TERCERA ANÉCDOTA
La venganza de Velázquez
Tuvo muy buen cuidado Hernán cortés de que no pasase mucho tiempo sin mandar a España sus procuradores cargados de oro para el rey y de joyas labradas y de cosas de mucho valor, así como una primera relación escrita, en la que daba cuenta al monarca de cómo había conquistado la tierra, e instalado su real en la capital del Imperio, y sometido a vasallaje al gran Moctezuma, quien de buen grado y sin sangre se había hecho tributario de su majestad. Y se mostró muy sagaz y prudente al enviar la relación por duplicado y al encargar esta embajada a dos hombres de mucho entendimiento como don Alonso Hernández Puerto Carrero y Francisco de Montejo, quienes al saber que el emperador estaba en Flandes (y que el presidente del Consejo de Indias, y obispo de Burgos, Juan Fonseca, era adverso a Cortés) mandaron una de las copias y parte de los regalos directamente a la Corte; de lo que Carlos V se alegró sobremanera, porque las noticias que contenían no le habían sido comunicadas por el obispo de Burgos, quien se quedó con su parte del oro destinado al soberano, lo que supuso su destitución dos años más tarde.
La noticia de estos regalos y del oro en barras o pepitas, en cantidades muy superiores a las que nunca antes de ahora se habían enviado, corrió como la pólvora, y muy pronto se enteraron de ello los padres jerónimos que ejercían en santo Domingo La Real Audiencia; los cuales entendieron que si Cortés enviaba estos presentes a su majestad no podía ser cierto --afirmaba en Cuba Diego Velázquez-- que se hubiese alzado contra el rey, y que era un traidor que debía ser ahorcado en la plaza pública, así como todos los capitanes que le eran fieles.
Con el tributo al rey, Cortés se ganó el favor de la audiencia. Y cuando los padres jerónimos supieron que el gobernador de Cuba aprestaba una armada para ir contra Cortés que ya había, casi sin sangre, sometido el imperio de Moctezuma, se llevaron las manos a la cabeza y le mandaron emisarios para impedírselo. Y como vieron que Diego Velázquez no cejaba, y que una lucha entre españoles en aquel imperio podría suponer la pérdida de la tierra, designaron oidor del rey a un tal Lucas Vázquez de Ayllón con la orden de que embarcara en la dicha armada y evitase, por todos los medios, que Pánfilo Narváez, designado capitán de la misma por el gobernador de Cuba, se enfrentase con Cortés y echase a perder todo lo que aquél había ganado.
Maravilla pensar el caudal de astucia, arrojo, diplomacia, dotes de persuasión --que ya vimos en el primer capitulillo de este anecdotario que eran las más relevantes cualidades de Cortés-- y que éste desplegó de manera sobresaliente durante el episodio de su vida que pasamos a relatar y que, sin duda, fue el más comprometido y difícil de todos; porque, por un lado, temía que se le alzase el imperio de Moctezuma, y por otro, era forzoso enfrentarse --si no quería perder todo lo ganado-- a un ejército, no de indios, sino de españoles veteranos de las guerras de Italia y Flandes, y tan superior al suyo, como se indica en el párrafo que sigue.
Sabemos exactamente los efectivos de Cortés porque en Cozumel hizo «alarde», es decir, recuento de todas sus fuerzas. Y éstas eran 508 hombres (Narváez trajo 1400), de los cuales, 32 ballesteros (frente a 90 de Narváez); 13 escopeteros (Narváez traía 70); 10 tiros de bronce (Narváez, 20); 16 caballos (90 fueron los que desembarcó Narváez); amén de 19 navíos que traía la armada de Diego Velázquez, frente a ninguno del extremeño que meses atrás los mandó desguazar.
Era, a la sazón, alcalde de la rica villa de Veracruz Gonzalo de Sandoval, ante el que se presentaron seis hombres de Narváez conminándole a que entregase la plaza, con palabras de mucho «desconocimiento». Sandoval respondió que tratasen eso con Cortés, que se hallaba en la ciudad lacustre de Tenochtitlán, en la corte del emperador Moctezuma; como ellos, le respondieron que Cortés era tan bellaco como traidor, Sandoval no pudiéndolo sufrir los hizo prisioneros y se los envió a Cortés empaquetados en unas hamacas de redes que unos indios amigos cargaron a sus espaldas y, turnándose, al cabo de pocos días llegaron a la capital. Los hombres de Narváez no salían de su asombro al ver las riquezas y ciudades que hallaban a su paso. Dice Bernal Díaz que no sabían si era encantamiento o sueño. Quedaron espantados al divisar la ciudad lacustre, llena de palacios, templos, plazas y no podían creer que todo aquello lo hubiese conquistado Cortés al frente de un puñado de hombres. Pero más maravillados quedaron aún cuando vieron que el propio Cortés les salía a recibir y mandaba a los indios que los liberasen, y se dolía de que Sandoval hubiese tomado una determinación tan ruda praa tan honrados y gentiles caballeros, y los alojó en palacios, y los invitó a comer, y los paseó por la ciudad, y les regaló cadenas y dijes de purísimo oro. Cuatro días estuvieron con él, prisioneros sin saberlo, y qué no les diría, y cómo los trataría, que los mismos que días antes le apodaban traidor y bellaco, cuando los soltó fueron los más ardientes defensores de aqueĺ a quien habían ido a prender y ahorcar. Díaz del Castillo, testigo de toda esta historia y puntualísimo relator de la misma, concreta: «Venían muy bravosos leones, volvieron muy mansos y se le ofrecieron (a Cortés) por servidores, y ansí llegaron a dar relación a su capitán, comenzaron a convocar todo el real de Narváez que se pasasen a nosotros.»
Los nuevos amigos de Cortés no regresaron con las manos vacías, sino con múltiples y delicados regalos para ellos mismos y para personas muy bien seleccionadas dentro del ejército enemigo. Y cartas, muchas cartas. Y como dádivas quebrantan penas, y las buenas razones borran los malos entendidos, la duda y el desconcierto comenzó a roer la unidad de los contrarios. Entre las cartas que escribió había una para Lucas Vázquez Ayllón, el oidor, enviado por los jerónimos; otra para el secretario Diego Velázquez, que era camarada de juventud, otra, en fin, para el propio Pánfilo Narváez, al que le decía que mirase que no alborotase la tierra, que era mucho lo que en ello le iba a su majestad, y que él (Cortés) ponía a su disposición su vida y hacienda; pero que le rogaba le mostrase sus papeles, la orden o autorización para poblar aquella tierra, los poderes de que estaba investido.
Narváez cometió muchos errores: el uno, leer en plan de chanza la carta en cuestión. Y si bien un tal Salvatierra juró cortar a don Hernando las orejas, asarlas y comerse una de ellas, no todos pensaban lo mismo, porque admiraban la hazaña que había realizado, en tan poco tiempo y con tan pocos medios, atendían a sus muy bien concertadas razones, se sentían tentados por las promesas de inmensas riquezas que el remitente deslizaba sabiamente en sus misivas y entendían que, de producirse un choque entre españoles, todo aquello se perdería. El otro, y más grande error, fue poner presos a dos caballeros que hablaron bien de Cortés: uno, nada menos que al oidor real, enviado por la audiencia de Santo Domingo; otro, don Gonzalo de Oblanca, persona de la nobleza, y que de enojo murió a los cuatro días. Perfectamente informado de cuanto acontecía en el real de Narváez, por sus velas (espías) y por su propia «quinta columna», Cortés aprovechó a fondo los errores de su adversario, fomentando su desprestigio y acrecentando el suyo propio con dádivas, cortesías, y emisarios. Seis hombres de su ejército se refugiaron en Veracruz y le dijeron a Sandoval que no querían luchar al lado de un hombre que había preso a un oidor del rey; y mandaron emisarios a Cortés diciendo que se cuidase porque Narváez había dejado la costa y se había instalado en Cempoala, muy cerca ya de la capital del Imperio. Cortés tomó consejo de sus capitanes, y sabiendo que el llamado Cacique Gordo de esta ciudad era amigo suyo, y que Narváez le había robado seis mujeres, decidió atacar sin más a su enemigo. Dejó a Pedro de Alvarado en México a la guarda de Moctezuma, quedando allá todos aquellos soldados que pudiesen ser sospechosos de connivencia con Diego Velázquez o Pánfilo de Narváez y tomó, entre otras muchas disposiciones, que sería muy largo de contar, las siguientes: convocar a Gonzalo de Sandoval para que subiese desde Veracruz con toda su gente, aunque dejase desamparada la ciudad, fabricar unas picas especiales de su invención contra caballos, reunir gran cantidad de maíz y otros granos para caso de que la guerra fuese larga y enviar a un fraile de la merced cargado de oro y de cartas al campamento de su enemigo para que se entrevistase secretamente con los artilleros y capitanes que se decían amigos suyos.
Ni el grano fue necesario, ni la ayuda de Sandoval. La artillería, sabiamente comprada, no disparó contra él o disparó desviando el tiro; la mitad del ejército que enviaron contra él se pasó a su bando; Pánfilo de Narváez fue herido en un ojo e hicieron creer que había muerto; la caballería no pudo ser utilizada porque estaba guardada en un pasto y lo primero que hizo Cortés fue interceptar el paso entre caballos y caballeros. Pocas horas después, los propios músicos del ejército de don Pánfilo comenzaron a tocar los atabales y a tañer los pífanos y a percutir los tamborinos, gritando: «¡Viva, viva la gloria de los romanos, que siendo tan pcos han vencido a Narváez y a sus soldados!» No nos extendamos más. Sumados los dos ejércitos, Cortés cuadriplicó sus efectivos, que tan necesarios le serían muy pronto porque Tenochtitlán se sublevó. Moctezuma fue muerto por sus súbditos, y la Noche Triste estaba al alcance de los días.
Al verse prisionero, Pánfilo le dijo a don Hernando: «Señor capitán Cortés: tened en mucho esta victoria que de mí habéis habido, y en tener presa a mi persona.» A lo que Cortés respondió: «Ésta es, señor capitán Narváez, una de las menores cosas que he hecho en la Nueva España.» Y algunos dicen que el uso que los españoles damos a la palabra «pánfilo», que de acuerdo con su etimología latina sólo significa bondadoso --pero que nosotros empleamos como sinónimo de bobo, idiota o excesivamente lento, tardo o poco avisado-- nació en aquella memorable ocasión.
Tomado de América y sus enigmas (y otras americanerías), de Torcuato Luca de Tena. Editorial Planeta 1992
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