Fuente: Informaciones, 26 de Julio de 1954, página 8.
LA REVOLUCIÓN DE JULIO DE 1854
«La vicalvarada»
«¡Traición, tu nombre es Dulce!»
Los madrileños no creían en las noticias oficiales y sí en los rumores propalados por los revolucionarios
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Dirigía en Madrid los trabajos de los revolucionarios el general O´Donnell, que permanecía oculto para escapar de las investigaciones de la Policía. Bien es verdad que en todo ello había algo de bufo, pues O´Donnell estuvo primero escondido en casa del marqués de la Vega de Armijo, de donde pasó a la que tenía don Ángel Fernández de los Ríos en la calle del Carbón, y se alojó por último en una casa del pasaje de la Ballesta, que se comunicaba con otra cuyo piso ocupaba un hojalatero llamado Albear, interesado en las cosas de los revolucionarios. Verdad es asimismo que tuvo sus pequeños y grandes sustos, mas también lo es que nadie ignoraba que O´Donnell estaba conspirando y que lo hacía desde Madrid. A pesar de ello, la Policía de aquel terrible Gobierno «polaco» fue torpe o no tuvo interés en descubrir la verdad. Todo Madrid supo que O´Donnell estaba enfermo en su escondite, pudiendo visitarle diaria y regularmente su médico, el doctor Seoane, y aunque se intentó vigilar y seguir los pasos de éste, se hizo con tan poca eficacia que se les escabulló cuantas veces quiso.
Era director general de Caballería el general Dulce, y como que se sospechara que estaba en relación con los enemigos del Gobierno, fue llamado amistosamente por el ministro de la Guerra, general Blaser, quien le expuso lo que se decía sobre él. Dulce, indignado aparentemente, contestó: «Juro, como caballero, que jamás tuvieron la reina y el Gobierno súbdito más leal»; y, como prueba de sinceridad, confió que había recibido proposiciones de los generales conspiradores y las había rechazado. Blaser depositó entonces su confianza en Dulce, y éste, en la madrugada del 28 de junio, condujo sus soldados al Campo de Guardias, de donde prosiguió hasta Canillejas, para anunciar allí a las tropas que se habían sublevado.
O´Donnell, que esperaba la noticia del acto de Dulce, salió de su escondite, y, en un coche, cuyo auriga era el marqués de la Vega de Armijo, se fue a Chamberí, de donde, tomando otro carruaje, pasó a unirse con las fuerzas sublevadas.
Sorpresa
La sorpresa causada por la sublevación de Dulce fue extraordinaria, pues se recordaban sus recientes protestas de fidelidad. Hubo quien lanzó el remedo de una frase shakesperiana, que hizo fortuna por aquel entonces: «¡Traición, tu nombre es Dulce!». Contra los revolucionarios se libró una especie de combate en Vicálvaro. Hay en los anales del siglo XIX acciones de guerra que no son tales acciones, ni mucho menos de guerra: tal es «aquello» que no se le puede dar ningún nombre, y que ocurrió en Torrejón de Ardoz cuando la sublevación de 1843, y otras a las que se llaman batallas, como la de Alcolea de 1868. Vicálvaro fue quizá acción parecida a la de Alcolea, pero como ocurrieron cosas tan raras alrededor de la misma, no ha tenido consideración alguna. En Vicálvaro vencieron los de la reina, y en Madrid se tuvo la sensación de que habían triunfado los revolucionarios: en Vicálvaro fue derrotado O´Donnell, y éste se retiró tranquilamente para ir a Aranjuez y, allí, con su Estado Mayor, beberse las botellas de champán que tenía guardadas en su bodega el tan odiado Salamanca.
Madrid no quiso enterarse de la realidad. Y como no eran creídas por los madrileños las noticias oficiales –igual que si aquello de «mientes más que la “Gaceta”» hubiese llegado a tener la sanción pública–, los rumores propalados por los revolucionarios eran el pan diario de todo el pueblo. Se cuenta que una joven damita, quien con su acompañante pasaba por la Puerta del Sol, quiso que la dueña comprara a un ciego una de las hojas con noticias sobre las ocurrencias en España, según la verdad oficial, y que un hombre del pueblo, envolviendo en una galantería el veneno de la suspicacia sobre lo que contaba el Gobierno, dijo a la damita: «Señorita, me da lástima verla a usted estropeando sus lindos ojos leyendo esas mentiras».
Asaltos
Y por fin, estalló la tormenta. La casa del conde de San Luis, en la calle del Prado, esquina a la del León, fue asaltada y los muebles todos: mesas, camas, sillas, cuadros, espejos, arrojados a las llamas. La de Salamanca, en la calle de Cedaceros, sufrió igual suerte, y los muebles, ricos y elegantes, su rica galería de cuadros, sus tapices y alfombras, fueron echados a la hoguera, y las vajillas, de oro y plata, saqueadas por las turbas. La esposa de Salamanca se libró de aquella desenfrenada multitud gracias a que un extranjero, defendiendo la puerta de la alcoba de la esposa del banquero, dióle tiempo a ésta para que, con sus hijos, saliera por una puerta excusada. En otro lugar, la esposa y las hijas del ministro de Hacienda, Domenech, se vieron obligadas a salir a la calle a medio vestir, entre los insultos de la plebe, contemplando, atemorizadas, la hoguera que consumía sus bienes. La casa del conde de Vista Hermosa fue también saqueada; la del conde de Quinto, iluminada por la hoguera en que se consumían sus ricos cuadros y bellos tapices. El palacio de Doña María Cristina, defendido por soldados de la Guardia Real, fue asaltado por las mujeres, que consiguieron entrar en él, las cuales hicieron volar entonces por el aire los costosos muebles y espejos para encender otra hoguera, en la que ardió cuanto había en el edificio.
No hay que decir cómo anduvieron las personas acusadas de corrupción por la voz pública. Doña María Cristina pudo refugiarse en Palacio, los demás ministros y personajes lo hicieron donde pudieron. Los más afortunados, en Embajadas, en una de las cuales, preso de fiebre tifoidea, falleció el tierno infante don Fernando. Todos temían por la vida y abandonaban sus bienes en manos de los revolucionarios.
Siguieron las jornadas en que el llamado ministerio «Metralla» intentó dominar la revolución en Madrid, jornadas en las que hizo el papel de héroe de las barricadas el torero «Pucheta», asesino del enfermo e inválido ex jefe de Policía don Francisco Chico.
Revolución
Por fin, la revolución triunfó. Los liberales progresistas sustituyeron a los liberales moderados. Gran satisfacción para los primeros, pero no para todos. Cuéntase que en la calle del Carmen se levantaba una formidable barricada, y, junto a ella, estaban las puertas de un gran almacén. Un tendero de aquella vecindad, en voz alta y frotándose las manos, decía: «¡Gracias a Dios que, al fin, somos libres!». A lo que un vecino, también tendero, agregaba, pero en voz baja: «Muy libres, sí; pero no vendemos nada». Y era que, en realidad, aquellas jornadas revolucionarias y la inquietud que las precedió había retraído a los madrileños. «¡Caramba! –decía otro tendero de la misma calle del Carmen–, si esto sigue, podremos cerrar las tiendas. Todo está cubierto de polvo y no ha aparecido ni un solo comprador en los últimos diez días». Tal fueron las jornadas revolucionarias, con la huida de los más destacados moderados. Razón tenía aquella dama inglesa cuando, en una reunión aristocrática, decía: «Es indudable que todos los hombres públicos de España debieran aprender gimnasia», y recalcando esta opinión añadía: «No hay un solo hombre de nota que haya dejado alguna vez en su vida de tener que huir con grandísimo riesgo, gateando los tejados, bajando por cañones y chimeneas y haciendo otras habilidades dignas de Grimaldi».
Y tenía razón la dama: Grimaldi, el famoso acróbata, venía siendo imitado por nuestros políticos: conspiradores, la víspera; revolucionarios, al día siguiente; ministros, ayer; fugitivos, hoy, en la España de 1854. No había político que no hubiese tenido que salir haciendo acrobacias por sitios inverosímiles, para huir del populacho o de la Policía. Porque, en verdad, la revolución de julio comenzó gateando O´Donnell para escapar de los que le perseguían, y acabó gateando el conde de San Luis y el duque de Rivas para escapar de los revolucionarios.
Melchor Ferrer
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