Fuente: Misión, 4 de Julio de 1942, página 16.
ENSEÑANZAS DE UN HECHO HISTÓRICO
Cuando el 28 de junio de 1412 San Vicente Ferrer anunció públicamente en Caspe que “en Dios, justicia y buena conciencia” debía jurarse fidelidad al infante de Castilla don Fernando de Antequera como rey y señor natural de los reinos y tierras de la Corona de Aragón, terminó aquella sabia Junta, que se llamó el Compromiso de Caspe, y cesó el interregno que había empezado con la muerte de don Martín el Humano. Esta gesta histórica, por la ejemplaridad de su proceso y por las consecuencias que trajo, es quizá la más pura de las glorias de que un pueblo puede enorgullecerse, o, por lo menos, figura entre las más relevantes. Pertenece a España porque son sustantivamente españoles, como Castilla, los pueblos de la Corona de Aragón, y porque es uno de los hitos culminantes en el camino de la reconstitución de la unidad política que reclamaba la unidad patria, forjada por el Cristianismo, el Gobierno de Roma y la Monarquía hispanogoda, cuya unidad política estuvo a punto de frustrarse por la invasión árabe y la poderosa absorción del Imperio de Carlomagno, continuada por la Monarquía gala. Al cumplirse en estos días el aniversario del momento culminante del Compromiso de Caspe, no es exagerado dedicarle algún espacio en MISIÓN, con el ánimo de atraer hacia él la atención de la juventud estudiosa, ávida de gozar con el recuerdo de las glorias patrias, buscando en ellas estímulo y ejemplo para sus empresas.
La concordia de Alcañiz
Largo es el interregno de dos años cumplidos, si se atiende a la cada vez más imperiosa necesidad de que no estuviesen huérfanos de rey los reinos de una tan poderosa Monarquía; corto si se considera que, para llegar a la solución justa que reclamaba el bien público, era necesario hacer frente a poderosos y encontrados intereses, y desentrañar la maraña de una cuestión jurídica difícil que pocos estaban en condiciones de penetrar. No es del caso narrar las grandes dificultades con que tropezaron aquellos beneméritos varones hasta llegar al fin. Baste señalar que no hubo manera de reducir a un solo Parlamento la representación del reino de Aragón ni la del de Valencia; y que las luchas de los bandos dieron lugar al sacrílego asesinato del arzobispo de Zaragoza por don Antonio de Luna, capitoste del bando favorable al conde de Urgel en Aragón.
En el momento propicio, el Parlamento catalán, reunido en Tortosa, decidió ir directamente a la solución, y, para ello, y con el fin de evitar los inconvenientes y dilaciones de las deliberaciones de los tres Brazos, nombró una Comisión de veinticuatro –ocho por cada uno de aquéllos–, a la que confirió poderes absolutos y discrecionales para entender de la sucesión, cuya Comisión mandó con poderes e instrucciones una embajada al Parlamento aragonés, reconocido por el catalán, que estaba reunido en Alcañiz. A su vez, este Parlamento delegó en una Comisión de catorce miembros de su seno. Delegación y embajada convinieron en lo que se llamó Concordia de Alcañiz, que no es otra cosa que el plan que había de desarrollar el Compromiso de Caspe.
Según los términos de la Concordia, “el negocio de la sucesión de los reinos se sometería a nueve personas de pura conciencia y buena fama, y tan constantes que prosiguiesen hasta el fin negocio tan arduo, debiendo declarar y nombrar la persona a quien, según justicia, se debía prestar el juramento de fidelidad”, teniéndose por cierto, firme y valedero lo que ellas declararan, siempre que se reunieran seis votos, y entre ellos “los hubiese de cada país”. Dichas personas debían ser graduadas en Derecho; debían hacer voto y prestar juramento a Nuestro Señor “con gran solemnidad, después de haber confesado y comulgado, públicamente, de que procederían en aquel negocio lo más presto que pudieran, y que, según Dios, justicia y buena conciencia, publicarían el verdadero rey y señor, pospuesto todo amor y odio”, manteniendo secretas las deliberaciones y los votos hasta el momento de la pública declaración. Se les prescribía que debían oír a los pretendientes a medida que fueran compareciendo, y se les fijaba el plazo de dos meses, a partir del 29 de marzo, con prórroga a lo sumo de otros dos, para dar fin a su tarea; de manera que, a lo más tardar, el 29 de julio debía hacerse la declaración. Se fijó Caspe como lugar de la deliberación, que pertenecía a la Orden del Hospital, la cual, con consentimiento del Papa Luna, suspendió su jurisdicción. Nombráronse dos capitanes, uno aragonés y otro catalán, cada uno con cincuenta hombres de armas y cincuenta ballesteros, cuyos capitanes prestaron juramento, cuyos capitanes prestaron juramento de obedecer a los compromisarios.
Faltaba sólo designar los nueve compromisarios, y a ello se llegó con menos dificultad que la que suelen traer consigo estos nombramientos, sin duda alguna por el acierto que hubo en la propuesta. Cuando llegue el momento de dar cuenta del proceso del Compromiso, se verá cuán imposible era dejar el asunto en mejores manos que las de aquellos beneméritos varones.
Cuenta Zurita que el Papa Luna escribió una carta al Parlamento de Alcañiz, instando la necesidad de terminar pronto el grave y largo negocio de la designación de sucesor a la Corona, ya que así lo requería el bien de los reinos y el de la Cristiandad, puesto que podía influir, como influyó, grandemente en la terminación del cisma, que tenía dividida a la Iglesia. En ella sugería la idea de nombrar unos pocos que en justicia resolvieran el pleito, apoyándose “en una ley de uno de los reyes godos de España…, que establecía… que cuando el rey muriese, no se atreviese ninguno a tomar el reino por fuerza, en presunción de tirano”.
General aceptación de la Concordia
Tan sabios, tan prudentes parecieron los términos de la Concordia, y tan acertada la elección de los nueve compromisarios, que fueron aceptados por todos con gran alegría. Contestando el vizconde de Rocaberti, desde su castillo de Peralada, a la carta del Parlamento de Tortosa, que le había dado la noticia, escribe: “He recibido vuestra carta, la cual, del todo leída y terminada, inflamado de soberano gozo y consuelo, en ninguna manera he podido hablar, sino que, con gran devoción, levantando el corazón a N. S. Dios, he cantado mentalmente –gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis–, tributándole gracias, loores y bendiciones, ya que, por su soberana e infinita bondad y misericordia, le ha placido iluminar, instruir y enderezar vuestros corazones a tanta concordia y bienaventuranza futura, no sólo de este Principado, tierras y reinos a la real Corona sometidos, sino también de todo el universo mundo; porque hecho tan laudable y digno de memoria eterna, no sin razón resplandecerá e iluminará”.
Los aceptaron los mismos pretendientes, incluso el conde de Urgel, que se alegró mucho de que entre los compromisarios figuraran San Vicente Ferrer y Guillermo Vallseca, muy amigos suyos. Tan sólo doña Violante, que postulaba por su hijo el rey de Nápoles, intentó recusar alguno de los elegidos, pero nadie la hizo caso. El hecho es que todos acudieron a Caspe a defender sus derechos y mantener sus pretensiones.
Cortes y Cortes
Preciso es distinguir entre aquellas Cortes de la Corona de Aragón, que dieron lugar al Compromiso de Caspe, y las Cortes modernas, origen de tantísimas calamidades. Aquéllas nacieron de la reunión en Consejo de los magnates que rodeaban al Trono, y crecieron y se desarrollaron, por la fecunda acción de la costumbre, como institución social y jurídica, en épocas en que la filosofía escolástica, guiada por la teología, tuteladas ambas por la inmutable verdad que custodia la Iglesia, no permitían el extravío del concepto fundamental de la soberanía. Las nefastas Cortes modernas son hijas del parlamentarismo inglés, incubado en el protestantismo y su concepto herético del origen divino del poder, raíz del absolutismo cesarista de las modernas Monarquías y del tiránico despotismo democrático-parlamentario, del que León XIII llamó derecho nuevo. Contra cuyo herético concepto del origen divino del poder, discurrido por los reyes de Inglaterra para levantarse contra el Papa, hubo de escribir páginas magistrales nuestro Suárez, que, al restablecer el concepto cristiano del origen del poder, defendía los derechos de la Iglesia y las libertades de los pueblos.
Aquellas Cortes, ni eran ni querían ser soberanas. Por lo mismo que defendían con gran celo sus peculiares prerrogativas, en tanto les eran necesarias para llenar su misión, respetaban profundamente las que a la soberanía corresponden; y, en régimen monárquico, el soberano es el rey y señor natural, porque dicha soberanía le es necesaria para regir a los pueblos. La madurez política y consumada prudencia de los pueblos que formaban la Corona de Aragón se pone de manifiesto al considerar que, aun en aquellas circunstancias tan propicias a la absorción de facultades propias de la Corona, supieron mantenerse las Cortes dentro del marco de sus funciones; así, el nuevo rey empuñó el cetro con la autoridad intacta que tuvieron sus antecesores.
El Parlamento inglés, servil, casi abyecto, en tiempos de Enrique VIII y la reina Isabel, que, a compás de los deseos del monarca, juzgaba y mandaba degollar a las reinas y los cancilleres, aprovechó la debilidad y las torpezas del desdichado Carlos, resistiéndose a conceder los tributos que le eran necesarios para el gobierno de la nación y para mantener su política extranjera, acabando por cortarle la cabeza, en su afán de absorber el monstruoso poder que los reyes creyeron conquistar para sí. Para llegar a ser soberano, el Parlamento inglés hubo de mantener una guerra civil contra su rey, cuyo pretexto fue cobrar un tributo que le era necesario para la flota.
Contraste singular en esta cuestión de tributación ofrecen las Cortes castellanas del tiempo del gran Carlos V, y lo ofrece el mismo monarca, tildado por algunos de absoluto. En las Cortes del año 1518 formularon los procuradores la siguiente petición: “Otro sí, suplicamos a vuestra Alteza nos haga merced de mandar quitar todas las muchas imposiciones que sean puestas en estos reinos contra las leyes e premáticas dellos”. Poco meditada petición, que dio lugar a esta sencilla contestación del Gobierno del emperador: “A esto os respondemos que declaréis a dónde están puestas, y que lo mandaremos proveer conforme a justicia”. En las del 1523 se planteó también entre el emperador y las Cortes una cuestión de tributación. Pidió aquél la concesión del subsidio, y se resistieron los procuradores a hacerlo antes de que se hubieran liquidado los agravios, alegando que ésta era la costumbre. Muy respetuosamente replicó el rey que no estaban en lo cierto, pues lo legal era tratar del subsidio, y, aunque estaba muy dispuesto a conceder toda suerte de mercedes a sus pueblos, no podía en esta ocasión acceder a lo que se le pedía, porque iría en mengua de su autoridad en un momento en que la necesitaba entera ante Europa. Tan convencidos quedaron los procuradores de su error, que pidieron que esta vez accediera a lo que se le pedía, pues “su majestad no estaba obligado a seguir lo hecho por otras Cortes, ni las leyes y los precedentes”.
Pudo el Parlamento catalán, en los primeros momentos sobre todo, proclamar al conde de Urgel, que en Cataluña tenía grandes simpatías y extensísimos dominios, situando a los reinos ante el hecho consumado. Pero esto habría sido un golpe de audacia o de habilidad, que, lógicamente, había de tener por consecuencia la terrible explosión guerrera que se trataba de evitar, pues no se puede dudar que los otros candidatos se resignaran ante ello. Con el mismo derecho que Cataluña proclamara al conde, Aragón, que no lo quiso de gobernador, nombrado por don Martín, hubiera podido proclamar a otro candidato. Consecuencia de ella, casi segura, la guerra civil y la disolución de la Confederación.
Otra razón había de mucho peso, y es que el camino de la violencia o el de la habilidad ponían en manifiesto peligro las libertades de los pueblos, que descansaban en el estricto cumplimiento del derecho. No sería el candidato rey por la justicia de su causa, sino por el arrojo o la habilidad de quienes hubieran sabido imponerlo; y a merced de éstos, o del rey, si lo conseguía con fuerza propia, hubieran quedado los pueblos. Por esto, desde el primer momento se impuso el criterio de considerar excluido, fueran cuales fueran sus derechos, el que apelara a la violencia o a cualquier otro medio que no fuera el de las vías del derecho.
Los compromisarios de Caspe debían plantearse y resolver estos problemas: 1.º Si en el cuerpo de derecho de los pueblos de la Corona de Aragón, habida cuenta del derecho positivo, del consuetudinario y del supletorio, había alguna ley o algún principio de derecho que determinara claramente la sucesión. 2.º En caso de que lo hubiera, a cuál de los pretendientes favorecía. Problema que, como se ve, es jurídico y propio de un Tribunal de justicia. Por esto, los compromisarios fueron personas competentísimas en ambos derechos.
Luis ORTIZ Y ESTRADA
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