III. LA GUERRA. 1
Dicen que antes de comenzar la guerra se vieron en el cielo gran cantidad de estrellas que iban de un lado para otro. Lo dicen también en un pueblo de Córdoba cuya patrona es Santa Ana: «La gente sabía que iba a empezar [la guerra] porque unos días antes corrían estrellas en el cielo.» Y ya durante la guerra, en una ocasión, el cielo se puso todo rojo y las madres decían que era la sangre de sus hijos.
M. C., que militó en las milicias de la C.N.T., perdió a un hermano, voluntario del P.O.U.M., en Sigüenza y tuvo a su hermano mayor de sargento en Salamanca, se lamenta de que los frecuentes enfrentamientos entre hermanos convirtieron esta guerra en una guerra fratricida. Sin embargo, muchas veces tales enfrentamiento no eran políticos ni ideológicos: «Al comenzar la guerra —dice— la mayoría de las personas eran de un bando u otro dependiendo de cuál era el bando que dominaba la región en la que se encontraban.»
Aquella fue «una guerra sangrienta en la que lucharon hermanos contra hermanos, sólo por encontrarse en diferente situación geográfica.»
«Fue tan cruel esta guerra —recuerda L. D.— que se mataban entre hermanos y entre amigos de toda la vida.»
«La Guerra Civil, según mis abuelos, fue demasiado sangrienta para describirla con palabras, aunque las más adecuadas podrían ser: hambre, dolor, armas e Iglesia.»
«En Madrid y Barcelona el Ejército se tiró a la calle, pero el pueblo pudo reducirlos —explica AVA—; como pudo haberlo hecho el pueblo de las ciudades que fueron tomadas si no hubiera sido porque el Gobierno no se decidió a dar las armas al pueblo.»
«Talavera estaba por los rojos, los cuales cambiaron el nombre de Talavera de la Reina por el de Talavera del Tajo.
«Los capitalistas trajeron a Franco para proteger sus intereses —explica F. B.—. Todo capitalista estaba en contra del obrero. A Franco lo apoyaron alemanes (aviones y artillería), italianos y moros, de ahí que ganase la guerra; aparte de que el número de militares de derechas era mayor que el de izquierdas... El Ejército estaba con Franco... de ahí que entrasen los nacionales en Madrid. La Casa de Campo quedó llena de cadáveres. Las afueras de Madrid estaban llenas de soldados del lado de Franco.»
En Guadalajara había unos ciento treinta oficiales —dice J, G, Y.— y cuando el pueblo tomó los acuartelamientos murieron todos y dejaron marchar a los soldados.
En Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), donde vivían muchos aristócratas, al estallar la guerra los republicanos fusilaron al duque de San Fernando.
«En mi pueblo (?) había un convento pequeño y cuando entraron los republicanos fue lo primero que quemaron, e hicieron lo que quisieron con las monjitas. No quedó ni una. Al cura le obligaron dos días antes a que quemara la sotana y se vistiera de paisano. Era joven, buen mozo y fuerte como una mula. Nos enteramos después de que lo habían mandado al frente y el pobre hombre no tuvo más remedio que ir.»
Los bandos enfrentados, según dos mujeres de Bargas, se resumen así:
«Nacionales: dirigidos por el general Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Su apoyo era la clase alta, los ricos y la Iglesia.
«Republicanos: su líder ideológico era Manuel Azaña, presidente de la República. Su apoyo eran las clases trabajadoras, deseosas de mejorar su situación.»
E. C. dice no entender mucho de la cuestión; pero opina que Franco fue un general de su época «que realizó muchas matanzas, al igual que los republicanos.»
«Franco trajo a los moros que cortaban los pechos a las mujeres, robaban joyas, cortaban las cabezas a la gente que tenía dientes de oro. En una ocasión a mi abuela [V N] le contaron que un moro llevaba en su bolsa una mancha de sangre y le preguntó el sargento qué llevaba, le dijo que nada y, cuando la abrió y vio que llevaba la cabeza de un médico con dientes de oro, lo mandó matar.»
1. Las primeras noticias y el reclutamiento
«Yo estaba comprando el pan en la tahona y me dijeron que se habían levantado los moros de Marruecos y pensé que había mucho español fuerte para bajarles los humos. Pero cuando llegué a casa, don Eduardo, el médico (que tenía la única radio del bloque), nos dijo:
—Hijas, he estado siguiendo las noticias desde ayer y tengo que deciros una cosa: ¡Estamos en guerra!
—¿Contra quién?
—Escuchadme bien: Esto es una guerra civil; así que cuidado con quien habláis, que os jugáis el pellejo.»
El día 18 de julio de 1936 N M S se asomó al balcón de la casa de Madrid donde servía, que daba sobre la calle Santa Engracia, y «vio muchos automóviles con pancartas y banderas nacionales. Los ocupantes de los coches apuntaban con armas de fuego a los balcones de las casas... Su primera impresión fue de miedo... A los pocos días ocurrió lo del cuartel de la Montaña.»
Cuando se produjo la rebelión militar del 18 de julio, los fascistas robaron los uniformes a los soldados del cuartel de la Montaña y los dejaron desnudos en la calle; pero N. F. y su esposo, «que vivían en una buhardilla frente al cuartel y lo vieron todo, recogieron a un par de ellos para dejarles ropa y un refugio hasta que pasase el jaleo.»
En Madrid la guarnición del cuartel de la Montaña se sublevó al mando del general Fanjul y «las madres de los que estaban allí —cuenta F. B.— pidieron al general que sacara a sus hijos porque lo iban a bombardear e iban a morir dentro. Entonces Fanjul mandó ametrallar a aquellas mujeres. Se decía que en el cuartel de la Montaña la sangre corría como el agua.»
El 18 de julio «CG. recibe la noticia del pronunciamiento militar y como muchos otros se echa a las calles donde la multitud enloquecida y con armas rudimentarias se lanza a la conquista de los cuarteles.»
CG «no participaba de las posiciones exaltadas de los miembros del Partido Comunista. Él seguía las directrices de la UGT; pero bajo las mismas y con una gran convicción, muestra de una profunda ideología, se lanzó a las calles el 18 de julio de 1936 y sin dudarlo formó parte de un ejército para defender aquello que él consideraba justo.»
«Yo estaba en el cuartel de caballería de Alcorcón (Madrid) y un día nos dijo el teniente Larriaga, un tío pequeño y con muy mala leche:
—Señores, parece que la situación de guerra va a ser inminente.
«Nos retiró los permisos y no nos dejó salir, pero yo me escapé a ver a una novia que tenía... Dos semanas después se levantaron las tropas y estalló la guerra. El teniente Larriaga nos reunió en el patio y dijo:
—El que quiera que me siga, y el que no que se quede a defender lo que no se puede defender. ¡Viva España y viva el Rey!
«Ciento cincuenta de aquellos hombres se fueron con él hacia el sur, en busca de las tropas nacionales; de ellos sólo veinte sobrevivirían después de la guerra.»
«Yo era cartero en Sevilla. Cuando se levantó Queipo de Llano, fueron a mi casa y me preguntaron:
—¿Quieres a España?
—Sí —contesté.
—Pues venga —me dijeron—, que te está esperando en la cama y en camisón.
«Y de esa manera tan sencilla me vi en un camión y con un fusil en la mano.»
A. V. A. supo que la guerra había estallado cuando a las dos la tarde del domingo 19 de julio, mientras veía la cartelera de un cine o teatro en el centro de León, apareció la Guardia de Asalto disparando al aire y la gente que andaba por la calle corrió a refugiarse en cafeterías y bares.
A Torremocha del Campo (Guadalajara), «un pueblo junto a la Carretera Nacional II —donde entonces trabajaba J, G, Y.—, llegaron noticias de que habían matado a Calvo Sotelo y a un dirigente de Correos de Sigüenza; además, normalmente pasaban muy pocos coches y ese día [¿18 de julio?] pasaron muchísimos; la gente notaba que algo pasaba, pero no sabía qué era porque había muy pocas radios en los pueblos. Cuando por fin llegó el correo y trajo periódicos se enteraron de que había estallado una guerra civil.»
J, G, Y. tenía entonces veintiséis años, trabajaba en Torremocha del Campo y un cartero le trajo a escondidas el aviso de movilización desde la zona republicana, pero J, G, Y., que estaba en el límite entre ambas zonas, «eligió la zona nacional porque ya conocía la manera de vivir de esta zona y no sabía lo que le esperaba en la otra.
En la plaza de Torremocha del Campo les preguntaron «si querían ir a las Falanges o al Ejército», pero como J, G, Y. tenía la cartilla militar lo destinaron al Ejército. Hizo la guerra en artillería y estuvo en Calatayud, en Zaragoza y Huesca. Luego fue a la sierra de Alcubierre y a Castellón hasta que terminó la guerra. Se licenció en Alcira.
P S L estaba segando en el alfoz de Torija, cuando unos guardias civiles, que huían hacia Medinaceli para unirse a los nacionales, le dijeron que había estallado la guerra. Al llegar esa noche al pueblo, su madre lo estaba esperando para ponerle un pañuelo rojo al brazo, que esa misma noche se habían llevado a todos los de derechas a la cárcel de Guadalajara. Al día siguiente se llenó el pueblo de milicianos.
La noticia de la insurrección militar contra la República le llegó a Pepe Zayas cuando estaba segando. Entonces corrió al pueblo, Bocigas de Perales (Soria), y se puso al cabo de la situación. Su pueblo quedaba en zona nacional y vivía rodeado de enemigos de la República, entre ellos sus propios padres; así que, temeroso de que sus vecinos lo denunciaran a la Guardia Civil, una noche preparó unas alforjas y huyó a Madrid. Durante el viaje en tres ocasiones estuvo a punto de caer en manos de la Guardia Civil, que iba por los pueblos arrestando a los sospechosos de ser rojos o a los que eran denunciados como tales por los vecinos («a veces sólo porque el denunciante estaba a mal con alguien»): en Aranda de Duero (Burgos), en Milagros, donde se quedó dormido, y en Robregordo (Madrid), cuando tuvo que robar unas alpargatas porque las suyas, como eran de cáñamo, estaban ya destrozadas. Por fin llegó a Madrid con los pies deshechos después de recorrer unos doscientos treinta kilómetros, la mayoría por el monte, en cinco días. Necesitó casi una semana para recuperarse y en cuanto pudo se alistó.
En Herencia (Ciudad Real) J. D. F. estaba trabajando en el campo con otros hombres cuando les llegó la noticia que publicaba el ABC: Franco se ha sublevado. «Todos, asustados, huyeron a sus casas.»
«Yo no quería ir a la guerra [confiesa uno que estuvo en la zona republicana] porque me asustaba matar a alguien. Me había casado hacía dos meses y, como no podíamos tener hijos, habíamos sacado uno de la inclusa de dos añitos. Una noche entraron un capitán y dos soldados y en pocas palabras me dijeron que o paseíto o uniforme y a pegar tiros. No tenía elección; porque tenía familia, que si no...»
La mayoría de los jóvenes de la zona en torno al Salto de Bolarque (Guadalajara) fueron reclutados y alistados en el ejército republicano contra su voluntad, como el hermano mayor de Victoriano Bermejo, que era de derechas como su padre, y fue destinado a Granada donde murió de reumatismo agudo por «las malas condiciones en que se encontraban las trincheras.»
Tras la rebelión militar todo el mundo estaba pegado a la radio pendiente de los informativos. Las noticias eran continuas y la guerra parecía inminente. «Al principio nadie sabía con claridad lo que estaba pasando, únicamente por los medios de comunicación se enteraron de que había estallado la guerra.»
Cuando estalló la guerra «la gente se enteraba de los sucesos por la radio —cuenta F. Bodas—. En Belvís de la Jara (Toledo) el cura tenía una radio, pero lo mataron y los rojos le robaron la radio.»
A. D., en Miajadas (Cáceres) aprovechaba la ausencia de sus señores «para encender la radio y enterarse de las noticias.» Así se enteró de la muerte de José Antonio.
«Las personas que vivían en el campo llegaron a enterarse [del comienzo de la guerra] ¡hasta con tres días de retraso! Y hubo reacciones para todo. Dicen que hubo quien recogió sus ropas y se fue rápidamente a Francia o a Portugal, y quien no se creyó lo de la guerra hasta que no le cayeron las bombas encima.»
«Todos [los encuestados] coinciden en que fueron momentos de desconcierto y confusión. Nadie sabía qué hacer. España se había quedado dividida en dos bandos y nadie sabía de qué lado ponerse. O casi nadie... Tan sólo uno de los encuestados se presentó voluntario al bando republicano.»
[Resumen de Pablo de Lera Villarejo, de 3º de BUP 1992-93, que ha entrevistado a doce ancianos de más de 75 años].
2. La guerra en el frente. 1. Zona gubernamental
Después de las batallas, cuenta B. M., «los campesinos» impedían a los camilleros recoger a los heridos del bando contrario y los mataban.
B. M. luchó en los dos bandos. Primero con los republicanos, que dominaron en Cuenca, su ciudad natal, en un batallón de dinamiteros formado mayoritariamente por campesinos, y luego, tras ser apresado en el frente de Teruel en 1938, con los nacionales. Durante dos o tres meses estuvo en un campo de concentración en León, de donde salía para trabajar en diversas obras públicas; de allí pasó a Astorga y de Astorga fue enviado, ya como quinto nuevo, a Valdemorillo para reforzar un batallón del que sólo habían quedado catorce hombres. Después estuvo en Cuenca, esta vez guardando prisioneros, en Toledo, en Madrid, en Lérida, en Tortosa... Camino de Zaragoza encontraron un puente destruido y otro ocupado por los republicanos; así que a las 2:00 de la madrugada del 25 de julio de 1938 intentaron pasar el Ebro en barcas, pero la primera de ellas se hundió y las otras tuvieron que retroceder cuando fueron descubiertas y rechazadas con fuego de artillería y ametralladoras por los republicanos.
C. M. era comerciante en Ciudad Real y acababa de licenciarse cuando estalló la guerra; fue movilizado al instante, pero como era corto de vista fue destinado a servicios auxiliares. Estuvo en Albacete, Valencia y Manzanares, lugar este último donde se libraron muy duras batallas y continuamente se oían aviones, ametralladoras y bombardeos. En más de una ocasión tuvo que correr a unas canteras próximas para protegerse de los bombardeos.
«El final de la guerra se produjo cuando los fascistas ocuparon rápidamente los pueblos.» Cuando los nacionales entraron en Manzanares, formaron a toda la tropa y les obligaron a cantar el Cara al Sol. A poco, sin embargo, pudo volver a Ciudad Real. Su padre y sus cinco hermanos, en cambio, no tuvieron la misma suerte; a su padre lo mataron porque era socialista, tres de sus hermanos murieron en el frente, a un cuarto le dieron el paseo y el quinto, «que era azul y estuvo viviendo bien en Sigüenza hasta que acabó la guerra», murió de fiebres tifoideas.
El marido de N F B se alistó como voluntario en la Cruz Roja y estuvo de camillero toda la guerra y vio tantas «cosas muy fuertes y cómo las vidas de los jóvenes de uno y otro bando se iban perdiendo» que, aunque en el frente la comida no escaseaba, «se le quitó el apetito porque no conseguía acostumbrarse y adelgazó hasta casi ponerse enfermo.»
A M A R lo sorprendió la guerra en Cartagena, donde cumplía el servicio militar como administrativo en el Hospital Militar. El primer recuerdo que tiene es el del silbido de las bombas que lanzaban los franquistas; una de ellas cayó en el edificio de Capitanía, atravesó todas las plantas y, sin llegar a explosionar, fue a alojarse en el aljibe donde Mateo se había refugiado con otros compañeros. «El terror hizo que se quedaran todos mudos.»
Otro bombardeo le pilló cuando caminaba con un amigo de regreso a su residencia. De pronto todo quedó a oscuras y cogidos de la mano avanzaron tanteando con un palo largo hasta llegar a un pretil donde trataron de guarecerse; pero su amigo no anduvo lo suficientemente rápido y la metralla de una bomba que cayó próxima le seccionó la cabeza.
También recuerda cómo durante otro bombardeo una bomba cayó en un lugar donde pocos momentos antes él había estado tomando unas navajas con unos amigos.
Su peor recuerdo es el del hundimiento del destructor Jaime I, que llegaban los marineros al Hospital, amigos suyos muchos de ellos, con los rostros deshechos por las quemaduras y los miembros amputados. Aún hoy no puede olvidar, ni dejar de contar, el olor a carne quemada de aquellos desgraciados.
E. C. R., en cambio, fue enviado a Madrid a la 21 Brigada Mixta que tenía su sede en el cuartel de Delicias. Muchos de sus compañeros cayeron en el frente y los supervivientes fueron enviados al frente de Teruel en la 11 Brigada Internacional. Allí permaneció treinta y cinco día entre la nieve, lo que dio lugar a que muchos soldados sufrieran congelación de pies y piernas que luego les eran amputados. No obstante, comían bien y tenían un sueldo de una peseta diaria. De allí pasó a Cuenca y más tarde al frente del Ebro, en cuya retirada el 24 de julio muchos perecieron ahogados. En Barcelona se entregó a los nacionales y fue llevado a un campo de concentración donde a los tres meses se enteró del final de la guerra. La banda de música festejó el final de la contienda y les decían: «Alegraos, corazones españoles, que la guerra ha terminado.» Trasladado luego a un batallón de trabajadores, le pusieron en la manga de la chaqueta una T de Trabajadores, según unos, o de Traidores, según otros.
Cuando en Madrid se supo la rebelión del Ejército de África, la gente acudió en masa al ministerio de la Guerra en busca de armas para defender a la República.
El marido de M. F. G., A. M. M., se alistó como voluntario y fue destinado a ametralladoras en una unidad acorazada. Fue herido de metralla tres veces: en Belchite (Teruel), en el cerro Garabitas de Madrid y en El Escorial. Luego fue destinado a la retaguardia como conductor de ambulancias porque tenía un trozo de metralla alojado en un pulmón. En la estación de Atocha estuvo vigilando el embarque de oro para Moscú.
Acabada la guerra, fue detenido y enviado a un batallón disciplinario donde pasó tres penosos años, aunque pudo hacerse practicante. Se licenció el 13 de abril de 1942 e inmediatamente fue llamado a filas, que nada de lo anterior contaba como servicio militar. Murió en 1954 a consecuencia de las heridas recibidas durante la guerra.
F. I. S. estuvo año y medio en la guerra. Era de Yélamos de Abajo (Guadalajara), en la zona republicana, por lo que se vio alistado en el «ejército rojo, aun teniendo ideas nacionalistas, como la mayoría que iba.» Fue movilizado en octubre del 37 y en un día fue en tren desde Guadalajara a Barcelona pasando por Albacete, Valencia y Tarragona. Durante todo el recorrido el tren fue recogiendo nuevos reclutas. Estuvo en una unidad de camilleros, en espera de que a su quinta le llegara el turno de entrar en combate, evacuando heridos desde el frente. Desde Barcelona fue a Mediana de Aragón, donde se juntaron unos trescientos, y de allí a Rodén, al SE de Zaragoza, ya próximo al frente, desde donde bajaban a Fuentes de Ebro a recoger a los heridos. Enseguida se ven obligados a retroceder a Quinto, aguas abajo del Ebro, desde donde van retrocediento hasta Tarragona.
De abril a septiembre del 38 estuvo en la zona de Andorra desde donde, a consecuencia del reuma, hubo de ser evacuado a Quinto (Zaragoza), a un hospital habilitado en un café «que llenaron de camas de matrimonio y allí metían a los enfermos, y algunas veces metían a uno o dos enfermos en una cama.»
Allí supo que unos paisanos suyos se habían pasado a los nacionales, lo que dio lugar a que a los pocos días se presentaran «unos comandantes a interrogarle» por si había conocido su intención. Recibió luego cartas de los familiares de los desertores en que les preguntaban por su paradero, pero no pudo explicarles nada «ya que todas las cartas pasaban por la censura.» Poco después otro soldado de su batallón también intentó cruzar las líneas, pero tuvo menos suerte y fue apresado por una avanzadilla roja. «Al día siguiente la compañía fue llevada a una especie de barranco. Allí se encontraba un pelotón de fusilamiento y delante de él, a unos diez metros, estaba el soldado desertor, y delante de toda la compañía lo fusilaron. Cuando cayó al suelo se retorcía, entonces el teniente pidió permiso a su superior para darle el tiro de gracia y el superior se lo dio. Se acercó y, apuntándole a la cabeza, le disparó matándolo y estremeciendo de miedo y pánico a todos los presentes.»
Confiesa F. I. S. que «mucha gente quería pasarse, pero nadie nos atrevíamos.» Tres miedos hacían desistir a los posibles desertores: uno era el pelotón de fusilamiento; otro, el miedo a los moros que, «si caías en sus manos, te cortaban el cuello. También tenían miedo porque al pasarse podían castigar a la familia.»
De regreso al frente, una noche tuvo guardia al mando de cuatro chavales de catorce años de la quinta del chupete, pero al hacer la ronda encontró que faltaba uno de ellos; lo buscó por toda la zona sin encontrarlo. A la mañana siguiente vieron que de las trincheras nacionales salían unos soldados a recoger un cuerpo en el que reconocieron al chico que había faltado durante la noche.
La situación era desesperante en el sentido literal de que no tenían esperanza, porque no avanzaban nada; «lo único que hacían era retroceder y siempre retroceder, de forma que no dieron un solo paso adelante.» Cediendo terreno llegaron a Mataró.
J. R., camarero de la quinta del 31, fue capacitado para teniente tras un cursillo de cuarenta días en el Palacio Real; otro cursillo, también de cuarenta días, en el castillo de Aldobea (Aranjuez) lo capacitó para capitán de Estado Mayor. Luego, por muerte de su comandante, fue promocionado a este grado al mando de un batallón (que se componía de cuatro compañías mandadas por un capitán cada una; éstas, a su vez, de cuatro secciones de fusileros al mando de un teniente y una de armas, con dos ametralladoras y dos morteros, y cada sección, de dos pelotones cada uno mandado por un sargento, y cada pelotón de dos escuadras de cuatro números y un cabo). Al término de la guerra estuvo en prisión hasta el 1º de julio de 1941: «Las cárceles estaban en muy malas condiciones, eran conventos..., se comía lo que te mandaban los familiares.»
JMMG era de la quinta del 24 y ya estaba casado cuando lo movilizaron en 1938. Estuvo en la provincia de Badajoz y pasó por Talarrubias y Siruela (Badajoz), y Agudo (Ciudad Real); padeció hambre y calamidades y, aunque su compañía no entró en combate, las balas le pasaban silbando sobre la cabeza. Muchas veces tuvo que alimentarse de hierbas cocidas y también tenía que cocer la ropa para evitar los parásitos, y una vez que su hermano y su cuñado fueron a visitarlo y llevarle comida no les permitió que tirasen las migas, sino que se las comió todas. Luego lo trasladaron a otra compañía y, como un soldado le diese recuerdos para un amigo, los mandos sospecharon que era un espía y lo detuvieron junto con otros soldados.
Estando en prisión, una noche escucharon a los centinelas decir: «A estos los vamos a matar y decimos que se han escapado.» A poco se llevaron a uno de los detenidos y oyeron unos tiros, lo que les hizo pensar que habían dado cumplimiento a su proyecto. Sin embargo, el compañero no tardó en volver sano y salvo.
Por fin se aclaró el malentendido y los pusieron en libertad.
Al estallar la guerra J. D. F. tenía catorce años y en el 38 lo movilizaron; pero se escapó y se volvió a su pueblo, Herencia, que era muy frecuente que los chicos de dieciséis o diecisiete años desertasen. Sin embargo, lo encontraron y lo devolvieron al frente.
Cuando Pepe Zayas se alistó en Madrid, luego de huir de su pueblo, lo destinaron a Bilbao (lo que le sentó muy mal después del trabajo que le había costado llegar a Madrid) adonde llegó en avión en muy poco tiempo. Estuvo destinado en Munguía, sacó un buen concepto de los vascos, que eran muy buenas personas, y notó que allí no faltaba de nada, porque, aunque las provincias del norte estaban cercadas, había bastantes reservas y por mar llegaba todo lo necesario ya que la Marina permaneció leal a la República.
El bombardeo de Guernica les desmoralizó mucho, sobre todo al saber que Alemania apoyaba a Franco.
Durante la defensa de Bilbao fue herido de bala en una pierna, de modo que los últimos días de la defensa y la caída de la ciudad le pillaron en la enfermería. Los nacionales lo cogieron cuando planeaba huir a Francia con otros compañeros en el barco Atxuvi. Lo juzgaron por lo militar y lo metieron en la cárcel de donde no salió hasta octubre de 1939. Allí, a causa de la poco atención, se le infectó la herida de la pierna y ya no se le curó nunca, que todos los veranos, con el calor, se le ulcera y le sangra.
Nada había sabido de sus padres durante la guerra y, aunque tenía muchas ganas de volver a verlos, temía que no lo aceptasen. Su padre, en efecto, no salió a recibirlo y no le perdonó nunca que luchara del lado de la República, sólo a su muerte lo perdonó, recuerda Pepe Zayas con los ojos enrojecidos. Su madre, en cambió, lo abrazó llorando y sólo le reprochó que no se casara con su novia (con la que al fin se casó) que tenía una hija suya de tres años.
Las quintas recibían nombres graciosos, así:
La quinta del chupete:
La quinta del biberón:
La quinta del saco: reclutas de 15-16 años.
reclutas de 16-18 años.
reclutas de 60 años.
Se solía reclutar una quinta joven y otra vieja alternativamente.
«Existieron dos generales al mando de las tropas rojas que fueron bastante odiados por toda la gente y llamados asesinos. Fueron Líster y el Campesino, dos personas sin corazón que mandaban a las tropas a lugares imposibles de conquistar [donde tenían todas las posibilidades de ser] destruidas, ya que las dirigían directamente a la boca del lobo, y ellos no paraban de pedir cada vez más hombres; pero mi abuelo tuvo suerte, ya que tres días antes [de ser llamado a filas] se acabó la guerra.»
La batalla de Guadalajara
«Se produjo un levantamiento de los militares contra el pueblo» y M. C. (cuya odisea se cuenta en el libro Ma guerre d'Espagne a mort de Mika Etchebehere, editado en 1976), que vivía cerca del cuartel de San Andrés en Barcelona, vio cómo las milicias de la C.N.T., que «eran en cierta forma las fuerzas del pueblo», lo bombardearon y sometieron. Luego vino con los milicianos a Madrid y fue al frente de Sigüenza, de donde guarda el recuerdo de unas noches muy frías y de la comida que no les faltó nunca. Allí apresaron a tres curas acusados de disparar contra gente de izquierdas y de guardar fusiles y munición en sus iglesias. M. C. cree que serían fusilados. Y sobre todo recuerda la muerte de su hermano menor, de tan sólo catorce años, alistado en los Voluntarios del P.O.U.M., que cayó de un balazo en la cabeza.
Caída Sigüenza en poder de los franquistas, huyó como pudo y regresó a Madrid. Luego fue destinado a Chinchilla, adonde llegaba el armamento de la ayuda rusa. Más tarde estuvo en Almería, «para cortar algo la retirada de Málaga», en la batalla de Brunete y en la del Ebro. Por último pasó a Francia y estuvo en el campo de concentración de Agde (Eraun).
El haber conocido lugares nuevos, como Almería, es el único recuerdo positivo que guarda de la guerra.
U G ingresó en octubre de 1935 en el Primer Regimiento de Artillería Ligera de Getafe. El 17 de julio del 36 los oficiales de su cuartel, aunque se pusieron de parte de la rebelión militar, no la apoyaron activamente, lo que permitió a los vecinos de Getafe, apoyados por fuerzas de aviación, tomar el cuartel y apresar a la mayoría de los oficiales. El día 21 U G salió para Buitrago como ordenanza de una batería; allí permaneció un año y la tropa tuvo tiempo de hacerse unas cabañas de madera bastante acogedoras. En verano se bañaban en el Lozoya y en invierno tenían una estufa de leña con la que calentarse. Tuvieron muchas bajas por los continuos ataques de la aviación nacionalista. Luego de un breve descanso en La Cabrera, fue destinado al frente de Guadalajara y estuvo en Torrebeleña, monte Ibarra, Brihuega, Sacecorbo... En este último lugar encontró casualmente a uno de sus hermanos que era trasladado al frente de Madrid. Los continuos desplazamientos en este área les obligaban a dormir muchas veces en el suelo a la intemperie. En una acción nocturna frente a Cogolludo un proyectil estalló dentro de un cañón y provocó varias bajas. En enero del 1938, en Chaparral de Yela, fue nombrado por votación comisario de la batería, que fue trasladada luego a la fábrica de cemento Valderribas, en Vicálvaro, y de allí a Seseña, donde el fuego fue tan intenso que la pintura de los cañones hervía. Volvió a Cogolludo, pasó por Añover de Tajo, actuó en Brunete y Quijorna, y en el sector de Aranjuez, cerca de Vicálvaro, pasó los últimos días de la guerra.
La batalla de Teruel
A poco de empezar la guerra llegaron los italianos a Torija y un bombardeo hundió la casa de P S L; toda la familia tuvo que huir en mitad de la noche. Se refugiaron en Ciruelas y allí permanecieron hasta que pudieron volver a Torija.
En el 37 lo movilizaron por su quinta, hizo la instrucción en Ciudad Real e inmediatamente fue destinado al Puerto Escandón, cerca de Teruel, donde estuvo durante seis meses haciendo trincheras.
«En aquella zona caían grandes nevadas y los soldados morían congelados. Mi abuelo se salvó de morir helado gracias a una cantimplora de coñac. Después lo evacuaron a un pueblo debido a una intoxicación del coñac ya que la botella era para ocho personas y mi abuelo se la tomó entera.»
Una noche que subió a un cerro con dos compañeros para hacer trincheras, fueron sorprendidos por fuego de mortero que alcanzó a sus dos compañeros. P S L pidió socorro, pero cuando llegaron los camilleros ya no pudieron hacer nada para salvar la vida a los heridos.
En otra ocasión que estaba tendiendo alambradas tuvo que hacer «una especie de muro apilando los muchos muertos que allí había» para protegerse del intenso tiroteo que se armó en un instante.
Otro día que se retiraban hacia el Toro, la aviación comenzó a bombardearlos y se tuvieron que dispersar en una chopera, después de lo cual todos se perdieron y tardaron ocho días en volver a reunirse.
Otra vez, tras otro bombardeo en un pueblo, encontró a un primo al que no veía desde hacía dos años.
El hambre y las necesidades eran tantas que una vez, mientras hacía trincheras, le robaron todas sus pertenencias y en otra ocasión fue él quien con seis compañeros robó un cochinillo, pero tuvieron que abandonarlo cuando estaban a punto de comérselo porque vinieron los moros. Tanto era el cansancio que muchas veces sacaba el brazo por si lo herían y lo mandaban a casa, pero nunca tuvo esa suerte.
Sin embargo a través de un capitán amigo consiguió un permiso de ocho días cuando le llegó un telegrama que le informaba del grave estado de salud de su madre. Pudo llegar al pueblo a punto de verla morir y a los ocho días terminó la guerra.
La batalla de Madrid
«Llega el momento de partir... a detener al enemigo.» Con un arma, municiones y su humilde ropa por único equipo C. G. se dirige a la sierra por donde, según informes, se acerca un ejército falangista. «En camiones requisados al pueblo y al ejército los jóvenes se distribuyen por la sierra de Guadarrama, Buitrago, Lozoya... Era un ejército muy especial, constituido por voluntarios como C. y sus hermanos que abandonan sus hogares para dirigirse al frente.»
El frente se estabiliza en la sierra de Guadarrama tras los primeros combates. C. recuerda con estusiasmo aquellos primeros días de la guerra, en que aún no había llegado el hambre ni el frío; «sin embargo, la falta de organización pronto se hizo evidente en unas compañías nacidas de la exaltación y formadas por el pueblo llano.»
Ciriaco hizo una guerra cómoda, a pesar que fue herido en los primeros días; que la misión de su compañía era proteger el embalse de Lozoya, único que aprovisionaba de agua a Madrid, y la estabilidad del frente facilitó «incluso la relación entre los miembros de ambos bandos, los cuales se intercambiaban el papel, el tabaco...» Cómo, además, «en el seno de una población semianalfabeta», él y sus hermanos sabían leer, escribir y las cuatro reglas, fueron ascendidos a sargentos.
El ambiente de Madrid —cuenta Pepe Zayas— era muy animado en los primeros días con manifestaciones en las calles de gentes que cantaban y gritaban el ¡No pasarán!
En octubre del 36 la población de Madrid aún no se había dado cuenta de la inminencia del ataque de las fuerzas franquistas, sólo el Partido Comunista, que había crecido notablemente, había empezado a hacer preparativos para la defensa de la capital y a finales de julio formó el Quinto Regimiento cuyo primer comisario político era un tal Contreras. Durante el mes de octubre los sublevados se aproximaron a Madrid formando un extenso arco de NO a SO, por lo que el oeste de la ciudad se llenó de trincheras y alambradas, y en Olías del Rey (Toledo), en noviembre, tuvieron el primer contacto con las avanzadas de la capital. J, H. G. dice que allí pasó las peores noches de su vida, «la gente tenía que sobrevivir como podía, y cada cual hacía lo posible..., aunque era muy difícil ya que se pasaba también mucha hambre; pero cuando tenías que luchar se te quitaba el hambre de un tirón.»
Los republicanos se replegaron hacia la capital y Madrid se llenó de refugiados por lo que hubo necesidad de racionar los alimentos y el agua.
Según J. R., el cerro Garabitas fue bombardeado por los nacionales a las tres de la madrugada y a la mañana siguiente apareció todo lleno de cadáveres.
Insuficiencias tácticas de los milicianos
En los montes del Tajo había guerrilleros anarquistas y hacia el norte se enviaban unidades de milicianos que «no sabían desplegarse en el llano, ni avanzar, ni retirarse.» Cuando tenían superioridad numérica, «a veces arrollaban una posición enemiga; pero, cuando eran atacados con ametralladoras (los rebeldes siempre disponían de mayor capacidad de fuego), corrían hacia los camiones, momento que aprovechaban los ametralladores de los sublevados para abatirlos en grandes cantidades.» Así, en octubre los republicanos lanzaron un ataque cerca de Illescas, «pero no sirvió de nada porque no supieron defender el terreno ganado.» En las zonas de montaña, en cambio, o en lugares arbolados, «la lucha era mucho más igualada.»
A finales de octubre los sublevados iniciaron un avance sobre la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, y a principios de noviembre las tropas de Mola tomaban el aeródromo de Getafe «adonde habían sido llevadas las tropas anarquistas para combatir desde trincheras cavadas por mujeres y niños. Los aviones rebeldes bombardearon a los defensores y los pocos supervivientes huyeron junto con miles de campesinos.»
Poco después «el ejército invasor ocupaba la parte oeste de la Casa de Campo y en la mañana del 8 de noviembre el pueblo coreaba la consigna ¡No pasarán!.
Ese mismo mes llegaron a Madrid las primeras unidades de las Brigadas Internacionales, alemanes en su mayoría, que fueron destinadas a la Casa de Campo donde a poco aguantaron el ataque de los sublevados y sufrieron un gran número de bajas. Durante diez días, del 8 al 18 de noviembre se luchó denodadamente en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria y todo Madrid estuvo pendiente del resultado de la batalla, pero los internacionales consiguieron detener el avance rebelde en Puerta de Hierro y en el Puente de los Franceses.
Las trincheras eran galerías subterráneas con respiraderos de tramo en tramo y en una ocasión que J, H. G. estaba de guardia con un compañero el capitán les advirtió que no asomaran la cabeza por los respiraderos porque era muy peligroso. En cuanto el capitán se marchó, sin embargo, el compañero de J, H. G. quiso comprobar aquella circunstancia; «se asomó por uno de los agujeros y le metieron un tiro entre ceja y ceja.» J, H. G. lo vio caer a sus pies y hubo de pasar toda la noche junto al cadáver de su compañero.
Otra noche que llovía a cántaros se retiraban hacia un pueblo próximo campo a través porque los nacionales batían toda la carretera; dadas las circunstancias, era imposible organizar la retirada y el capitán dijo: «¡Sálvese el que pueda!» La retirada entre la oscuridad, el barro y la lluvia fue penosísima; había además pozos de agua para el ganado en los que muchos soldados cayeron; un compañero de J, H. G. que iba delante cayó en uno de ellos y a la mañana siguiente lo encontraron ahogado. Todos los que cayeron en los pozos se ahogaron; sólo la suerte guió a los que se salvaron, que «aquella noche fue una de las peores.»
F. B. estuvo ocho meses en el frente de Madrid; en la Cuesta de las Perdices, en Aravaca, en Las Rozas y en Majadahonda estuvo, «lugares donde había muchos tiros.»
Trabajaba en un túnel que llegaba desde Puerta de Hierro hasta Las Rozas y Majadahonda. El túnel, cuya construcción estaba a cargo de la compañía de Ingenieros Minadores, tenía siete salidas y debía llegar al puesto de mando enemigo. «En Aravaca sólo se separaban de los enemigos por el ancho de una carretera. Cuando localizaban a los nacionales se paraban; los localizaban gracias a unos escuchas... compuestos por un tambor de mercurio con un auricular.» Podían oírlos picar otro túnel a mucha distancia. «En la carretera que los separaba del enemigo había un tanque inutilizado y para ver lo que tenía dentro cavaron una mina hasta él; estaba lleno de metralla.»
Un día en Aravaca «su túnel dio con el del enemigo y capturaron a un piqueta, a otro que sacaba tierra del túnel nacional, y dos carburos con los que los nacionales obtenían luz. Los rojos obtenían la luz con unas pequeñas baterías eléctricas que tenían un cable fijo y otro movible, el cual hacía de interruptor. Cuando iban atravesando el túnel instalaban bombillas.»
«Las minas tenían codos, es decir, con forma de zig-zag, para que la voladura no saliese por la boca del túnel. También colocaban sacos de arena en el fondo, tapando la boca para que la explosión hiciese mayor efecto en el extremo del túnel. La última mina que dejaron cargada tenía trece metros de dinamita y tres de trilita, pero la descargaron los nacionales con rojos de una brigada que habían hecho prisionera. Hicieron explotar dos de esta manera y se decía que rompieron las cristaleras de Madrid.»
«Las minas estaban preparadas por si avanzaban los nacionales, explotarlas y dejarlos inutilizados. En este lugar los nacionales y los rojos habían hecho la paz honrosa, pero los nacionales la violaron y capturaron a algunos rojos con los cuales descargaron las minas.»
«Las cargas explotaban por medio de una llave que accionaba un fulminante.»
A G. S. H. le sorprendió la guerra en Madrid y pasó sucesivamente por la Guardia Civil, la Guardia Nacional Republicana y la Guardia de Asalto. Como guardia de asalto (27 Grupo de Asalto, 109 Compañía) estuvo en el Monasterio del Paular y en Robledo de Chavela donde fue herido de metralla en la pierna derecha. Convaleciente en Madrid, conoció a su futura esposa cuando acudía al puesto de abastos de la calle Miguel Ángel donde se despachaban huevos y leche para los enfermos. Se casó en 1938 y enseguida volvió al frente; un día, sin embargo, se escapó para ver a su mujer, pero tuvo que volver a toda prisa porque su compañía se trasladaba a la cuesta de la Reina, cuyo recuerdo se le hace doloroso porque allí cayeron muchos de sus compañeros. Luego fue enviado a Murcia y allí le cogió el final de la guerra. Durante un mes permaneció en un campo de concentración donde se llenó de piojos; tantos tenía, que en los calcetines formaban lunares blancos. Al llegar a Madrid (tres días de viaje empleó) su mujer tuvo que tirar toda la ropa que traía.
F. O. era estudiante de Bellas Artes en Madrid y sólo tenía catorce años cuando comenzó la guerra, pero la desolación y la muerte que vio a su alrededor le impulsaron a alistarse como voluntario. Estuvo destinado en la unidad de blindados de Alcalá de Henares y aquella experiencia fue tan traumática que aún hoy no puede resistir la vista de la sangre. Aquella unidad estaba formada por rusos y españoles y pudo comer alimentos enlatados procedentes de la URSS: albondiguillas rusas con caviar, perdices escabechadas... Todo muy bueno, particularmente si se consideraba el hambre que pasaban otros.
A A. P. P. le sorprendió la guerra en Madrid y fue enviado a Navafría donde permaneció hasta que, herido, fue evacuado a la capital. Cuenta que solían hablar con los soldados del otro bando e intercambiarse papel de fumar y tabaco. La estancia en Madrid la aprovechó para hacerse policía militar y como tal estuvo en Guadalajara efectuando controles de carretera; luego fue enviado a Barcelona, cuando los sucesos de la F.A.I. Más tarde estuvo en Belchite, el lugar donde más muertos vio; pasó mucho frío porque durante quince días no cesó de llover y tenía que dormir en los nichos de los cementerios. Por las noches tenía que aproximarse a las filas enemigas a hacer de escucha e iba cargado de bombas.
En Brunete los soldados tuvieron que comer hierba y más de uno tuvo que refugiarse en un pozo, metidos en el agua, mientras la aviación bombardeaba.
La caída de Barcelona
La unidad de F. I. S. se vio obligada a retroceder hacia Barcelona hasta que se disgregó. Él se detiene con otros compañeros en Yanvillas o Llanvillas [acaso Llavaneres situada en la comarca del Maresme, la primera población que se encuentra al norte de Mataró] donde se entregan en febrero del 39.
«La noche que los nacionales tomaron Barcelona —cuenta F. I. S.—, hubo retirada en camiones y camionetas, y los conductores, como iban de retirada, se llevaban todo lo que podían. Esa noche disparaban hasta los civiles. Salían de Barcelona en dirección al mar, pero nada más salir se oían y veían cañonazos, lo que les hizo volver y tomar el camino contrario. Allí la retirada era ya una desbandada y, como muchos otros, mi abuelo decidió quedarse y esperar al ejército nacional para entregarse.»
Mientras esperaban el momento de entregarse, Francisco y sus tres amigos se alojaron en casa de los amos de los familiares de uno de ellos que los trataron muy bien y, como tenían ganado vacuno, les dieron un becerro recién nacido «para que se lo comieran.» Por fin, luego de tres o cuatro días, vieron avanzar a los nacionales con las armas al hombro y se entregaron a ellos; pero eran italianos.
Antes de llegar al campo de concentración pasaron un hambre terrible porque no había suministros para ellos; y así, tuvieron que rebañar las sobras de unos oficiales y robar bellotas de engordar cerdos. En Mataró los nacionales les dieron un trozo de pan, «que era de los que traían de África», más duro que una piedra y tuvieron que machacarlo para poder comerlo y «a estos trozos de pan machacados les llamaban galletas de guerra»; al día siguiente al pasar por el cuartel de Horta, en las afueras de Mataró, una mujer les dio un paquete de comida por si veían a su hijo, pero, como estaban hambrientos, se lo comieron entre los cuatro compañeros: «Era tanta el hambre que pasábamos, que hicimos esto.»
Durmieron en el cuartel de Horta —«allí entraba y salía mucha gente»— y durante la noche les robaron las bolsas en que llevaban todas sus pertenencias.
Otro día vieron cómo llevaban mucha gente a los campos de concentración y se unieron a ellos pensando que entonces les darían de comer. Los embarcaron con destino a Tarragona y allí los encerraron en el cuartel del regimiento Almansa número 15. Dos meses pasaron en aquel acuartelamiento, hasta finales de abril, y «hasta entonces no supe lo que era pasar hambre.»
A diario, hacia las once de la mañana, les daban veinte gramos de pan y una onza de chocolate, y algún día, como algo muy especial, una lata de sardinas pequeñísimas. Dormían sobre una persiana y por la mañana y por la tarde los formaban para izar y arriar bandera mientras les hacían cantar el Cara al sol, y mientras estaban formados muchos se desmayaban de debilidad «y también todas las mañanas aparecían en la enfermería personas muertas del hambre, que allí sólo resistían los fuertes, como si fuese una selección de los más fuertes.» Más adelante, dieron garbanzos los jueves y era una fiesta para todos los presos. Algunos conseguían sobornar a los guardias para que la familia les trajera comida. Pero a uno que sorprendieron robando lo pasearon por todo el recinto con un cartel en que se leía la palabra LADRÓN. En una ocasión Francisco tuvo que vender su onza de chocolate para comprar papel y sellos con que escribir a su casa. Había un lavadero donde se cocinaba, pero a los prisioneros no se les dejaba acercarse a él; tenía, sin embargo, una guardia de presos escogidos que podían beber agua y beneficiarse de la proximidad de la cocina y de la amistad de los cocineros; «lo que me salvó» dice F. I. S. es lo eligieron para hacer guardias en el lavadero.
«A principios de abril le dijeron que tenía que escribir a su pueblo para que le mandaran el AVAL, que era como decir el historial. Tuvo otra vez que vender la onza de chocolate y cuando le mandaron el AVAL le enviaron a casa.» Volvió a su pueblo con muchos dolores de reuma en las rodillas.
Memoria: La Guerra
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