Admiro de todo corazón el modo de vida que describe, Xaxi, soy de los que valoran y desean la ruralización de las Españas. Yo, en cambio, he nacido y crecido en la ciudad, vivo en un piso mínimo que pago religiosamente cada mes con el sudor de mi frente y donde he construido un hogar, con la ayuda de mi mujer, en el que asentar a mi familia.

Me encanta recorrer España, viajar por sus ciudades, pueblos y campos, también visitar otros países, pero cada día que paso fuera de Madrid mi corazón se hace cada vez más pequeñito, y cuando pasa mucho tiempo comienza a doler.

No hay día que no sueñe con irme de aquí, e incluso lo digo, pero se que no lo hago porque no es mi deseo. No es que no me atreva, o que no pueda, es que soy un ciudadano de esta villa, que la ama y que forma parte de ella.

Me pierdo a menudo por sus calles y plazas, sintiendo mía la Gran Vía, la Plaza Mayor, la de la Villa, el mercado de San Miguel, el inmenso palacio donde paseo entre las estatuas de los monarcas que hinchan mi pecho de orgullo, de los soldados caídos, de las numerosas iglesias salpicadas que repican sus campanas cada media hora llamando a misa, o por mi humilde barrio de extrarradio que nada tiene que envidiar al centro capitalino.

Vivo en el epicentro del modernismo y asumo todos los males que tiene mi ciudad, pero convivo con ellos, y los cargo a modo de cruz en esta vía dolorosa en la que sufro la degradación de mi villa y corte.

Siento un punzante dolor cuando voy a visitar semanalmente a mis padres y me encuentro con un barrio que apenas reconozco, donde ni las casas ni las gentes son las mismas en las que yo crecí. Pero cuando entro bajo ese techo, que levantó mi abuelo, se que no quiero irme de aquí. De mi ciudad antigua y moderna, bulliciosa y solitaria, desesperante y, a la par, honrada y hogareña.

Quizá se deba a que no tengo coche, como nadie de mi familia, y que nos hemos acostumbrado a desgastar los zapatos por estas calles, o a recorrer sus arterias subterráneas cuando el metro no era un transporte para gente pudiente. Quizá es porque en estas calles he jugado, he aprendido, he errado, me he peleado y me he formado como lo que soy. Quizá es que me siento parte de mi ciudad y que mi ciudad forma parte de mí. Cuando descubro un rincón apartado, que parece que sólo conozco yo y que en realidad es sabido por millones de personas, es como si descubriese algo más de mí o de mi pasado, pues Madrid y yo somos uno.

Aquí he aprendido a no tener dinero y a no preocuparme por ello. A volver mi corazón hacia lo importante mientras a mi alrededor todo se desmorona. Pero cuando desde los cerros de mi barrio puedo ver toda la ciudad en silencio, se que no está agonizando, sino tranquila, respirando, aguardando tiempos mejores en los que las Españas vuelvan a ser luminosas. Y entonces algo dentro de mi, debido quizá a mi pasión artúrica, me susurra que un día volverá un verdadero Rey. Y nos volverá a hacer grandes.

Y me da igual que la corte esté aquí, en Toledo, en Valladolid, Oviedo o donde sea, pues Madrid es sólo una villa más. Pero es la mía, me pertenece y no quiero abandonarla porque se que me necesita tanto como yo a ella. Quizá no sea muy tradicional en ese sentido, pero es mi sitio en esta vida.