A la luz de esos extraños nombres revive la imagen de la España del siglo III, que dio su sangre en aras del más sublime ideal y la de la España del siglo IV, que se consagró a honrar y perpetuar la memoria de sus mártires erigiendo altares y templos a su culto.
Aquella España que henchida de ardor religioso llenó nuestro suelo con los nombres de sus mártires, que hoy descubrimos en el mapa, es la misma que por obra de Prudencio entonaba, con entusiasmo, himnos de alabanza a san Emeterio, Santa Eulalia, San Fructuoso, etc. Filológicamente sus nombres constituyen, pues, el principal recuerdo que nos queda de la España romano-cristiana.
El episodio culminante de la historia de la lengua en esta época fue el nuevo vigor que al latín infundió la Iglesia al convertirlo, para siempre, en lengua universal de su liturgia. Así, a la lengua hablada, que era la de Roma, todavía le señaló la Iglesia desde entonces un rumbo fijo, actuando como freno en la marcha evolutiva del latín hacia su transformación en las lenguas romances.
Estas lenguas romances, indudablemente, no estaban aun del todo su en periodo de formación. Acaso se acentuasen, entonces, las diferencias, en cuanto al vocabulario, entre el latín de España y el de otros territorios.
De todas maneras, la lengua latina seguía siendo lengua común del Imperio, mutuamente inteligible a un ciudadano de la Dacia y a un bilbilitano, por ejemplo.
De este periodo poseemos un documento en latín vulgar español. Egeria (o Eteria), devota gallega, muy versada en las Escrituras, realizó a fines del siglo IV, desde su tierra, un viaje a los Santos Lugares, narrándolo a su vuelta, con toda sencillez en un latín hispánico, lleno de modismos y giros españoles; Eteria dice ya “tenere consuetudinem”, “subire montem”, plecaremus (llegaremos), “absolvent” por absolvunt; usa la preposición griega “cata” (cada); usa el adverbio de-intro (dentro); convierte en –e la –i final (“colliget” por colligit); reduce rs a s (“susum” por sursum), y da a los ablativos la terminación del acusativo: “cum monazontes”).
El cristianismo dio, además al latín nueva vida literaria, sobre todo en el siglo IV. La literatura latina, en decadencia desde el siglo II, volvió a renacer a impulsos de las nuevas ideas. En España el poeta Juvenco cantó la vida de Jesús; y Prudencio, de Zaragoza, gobernador de Tarragona, nos legó en su Peristephanon una vivísima narración poética de las vidas de los mártires. En Roma, un papa español, San Dámaso, componía elegantes epitafios para adornar las catacumbas.
Jaime Oliver Asín (Hª de la lengua española)
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