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Tema: Historia de España en Africa

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ALACRAN Historia de España en Africa 15/04/2009, 10:23
ALACRAN Respuesta: Historia de España... 21/04/2009, 10:19
ALACRAN Respuesta: Historia de España... 21/04/2009, 10:26
ALACRAN Respuesta: Historia de España... 28/04/2009, 14:27
ALACRAN Respuesta: Historia de España... 05/05/2009, 18:51
ALACRAN Respuesta: Historia de España... 29/05/2009, 10:09
ALACRAN Re: Respuesta: Historia de... 25/05/2016, 14:21
ALACRAN Re: Respuesta: Historia de... 30/05/2016, 13:07
ALACRAN Re: Historia de España en... 30/05/2016, 13:23
ALACRAN Re: Historia de España en... 01/06/2016, 13:52
ALACRAN Re: Historia de España en... 01/06/2016, 14:11
ALACRAN Re: Historia de España en... 03/06/2016, 13:17
ALACRAN Re: Historia de España en... 03/06/2016, 13:38
  1. #1
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    Re: Historia de España en Africa

    VIII - Los Borbones

    Conviene, antes de pasar adelante, recordar que desde mediados del siglo XVII se había entronizado en Marruecos una nueva dinastía, la de los chorfa alanitas, que por ser oriundos de Tafilete, de donde eran señores, fue conocida con el nombre de los Fileli. Anteriores a esta dinastía habían sido los Edrisitas, fundadores del reino de Fez en 788, los Zenata, los Almorávides, los Almohades, los Beni-Merines y, por fin, los chorfa saadianos. Descendían los chorfa de Tafilete de Fátima, hija de Mahoma.

    Ocupaba el trono marroquí en el primer cuarto del siglo XVIII Muley Ismail, llamado el Luis XIV marroquí, y que si no lo fue, pretendió, cuando menos, ser yerno del Rey-Sol, de donde surgió la protección que dispensaba a los franceses establecidos en sus dominios. En cambio, todo era malquerencia hacia España, como que ya desde 1694 había intentado repetidas veces apoderarse de Ceuta. Tal empeño movió a Felipe V a enviar contra él, en 1720, un ejército de 16.000 hombres, que, apoyado por la escuadra, hizo poner pies en polvorosa a la Guardia negra o Bokaris de Ismail, por él creada, quedando con ello levantado el sitio. Fallecido en 1727, sucedióle su hijo Muley Abdallah.

    Había ocurrido durante el reinado de Ismail un hecho deplorable para nosotros. Desde largos años no habían cesado los Deyes de Argel de intentar arrojarnos de Orán; esta plaza había estado expuesta a sucumbir ante los terribles ataques de los berberiscos y nuestra escasez de recursos, repetidísimas veces: en 1662, en 1672, en 1681, en 1688 y en 1693, logrando a duras penas escapar a la rendición. Desgraciadamente, consumóse la catástrofe en 1708, en que, aprovechándose el Dey de la dificultad de poder socorrer Felipe V la plaza, por las vicisitudes de la guerra de Sucesión, pudo por fin apoderarse de la codiciada presa.

    Era una ignominia que ondease la bandera de la Media Luna en la torre donde había plantado la Cruz el cardenal Cisneros, y así fue como, restaurado algún tanto el poderío de España, escuchó Felipe V los consejos del gran ministro Patiño, que le instaba a enviar una poderosa expedición de 600 velas para el recobro de Orán, como así se hizo. Organizada la escuadra en Alicante, regida por el teniente general de la Armada don Francisco Cornejo, con un magnífico ejército de 26.000 hombres y mucha artillería, al mando del conde de Montemar, zarpó para Orán a mediados de junio de 1732. Huyó el dey Hacen en cuanto se divisó la presencia de nuestros buques, pero arrepentido después de su cobardía, reunió grandes fuerzas para su recobro y atacó repetidas veces a los españoles, aunque estrellándose siempre contra la resistencia del insigne gobernador y defensor de la plaza don Álvaro de Navia Ossorio, marqués de Santa Cruz del Marcenado, que, para gran desgracia nuestra, perdió la vida en una de las salidas de la guarnición, siendo reemplazado por el marqués de Villadarias.

    Andaba entonces por la corte de Muley Abdallah aquel loco de Riperdá, el aventurero barón holandés que había sido ministro de Felipe V y provocado un conflicto con Francia e Inglaterra al constituir una alianza entre España y Austria. Arrojado del poder se fue, despechado, a Marruecos, donde renegó de su fe y se hizo moro, consiguiendo convencer a dicho sultán de que podría fácilmente conquistar Ceuta; pero no le salieron las cuentas, pues el ejército mogrebino tuvo quelevantar precipitadamente el sitio; desvanecido así el propósito, procedióse más adelante (1736) a la celebración de un tratado por el cual quedaban perfectamente aseguradas nuestras posesiones del litoral marroquí.

    Elevado al trono el rey Don Fernando VI, de grata memoria, sólo renunció a su política de paz a toda costa para combatir a los piratas, mejor que corsarios, argelinos y marroquíes. Así, por iniciativa del marqués de la Ensenada, comenzó a hacerse, desde 1748, un incesante, crucero por las costas berberiscas, lo cual dio lugar a frecuentes combates navales, a veces de grande importancia.

    Ejercía el cargo de virrey de Cataluña el marqués de la Mina, y era su mayor preocupación evitar que los piratas no desembarcaran en nuestro litoral y aun sorprendieran a los caminantes. Por este motivo se mostraba contrario al permiso que, para la redención de cautivos, había concedido Fernando VI a trinitarios y mercedarios y le escribía a Ensenada: «El modo más seguro de hacer las redenciones es evitar que haya esclavos; y si la crecida suma de que se trata (más de un millón de duros) se emplease en un armamento naval, sería más útil.»

    Sucedieron luego en los tronos de España y Marruecos a Fernando VI y a Muley Abdallah, Carlos III y Sidi-Mohamed-ben-Abdallah, príncipe muy culto, quien deseoso de mantenerse en buenas relaciones con nosotros, envió una embajada a España en 1766, siendo recibido por Carlos III en La Granja. Comenzaron en seguida las negociaciones para un tratado de paz y no pudo ser más satisfactorio el resultado, pues se convino en el canje de muchos cautivos, retirada de los corsarios, libertad de comercio, derecho exclusivo de pesca en la costa marroquí, desde Ceuta a Santa Cruz de Mar Pequeña, establecimiento de viceconsulados españoles en los puertos del litoral mogrebino y otras ventajas (1767). Concluido el tratado, fue enviado a Fez para su ratificación el ilustre marino don Jorge Juan, que realizó cumplidamente su cometido.

    Poco duró, sin embargo, el contento, pues en 1774, Mohamed Abdallah notificaba a Carlos III que, cediendo a las instancias de sus vasallos y a las súplicas del Dey de Argel, estaba dispuesto a recobrar las plazas españolas del litoral de su reino, desde Orán a Ceuta, en lo cual no entendía faltar al tratado de 1736. Y en efecto, el 9 de diciembre del citado año se presentaba ante Melilla un formidable ejército al mando de Abdallah, con poderosa artillería, comenzando un sitio que debía constituir una de las más gloriosas páginas de nuestra historia. Gobernaba la plaza el general don Juan Skarloch y componíase la guarnición del regimiento de Nápoles, voluntarios de infantería ligera de Cataluña y algunos piquetes de la Guardia Walona. El cerco era verdaderamente terrible. En poco tiempo cayeron sobre Melilla nueve mil bombas, mas no por eso cedía el denuedo de los nuestros, y harto claro se veía que no se rendirían jamás. En su consecuencia, pasados cuarenta días y no adelantándose nada, decidió Abdallah tomar la plaza por asalto. Y no pudo ser ciertamente más original su estrategia, pues envió por delante 5.000 vacas, con divisas para engañar a los defensores, y detrás un cuerpo de un millar de judíos. Hicieron los nuestros una impetuosa salida, pasaron a cuchillo a los hijos de Israel y no tuvo más remedio Abdallah que huir.

    Igual repulsa sufrieron los marroquíes al atacar en febrero el Peñón de la Gomera, defendido por el coronel don Florencio Moreno, y Alhucemas, en cuyo socorro acudió Barceló con sus famosos jabeques. El resultado fue que Abdallah pidió entrar en negociaciones al gobernador de Melilla; transmitida la petición al ministro Grimaldi, exigió éste se le dieran a España completas garantías para lo futuro, y aceptada la condición, llegóse a una feliz avenencia sobre la base de la ratificación de los tratados de paz anteriores (marzo de 1775).

    Y ya desde entonces estuvimos siempre en las más cordiales relaciones con Sidi-Mohamed-ben-Abdallah, que continuaron de igual manera bajo el buen Muley Solimán.

    ¿Quién podría creer ahora lo que después de la épica defensa de Melilla se les ocurrió a los sabios y patrióticos ministros del señor Don Carlos III? «Si salimos bien de ésta—le escribía, en febrero de 1775, nuestro embajador en París, conde de Aranda, a su compadre el ministro Grimaldi, —luego que se hayan retirado y no piensen en nada (los marroquíes), arrasar Melilla, que así ni a ellos ni a otros servirá de nada y saldremos de cuidados.» Y le contestaba Grimaldi a su compinche enciclopedista, también en febrero: «Soy de tu dictamen, que en abandonando el rey de Marruecos su empresa, convendría hacer saltar Melilla y Peñón.»

    Así pensaban y sentían aquellos políticos galicanos, regalistas, amarrados a Francia por el funesto Pacto de Familia y a quienes todavía hoy califican de profundos estadistas algunos pretendidos historiadores, traducidos del francés.

    ALFREDO OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 30/05/2016 a las 13:38
    DOBLE AGUILA y Pious dieron el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Historia de España en Africa

    IX Política de Carlos III

    Séanos permitido, antes de continuar nuestro relato, confirmar la importancia de los combates navales sostenidos por nuestros marinos contra las escuadras berberiscas, recordando la brillante victoria alcanzada en Palamós el 22 de noviembre de 1757, bajo el reinado de Fernando VI, por el ilustre mataronés don Juan B. Balanzó y Boter, quien patroneando una nave llamada «San Antonio de Padua», se vio acometido por una galeota berberisca; entablada la lucha, fue echada a pique la nave enemiga y los veintiséis corsarios supervivientes cayeron en poder de los vencedores, que los condujeron a Palamós. Por tal hazaña le fue concedida a Balanzó una ejecutoria de nobleza y el grado honorífico de capitán de fragata, aparte de lo cual fue acuñada una magnífica medalla de plata con el busto del monarca en el anverso y la vista del combate en el reverso, con la inscripción: Joanni Balansó Catalano, maurica nave incensa demersaque, de la cual se conservan dos recuñaciones en los museos de Santa Águeda y reproducciones de esta ciudad.

    Reanudando ya nuestro resumen histórico, diremos que, según el plan que se traían Grimaldi y Aranda, hechas las paces con Marruecos después de las gloriosas defensas de Skarloch y Moreno, España sólo había de conservar Ceuta y Orán.

    No se podía perder de vista, sin embargo, la necesidad de poner a raya a la piratería, cuyo principal foco era Argel, y de ahí que a los tres meses de hecha la paz con Abdallah, o sea en junio de 1775, pensara Grimaldi, secretario de Estado, en enviar una poderosa expedición contra aquella plaza. Hechos los preparativos en Cartagena, reunióse allí una escuadra de 49 buques de guerra y 348 transportes, con 18.000 hombres, sin que se dejara traslucir el objeto. Sólo se le dijo, en confianza, al embajador francés en Madrid a lo que venían aquellos armamentos, y, en efecto, a los pocos días recibía el dey de Argel aviso desde Marsella de lo que contra él estaba tramando Grimaldi, aprovechándose de la enemistad a la sazón reinante entre aquél y Abdallah, a quien el argelino no podía perdonar hubiese concluido las paces con nosotros. Y no es menester decir con cuánta urgencia se previno el dey al recibir el soplo.

    Regía la escuadra el general Castejón y mandaba el ejército expedicionario el general don Pedro O'Reilly, virrey de Cataluña. A pesar de la corta distancia de Cartagena a Argel, la escuadra de Castejón tardó ocho días en hacer la travesía, y por si no fuera suficiente aquel retraso para que el dey pudiese prepararse para la defensa, aún se entretuvo O'Reilly una semana más, sin tomar ninguna resolución. Nada tuvo, pues, de extraño que al desembarcar 8.000 hombres, de los 18.000 puestos bajo su mando, el adversario, con tanto tiempo para prevenirse desde el soplo de Marsella, se lanzase, lleno de confianza en el triunfo, contra los nuestros.

    Los argelinos, en gran superioridad numérica sobre las tropas de O'Reilly, infligieron cruenta derrota a nuestros bravos soldados (primeros de julio de 1775). O'Reilly procuró disminuir el terrible efecto que produjo el desastre diciendo en el parte oficial que habíamos tenido unas 2.500 bajas, pero todo el mundo sabía pasaban de 6.000, y si no fue mayor la catástrofe debióse a la impericia de los africanos, mal organizados y dirigidos. Hubo durísimas críticas por no haber podido arrasar la escuadra una batería que fue la que ocasionó mayor número de muertos. «El Rey—le escribía agriamente el conde de Aranda a Grimaldi—ha trabajado muchos años para que su tropa de tierra y su marina lo hiciesen, y en un día le ha resultado que seamos el juguete de los que nos respetaban y tenían una alta opinión de nosotros. Dios se lo pague a los que tuvieron la culpa.»

    Depurado el caso resultó que la culpa era toda de Grimaldi, quedando O'Reilly exento de toda mácula. De ahí que éste fuese nombrado, después de su derrota, capitán general de Andalucía, y que Grimaldi saliese del ministerio—al cual ya no volvió en su vida— para ir de embajador a Roma, siendo reemplazado por el señor don José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca (1776).

    Ello es que los daños que nos irrogaba la piratería no podían ser mayores, y se comprende por qué Grimaldi había propuesto el envío de la expedición contra Argel. Dábase en efecto el caso de que no fuese posible la navegación de los buques españoles ni por el Mediterráneo ni fuera de él, por lo cual las exportaciones —de géneros catalanes, de aguardientes, etc.,— debían hacerse en naves extranjeras, francesas, inglesas, pero nunca en un barco español, lo cual se explica por hallarse aquellas naciones en paz con los turcos y berberiscos, y nosotros no. A tal extremo llegaba el peligro, que nuestros buques debían navegar con vela latina para escapar de la mayor fuerza de los moros, y como el empleo de aquel velamen exigía tripulaciones más crecidas, de ahí que los fletes fuesen mucho más subidos.

    Por lo mismo, ya en 1769 proponía al gobierno nuestra Junta de Comercio que, o bien se concertase la paz con los Estados berberiscos y Turquía, o bien se tomase la ofensiva mediante la escolta de la marina mercante por la de guerra. Con justísima razón observa a esté propósito nuestro amigo don Ángel Ruiz y Pablo, en su Historia de la benemérita corporación antes citada, que «el error de los primeros monarcas de la Casa de Austria no estuvo en haber mantenido el estado de guerra con los turcos, sino en no haberlos aniquilado—a pesar de Lepanto, —pues en tal caso la hegemonía mediterránea hubiera sido para España. El error más bien fue de los últimos monarcas de dicha Casa y de los primeros Borbones en no haber comprendido que, puesto que les era imposible extirpar la piratería, les era preciso tratar con los príncipes mahometanos».

    Envalentonados los argelinos con su victoria de 1775, lanzáronse a más atrevidas empresas aún que antes, y así se dio el caso de que a fines de mayo de 1779 se presentaran en la rada de Barcelona un jabeque y un pingue de dicha regencia que apresaron, a la vista del público, un laúd de San Feliu de Guíxols.

    Alarmada justamente la Junta de Comercio y convencido todo el mundo de que había que esperar muy poco de los ministros, y repitiéndose las «razzias» de los argelinos, acordó dicha corporación armar una fragata con veinte o treinta cañones y construir dos barcos «al objeto de limpiar de corsarios las costas catalanas». Llevóse a cabo el proyecto; la fragata se llamaba «Nuestra Señora de la Merced», aunque era más conocida por «La Almogávara»; fueron también botados al agua un bergantín conocido por «Amílcar», y un pingue, habiendo sido confiado el mando de aquellos bajeles al marino don Sinibaldo Mas, con el concurso de sus alumnos de la Escuela de Náutica. Desgraciadamente faltaron los fondos necesarios y los tres barcos tuvieron que ser amarrados, hasta que al año siguiente fueron la fragata y el bergantín cedidos a Carlos III, para conducir armas y pertrechos al sitio de Gibraltar.

    Pero no se resentía solamente la navegación de altura de aquella constante amenaza, sino aun la de cabotaje, habiéndose hecho proverbial en Tarragona la expresión de los pescadores de aquella costa de fer mes por q’una fragata de moros.

    Persistía, entretanto, en altas regiones la idea del abandono de nuestras posesiones de África, menos Orán y Ceuta, mostrándose únicamente opuesto a ello Floridablanca, aunque ya veremos cómo después cambió de opinión.

    A todo esto, a fines de 1782, firmábanse las paces entre España y Turquía, lo cual fue motivo de general satisfacción. Al año siguiente, como persistiera el dey en sus piraterías, envióse otra expedición contra Argel, al mando, igualmente, del conde de O'Reilly, pero más cauto esta vez no intentó desembarcar, sino que se contentó con bombardear la plaza con mayor o menor efecto, retirándose después, y repitiéndose el bombardeo al año siguiente, durante cuyo transcurso se concertó el tratado de paz con la regencia de Trípoli.

    Aunque los escarmientos de 1783 y 1784 no habían sido bastantes a contener la piratería argelina, la amenaza de una próxima y más fuerte expedición, el restablecimiento de la escuadra de galeras para la vigilancia del Mediterráneo y otras medidas, hicieron que el dey se decidiese a llegar a una avenencia con nosotros. Concertóse, pues, un tratado (1786), en virtud del cual los argelinos renunciaban al corso y a la esclavitud, se reconocía la libertad de religión para los españoles y se establecía un consulado nuestro en la capital de aquella regencia. Con ello desaparecieron los corsarios —aunque no por mucho tiempo, —y renacida la tranquilidad en el Mediterráneo, pobláronse con increíble rapidez «cerca de trescientas leguas de terrenos—decía Floridablanca en una memoria presentada al rey,—ríos más fértiles del mundo, en las costas del Mediterráneo, que el terror de los piratas había dejado desamparadas y eriales». Y tanto fue el entusiasmo que produjo aquella paz, que la Junta de Comercio de Barcelona pensó en erigirles una estatua en bronce a Carlos III y otra en mármol a Floridablanca, aunque no llegó a realizarse el proyecto.

    Fallecido en 1788 aquel monarca y desaparecido en 1790 nuestro buen amigo el sultán de Marruecos, Mohamed Abdallah, ocuparon los respectivos tronos el infeliz Carlos IV—bien que le hubiese ocasionado graves disgustos a su padre—y Muley Yazid, enemigo mortal de España, bien al revés de su antecesor, que se había, conducido caballerosamente con Carlos III cuando el sitio de Gibraltar ya nos había otorgado valiosas concesiones comerciales.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 01/06/2016 a las 14:09
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    Re: Historia de España en Africa

    X - El antiafricanismo

    Aunque afirmara don Antonio Cánovas del Castillo que a reinado nuevo, gobierno nuevo, no sucedió así al subir al trono Carlos IV, pues conservó en su puesto al ilustre ministro de su padre, conde de Floridablanca. Tres años después hubo de demostrar tan mala fe con nosotros el sultán Yazid, que no cupo otro remedio que declararle la guerra (agosto de 1791). Quiso el rey marroquí atacar a Ceuta, pero tuvo que desistir al poco tiempo por haberse sublevado contra él dos de sus hermanos, y pereció en la brega.

    Faltaba el último golpe a la dominación española en África, y ocurrió aquel mismo año.

    Imbuido nuestro embajador en París, conde de Aranda, en las doctrinas de la Enciclopedia, y fervoroso admirador de aquel mal llamado racionalismo, trivial, ratonil y miope, encarnado, en M. Arouet de Voltaire, no cesaba de abominar de nuestra acción en África. ¿Y cómo no? Aquello recordaba las cruzadas y, para el Patriarca de Ferney y sus secuaces, las cruzadas habían sido un solemne disparate. Así racionalizaban aquellos ilustrados filósofos.

    Así, pues, nada se nos importaba, según el conde de Aranda, tener posesiones en África. Si por acaso Ceuta y Melilla, para enviar allá a los presidiarios, y de ahí el magnífico proyecto de abandonar Orán y Mazalquivir. ¿Quién había de hacer caso de aquellos oscurantistas llamados Isabel la Católica, Cisneros y Carlos V?

    Púsose, pues, en obra la luminosa idea de Grimaldi y Aranda, y se encargó de realizarla Floridablanca. Sometida la magna ocurrencia a consulta por Don Carlos IV, opinaron unánimemente contra el abandono todos los militares, marinos, eclesiásticos y jurisconsultos a quienes fue sometido el plan, pero Floridablanca, que se daba mucho pisto por hacer de ministro desde hacía quince años y no retrocedía, igual que Aranda, ante las mayores barbaridades, tales como la expulsión de los jesuitas y el apoyo prestado a los insurrectos americanos contra Inglaterra, se empeñó en que debíamos abandonar las plazas conquistadas por el conde de Orvieto, Pedro Navarro y el cardenal Cisneros, en abierta pugna con lo que en 1780 manifestaba a Carlos III, al decirle: «Si el imperio turco perece, debemos pensar en adquirir la costa de África en el Mediterráneo antes que otros lo hagan en perjuicio de nuestra tranquilidad, de nuestra navegación y de nuestro comercio.»

    Ahora pensaba de una manera totalmente distinta el conde murciano: había que abandonar el Oranesado.De sabios es mudar de consejo, aunque en vez de sabios pudiera decirse otra cosa.

    Y así salimos de Orán y Mazalquivir, clandestinamente, pues Floridablanca no tuvo valor para que se publicase el decreto en la Gaceta de Madrid. Cedimos, pues, al dey de Argel aquellas plazas, nuestras desde hacía tres siglos, y quedamos con él en que nos dejaría tranquilos con sus piraterías.

    Asombrado el sultán de Marruecos, Hixén, ante aquella incalificable política, nos propuso poco después, que evacuáramos también Ceuta, Melilla y el Peñón de Vélez de la Gomera, en cambio de lo cual nos concedería ciertos privilegios mercantiles, pero esta vez no se avino a ello el conde de Aranda, que por entonces ocupaba el poder (1792), teniendo en cuenta que por el abandono de Orán y Mazalquivir había caído en desgracia Floridablanca ante la universal execración.

    Elevado al solio de Marruecos, en 1795, el sultán Solimán mostróse digno continuador de la política de su ilustre padre Sidi Abdallah; y en 1799, ocupando el poder el tristemente célebre Godoy, se firmó el tratado de Mequínez, por el cual se concedía el libre tránsito de los españoles por todo el imperio, la facultad de poseer y enajenar inmuebles, la libertad religiosa y derechos de pesca exclusiva, en Santa Cruz de Mar Pequeña.

    De pronto se le ocurre al Príncipe de la Paz, la idea de proponer a Solimán, por conducto de González Salmón, el abandono de Melilla, el Peñón de Vélez y Alhucemas, a cambio de poder extraer, sin pagar derechos cierta cantidad de productos marroquíes, anualmente (1801): de tal calaña era aquel infausto gobernante. Afortunadamente no cuajó el insensato proyecto.

    Más hete aquí que Godoy, resuelto a abandonar nuestras posesiones del Rif en 1801, se convierte de pronto en un africanista de desmesurada ambición en 1802.

    Había sido el caso que se hallaba por entonces en España un atrevido explorador, llamado don Domingo Badía y Leblich, nacido en Barcelona, 1776, quien, sin andarse con rodeos, le propuso nada menos al favorito, la anexión de Marruecos a España, idea que el otro acogió con entusiasmo. No hemos de regatear los méritos del ilustre Ali-bey-el-Abbasi; consistía el plan en destronar a Solimán, proclamar sultán al pretendiente Hescham y entregar éste a España todo el antiguo reino de Fez. Y no iban del todo mal las cosas para el logro del propósito, pero Carlos IV, que era un buen cristiano, no quiso avenirse a lo que se tramaba, considerando «una felonía engañar a un rey como Solimán, que tan amigo de España se había mostrado.» Cosas de aquel iluso gobernante, que años después creía a pies juntillas que Napoleón había de nombrarle rey del Algarve, en Portugal.

    Fracasado así el plan de Godoy para para la conquista del reino de Fez, con sus plazas de Tetuán, Tánger, Arcila, Larache, Salé y otras importantes ciudades; huido el favorito cuando el motín de Aranjuez, entregado a Napoleón Fernando VII y constituida como poder soberano aquella desdichadísima Junta Central, arrojada de Cádiz por la indignación popular, retoñaron las doctrinas anti-africanistas de los ministros de Carlos III y Carlos IV, y por lo mismo se apresuró González Salmón a proponer de nuevo la idea suya y de Godoy, de 1801, de la evacuación de los presidios, a cambio de algunas ventajas comerciales. Opúsose a ello el Consejo de Guerra y Marina, como se había opuesto, en 1791, al abandono de Orán y Mazalquivir, pero la Junta Central tuvo la avilantez (como que el presidente era Floridablanca) de entrar en tratos con Solimán, como entró también el rey José, créese que dando oídos a Badía, a la sazón naturalizado francés.

    De regreso Fernando VII a sus patrios lares, en 1814, no fue de extrañar dejase de prestar la menor atención respecto a nuestros presidios, harto ocupado con la insurrección de las colonias de América y las conspiraciones de los liberales; pero no ocurrió lo mismo al triunfar la sedición de Riego, pues en cuanto volvió a haber Cortes les faltó tiempo a aquellos Licurgos de guardarropía, raza no extinguida por desgracia, para plantear de nuevo la cuestión del abandono de Ceuta, Melilla y los Peñones. Como era de esperar, la proposición fue votada con el mayor entusiasmo por aquellos ínclitos varones. En su consecuencia, otorgó el Gobierno, si tal merecía llamarse aquella cáfila presidida por el desdichado Pérez de Castro, con previa autorización de aquellas Cortes masónicas, numantinas, etc.,etc., amplios poderes a nuestro ministro en Marruecos, don Tomás Comyn, y al cónsul de España en Tánger, para que firmaran el tratado de cesión de todas nuestras posesiones de África—Ceuta, Melilla, el Peñón, Alhucemas a Solimán, a cambio de fantásticas e imposibles ventajas comerciales.

    Eso es lo que hicieron las Cortes de Riego; por fortuna, tuvo noticia de ello el cónsul inglés en Tánger, y celoso de tales ventajas, que al fin y a la postre hubieran resultado ilusorias, procuró que el Majzem desistiera del tratado. Gracias, pues, a aquel honorable míster, cuyo nombre, sentimos no poder citar, nos quedaron Ceuta, Melilla y los Peñones. Sin aquel recelo, en buena hora feliz, del señor cónsul de Inglaterra en Tánger, nos hubiéramos podido despedir de lo que nos queda hoy en Marruecos. Creemos de justicia agradecérselo.

    Diez años después (1830), el ministerio congregacionista de Francia, bajo Carlos X, inventó, para distraer la atención de napoleonistas y republicanos, una expedición a Argel, en venganza de haberle largado el dey, en un momento de malhumor, un abanicazo al señor cónsul francés, en 1827, de modo que tardó tres años en producir efecto.

    ¡Tristísimo espectáculo el que dimos! En un momento el ejército francés, al mando del general Bourmont—tránsfuga de Waterlóo, que se pasó a los ingleses al comenzar la batalla, «se apoderó—dice el doctor Maturana en su notable libro La trágica realidad—de los territorios que nosotros habíamos dejado escapar en 1791, después de estar tres siglos en nuestro poder.» Protestó Inglaterra, pero nosotros, siempre en el limbo, nos pusimos contentísimos con la feliz idea de Carlos X y Polignac.

    «España—continúa diciendo el citado autor— no sólo no protestó, sino que vio con complacencia el acto de Francia. El pueblo, ignorante y desconocedor en absoluto de los intereses nacionales, hizo causa común con los gobernantes, y aún más: al llegar la escuadra francesa a nuestros puertos mostró delirante entusiasmo.»

    Y tan delirante, pues no sólo se tradujo en vítores y aplausos a las tropas expedicionarias, «sino facilitándoles –escribe don Gabriel Maura y Gamazo—gratis víveres y mostrando de esta manera la satisfacción con que veían el indefectible y por muchos anhelado castigo de los piratas de Argel.»

    No fue óbice la victoria de Bourmont para que los franceses arrojaran del trono a Carlos X, sustituido, en concepto de «la mejor de las repúblicas», por su primo Luis Felipe, duque de Orleáns, quien se propuso desde luego continuar la aventura, considerando la guerra de Argelia como «su palco de la Opera».

    ALFREDO OPISSO
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    Re: Historia de España en Africa

    XI - La guerra del 60

    Mientras Francia iba conquistando Argelia, aquí nos entreteníamos en rompernos la crisma carlistas y cristinos; hubiéramos podido, cuando menos, reivindicar la posesión de Orán y Mazalquivir, pero en otras cosas pensaban nuestros gobiernos.

    Y, sin embargo, como escribe don Gonzalo de Reparaz en su libro ‘Política de España en África', «con la décima parte de lo que se malgastó en las guerras civiles, que poco después surgieron, habríamos puesto los cimientos de un imperio africano.»

    Cayó en el más profundo olvido cuanto se refiriera a cuestiones en la otra parte del Estrecho, hasta que en 1844 ocurrió un incidente que por un momento hizo temer pudiese dar lugar a graves complicaciones, y fue el asesinato de nuestro agente consular en Mazagán. Acababa de subir al poder el famoso general Narváez, y, sin embargo, en vez de ponerse de acuerdo con Francia, de cuyo gobierno era devotísimo, para una acción militar mancomunada, prefirió dejar el arreglo en manos de Inglaterra, por lo cual no ocurrió absolutamente nada de lo que se temía.

    Tal vez envalentonados con ello los rifeños se atrevieron a atacar a Melilla al siguiente año, pero gracias a las impetuosas salidas de su gobernador, con fuerzas del Fijo de Ceuta y cazadores de África, quedaron rudamente escarmentados los agresores. Iguales ataques ocurrían contra Ceuta, pero lo verdaderamente alarmante era el auge que había tomado la piratería marroquí, sin que valieran de nada nuestras reclamaciones al Majzén. Lo cual no hubiera sucedido si en vez de acudir Narváez a los buenos oficios de Inglaterra, hubiese mandado bombardear Tánger o Mogador, ya que no enviara una expedición de castigo.

    Más acertado estuvo el referido general al proceder según procedió en 1848, y fue que como un oficial de ingenieros, que seguía las operaciones de los franceses en Argelia, comunicara a Narváez que el mariscal Bugeaud, general en jefe de aquel ejército, se disponía a apoderarse de las islas Chafarinas, llave del valle del Muluya, ordenó en seguida al general Serrano, que ejercía el cargo de capitán general de Granada, ocupase sin pérdida de tiempo dichas islas. Y así fue como en una tempestuosa noche de primeros de enero del citado año, se hacía a la mar en Málaga la expedición, a las órdenes del futuro regente de la monarquía española y futuro presidente de la república de 1874. El efectivo ascendía a 550 hombres, sacados de los regimientos de África y Navarra y fuerzas de artillería e ingenieros, componiéndose la escuadrilla de los vaporcitos «Piles» y «Vulcano» y algunos veleros.

    Verificóse el desembarco el 6 de enero, y acto seguido izóse la bandera española, y proclamó Serrano por tres veces: ¡Islas Chafarinas,por S. M. la Reina de España Doña Isabel ll!

    Inmediatamente se procedió a la fortificación de aquel pequeño archipiélago, de inapreciable valor estratégico y marítimo, y el 23 de enero regresaba la escuadrilla a la Península, después de dejar, bien guarnecida la nueva posesión. A cuerno quemado les supo a Francia y al sultán de Marruecos nuestra ocupación, pero nada pudieron hacer, pues estábamos en nuestro plenísimo derecho al realizarla.

    Tal vez sea digno de recordación que, en vista de aquel aumento de territorio, fuese nombrado capitán general de las posesiones españolas de África el bravo general e ilustre literato don Antonio Ros de Olano, ministro que había sido de Instrucción y Obras públicas en el gabinete Pacheco, llamado de los puritanos, en 1847; introdujo importantes mejoras en Ceuta, y al triunfar O'Donnell, en 1854, aunque cediendo la presidencia a Espartero, le nombró conde de la Almina, denominación de un castillo de aquella plaza.

    Pocos años después subía al poder el eminente político don Juan Bravo Murillo, y desempeñaba la cartera de Estado el respetable diplomático señor marqués de Miraflores (1851), quien con más decisión de lo que podía esperarse de su carácter apacible, propuso una intervención armada en Marruecos, aliada España con Inglaterra y Francia. Comenzaron, en efecto, las negociaciones, aunque con toda la lentitud característica de las cancillerías, y cuando parecía que de un momento a otro íbamos a Marruecos, surgió la guerra de Crimea y se fue a rodar la intervención anglo-franco-española en el Mogreb.

    Sea como fuere, Francia e Inglaterra habían reconocido nuestro pleno derecho a emprender una acción armada en Marruecos, y por lo mismo nos dejaron dueños insolutos de proceder como quisiéramos.

    Ocupaba por entonces el poder el conde de San Luis, don José Luis Sartorius, que se disponía a organizar el cuerpo expedicionario, pero sublevados O'Donnell y otros generales en el Campo de Guardias (1854), quedó para mejor ocasión el envío, que no hubiera sido sin duda tan disparatado como el que proponía, en el transcurso del bienio progresista, nuestro embajador en París don Salustiano de Olózaga, empeñado en que mandáramos 40.000 hombres a Crimea, en auxilio de los turcos, ingleses y franceses.

    Así se perdió una ocasión sumamente propicia para imponer nuestra influencia en Marruecos, pues se nos habían dejado las manos completamente libres, lo cual no sucedió ya después.

    Y atribuyendo sin duda los rifeños a nuestra debilidad aquella suspensión, volvieron a atacar a Melilla, siendo nuevamente contenidos por la guarnición de la plaza (1855).

    Subió, por fin, la Unión Liberal, y si en 1854, cuando todo nos era favorable, había tenido O'Donnell la culpa de que no se emprendiera la expedición que estaba ya preparando el conde de San Luis, creyó muy favorable para su sostenimiento en el poder declarar entonces la guerra al infiel marroquí (1859), excelente manera de distraer la atención de la política.

    Pero las circunstancias internacionales eran ahora muy distintas; si Napoleón III, en efecto, nada tenía que objetar, Inglaterra, en cambio, nos imponía las más humillantes condiciones.
    Prueba de su malquerencia fue su exabrupto cuando en vísperas de la declaración de guerra nos exigió el inmediato pago de una porción de millonadas, como deuda del tiempo de la guerra civil de los Siete Años. Y, ya en campaña, nos impuso el más rotundo veto a que pudiésemos ocupar Tánger, pues si por acaso llegábamos a entrar había de ser para salir en seguida de concertada la paz.A decir verdad, fundados motivos para una declaración de guerra no los había, pero le convenía a O'Donnell que la hubiera, y justo es afirmar que el país acogió con delirante entusiasmo la empresa. El gobierno español se dirigió bruscamente al sultán, exigiendo el pago de cuantiosas indemnizaciones por apresamiento de algunos laudes y goletas y ampliación de las zonas de Ceuta y Melilla, todo a un tiempo.

    Irritada la morisma, derribó la cábila de Andyera, cercana a Ceuta, un cuerpo de guardia en construcción y un mojón, en vista de lo cual el ministerio unionista exigió una reparación que equivaliese a una ruptura de hostilidades.

    No hemos de referir aquí la gloriosa campaña de 1859-1860, aunque bien sabíamos que nada nos había de producir, vedada la ocupación de Tánger. Elegida como base de operaciones la plaza de Ceuta, fueron acudiendo allí, desde mediados de noviembre, las tropas de los tres cuerpos de ejército y la división de reserva, al mando de los generales Echagüe, Zavala, Ros de Olano y Prim, que, a las órdenes de O'Donnell, debían invadir a Marruecos. El plan consistía en llegar desde Ceuta a Tetuán y después remontar desde Tetuán a Tánger.

    Comenzó el avance el 1.° de enero de 1860, y el 4 de febrero tremolaba la bandera española en Tetuán, dejando escritas el ejército en este transcurso las brillantes páginas de Castillejos, Cabo Negro, llano de Tetuán y tantas otras.

    Ya en Tetuán prosiguió el avance hacia Tánger a últimos de marzo, librándose la terrible batalla de Wad-Ras, a consecuencia de la cual pidió las paces el sultán, a pesar de faltarnos aún pasar por el Fondak para llegar a Tánger.

    Razones de política interior aconsejaban poner fin a la campaña, sin reparar en la inmensa impopularidad que representaba tal desenlace. La prensa ministerial procuraba convencer al país de que ya lavada la afrenta- no nos tocaba más que hacer, y en igual sentido se expresaba el héroe de los Castillejos en carta en la que dice, con fecha 1.° de abril de 1860:
    «Nuestra bandera, ¿no ondea orgullosa del valor de sus hijos? Pues, ¿a qué más? Estamos en estado de conquistar la tierra?, etc. » Por todo lo que, bien venida sea la paz, que, salvado el honor, Tetuán y sus vegas no valen el sacrificio del último de nuestros soldados

    Un triste episodio vino a empañar la alegría de la feliz victoria de Tetuán. Ejercía el cargo de gobernador de Melilla el brigadier Buceta, con orden terminante de no salir para nada del recinto amurallado, pero como el día 6 de febrero, el mismo en que entraban nuestras tropas en la capital de Yebala, se presentaran los rifeños en actitud hostil ante Melilla y colocara la cábila de Beni-Sidel un viejo cañón en una altura de Tres Forcas, organizó el referido gobernador una columna compuesta del segundo batallón del Fijo de Ceuta, otro de provinciales de Murcia—reservistas— y algunos presidiarios y moros adictos.

    Puesto al frente, apoderóse con facilidad de la altura llamada «Ataque Seco», pero reapareciendo al siguiente día los de Beni-Sidel, atacaron dicha posición, guarnecida por el batallón del Fijo, y, aunque no lograron desalojarnos, nos causaron bastantes bajas. Continuaron las agresiones los días sucesivos, 7 y 8, hasta que en la noche del 10 atacaron furiosamente al provincial de Murcia, que había relevado al Fijo en la custodia de aquella posición. Acudió entonces Buceta en su socorro, pero, por fin, tuvo que replegarse con sensibles pérdidas. En suma, costó aquéllo, para nada, 55 muertos y 169 heridos, motivo más que suficiente para que fuese relevado y sumariado, como lo fue.

    A. OPISSO
    Última edición por ALACRAN; 03/06/2016 a las 13:35
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    Re: Historia de España en Africa

    XII - La campanada de Moret

    Otorgadas las recompensas debidas a los bravos combatientes de Marruecos, no por profusas menos merecidas—títulos, ascensos, grados, cruces, pensiones, etc.— y comenzadas a cobrar en buenos sacos de ochavos morunos los veinte millones de duros exigidos como indemnización, ya no se volvió a pensar en África. Algo se ensancharon las zonas de Ceuta y de Melilla, pero no se tomó posesión del territorio de Santa Cruz la Pequeña [Sahara Occidental frente a Canarias], cedido por el Sultán, como ya diremos.
    En cambio, ya que no peleábamos en África lo hacía la Unión Liberal en la Cochinchina, Santo Domingo, Perú y Chile, y si no nos enredamos con Méjico, fue por la pericia diplomática de Prim.

    Ello es que, a los pocos meses del regreso de las tropas expedicionarias, hallábanse nuestras plazas africanas en igual estado que antes de la guerra y nuestros gobernantes estaban tan enterados de lo que ocurría en Marruecos como de lo que hubiera podido acontecer en tiempo del Preste Juan de las Indias.

    Pero no sólo dejó de pensarse en África, sino que una vez que se pensó, fue precisamente para todo lo contrario de emprender nuevas aventuras. De ahí que siendo presidente del Consejo y ministro de la Guerra el general Narváez a fines de 1866, nombrara una comisión para que emitiera dictamen sobre el abandono del Peñón de la Gomera, a lo que contestó aquélla en sentido afirmativo; gracias a haberse consultado luego a nuestro digno ministro en Tánger, señor Merry y Colón, se desistió de la idea, pues según manifestó aquel experto diplomático, la cesión proyectada podría acarrear las más funestas consecuencias sin compensaciones adecuadas, como por ejemplo, el compromiso del Sultán a cerrar el puerto de Tetuán para favorecer el de Ceuta.

    Dos años hacía que duraban las negociaciones cuando sobrevino la Revolución de Septiembre (1868), pero a pesar del cambio de política que representaba, persistióse más que nunca, comenzando por Prim, en la idea del abandono, sólo que agregando también el de Alhucemas, y así fue como bajo el reinado de don Amadeo y ocupando el ministerio de la Guerra el entonces zorrillista y antes absolutista y narvaísta, don Fernando Fernández de Córdoba, presentó éste al Senado el proyecto de ley para abandonar los dos Peñones. Por fortuna pasó «al seno de la comisión» y no se volvió a hablar del asunto.

    Vino la Restauración y por fin hubo que pensar a la fuerza en África, allá hacia 1877. Era que el inglés, Mr. Mackenzie se dedicaba a vastos negocios mercantiles en Cabo Juby [Sahara Occidental], frente a Canarias (por fin ocupado desde hace algunos años) y el señor Cánovas del Castillo creyó era ya hora de que tomáramos posesión de aquella Santa Cruz de Mar Pequeña, que nos había sido cedida por el Sultán, en virtud del tratado de 1860; pero eso era mucho más fácil de pensar que de hacer, por la sencilla razón de no saber nadie dónde caía aquello. Con este motivo se envió una comisión, a bordo de un vapor de guerra, para su descubrimiento, pero no se dio con el tal lugar, y fue inútil el viaje.

    Reinaba la anarquía en Marruecos y a tal grado llegaron los desórdenes que algunas cábilas, como la de Quebdana y la de Beni Inassen, imploraron nuestra protección, pretensión que le faltó tiempo al señor Cánovas del Castillo para rechazar; temía aquel político que con ello no se viniese abajo el trono de Muley Hassan y, en consecuencia, apresuróse a ofrecerle a éste su concurso para impedir las intrusiones de Mr. Mackenzie desde Cabo Juby [Sahara Occidental], a las de otros europeos en las costas del Sur.
    Así las cosas, propuso Inglaterra la celebración de una Conferencia en Madrid para poner coto a los abusos del derecho de protección ejercido que Francia y algunas otras naciones cometían. Aceptada la idea, fue elegido presidente, a instancias del embajador de Alemania, el señor Cánovas (1880).

    El resultado de la Conferencia no pudo ser más desastroso para nosotros. Apoyada Francia por Alemania—después de haber declarado Bismarck que su país «no tenía intereses especiales en Marruecos»—, fue derrotado el Sultán, juntamente con sus auxiliares Inglaterra y España. El representante de Francia, almirante Jaurés, declaró que su Gobierno no estaba dispuesto en manera alguna a renunciar a su derecho de protección. Con tal motivo prorrumpieron en clamores de triunfo los admiradores dé Cánovas, al lograr el mantenimiento del «statu quo» en el imperio africano, pero la verdad era muy distinta. Lo que había hecho Cánovas era darle la victoria a Francia, y pasar nosotros por la humillación de que arrimándose Muley Hassan al sol que más calentaba nos volviera la espalda. Así fue como al buscar instructores para sus askaris solicitara oficiales franceses e ingleses, sin acordarse para nada de los nuestros. «Indudablemente, escribe a este propósito el eminente historiador don Jerónimo Beker, había cambiado mucho nuestra situación en Marruecos, y disminuido de un modo notorio nuestra influencia».

    Cayó Cánovas y subió Sagasta. No estaba resuelta aun la cuestión de Santa Cruz de Mar Pequeña [Sahara Occidental frente a Canarias], y propuso Hassan que renunciáramos a aquel derecho, ofreciendo en compensación una importante suma, pero no se avino a ello nuestro Gobierno. Envióse otra comisión y se obtuvo igual resultado negativo, en punto a descubrir donde paraba el tal lugar. Díjose si Francia hacía presión sobre el Sultán para que no pudiéramos instalarnos en aquel trozo de la costa del Sur, y así lo confirmaba su indiferencia a nuestras reclamaciones cuando los asesinatos de millares de españoles por Bu Amema en el Sahara oranés, la silba con que había sido acogido en París don Alfonso XII y los entremetimientos del cónsul francés en Tánger, M.Ordega, al procurar humillarnos por todos los medios posibles y aumentar de continuo la influencia de su país. Resquemores, sin duda, por no haber aceptado Prim, después del 4 de septiembre, la alianza ofensiva y defensiva contra Alemania propuesta por el Gobierno de París, por mediación del conde de Keratry.

    Pasaron muchos años y ocupando de nuevo Sagasta en 1887, la presidencia del Gabinete, y siendo ministro de Estado don Segismundo Moret, bajo la regencia de doña María Cristina, hubieron todas las cancillerías de Europa de sentirse grandemente alarmadas al anuncio de que España estaba reuniendo en Algeciras un cuerpo de ejército para el refuerzo de nuestras posesiones allende el Estrecho, en previsión de lo que podría ocurrir si moría el sultán Muley Hassan, a la sazón gravemente enfermo.

    La prensa francesa se mostraba enfurecida, atribuyendo unos el hecho a influencias del «partido militar español», diciendo otros, que obrábamos movidos por Alemania, o bien, que Francia, Alemania e Inglaterra se opondrían en absoluto a que pusiéramos la mano sobre Marruecos. A su vez, propalaban los alemanes que nos habíamos puesto de acuerdo con Italia. Pero de pronto cambió la decoración de la manera más repentina: ‘Le Temps’ afirmaba el perfecto acuerdo en que se hallaban Francia y España respecto a la cuestión de Marruecos, otros reconocían que la única nación que tenía verdaderos intereses allá éramos nosotros, y aun ‘Le Fígaro’ sostenía que España debía conquistar el Moghreb. Y en igual sentido se expresaban los Gobiernos de Inglaterra, Alemania e Italia.

    ¿A qué venía tan radical transformación? Tal vez pudiera explicarse por los temores de que a consecuencia del incidente de frontera Schrebel, entre Francia y Alemania, estallara la guerra, y no convenir a nadie indisponerse con nosotros, que por entonces representábamos cuando menos, un poderío más o menos hipotético, con tanto mayor motivo en cuanto Francia no contaba aun con la alianza rusa, ni se había llegado a la entente cordiale con Inglaterra, sin que tampoco Alemania- estuviese muy segura de la Tríplice.

    «Ante tan significativa actitud, escribe el señor Reparaz en su citada obra, nuestro Gobierno que al principio se mostrara dispuesto a cualquier arrojada iniciativa, creyó llegado el momento de declarar que no pensaba adoptar ninguna verdaderamente peligrosa, que pudiera agravar la crisis marroquí».

    Restablecióse Muley Hassan y volvió a quedar en sosiego Europa, pero no tardó mucho el señor Moret en provocar un nuevo incidente, propio de su asombrosa ligereza. Hay al oeste de Ceuta, pasada Punta Leona, una isla llamada del Perejil, que con fundamento se cree ser la famosa isla de Calipso, a donde fue a parar Ulises en su azarosa odisea, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, dispuso que fuese a tomar posesión de ella una comisión, siendo así que jamás habíamos ejercido allí señorío. Procedióse a continuar unas obras, pero acudieron unos moros de Tánger y las derribaron. Reconoció el Gobierno su error y mandó se retirase la gente allí enviada; alborotó la prensa, a igual de cuando lo de las Carolinas, pero como no había ambiente africanista en el país, éste recibió el abandono con la mayor indiferencia. Tal fue el resultado de la gran campanada dada por el señor Moret al enviar tan numerosas tropas a Algeciras.

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