IDIARTE BORDA:
SANGRE DE DOS ORILLAS
En diciembre de 1958 Montevideo vivía la apoteosis política de Luis Alberto de Herrera. Para cubrir ese acontecimiento llegó a estos pagos Juan Carlos Goyeneche, quien con su pluma llevaría a los lectores de “Azul y Blanco” las impresiones de la gira triunfal del “último Caudillo Oriental”. Figura representativa del Nacionalismo argentino, Goyeneche se sentía en su casa, ya que esta Banda del Río Uruguay estaba impregnada por la sangre familiar, la que gustaba decir, “abarca los seres que pasaron, los augustos recuerdos y los recuerdos mínimos en los que se esconden la ternura y la fidelidad”. Hasta su pseudónimo, “Diego del Plata”, expresaba la Unidad de la Patria Grande.
Habían sido sus padres don Arturo Goyeneche, Intendente de la Ciudad de Buenos Aires, y doña María Idiarte Borda, hija de don Juan Idiarte Borda Soumestre, Presidente de la República Oriental, fallecido al final de su mandato, víctima del único magnicidio que registra la historia uruguaya. La siniestra conjura desembocada en el vil asesinato marcó espiritualmente a la familia del Presidente, que marchó hacia Buenos Aires negándose, por dignidad, a recibir algún tipo de pensión de los gobiernos que con signo batllista se sucedieron en los decenios siguientes. “Diego del Plata”, en la nota que publicara en el citado periódico nacionalista, expresaba comentando la presencia del Dr. de Herrera y sus amigos en una Misa a la que llegaron “con humildad de cristianos viejos”: “¡Los tiempos nuevos! Don Juan Idiarte Borda, el último Presidente que asistió a un Te Deum, cayó asesinado a la salida del Templo. Desde entonces gobernó el Uruguay con mayor o menor virulencia el sectarismo masónico”.
El recuerdo era pertinente porque con el luctuoso acontecimiento se acentuaría el proceso laicista que se abatió sobre el Uruguay con la generación liberal del Montevideo europeísta que ostentaba como portaestandartes a José Garibaldi, Florencio Varela y Andrés Lamas. Comenzaron a florecer entonces los mandiles masónicos formadores de una mentalidad que hostigaba, por considerar caduca, la íntima armonía entre la Iglesia y el Estado. Avanzó la extranjerización del espíritu con una mentalidad en la que el poder público debía renunciar a toda función ministerial a favor de los fines de la Iglesia.
El ataque descatolizador estuvo coronado con éxitos tales como la secularización de los cementerios, la eliminación de los registros bautismales, el matrimonio civil obligatorio, y la reforma positivista de la educación con su escuela laica. Esta última fue obra del “hermano masón” José Pedro Varela, integrante de la “noble familia” que en 1828 aconsejara el asesinato de Dorrego y más adelante impetrara las intervenciones extranjeras.
Estaba en pleno desarrollo la lucha contra el espiritualismo cuando, en marzo de 1894, la Asamblea General eligió Presidente al Senador don Juan Idiarte Borda. El décimotercer Jefe del Estado Oriental llegaba al cargo en plena madurez, ya que había nacido el 20 de abril de 1844. Hombre de sentimientos religiosos, los muestra a poco de su designación. A este respecto decía “La Prensa” de Buenos Aires el 25 de marzo de 1894: “El Presidente visitó en la tarde de ayer, las iglesias de la ciudad, haciendo las estaciones de práctica (Jueves Santo). Lo acompañaba su Edecán, el Coronel Pigurina”. La valiente actitud no podía ser perdonada “en un país minado por el anticlericalismo”. Aparecía en el horizonte un García Moreno uruguayo, y la carbonaria oposición se extendió durante los 1279 días de su gestión.
Las realizaciones de aquel “hombre bueno y sin duda bien inspirado” fueron resaltantes. Quedaron como claves de los arcos del Estado: la creación del Arzobispado con dos Obispos sufragáneos y el sostenimiento del Seminario, la fundación del Banco de la República con emisión y descuento como función social, además de la adjudicación de la licitación para la construcción del Puerto de Montevideo, la nacionalización de la Compañía de Luz Eléctrica, instalándose la red telegráfica y telefónica en todo el territorio. A ello se agregó la canalización de vías navegables y la reforma de la Instrucción Pública con un Código Escolar de inspiración católica, amén de la puesta en marcha del Instituto de Ciegos y Sordomudos, junto a la fundación de Institutos Normales.
La conspiración mostró finalmente su zarpa siniestra. El 25 de agosto de 1897, cuando abandonaba la Catedral, un sicario hería mortalmente al Estadista. Le tocó al Arzobispo Mariano Soler recibir en sus brazos la agonía del Magistrado quien dijo al prelado: “Estoy muerto… Monseñor, le pido la absolución”. La conjura sigue envuelta en el misterio. Sin embargo, se puede establecer como verdad histórica que la muerte de Idiarte Borda dejó libre el camino para el liberal socialista José Batlle, quien alcanzaría la Presidencia poco después. Desde esa posición premió al asesino con un cargo público vitalicio.
Por otro lado, hoy el revisionismo abre pistas cuando llega al contubernio de intereses económicos, políticos y masónicos manifestados con odio público veinte días antes del aleve crimen.
Tal vez, en la tarde sangrienta, el gran vasco recordó la “Epístola a Fabio”, escrita por García Moreno en una situación similar:
“Presagio, triste el pecho me lo anuncia
en sangrientas imágenes que en torno
siento girar en agitado ensueño…
Plomo alevoso romperá silbando mi corazón tal vez;
mas si mi Patria respira libre de opresión,
entonces descansaré feliz en el sepulcro”.
Marcadores