1 - Primeras expediciones españolas
Ya desde el santo rey Fernando III y Don Alfonso el Sabio se había pensado en la conquista del Norte africano, no sólo para seguridad de la costa castellana en el Mediterráneo, sino para afirmar la preponderancia de nuestra marina en aquella parte del mar latino. Aragón, en cambio, donde interesaba más la expansión por Italia que no la dominación en Berbería, estaba en los mejores términos con el bey de Túnez y el soldán de Egipto, con quienes igual que Génova, Pisa y Venecia, celebraba tratados de comercio.
La conquista de Granada por los Reyes Católicos impuso con más fuerza que nunca la necesidad de establecernos en el norte africano, y esto por tres motivos, más poderosos aún que los anteriormente dichos;
- era preciso, en primer lugar, consolidar el dominio de Granada, pues los moriscos era harto de temer no requiriesen el auxilio de sus correligionarios de allende el Estrecho, como tantas veces había sucedido anteriormente;
- en segundo lugar había que salvaguardar la navegación contra la piratería berberisca, y mucho más en aquel momento en que comenzaba un activísimo tráfico con las Indias occidentales descubiertas por Colón,
- y, finalmente, había que prevenirse por si los portugueses, dueños de Tánger, Arcila y otros puertos marroquíes del Atlántico, continuaran extendiéndose y se apoderasen de plazas del Mediterráneo.
Tales fueron los motivos que en 1496 impulsaron a los Reyes Católicos a organizar una poderosa escuadra para ocupar algunos puntos del Rif; la expedición, fuerte, de 4.000 hombres, fue puesta a las órdenes del valiente capitán Pedro Estopiñán, el cual dio comienzo a la empresa tomando por asalto a Melilla, la antigua Melita de los romanos, victoria a todas luces digna del mayor encomio, por lo verdaderamente inexpugnable del lugar. Presentaba, en efecto, la plaza un frente inaccesible por la grande elevación y fragosidad de la roca que la protegía por poniente, mientras que por la de levante servíanla de defensa los restos de un murallón de grosor enorme, defendido por una torre elíptica, y otro tanto por la parte del Sur.
Muy importante había sido el resultado conseguido, arrojando de aquella temerosa guarida a los piratas; pero desgraciadamente hubo que abandonar la comenzada empresa por las graves complicaciones, primero, surgidas con Francia en Nápoles y Milán, y poco después, en 1500, por la formidable insurrección de los moriscos de la Alpujarra.
No por eso dejaba la Reina Católica, oyendo las exhortaciones del cardenal Cisneros, de pensar en la conquista de la frontera costa africana, pero su muerte, acaecida en 1504, hizo que no se insistiese en el propósito.
Encargado de la regencia Don Fernando el Católico, mal podía pensar en nuevas expediciones al África, cuando tanto le daban que hacer los manejos del archiduque Felipe, el marido de Doña Juana, su hija, para suplantarle en el gobierno, apoyado por la mayoría de la nobleza castellana, y no menos la guerra con Francia; pero hechas las paces con ésta, volvió a insistir Cisneros, hasta convencer al regente de que llamase las tropas de Nápoles, comprometiéndose por su parte a facilitar once millones de maravedíes.
Componíase la escuadra, aprestada en Málaga, de seis galeras, con gran número de carabelas y otros bajeles, al mando del almirante de Aragón, don Ramón de Cardona, y formaban la expedición 5.000 veteranos, a las órdenes del ilustre «alcaide de los donceles», don Diego Fernández de Córdoba.
Zarpó la flota el 20 de agosto de 1505, y después de haber tenido que recalar en Almería, por causa del mal tiempo, surgía el 11 de septiembre ante la fuerte plaza de Mazalquivir, perteneciente al rey de Tremecén, uno de los tres de Berbería, siendo los otros dos el de Túnez y el de Fez. Estaba defendido el puerto por un baluarte perfectamente artillado y flanqueado de robustas torres, pero gracias a la pericia de Cardona consiguió pasar la escuadra bajo sus fuegos. Era tempestuoso el día y no había muelle alguno, ni cosa parecida, lo cual hacía muy difícil el desembarco.
Acudieron presurosamente a impedirlo los berberiscos, en número de 3.000, con 150 caballos, pero pronto se vieron repelidos por los aguerridos soldados del alcaide de los donceles; las lombardas de Cardona desmontaron las culebrinas del baluarte, y el gobernador de la plaza perdió la vida, atravesado por una pelota, según se llamaba entonces a las balas.
Retiráronse los moros a Orán; quedó sitiado el castillo de Mazalquivir y a los tres días entregábanse sus defensores y ondeaban en las almenas las banderas de Castilla y Aragón.
Como era de suponer, dejáronse ver de nuevo los berberiscos, y reforzados los que se habían retirado con los millares que bajaban del Tejí, marcharon contra los españoles. Don Diego mandó formar en orden de batalla a sus 5.000 valientes, pero ante la actitud de los nuestros desistieron de atacar.
Trece días después del desembarco regresaba a Málaga la escuadra de don Ramón de Cardona y se quedaba en el castillo de la plaza el alcaide de los donceles con título de capitán general de la conquista de Berbería.
Don Diego, realizando su plan de «penetración pacífica», concertó treguas con Orán para que pudiesen comerciar moros y españoles, y todo fueron felicitaciones al regente por su acertada idea.
Continuó el empuje de los nuestros; a la toma de Melilla y Mazalquivir, seguía la de la villa llamada entonces de Cazaza, en la península de Tres Forcas, por el alcaide y capitán de Melilla, Gonzalo Marino, siguiendo las órdenes del general de Andalucía, duque de Medinasidonia. Tenía Cazaza, a cinco leguas de la plaza, conquistada por Estopiñán, muy buen puerto, y no podía ser mayor el sosiego en que había quedado el Rif (1505).
Dos años transcurrieron sin que se reanudaran las operaciones en África, asaz preocupado Don Fernando el Católico con las jugarretas de su yerno el flamenco y los enredos de Francia por la posesión de Nápoles.
El alcaide de los donceles continuaba tranquilamente en Mazalquivir, hasta que, impaciente por dilatar la conquista, se vino a España, reclutó a 3.000 soldados viejos de Italia y reunió 300 caballos, y con más bizarría que prudencia invadió el reino de Tremecén, siempre en guerra con el de Fez, o dígase Marruecos.
Gran trecho se internaron los españoles por el Tell o región montañosa, entre el Atlas y el Mediterráneo, y regresaban ya a Mazalquivir, muy satisfechos con la fructuosa «razzia» que habían hecho de cautivos y ganados, cuando, ya casi a la vista de Oran, cayó sobre ellos el rey de Tremecén con fuerzas grandemente superiores.
El desastre fue terrible, sin que valiera el supremo valor con que luchaban los nuestros. Sólo 400 se salvaron por pies, con 70 caballos, entre ellos don Diego, que a uña de caballo y abriéndose paso por entre la morisma, pudieron meterse en Mazalquivir; todos los demás murieron o fueron hechos cautivos.
La catástrofe impresionó vivamente en España, y a pesar de los graves conflictos que a cada paso le suscitaban a Don Fernando el Católico la mayoría de los nobles de Castilla, envió algunas galeras en socorro de aquella plaza.
Ya afirmado sólidamente en su regencia el Rey Católico, casado desde hacía algún tiempo en segundas nupcias con la joven doña Germana de Foix, y aconsejado por Cisneros para que aprovechándose de las contiendas entre el rey de Fez y sus hermanos acometiera de nuevo alguna buena empresa en Marruecos, se apresuró a acceder, tanto más en cuanto se trataba de una conquista absolutamente necesaria.
Era el caso, en efecto, que las fustas rifeñas del Peñón de los Vélez de la Gomera, merodeaban de continuo por el Estrecho, y de acuerdo con los moriscos españoles, siempre traidores, daban hartos rebatos en la costa de Granada. Con este motivo ordenó Don Fernando el Católico se aprestara en Málaga una escuadra, cuyo mando confió al famoso ingeniero militar conde Pedro Navarro, para que acabara con los piratas rífeños, que tenían su guarida en la ciudad llamada Vélez de la Gomera, frente al Peñón.
Estaba coronado éste por un castillo defendido por 200 hombres, y al saber que Navarro se proponía desembarcar en la costa de Alhucemas y apoderarse de la mentada ciudad, abandonaron el islote para acudir en defensa de aquélla, gracias a lo cual pudo el conde hacerse dueño de aquél sin la menor dificultad (julio de 1508), y ya dueño de la fortaleza comenzó desde allí a cañonear a Vélez de la Gomera, con gran daño para sus moradores. Dejó Navarro bien guarnecido el Peñón, y regresó con su escuadra a Gibraltar.
Con ello cesaron los rebatos de los rifeños en las costas de Granada, y aun en las de Murcia y Valencia, y refrenada la piratería.
Poco después ocurría una cosa muy graciosa: hallábanse los portugueses sitiados en Arcila por los marroquíes, con el agua al cuello, por lo cual el rey de Portugal, Don Manuel I, el Muy Grande y el Muy Feliz, le pidió socorro al regente de España.
Envióle éste una armada, al mando de Pedro Navarro, y tan acertados fueron los disparos de nuestra artillería, que los moros se vieron obligados a levantar el cerco y se retiraron a Alcazarquivir. Muy contento quedó con ello D. Manuel, pero al saber que nos habíamos apoderado del Peñón de Vélez de la Gomera, puso el grito en el cielo, quejándose amargamente a Don Fernando el Católico, al suponer que aquella conquista le pertenecía, por depender el Peñón del reino de Fez.
No había tal dependencia, pero a tanto llegó la longanimidad del regente de España, que se avino a ceder al portugués el Peñón de la Gomera, a condición de que emprendiera por aquella parte la conquista de África, a lo cual no se allanó en manera alguna el Muy Grande y Muy Feliz Don Manuel.
No es que valiera gran cosa el Peñón, pero como servía de guarida a los piratas, convenía no dejarlo en su poder.
(A. OPISSO)
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