es posible el refinamiento de las costumbres ni el progreso de los pueblos.
Aunque solitario, o porque lo esté quizá, el paseo no deja de ofrecer atractivos, sobre todo para los melancólicos. No es frondoso y quebrado como El Retiro, ni presenta variación de ninguna clase; es una línea recta que se prolonga indefinidamente con cierta severidad clásica y municipal, convidando a los graves y tranquilos sentimientos. La línea recta tiene también sus encantos, por más que yo prefiera la curva, como ya he tenido el honor de decir en tres distintas ocasiones. De noche, las dos hileras de faroles colocadas a entrambos lados de la carretera, ofrecen una perspectiva muy bella: son dos cintas paralelas y luminosas que van a perderse en un fondo oscuro, donde una imaginación viva puede forjar, selvas dilatadas, abismos inmensurables o un desierto poblado de monstruos. No sé hasta qué punto la comisión de alumbrado público ha hecho bien en buscar este nuevo aliciente para excitar la fantasía del vecindario. Sin embargo, fuerza es confesar que en esta ocasión ha sabido herirla de un modo delicado y útil, revelando lo infinito por medio de una misteriosa e indefinida sucesión de faroles.
Paseo de la Castellana en 1915Adornando los flancos del paseo, se alzan un número considerable de hoteles y palacios de formas muy diversas, no siempre bellas, aunque sí caprichosas. Nuestros banqueros y contratistas de obras públicas no queriendo, como es natural, pagar tributo a lo prosaico de las construcciones modernas, han solicitado el concurso de las edades más poéticas de la humanidad y de las comarcas más pintorescas para levantar sus viviendas suntuosas. Se encuentran allí, a poca distancia unos de otros, palacios egipcios, árabes, asirios, babilónicos, gallegos y catalanes. Por regla general están rodeados de jardines que la naturaleza, secundada eficazmente por las mangas de riego, ha poblado de flores y verdor. He pasado muchas veces por allí y jamás he visto a nadie disfrutando de su amenidad, salvo los pájaros.
Las ventanas de los palacios tienen las persianas echadas y reina tal silencio en sus inmediaciones, que cualquiera los creería deshabitados. Esto contribuye a despertar en la imaginación de los paseantes recuerdos o sueños romancescos. Aquellos palacios deben de guardar seres bellos y felices que se alejan del ruido de la corte a fin de paladear con más tranquilidad su dicha. El amor debe de ser el dios a quien se rinde culto en tales nidos tibios y suntuosos. Algunas veces al través de sus persianas he oído los dulces acordes de un piano. ¡Cuántas cosas bellas cruzaron entonces por mi mente! ¡Cuántas novelas interesantes se me presentaron de improviso!
Una mañana de primavera, impresionado por la reciente lectura de cierta novela de Octavio Feuillet, iba paseando distraído por aquellos silenciosos lugares gozando de la frescura y aroma de los árboles y de la grata soledad que allí imperaba. De pronto, al pasar por delante de uno de los palacios, creí percibir rumor de voces en el jardín. Al fin sorprendo a la enamorada pareja de este nido, me dije sonriendo; y con el corazón agitado y el paso cauteloso, me acerco a la verja revestida de una espesa cortina de madreselva y aplico el oído. Detrás del muro de verdura dos voces poco argentinas disputaban acaloradamente sobre el proyecto de conversión de la deuda. Más allá de la Castellana se tropieza con el Hipódromo (3). Quisiera decir algunas palabras acerca del Hipódromo, pero creo que aún no ha llegado la época de juzgar con verdadera imparcialidad esta nueva institución. Las grandes reformas necesitan algunos años para desenvolverse y dar el fruto que el legislador ha buscado. Juzgando hoy aquélla, temo incurrir en errores y apasionamientos, de los cuales me arrepentiría ya tarde.”
Los palacios perdidos del Paseo de la Castellana de Madrid
ABC, mayo 2013
«No son los tiempos propicios a las residencias fastuosas». Con esta frase, que hoy podría tener significado pleno, evocaba ABC los palacios perdidos de la Castellana hace ya 55 años. Desde entonces, siempre sensible a la pérdida de nuestro patrimonio, este periódico ha denunciado cada derribo de los edificios históricos de la capital. «Otro palacete menos», se lee en el anverso de muchas de las fotografías que acompañan este reportaje. Más de medio siglo después, hoteles, rascacielos y edificios de oficinas del paseo de la Castellana reposan sobre el alma de aquellas casas señoriales. Desde el paseo del Prado hasta el Paseo Nuevo de las Delicias de la Princesa —luego paseo de la Castellana—, medio centenar de mansiones rivalizaban por ser las más bellas. Neogóticos, neoárabes, neoclásicos o modernistas... Hasta nuestros días solo han sobrevivido poco más de diez palacios.
Los palacios perdidos del Paseo de la Castellana de Madrid
Las residencias de la clase adinerada daban vida al eje por el que la capital se ensanchó hacia el norte. Tras sus muros se celebraron las mejores fiestas de la época. En sus estancias durmieron buena parte de los protagonistas de los siglos pasados. La mayoría se concentraban entre la Cibeles y el Hipódromo de la Castellana, que dejó en 1933 su solar a los Nuevos Ministerios. Donde se levanta el Ministerio de Sanidad en el paseo del Prado —antigua Casa Sindical edificada en 1951—, se erigía el palacio de Xifré. Construido en 1865 por Rafael Contreras, restaurador de la Alhambra de Granada, sus mamposterías árabes no tenían parangón.
«Y pensar —se lamentaba el banquero José Xifré, indignado— que esto es el resultado de estudios largos, profundos y minuciosos del arte musulmán… Y que varios amigos han sido capaces de decirme: '¡Enhorabuena! Ya sabemos que se ha construido usted un palacio chino!'», recordaba ABC en dicho artículo. A mediados del siglo XX, tras una Guerra Civil que se cobró alguna víctima palaciega, la sangría fue creciendo. En la otra punta de la Castellana, donde hoy se levanta el hotel Villamagna, se alzaba la otra pequeña «Alhambra» capitalina: el palacio de Anglada o de Larios. Lo construyó Emilio Rodríguez Ayuso en 1870 para Juan Aguado, un banquero que –según dicen las crónicas–, se arruinó con esta obra. Tras su fachada neoclásica se escondía un patio árabe digno de un palacio califal.
Muy cerca tenía el Palacio de La Huerta Cánovas del Castillo, a la altura del número 50 de la Castellana. Tras ser asesinado y muerta su viuda, pasó a ser propiedad de los marqueses de Argüelles. Fue entonces cuando comenzó a frecuentarlo Emilia Pardo Bazán para organizar tertulias reivindicativas de los derechos de las mujeres en España. Tras ser Embajada de Cuba, acabó siendo el solar de la Embajada americana.
«La calle de la S»
Entre Serrano y Castellana, existía además una calle de recorrido serpenteante, llamada Martínez de la Rosa pero conocida como «la calle de la S». La ocupaban varios hoteles-palacetes con fachada a la Castellana —entre el número 36 y el 44—, que también sucumbieron a la piqueta. En uno vivió el conde de Romanones, a la izquierda del edificio de ABC de Serrano. A la derecha estaba el Palacio de Luis Canthal. En otro, doña Adela de Larra, hija de Mariano José. Pero dominaba el territorio una inmensa parcela enfrente: el palacio del duque de Montellano, donde recibió sus primeras clases en España el Rey Juan Carlos.
El drama de Medinaceli
Los duques de Medinaceli tuvieron dos palacios en Madrid. El primero, en plena plaza de las Cortes, fue demolido en 1910 para levantar uno de los hoteles, ya centenario, de la capital: el Palace. El otro, al que se trasladaron los duques de Medinaceli, estuvo ubicado en Colón. Entre otros avatares, esta residencia sufrió un incendio en 1917, fue saqueado por milicianos durante la Guerra Civil y finalmente derribado para alzar en su solar el Centro Colón.
Publicado 24th November 2013 por Carlos Viñas-Valle
FUENTE DE AMBOS FRAGMENTOS: https://madridafondo.blogspot.com/20...e-armando.html
Última edición por Valmadian; 21/10/2018 a las 23:07
"He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.
<<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>
Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.
Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."
En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47
Nada sin Dios
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