Fuente: The New Age, 9 de Febrero de 1922, nº 15, Vol. 30. Página 186, y páginas 188 – 189.



¿QUÉ SE HA DE HACER?



Hace algunos años estaba en una habitación donde yacía un hombre en peligro de muerte. Había dos doctores en la habitación, una enfermera, y yo mismo. El hombre no se estaba muriendo, pero podía morir; y el aire estaba cargado de esa tensión que marca la crisis de una tragedia. Él podía salvarse o podía no salvarse. Dentro de poco se decidiría. Era de noche.

En la calle, fuera de ahí, crecía el ruido de pelea de dos jóvenes que estaban disputando acerca de un pequeño juego de azar; lanzar-y-tirar o lo que sea. “¡Veí que lo heciste!”. “¡Nah! Eris un mentieroso”. Y a continuación un empujón y una pelea. Oímos el paso medido de un policía (pues la casa en cuestión era la casa de un hombre rico) y los disputantes fueron silenciados. Se trató de un interludio, grotesco o chocante, conforme a cómo eligiera uno tomárselo.

Un eco exacto de esto subió a mi mente la pasada semana, cuando vi a los propietarios de los periódicos llenar sus vistosas columnas con los discursos y contra-discursos de los políticos. Todos esos discursos estaban compuestos de miserables pequeños ataques y réplicas vulgares personales… y el trasfondo de todo ello era la enorme crisis de Inglaterra.

Esta vasta sociedad industrial, empaquetada dentro de grandes ciudades desesperadas, está en peligro mortal. Puede salvarse, o puede no salvarse. Sus enemigos ya han dado por hecho que morirá. Sus propios ciudadanos (pues no le quedan ya amigos externos) fomentan en su mayor parte un hábito como de estar viviendo en el pasado próspero, y de negarse a creer en el peligro. Una minoría más inteligente o más sincera, o más patriótica o más práctica –¡me temo que se trata de una minoría muy pequeña!– encara los hechos. Aprecia la inminencia de una catástrofe, pero no se pone de acuerdo sobre lo que puede hacerse. Sabe muy bien que la auto-alabanza es una droga que en muy raras ocasiones resulta útil para superar una crisis, pero más a menudo resulta venenosa y a veces resulta fatal. Ve al país aparentemente (y digo aparentemente porque los factores conocidos nunca cubren todo el campo del futuro, y algún factor favorable desconocido puede aparecer en cualquier momento), ve al país, digo, aparentemente sin futuro. Su sistema de capitalismo industrial ha quebrado su motivación principal; pues la motivación principal del capitalismo industrial consiste en el poder de forzar el trabajo del proletariado dejando como alternativa la inanición. Esa alternativa se rechaza ahora; el proletariado está en un permanente estado anímico de rebeldía exitosa. Exige y obtiene manutención, con independencia de su explotación. En una atmósfera como ésa el capitalismo no puede vivir; del mismo modo que un propietario de esclavos no podría vivir si se hiciera cada vez más difícil castigar al esclavo.

De nuevo, el divorcio entre el trabajo y el deseo de producir, extendiéndose cada vez más durante el siglo XIX en Inglaterra, ahora ya es completo. Favorece de manera inmediata al hombre que produce el producir lo menos posible; y el argumento que demuestra que es algo que le perjudica en última instancia –siempre de poco efecto, incluso en los mejor instruidos– no tiene efecto ninguno en absoluto sobre la masa. A su vez, los mercados de sujetos están en rebeldía, armados cuando pueden obtenerse armas; actuando mediante boicots cuando no pueden obtenerlas. Y la revuelta es permanente. Por otra parte, los mercados extranjeros que son independientes de la presión armada procedente de este país están, algunos de ellos, destruidos por la guerra civil que ha tenido un efecto final como el ocurrido en Rusia; y algunos otros de esos mercados han quedado reducidos como consecuencia de los dos principales factores de semejanza en la producción, y de un más alto poder productivo en relación a cada unidad de consumo que el que puede dar nuestra máquina social; o, diciéndolo con otras palabras, nos están fallando esos mercados porque ahora ellos pueden hacer las cosas que solíamos hacer por ellos, y porque pueden cortar y transportar una tonelada de carbón, o fundir y mezclar una tonelada de metal, por un menor consumo de trigo, ropas y alojamiento que nuestro pueblo.

Los varios síntomas de este terrible cambio a menudo se toman como si fueran sus causas. Notamos la enorme insuficiencia de vida pública; siendo ella misma el acompañamiento y, en gran parte, el efecto de una continua corrupción flagrante, cínica e impune. Notamos las grotescas equivocaciones en política exterior, la disminución de la Armada en obediencia a una amenaza procedente de Estados Unidos, la abyecta rendición en Irlanda, la desconexión o corte del sistema Colonial respecto de la política exterior unida del país. La sustitución de los intereses británicos por los intereses financieros internacionales, y la sustitución del abuso y el insulto hacia los rivales en lugar de refrenar y contener la política a esos rivales. Pero ninguna de estas cosas puede cambiarse en beneficio del país, pues la enfermedad general de la que proceden ya ha ido demasiado lejos.

Así pues, si bien es deber de todo hombre que pueda expresar el pensamiento o moldearlo insistir, incluso clamorosamente, sobre la escala del peligro, y sobre su naturaleza inmediata presionante (pues hasta que esto se aprecie nada puede hacerse), es todavía un deber mayor buscar un alivio del mismo como mínimo y, de ser posible, un remedio.

El tiempo es corto; parece que fuera ayer que la maquinaria social estaba en pleno funcionamiento, y ya estamos a una distancia visible de la quiebra –quiebra parcial al principio, por supuesto–, del racionamiento a continuación, y de la hambruna después. Nadie puede decir el paso al que se desarrollará la tragedia, pero su ritmo se está incrementando progresivamente, y de manera tan rápida que el problema ya es agudo. ¿Qué se puede hacer?

La respuesta a esa pregunta varía principalmente dependiendo de la variación de dos factores en la mente de aquéllos que intentan darle respuesta; en primer lugar, su juicio acerca de lo que constituye causa y lo que constituye efecto; en segundo lugar, su juicio acerca de la mentalidad subconsciente que gobierna a sus conciudadanos. Resulta claro que la búsqueda de un remedio se dirigirá hacia las causas del mal, y como los juicios difieren acerca de cuáles sean esas causas, así también serán esas varias direcciones divergentes e incluso contradictorias. Resulta igualmente claro que ningún remedio sugerido será práctico a menos que uno haya conjeturado correctamente qué y cuánto puede hacerse con la mentalidad popular.

La primera respuesta que se ha dado es ésta: nuestro problema se debe a un quebranto de la vida pública; la incompetencia y corrupción de la pequeña camarilla cooptante que vive de los impuestos y pretende dirigir el Estado constituye la raíz del mal. Rompamos con ese sistema completamente, y llamemos a nuevos hombres.

Esa respuesta es errónea, porque no hay mecanismo alguno para llamar a nuevos hombres, o para juzgarlos. Y en lo que se refiere al segundo factor, la mentalidad de la multitud, no hay mecanismo alguno para hacer que la masa acepte a nuevos hombres. Los políticos y la media docena de propietarios de los Periódicos Dominicales (los cuales ellos solos forman la opinión de la masa) forman un solo cuerpo. No hay ningún camino por el que se pueda cambiar al personal del gobierno. Pero hay algo más que esto. Incluso si uno cambiara el personal del Gobierno no se salvaría la situación, ya que ese personal no controla ya la inundación o desbordamiento.

Una segunda respuesta que se ha dado es la de THE NEW AGE: transformar el crédito. Es mucho más profunda, y más satisfactoria. Pero sugiero dos obstáculos para su consecución, y una crítica de su valor. Los dos obstáculos en el camino de su consecución son, en primer lugar, la posesión de todo el poder por el otro lado; en segundo lugar, la vasta complejidad, extensión y dilación de una transformación. No es concebible que, aun cuando el nuevo programa de crédito tomara sus primeros pasos hacia su realización, no haya una inmediata y formidable represión del mismo. Esa represión ciertamente vendría a ser exitosa a menos que uno pudiera obtener una fuerte opinión pública en favor del cambio, algo que ciertamente no se podría. Además, aun cuando uno, por un milagro, pusiera en marcha el nuevo programa, el paso de la transformación sería mucho más lento que el paso o ritmo de nuestra catástrofe general. En cuanto a la crítica general contra el programa, es éste: en primer lugar, el Crédito no lo es todo; ni siquiera es la fuerza que está detrás de la producción, siendo tan vasta como lo es su actual energía artificial. Todavía es un poder parasitario sobre el proceso primario de la producción, que consiste en la aplicación de energía, iniciativa e inteligencia humanas al funcionamiento de los instrumentos, y en aprovisionamientos de artículos esenciales para las fuerzas naturales. En segundo lugar, se aplica a la producción de dentro del país. Por ejemplo, millones de hombres necesitan botas; la maquinaria está ahí para proporcionarles botas. Es absurdo que una comunidad necesitada de botas debiera dejar esa maquinaria inactiva. Pero esa maquinaria no podría producir cuero. De nuevo, cualquier transformación teórica o práctica de nuestra producción capitalista podría poner en marcha la maquinaria con la que cortar y ajustar la madera para habitaciones de vivienda. Es absurdo que gente necesitada de protección de las inclemencias del tiempo tuviera la maquinaria para cortar la madera y ajustarla, y aun así se quedaran mal alojados y apiñados en guaridas. Pero la maquinaria y el trabajo no pueden proporcionar la madera. A su vez, millones de hombres necesitan de ropa de abrigo y no la tienen. La maquinaria para hilarla, tejerla, cortarla y coserla en abundancia está ahí. Es absurdo que una comunidad necesitada de ropa, y no teniéndola, debiera dejar esa maquinaria inactiva; es un verdadero absurdo capitalista, pero esa maquinaria no proporcionaría la lana.

Dicho en general, aunque uno pudiera reorganizar la mecánica doméstica de producción, no podría obtener las tres cuartas partes de su trigo, la mitad de su carne, ni todo su té, café y petróleo, sin una correspondiente exportación o tributo. Hoy día el tributo se ha perdido, y la exportación parece irrecuperable.

Existen otras soluciones, otras respuestas; algunas muertas (como el sinsentido marxista); otras fantásticas, como la propuesta para un consejo militar; otras puerilmente insuficientes, como la idea de impedir que el campesino francés y belga obtenga reparación y reclame alguna pequeña parte del excedente de producción alemán, al tiempo que los beneficios en favor de nuestros banqueros y comerciantes llenarían el hueco. Está la solución por la emigración, que resulta cómica, y la solución por inanición, que es en verdad muy trágica. Está la solución del Sr. Wells, que tiene innumerables seguidores en las clases medias de este país, y no pocos en las de América; consiste en que todo el mundo adopte la ética de la tradición inconformista de él y de los suyos, con una especial ternura hacia aquéllos que están justo ahora metidos en un bache, y que se da el caso de que, por un curioso accidente, están informados con vestigios de esa religión. Esta solución encuentra expresión en ligas de naciones, conferencias, y desarmamientos; consistiendo la característica especial de estos últimos en el desarmamiento de nuestros rivales, y el completo armamiento de nosotros: y todo eso se habrá de obtener fácilmente ¡sin luchar por ello!

Todos estos disparates pueden ser ignorados.

Pero si todas estas varias soluciones, como resulta claro, son o bien insuficientes o bien baladíes, ¿cuál es la verdadera solución?

Es posible que no haya ninguna, y que la respuesta consista en ruina o destrucción, pero ningún patriota debe dar eso como respuesta final. Debemos seguir buscando, y yo confieso que por mi parte todavía no la he encontrado.


H. BELLOC



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En su artículo, impreso en otra parte de este número, el Sr. Belloc toma una visión lo más pesimista posible que se puede tomar de nuestra situación general. No solamente es desesperada –opinión con la cual estamos de acuerdo con él– sino que también, de todos los remedios actuales, incluyendo el más “profundo”, es decir, la Reforma del Crédito, ninguno, a juicio del Sr. Belloc, resulta practicable. Al mismo tiempo, sin embargo, puesto que un patriota puede desesperarse pero nunca rendirse, el Sr. Belloc continúa su búsqueda de un remedio, y anima a su conciudadanos a hacer lo mismo. Pero, ¿de qué sirve hacer eso si resulta que el remedio más “profundo” que se nos ofrece ahora es impracticable por razón de la oposición de la oligarquía capitalista? No es probable que se vaya a improvisar un remedio más profundo en momentos de creciente crisis; y cuanto más rápido sea el paso hacia el cataclismo, menor serán las oportunidades de traer a buen puerto algo proveniente de nuestra desesperada búsqueda. La aprensión del Sr. Belloc acerca de la impracticabilidad del Programa de Crédito queda reducida, sin embargo, considerablemente en su efecto alarmante para nosotros cuando observamos el empleo que hace de esa antigua falacia acerca de nuestra dependencia de alimentos y materias primas importadas. La oposición de los intereses financieros no es, en efecto, un fantasma; lo hemos comprobado por la experiencia. Pero las dificultades de comercio exterior bajo un programa de Crédito, tal y como éste se aboga y defiende en estas páginas, son, de manera igualmente cierta, fantasmas especialmente fabricados por los mismos intereses financieros y para el mismo propósito: desviar la atención de la necesidad de una reforma del Crédito. ¿Es el mundo tan infra-productivo de alimentos y materias primas que este país no podría obtener amplios suministros, sino con tal de que en el cambio pudiera vender bienes fabricados o manufacturados por debajo del precio de cualquier posible competidor? ¿Cuál es, de hecho, la dificultad que existe en este momento? No consiste ésta en una escasez de suministro de alimentos, madera, lana, cuero y todo el resto. Hay superabundancia de todo eso, en algunos casos actualmente, en otros potencialmente. La dificultad, dicho en breve, no está en su suministro, sino en el precio que exigimos por nuestros bienes a cambio de ellos. Pero supongamos que mediante la institucionalización de una tasa-proporción de precio basado, no en el oro, sino en nuestro Crédito Real, pudiéramos permitirnos exportar bienes a un precio considerablemente menor al coste aparente de la producción (y si esto es imposible, todo el Programa son pamplinas, y de ninguna manera “profundo” en lo más mínimo), ¿habría duda alguna de que podríamos, si quisiéramos, “comprar” toda la comida y materias primas en el mercado mundial? Nuestros únicos límites de suministro serían, de hecho, el límite de la productividad mundial, unido al límite de la demanda potencial de bienes británicos ofrecidos o puestos a los menores precios del mundo. Controlando los precios, obtenemos el control de los bienes. El control de precios constituye o determina el control económico. Y puesto que todo el objetivo del Programa de Crédito de Douglas-NEW AGE consiste en controlar los Precios, a menos que se lleve a cabo ese control resultará inútil, mientras que, si así se hiciera, resolvería el problema económico. ¿Quién controla el comercio internacional hoy día y a través de qué medios? La respuesta es: los financieros, y por medio de la regulación de precios. El remedio obvio para este estado de cosas consiste en obtener el uso de esa arma que se ha comprobado ser tan efectiva –el poder de regular los precios– independientemente de los financieros. No se necesita buscar ningún otro remedio; no lo hay.