VIII - Los Borbones
Conviene, antes de pasar adelante, recordar que desde mediados del siglo XVII se había entronizado en Marruecos una nueva dinastía, la de los chorfa alanitas, que por ser oriundos de Tafilete, de donde eran señores, fue conocida con el nombre de los Fileli. Anteriores a esta dinastía habían sido los Edrisitas, fundadores del reino de Fez en 788, los Zenata, los Almorávides, los Almohades, los Beni-Merines y, por fin, los chorfa saadianos. Descendían los chorfa de Tafilete de Fátima, hija de Mahoma.
Ocupaba el trono marroquí en el primer cuarto del siglo XVIII Muley Ismail, llamado el Luis XIV marroquí, y que si no lo fue, pretendió, cuando menos, ser yerno del Rey-Sol, de donde surgió la protección que dispensaba a los franceses establecidos en sus dominios. En cambio, todo era malquerencia hacia España, como que ya desde 1694 había intentado repetidas veces apoderarse de Ceuta. Tal empeño movió a Felipe V a enviar contra él, en 1720, un ejército de 16.000 hombres, que, apoyado por la escuadra, hizo poner pies en polvorosa a la Guardia negra o Bokaris de Ismail, por él creada, quedando con ello levantado el sitio. Fallecido en 1727, sucedióle su hijo Muley Abdallah.
Había ocurrido durante el reinado de Ismail un hecho deplorable para nosotros. Desde largos años no habían cesado los Deyes de Argel de intentar arrojarnos de Orán; esta plaza había estado expuesta a sucumbir ante los terribles ataques de los berberiscos y nuestra escasez de recursos, repetidísimas veces: en 1662, en 1672, en 1681, en 1688 y en 1693, logrando a duras penas escapar a la rendición. Desgraciadamente, consumóse la catástrofe en 1708, en que, aprovechándose el Dey de la dificultad de poder socorrer Felipe V la plaza, por las vicisitudes de la guerra de Sucesión, pudo por fin apoderarse de la codiciada presa.
Era una ignominia que ondease la bandera de la Media Luna en la torre donde había plantado la Cruz el cardenal Cisneros, y así fue como, restaurado algún tanto el poderío de España, escuchó Felipe V los consejos del gran ministro Patiño, que le instaba a enviar una poderosa expedición de 600 velas para el recobro de Orán, como así se hizo. Organizada la escuadra en Alicante, regida por el teniente general de la Armada don Francisco Cornejo, con un magnífico ejército de 26.000 hombres y mucha artillería, al mando del conde de Montemar, zarpó para Orán a mediados de junio de 1732. Huyó el dey Hacen en cuanto se divisó la presencia de nuestros buques, pero arrepentido después de su cobardía, reunió grandes fuerzas para su recobro y atacó repetidas veces a los españoles, aunque estrellándose siempre contra la resistencia del insigne gobernador y defensor de la plaza don Álvaro de Navia Ossorio, marqués de Santa Cruz del Marcenado, que, para gran desgracia nuestra, perdió la vida en una de las salidas de la guarnición, siendo reemplazado por el marqués de Villadarias.
Andaba entonces por la corte de Muley Abdallah aquel loco de Riperdá, el aventurero barón holandés que había sido ministro de Felipe V y provocado un conflicto con Francia e Inglaterra al constituir una alianza entre España y Austria. Arrojado del poder se fue, despechado, a Marruecos, donde renegó de su fe y se hizo moro, consiguiendo convencer a dicho sultán de que podría fácilmente conquistar Ceuta; pero no le salieron las cuentas, pues el ejército mogrebino tuvo quelevantar precipitadamente el sitio; desvanecido así el propósito, procedióse más adelante (1736) a la celebración de un tratado por el cual quedaban perfectamente aseguradas nuestras posesiones del litoral marroquí.
Elevado al trono el rey Don Fernando VI, de grata memoria, sólo renunció a su política de paz a toda costa para combatir a los piratas, mejor que corsarios, argelinos y marroquíes. Así, por iniciativa del marqués de la Ensenada, comenzó a hacerse, desde 1748, un incesante, crucero por las costas berberiscas, lo cual dio lugar a frecuentes combates navales, a veces de grande importancia.
Ejercía el cargo de virrey de Cataluña el marqués de la Mina, y era su mayor preocupación evitar que los piratas no desembarcaran en nuestro litoral y aun sorprendieran a los caminantes. Por este motivo se mostraba contrario al permiso que, para la redención de cautivos, había concedido Fernando VI a trinitarios y mercedarios y le escribía a Ensenada: «El modo más seguro de hacer las redenciones es evitar que haya esclavos; y si la crecida suma de que se trata (más de un millón de duros) se emplease en un armamento naval, sería más útil.»
Sucedieron luego en los tronos de España y Marruecos a Fernando VI y a Muley Abdallah, Carlos III y Sidi-Mohamed-ben-Abdallah, príncipe muy culto, quien deseoso de mantenerse en buenas relaciones con nosotros, envió una embajada a España en 1766, siendo recibido por Carlos III en La Granja. Comenzaron en seguida las negociaciones para un tratado de paz y no pudo ser más satisfactorio el resultado, pues se convino en el canje de muchos cautivos, retirada de los corsarios, libertad de comercio, derecho exclusivo de pesca en la costa marroquí, desde Ceuta a Santa Cruz de Mar Pequeña, establecimiento de viceconsulados españoles en los puertos del litoral mogrebino y otras ventajas (1767). Concluido el tratado, fue enviado a Fez para su ratificación el ilustre marino don Jorge Juan, que realizó cumplidamente su cometido.
Poco duró, sin embargo, el contento, pues en 1774, Mohamed Abdallah notificaba a Carlos III que, cediendo a las instancias de sus vasallos y a las súplicas del Dey de Argel, estaba dispuesto a recobrar las plazas españolas del litoral de su reino, desde Orán a Ceuta, en lo cual no entendía faltar al tratado de 1736. Y en efecto, el 9 de diciembre del citado año se presentaba ante Melilla un formidable ejército al mando de Abdallah, con poderosa artillería, comenzando un sitio que debía constituir una de las más gloriosas páginas de nuestra historia. Gobernaba la plaza el general don Juan Skarloch y componíase la guarnición del regimiento de Nápoles, voluntarios de infantería ligera de Cataluña y algunos piquetes de la Guardia Walona. El cerco era verdaderamente terrible. En poco tiempo cayeron sobre Melilla nueve mil bombas, mas no por eso cedía el denuedo de los nuestros, y harto claro se veía que no se rendirían jamás. En su consecuencia, pasados cuarenta días y no adelantándose nada, decidió Abdallah tomar la plaza por asalto. Y no pudo ser ciertamente más original su estrategia, pues envió por delante 5.000 vacas, con divisas para engañar a los defensores, y detrás un cuerpo de un millar de judíos. Hicieron los nuestros una impetuosa salida, pasaron a cuchillo a los hijos de Israel y no tuvo más remedio Abdallah que huir.
Igual repulsa sufrieron los marroquíes al atacar en febrero el Peñón de la Gomera, defendido por el coronel don Florencio Moreno, y Alhucemas, en cuyo socorro acudió Barceló con sus famosos jabeques. El resultado fue que Abdallah pidió entrar en negociaciones al gobernador de Melilla; transmitida la petición al ministro Grimaldi, exigió éste se le dieran a España completas garantías para lo futuro, y aceptada la condición, llegóse a una feliz avenencia sobre la base de la ratificación de los tratados de paz anteriores (marzo de 1775).
Y ya desde entonces estuvimos siempre en las más cordiales relaciones con Sidi-Mohamed-ben-Abdallah, que continuaron de igual manera bajo el buen Muley Solimán.
¿Quién podría creer ahora lo que después de la épica defensa de Melilla se les ocurrió a los sabios y patrióticos ministros del señor Don Carlos III? «Si salimos bien de ésta—le escribía, en febrero de 1775, nuestro embajador en París, conde de Aranda, a su compadre el ministro Grimaldi, —luego que se hayan retirado y no piensen en nada (los marroquíes), arrasar Melilla, que así ni a ellos ni a otros servirá de nada y saldremos de cuidados.» Y le contestaba Grimaldi a su compinche enciclopedista, también en febrero: «Soy de tu dictamen, que en abandonando el rey de Marruecos su empresa, convendría hacer saltar Melilla y Peñón.»
Así pensaban y sentían aquellos políticos galicanos, regalistas, amarrados a Francia por el funesto Pacto de Familia y a quienes todavía hoy califican de profundos estadistas algunos pretendidos historiadores, traducidos del francés.
ALFREDO OPISSO
Marcadores