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Tema: La Revolución de Julio de 1854 (Melchor Ferrer)

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    La Revolución de Julio de 1854 (Melchor Ferrer)

    Fuente: Informaciones, 23 de Julio de 1954, página 10.



    AHORA HACE UN SIGLO:


    Ahora hace cien años abrióse en España un período revolucionario de singular violencia, durante el cual la arbitrariedad y la anarquía camparon por sus respetos. No había conseguido salir adelante en sus propósitos en 1848 la revolución que entonces sacudió a casi todos los países de Europa. Narváez lo impidió. Pero Narváez siguió contentándose con que no hubiera tumultos. Más a fondo quiso Bravo Murillo remediar la cuestión; pero no duró en el Poder. Entre tanto, la tempestad se acercaba. La propaganda de los revolucionarios se hacía descaradamente en los periódicos, en la cátedra y en todas partes. Y se sucedían como sombras los Gobiernos moderados, a la vez que claramente se advertía la endeblez de la base donde se apoyaban las Instituciones.

    De 1851 a 1853 hubo los Gabinetes Bravo Murillo, Roncali, Lersundi y conde de San Luis, todos de etiqueta moderada y todos en constante inestabilidad. Cundía la maledicencia contra la Corte y los políticos de la situación. Y por fin surgió el pronunciamiento. Dulce y O´Donnell se sublevaron el 28 de junio de 1854. A los dos días chocaron en Vicálvaro las tropas sublevadas con las leales. El encuentro fue más bien favorable a éstas. Pero de nada les sirvió. La coalición de descontentos, en la que figuraban algunos moderados junto a los progresistas, más nuevos grupos ya situados a la izquierda de estos últimos, siguió adelante en sus propósitos. El manifiesto de Manzanares salió a luz el 7 de julio; lo había redactado Cánovas del Castillo. Diez días más tarde –el 17 de julio– la revuelta se adueñó de las calles de Madrid. Fueron asaltados y saqueados los domicilios de destacados personajes, cuyo mobiliario y demás enseres dieron pasto en plena calle a las llamas de otras tantas hogueras. Contra el conde de San Luis y el banquero Salamanca, y, sobre todo, contra la antigua reina gobernadora María Cristina, se concitaba la mayor parte del encono popular. El Gobierno del conde de San Luis había caído. El general Evaristo San Miguel se encargó de poner coto a los desmanes callejeros. Y no deja de encerrar ironía que a quienes acababan de trastornar Madrid con una bárbara asonada les dijera Evaristo San Miguel en una alocución: «Vuestra sensatez y cordura han demostrado a los enemigos de la libertad cuán dignos sois de gozar los derechos de los que por tanto tiempo se os ha privado…».

    En fin, de aquellas sangrientas barricadas y de aquellos desmanes incendiarios salió el Gobierno Espartero en los últimos días de julio. Y derribados todos los diques, la riada demagógica se extendió por España ampliamente de 1854 a 1855. El bienio progresista hizo entonces bueno lo que la revolución vituperaba en los moderados. De él no dejó «El Padre Cobos» en sus flagelantes páginas títere con cabeza.

    Ya expresión más que síntoma de una desintegración política evidente, la revolución de 1854 nada a derechas hizo en el Poder. Y mientras en Aragón, Cataluña, Castilla y Navarra, apuntaban chispazos de alzamiento carlista contra los excesos revolucionarios, dentro del conglomerado que a éstos había dado aire y oportunidad con lo de Vicálvaro, Manzanares y el estallido del 17 de julio en Madrid, forjóse la escisión dispuesta a atajar a Espartero en su camino. Fue O´Donnell el instrumento. Espartero cayó en junio de 1856. Entonces se cerró el paréntesis progresista abierto en 1854. Llegaba la hora de O´Donnell y su Unión Liberal.

    Pero no para arreglar las cosas, ni mucho menos. Al fin y al cabo, se trataba sólo de un remedio a medias. Y el paréntesis progresista tendría consecuencias de largo alcance, porque con un color u otro el proceso revolucionario continuaba.





    LA REVOLUCIÓN DE JULIO DE 1854

    Un MISTERIOSO periódico clandestino –«EL MURCIÉLAGO»– la preparó

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    Aquello había comenzado con la muerte de Fernando VII, y venía desarrollándose en escenas de melodrama o de farsa y comedia. Aquello fue la Revolución de julio de 1854. Trasunto de una España pintoresca, a la que los historiadores no se atreven todavía a revolver las tripas en serio, porque es espinosa, rodeada, además, de la humareda extendida por la historia oficial del siglo pasado.

    La historia pintoresca del reinado de Isabel II al llegar a la mitad del ochocientos se convirtió, por arte mágica, en una especie de imitación muy encopetada y muy romántica, eso sí, del patio de Monipodio de la picaresca cervantina. Todo anduvo en dimes y diretes. Favoritos que en palacio levantaban Ministerios o los derribaban. Generales a quienes ya no se calificaba de bizarros, sino de «bonitos». Intrigas palaciegas en que andaban mezclados el confesor del Rey y la monja confidente de la Reina. Divergencias conyugales hechas públicas por la separación del Rey consorte, que recordaba cómo Godoy, antes de enamorar a María Luisa, se había granjeado la voluntad de Carlos IV. Ministerios sin consistencia a los que se llamaba «relámpagos». «El espadón de Loja», de dictador iracundo marchando al destierro. Gobiernos que obraban según capricho de los ministros. Tal era entonces España en el naufragio de la Reina.

    La madre de doña Isabel, apenas hacía veinte años cantada y exaltada, había conseguido la máxima impopularidad. Siempre que en la cámara regia se decía haberse urdido una intriga, todos creían ver tras la cortina agitarse a la viuda de Fernando VII.


    NEGOCIOS INCONFESABLES

    Mas también fue aquél un tiempo en el que entró una desmesurada afición a los negocios: el agiotaje fue un mal general, y en aquella España de la picaresca no se concebía negocio alguno si no se sustentaba en el apoyo descarado o encubierto de los políticos que gobernaban. Querían los hombres enriquecerse rápidamente, y las concesiones de ferrocarriles, así como las de las compañías de vapores, se prestaban al mismo juego que en la Bolsa con los valores del Estado. Para resumirlo todo, baste decir que del patrimonio de la nación se hacía almoneda.

    En medio de aquellos negocios inconfesables y de una corrupción administrativa llegada a tanta exageración, fue como un suspiro aquel rotundo «¡no!» que profirió Negrete en pleno Congreso, votando él, ministro de aquel Gobierno, contra el Ministerio del que formaba parte. Era que la ética estaba tan corrompida que Negrete, ante lo que se decía de los negocios turbios, tuvo como una náusea igual a la que sentía la parte honrada de la nación.

    Los revolucionarios, progresistas y demócratas, alejados de aquel banquete del Poder, aprovecharon las circunstancias del momento para atacar al Gobierno «polaco», socavando no sólo al Poder público, sino sacudiendo hasta las mismas entrañas de la Monarquía constitucional. Sirviéndose de lo que se sabía, en desenfrenada propaganda, nada era respetado: ni la Administración, ni los ministros, ni la Reina madre, ni el Rey consorte, ni la propia Isabel. Porque, en realidad, había muy poco que mereciera ser respetado.


    PERIÓDICO CLANDESTINO

    Y así surgió un periódico clandestino, del cual bien puede decirse que él solo es la Revolución de julio de 1854. No estaba literariamente escrito, y poca era su gracia. Decía la verdad, y también afirmaba cosas que después se sabía eran mentiras. Circulaba por todas partes y llegaba en sobre cerrado, semejante a los que se empleaban para las esquelas mortuorias, a las Embajadas y las casas poderosas. La misma Reina encontró sus ejemplares sobre su mesa de trabajo, y hasta en la intimidad de su tocador. De mano en mano circulaba en las tertulias, en cafés y tabernas; en reuniones aristocráticas y hasta en los salones de la grandeza de España. Ese periódico fue difamador muchas veces; mas otras decía verdades como puños. Todos encontraban en sus líneas la confirmación de lo que antes había llegado como un murmullo a sus oídos. Apareció en abril de 1854, y quedó ya fijado en las páginas de la historia de España. Sin él no habría habido la Revolución de julio. Viviendo en la oscuridad de su forzada clandestinidad, tomó su nombre de un animal nocturno: «El Murciélago», que revoloteaba hasta posarse en las manos de todo el mundo, lo mismo de los que eran acusados que quienes estaban ávidos de ver impreso lo que habían oído en las tertulias y en los salones.

    Así fueron apareciendo aquellos sueltos y anuncios en que se condensaba la labor revolucionaria del periódico clandestino. Anuncios que expresaban la picaresca de aquellos tiempos: «Los que quieran empleos, acudan al ministerio de Fomento, donde Juan Pérez Calvo los atenderá. Pagos, adelantados»; o bien: «Ministerio de la Guerra. Empleos, grados, cruces, etc. Acúdase a don Saturnino Parra, comisionado por la Subsecretaría para tratar de precios»; y como sarcasmo, al pie del primer número: «Editor responsable, don José Salamanca. Imprenta del conde de Vilches».

    En sus sueltos, si no había gracia se compensaba por la saña. Escribiendo sobre Salamanca, decía el periódico clandestino: «El hombre que engaña a unos, vende a otros y comercia con todos, excitándolos a disponer de la fortuna pública por distintos medios, merece que se fije en él la atención. A Salamanca se han unido cuantos ministros ladrones hemos tenido, y, por último, se ha unido también el duque de Riánsares, tomándole por representante para los ruidosos negocios de ferrocarriles, que han de ser causa todavía de grandes desgracias. Salamanca es el prototipo de la inmoralidad». Y en otra hoja proseguía: «Sólo el célebre Salamanca sigue adelante en sus agios vergonzosos, porque con el apoyo de su padrino el duque de Riánsares ha conseguido que el Ministerio-cuadrilla le canjee las acciones por pagarés del Tesoro, que se negocian con más facilidad, aunque con mayor gravamen para el Estado».


    DESPARPAJO DE «EL MURCIÉLAGO»

    E igual se expresaba referente a todos sus adversarios políticos: «Parece que el conde de Quinto ha sido nombrado gentilhombre. De seguro hace de la llave una ganzúa»; o bien: «Un Lara, que por pronunciamientos e intrigas llegó a ser teniente general; que como comandante del Campo de Gibraltar se hizo el jefe del contrabando; y como ministro vendió con el mayor escándalo los mayores galones y entorchados». No se tenía consideración a la Reina madre, escribiéndose de ella con desparpajo: «Falta un cuadro en el Museo o en El Escorial; es que la duquesa de Riánsares lo hizo llevar a palacio para copiarlo y se quedó con él o lo vendió». En realidad, el cuadro había pasado al estudio de Madrazo, que se había encargado de restaurarlo. Y volviendo de nuevo contra la Reina Madre acerca del servicio de Correos entre Cádiz y las Canarias, escribía acusador: «Cierto comerciante de este último punto, indicó a Doña María Cristina que sería una especulación lucrativa el establecimiento del referido correo, y al momento se sacó a subasta, bajo el tipo de 250.000 reales. Pero sin que nadie hiciera postura, sin que hubiera acto alguno legal y sin que el público tuviese el menor conocimiento de lo que pasaba, suponiéndose todo por la autoridad, se aprobó un remate de 500.000 reales, de los cuales tomó la mitad la duquesa de Riánsares y la otra mitad el proponente, obligándose ambos a hacer el servicio con un buque cada uno». Y todavía más agresivos, escribían más tarde: «A esta “señora” la ciega la codicia; ni ve que ha robado tanto que nada queda ya que robar, ni ve que ha jugado con el país de tal manera que no es imposible que haya en ella un escarmiento saludable que deje memoria para siempre». Y lanzándose ya contra la propia Doña Isabel, decían los de «El Murciélago»: «Los que son fieles servidores de su Reina, deben sentir, como sentimos nosotros, que la Prensa extranjera pronuncie con desprecio su augusto nombre. Deben lamentarse de que por calles y plazuelas se hable en términos nada decorosos de la vida privada de Su Majestad». Y todo para concluir diciendo que unos pensaban ya en Don Pedro V y otros en el duque de Montpensier.

    Y así se fue formando como un alud de cieno y lodo que bajó hasta las profundidades del pueblo español y luego ascendió por las mismas gradas del trono, en lo cual cooperó con sus ligerezas la propia Doña Isabel, y con sus disensiones el propio Don Francisco de Asís. Alud que anegó a los Gobiernos moderados, no sirviendo para nada las polacadas. Y la Revolución de 1854, pobre, mezquina, miserable y hasta si queremos cursi, fue en la historia de España un hecho.


    Melchor Ferrer

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    Re: La Revolución de Julio de 1854 (Melchor Ferrer)

    Fuente: Informaciones, 26 de Julio de 1954, página 8.



    LA REVOLUCIÓN DE JULIO DE 1854

    «La vicalvarada»

    «¡Traición, tu nombre es Dulce!»

    Los madrileños no creían en las noticias oficiales y sí en los rumores propalados por los revolucionarios

    [2]




    Dirigía en Madrid los trabajos de los revolucionarios el general O´Donnell, que permanecía oculto para escapar de las investigaciones de la Policía. Bien es verdad que en todo ello había algo de bufo, pues O´Donnell estuvo primero escondido en casa del marqués de la Vega de Armijo, de donde pasó a la que tenía don Ángel Fernández de los Ríos en la calle del Carbón, y se alojó por último en una casa del pasaje de la Ballesta, que se comunicaba con otra cuyo piso ocupaba un hojalatero llamado Albear, interesado en las cosas de los revolucionarios. Verdad es asimismo que tuvo sus pequeños y grandes sustos, mas también lo es que nadie ignoraba que O´Donnell estaba conspirando y que lo hacía desde Madrid. A pesar de ello, la Policía de aquel terrible Gobierno «polaco» fue torpe o no tuvo interés en descubrir la verdad. Todo Madrid supo que O´Donnell estaba enfermo en su escondite, pudiendo visitarle diaria y regularmente su médico, el doctor Seoane, y aunque se intentó vigilar y seguir los pasos de éste, se hizo con tan poca eficacia que se les escabulló cuantas veces quiso.

    Era director general de Caballería el general Dulce, y como que se sospechara que estaba en relación con los enemigos del Gobierno, fue llamado amistosamente por el ministro de la Guerra, general Blaser, quien le expuso lo que se decía sobre él. Dulce, indignado aparentemente, contestó: «Juro, como caballero, que jamás tuvieron la reina y el Gobierno súbdito más leal»; y, como prueba de sinceridad, confió que había recibido proposiciones de los generales conspiradores y las había rechazado. Blaser depositó entonces su confianza en Dulce, y éste, en la madrugada del 28 de junio, condujo sus soldados al Campo de Guardias, de donde prosiguió hasta Canillejas, para anunciar allí a las tropas que se habían sublevado.

    O´Donnell, que esperaba la noticia del acto de Dulce, salió de su escondite, y, en un coche, cuyo auriga era el marqués de la Vega de Armijo, se fue a Chamberí, de donde, tomando otro carruaje, pasó a unirse con las fuerzas sublevadas.


    Sorpresa

    La sorpresa causada por la sublevación de Dulce fue extraordinaria, pues se recordaban sus recientes protestas de fidelidad. Hubo quien lanzó el remedo de una frase shakesperiana, que hizo fortuna por aquel entonces: «¡Traición, tu nombre es Dulce!». Contra los revolucionarios se libró una especie de combate en Vicálvaro. Hay en los anales del siglo XIX acciones de guerra que no son tales acciones, ni mucho menos de guerra: tal es «aquello» que no se le puede dar ningún nombre, y que ocurrió en Torrejón de Ardoz cuando la sublevación de 1843, y otras a las que se llaman batallas, como la de Alcolea de 1868. Vicálvaro fue quizá acción parecida a la de Alcolea, pero como ocurrieron cosas tan raras alrededor de la misma, no ha tenido consideración alguna. En Vicálvaro vencieron los de la reina, y en Madrid se tuvo la sensación de que habían triunfado los revolucionarios: en Vicálvaro fue derrotado O´Donnell, y éste se retiró tranquilamente para ir a Aranjuez y, allí, con su Estado Mayor, beberse las botellas de champán que tenía guardadas en su bodega el tan odiado Salamanca.

    Madrid no quiso enterarse de la realidad. Y como no eran creídas por los madrileños las noticias oficiales –igual que si aquello de «mientes más que la “Gaceta”» hubiese llegado a tener la sanción pública–, los rumores propalados por los revolucionarios eran el pan diario de todo el pueblo. Se cuenta que una joven damita, quien con su acompañante pasaba por la Puerta del Sol, quiso que la dueña comprara a un ciego una de las hojas con noticias sobre las ocurrencias en España, según la verdad oficial, y que un hombre del pueblo, envolviendo en una galantería el veneno de la suspicacia sobre lo que contaba el Gobierno, dijo a la damita: «Señorita, me da lástima verla a usted estropeando sus lindos ojos leyendo esas mentiras».


    Asaltos

    Y por fin, estalló la tormenta. La casa del conde de San Luis, en la calle del Prado, esquina a la del León, fue asaltada y los muebles todos: mesas, camas, sillas, cuadros, espejos, arrojados a las llamas. La de Salamanca, en la calle de Cedaceros, sufrió igual suerte, y los muebles, ricos y elegantes, su rica galería de cuadros, sus tapices y alfombras, fueron echados a la hoguera, y las vajillas, de oro y plata, saqueadas por las turbas. La esposa de Salamanca se libró de aquella desenfrenada multitud gracias a que un extranjero, defendiendo la puerta de la alcoba de la esposa del banquero, dióle tiempo a ésta para que, con sus hijos, saliera por una puerta excusada. En otro lugar, la esposa y las hijas del ministro de Hacienda, Domenech, se vieron obligadas a salir a la calle a medio vestir, entre los insultos de la plebe, contemplando, atemorizadas, la hoguera que consumía sus bienes. La casa del conde de Vista Hermosa fue también saqueada; la del conde de Quinto, iluminada por la hoguera en que se consumían sus ricos cuadros y bellos tapices. El palacio de Doña María Cristina, defendido por soldados de la Guardia Real, fue asaltado por las mujeres, que consiguieron entrar en él, las cuales hicieron volar entonces por el aire los costosos muebles y espejos para encender otra hoguera, en la que ardió cuanto había en el edificio.

    No hay que decir cómo anduvieron las personas acusadas de corrupción por la voz pública. Doña María Cristina pudo refugiarse en Palacio, los demás ministros y personajes lo hicieron donde pudieron. Los más afortunados, en Embajadas, en una de las cuales, preso de fiebre tifoidea, falleció el tierno infante don Fernando. Todos temían por la vida y abandonaban sus bienes en manos de los revolucionarios.

    Siguieron las jornadas en que el llamado ministerio «Metralla» intentó dominar la revolución en Madrid, jornadas en las que hizo el papel de héroe de las barricadas el torero «Pucheta», asesino del enfermo e inválido ex jefe de Policía don Francisco Chico.


    Revolución

    Por fin, la revolución triunfó. Los liberales progresistas sustituyeron a los liberales moderados. Gran satisfacción para los primeros, pero no para todos. Cuéntase que en la calle del Carmen se levantaba una formidable barricada, y, junto a ella, estaban las puertas de un gran almacén. Un tendero de aquella vecindad, en voz alta y frotándose las manos, decía: «¡Gracias a Dios que, al fin, somos libres!». A lo que un vecino, también tendero, agregaba, pero en voz baja: «Muy libres, sí; pero no vendemos nada». Y era que, en realidad, aquellas jornadas revolucionarias y la inquietud que las precedió había retraído a los madrileños. «¡Caramba! –decía otro tendero de la misma calle del Carmen–, si esto sigue, podremos cerrar las tiendas. Todo está cubierto de polvo y no ha aparecido ni un solo comprador en los últimos diez días». Tal fueron las jornadas revolucionarias, con la huida de los más destacados moderados. Razón tenía aquella dama inglesa cuando, en una reunión aristocrática, decía: «Es indudable que todos los hombres públicos de España debieran aprender gimnasia», y recalcando esta opinión añadía: «No hay un solo hombre de nota que haya dejado alguna vez en su vida de tener que huir con grandísimo riesgo, gateando los tejados, bajando por cañones y chimeneas y haciendo otras habilidades dignas de Grimaldi».

    Y tenía razón la dama: Grimaldi, el famoso acróbata, venía siendo imitado por nuestros políticos: conspiradores, la víspera; revolucionarios, al día siguiente; ministros, ayer; fugitivos, hoy, en la España de 1854. No había político que no hubiese tenido que salir haciendo acrobacias por sitios inverosímiles, para huir del populacho o de la Policía. Porque, en verdad, la revolución de julio comenzó gateando O´Donnell para escapar de los que le perseguían, y acabó gateando el conde de San Luis y el duque de Rivas para escapar de los revolucionarios.


    Melchor Ferrer

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    Re: La Revolución de Julio de 1854 (Melchor Ferrer)

    Fuente: Informaciones, 27 de Julio de 1954, página 5.


    LA REVOLUCIÓN DE JULIO DE 1854

    «El Padre Cobos» satirizó el Bienio

    «Si tuviéramos la suerte de que el duque de la Victoria se marchase a Logroño, ¿cuál sería entonces el pendón del partido progresista?»

    3




    Triunfante la Revolución de julio, siguió un período que se denomina el Bienio, durante el cual los hambrientos de la víspera fueron a saciarse en el banquete del Poder. Porque, en realidad, si mal anduvo la ética política en tiempo de moderados y «polacos», mal andaba en los días de los progresistas. Y si un banquero, Salamanca, fue el gran agiotista de los moderados, otro banquero, Sevillano, vino a ser el representante de los esparteristas. Y como todo andaba por igual en orden a la cuestión crematística, pudo escribirse que con el traje de Arlequín «se reciben bromas moderadas de seis mil duros, y bromas progresistas de ciento veinte mil reales».

    Esto nos lleva a «El Padre Cobos», periódico en el que escribieron ingenios de nuestra literatura, con gracejo y con fina intención, poniendo en solfa a los hombres y a los hechos del Gobierno del Bienio. Si se puede decir, sin exagerar, que «El Murciélago» fue el periódico de la Revolución de julio, con no menos razón se puede dar como característica del Bienio al «Padre Cobos». Éste, mejor escrito que aquél, empleaba su sátira diciendo sus verdades a todos los españoles; y puede asegurarse, sin miedo a engañarnos, que la misma mano que había buscado la hoja volandera del «Murciélago» con no menos avidez buscaba los números del «Padre Cobos».


    ATAQUES A ESPARTERO

    Las «indirectas» del «Padre Cobos» eran comentadas por su fácil y penetrante ironía: «Los bienes de la Iglesia continúan cambiando de dueños. De la capilla real ha desaparecido un relicario de valor considerable». Y refiriéndose a Espartero escribía: «Comprendo el desdén con que miran los demócratas la cabeza, desde que me ha ocurrido este raciocinio: mi cabeza no me sirve de nada, luego las cabezas están de más sobre los hombros». Habiendo sido nombrado ministro de la Gobernación don Patricio de Escosura, decía el «Padre Cobos»: «Damos el parabién a los patriotas, porque ya tienen un ministro patricio. Damos el pésame al país, porque este patricio es don Patricio de la Escosura». Un diputado, el señor Arias Uría, había dicho en las Cortes: «Así, o asao»; y comentaba el satírico periódico: «Al oírle Santacruza ha debido exclamar: ¡Qué “haiga” quien hable “asina”!... Por fortuna, el ministerio tiene un académico de la Lengua para enseñar a entrambos que se debe decir: “así o asado”. Pongamos un pavo delante de la última palabra y acabará esta indirecta exactamente por donde tuvo principio». Refiriéndose con esto a que comenzaba con el nombre de Arias Uría.

    Espartero había dicho en un discurso: «El burro, por ejemplo, no es progresista. ¿Y por qué, señores? Porque tiene pezuñas y piel dura, con pelo, y, por consiguiente, no tiene necesidades». A lo que contestaba el «Padre Cobos»: «¿Dónde ha aprendido el duque de la Victoria que los burros no tienen necesidades? ¿Por ventura no los ha visto comer? En todo caso serán los progresistas que no piden destinos». Recogía otro disparate de Escosura con las siguientes palabras: «Dijo el señor Escosura, en la sesión del viernes, que era amigo de cierto diputado “desde antes de nacer”. Este atrevido rasgo oratorio tiene una explicación natural, porque aún no se había votado la proposición de censura contra S. S. Horas después, debió exclamar el señor Escosura, para completar su pensamiento: “¡Hoy he nacido!”». En su intención contra Santa Cruz escribía el «Padre Cobos»: «La media lengua de Santacruza ha servido de ocasión al siguiente pensamiento financiero: La situación tiene los pies en la cabeza, luego las medias deben ser gorros de dormir».


    TEMAS ECONÓMICOS

    También al estado económico del país hacía referencia el «Padre Cobos»: «Antes se fugaban los presos de las cárceles: ahora se fugan de las oficinas del Estado. De la Tesorería de Gerona se han fugado veinticinco mil duros llevándose al tesorero. Los caudales públicos deben ser enemigos de la libertad, porque están haciendo huir a algunos progresistas».

    Acerca de la subida de precios de las subsistencias escribía: «¿Siente usted pasos en la escalera? Pues es que está subiendo el pan. No sé qué cuarto busca, pero ya está en los quince. Todavía puede subir más, porque aún no ha llegado a la altura del duque de la Victoria»; y otro día, felicitando al marqués de Albaida por el triunfo que iban obteniendo sus ideas democráticas: «Empieza a realizarse la emancipación de los negros. El carbón ha subido un real más».

    Cierta martingala ocurrida en Cardona hizo escribir a los chispeantes redactores del periódico moderado: «Si el “Padre Cobos” fuera la “Corona de Aragón” referiría que varios jefes de la milicia de Cardona han percibido setenta mil reales de la Administración militar, falsificando listas de nacionales movilizados que nunca han salido de sus casas».

    La saña de los redactores del «Padre Cobos» contra los progresistas se expresaba perfectamente al comentar una frase de Escosura: «Averiguado que el hombre es un animal progresista, los anales de la situación empiezan en las fábulas de Esopo». Por lo que repetía en otra fecha: «Siendo el hombre un animal progresista, la política queda reducida a cuestiones de pasto».


    ANUNCIOS

    También tenía su sección de anuncios, y en ella se leía: «Se necesita un sombrero para cubrir el déficit»; o bien se prometía así: «¡40.000 reales! Se ofrecen al que resuelva la siguiente duda: Si tuviéramos la suerte de que el duque de la Victoria se marchase a Logroño, ¿cuál sería entonces el pendón del partido progresista?». Y anunciando un supuesto periódico que decía iba a publicarse, en el prospecto escribía: «La Revolución de julio ha llegado a demostrar que puede haber Gobierno sin cabeza; pero no a destruir este principio de nuestra existencia: la cabeza es la base fundamental del sombrero y la peluca».

    Publicaba versos el «Padre Cobos». A pesar del tiempo transcurrido, todavía se siente la chispa de los autores: «Patriotas, la panza – nos llama al festín. – Hambrientos y alegres – al Prado volemos – y allí venceremos – al bando servil. – Sedientos y alegres, -- venid, liberales – traed doce reales – cuchara y fusil».

    Las indirectas del «Padre Cobos», los anuncios, los artículos y los versos excitaban a los fiscales de imprenta, y al llegar al ministerio Escosura, éste ofreció acabar con el periódico satírico. Con denuncia tras denuncia el «Padre Cobos» veía propagarse sus escritos por toda la Península. Si lo denunciaban, tenía que rehacerse el número para quitar el escrito incriminado, pero los ejemplares afectados por la censura corrían de mano en mano también. Los lectores provincianos no tenían facilidad para adquirirlos; mas si era absuelto el escrito, se publicaba, y si no, se imprimía en suplemento la defensa que se había hecho ante el Tribunal de Imprenta: en ella estaban los párrafos objeto de la sanción: también se enteraban.


    HIMNO DE LOS DIPUTADOS

    Entre la interesantísima colección de estos suplementos es digna de recordar la que el joven poeta don Adelardo López de Ayala hizo de unos versos que formaban el himno de los diputados constituyentes, empeñados en prorrogar la existencia de las Cortes del Bienio. El coro de ese himno era así: «¡Que nos van a quitar el oficio! – ¡Sostened, chascanautas, la lid! – ¡Cortes hasta el día del juicio! – ¡Cortes, Cortes que no tengan fin!».

    López de Ayala se presentó modesto ante el Tribunal: «Yo no puedo prestar a mis palabras la autoridad que han dado a las suyas los ilustres oradores que en este sitio me han precedido; yo no soy diputado constituyente; yo no soy hombre político; yo no soy… ¡Asombraos! ni siquiera soy abogado». Y como en los versos se decía que era bueno ser constituyente, razonaba López de Ayala de la siguiente forma, negando que fuera subversivo el pensamiento: «En cuanto a si es bueno o malo ser constituyente, puede el caballero fiscal aún preguntárselo a unos 200 diputados que cobran el sueldo del presupuesto. Y si a éstos no, porque su voto pudiera parecer algo parcial en favor mío, al diputado que viene sólo con el noble deseo de hacer el bien del país: aun ése mismo vemos que se desvela y afana por ser elegido, y aunque el cargo no es obligatorio nunca le suelta, luego el “Padre Cobos” tiene razón al exclamar: “¡Es muy bueno ser constituyente!”». Y como en otros versos se leía: «Porque superabundantemente – es mejor que ser Constitución», López de Ayala defendía tal opinión con las siguientes palabras: «¿Hay alguno de nosotros que entre ser constituyente o Constitución no eligiera lo primero? Yo de mí sé decir, que a ser constituyente acaso me resignaría; a ser Constitución, ¡jamás!. Me vería infringido, vería suspensas mis garantías protectoras, me vería violado y hasta defendido por caballeros fiscales».

    La labor del «Padre Cobos» también ha quedado en la historia de España; y si una marea de cieno y lodo acabó con el régimen moderado en 1854, una carcajada general terminó con el Bienio progresista de 1856.


    Melchor Ferrer

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    Re: La Revolución de Julio de 1854 (Melchor Ferrer)

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: Informaciones, 28 de Julio de 1954, página 5.


    LA REVOLUCIÓN DE JULIO DE 1854

    Consecuencias de la REVOLUCIÓN

    Una vastísima conspiración carlista y la caída de Doña Isabel

    Mientras los políticos se disputaban las migajas del festín político, las gentes honradas se fijaban en el conde de Montemolín

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    Si entre los que han escrito sobre la Historia de España del siglo XIX hubiese habido alguno que no se hubiera limitado al episodio o la efemérides, se hubiera ya dicho, y sería vulgar, que la revolución de julio de 1854, pobre y mezquina como fue e impotente para dar una Constitución, tuvo influencia tan grande en los acontecimientos posteriores que no puede compararse en este aspecto con ninguna otra revolución, ni siquiera la de septiembre de 1868.

    Fue como caja de Pandora de donde salieron males incalculables. Para los progresistas resultó su último ascenso en los Gobiernos de doña Isabel, lo que les llevó luego a los sangrientos episodios del cuartel de San Gil y a la revolución de septiembre. De la Unión Liberal, surgida en la revolución de 1854, procedió la Restauración borbónica con todas sus secuelas. Los republicanos iniciaron su actuación entre aquellos abigarrados demócratas de las Constituyentes de 1854. Y hasta al partido carlista alcanzaron tantas desgracias.

    Había ocurrido algo sumamente curioso. Y era que, mientras los políticos se destrozaban entre sí disputándose las migajas del festín político, las gentes honradas, sinceras y amantes de España habían ido fijando sus ojos en el conde de Montemolín, por donde el carlismo vino a ser para ellas el arca de salvación ante el sufragio que veían inminente. Y tras las personas honradas entraron también otras que habían sido incriminadas, dándose el caso portentoso de que surgiera de la revolución de julio una vastísima conspiración carlista donde andaban mezclados realistas isabelinos, moderados históricos conservadores, «polacos», esparteristas y hasta gentes de la misma Unión Liberal. Conspiraban así en favor del conde de Montemolín desde la reina, aunque parezca mentira, y el rey consorte, que no lo parece, hasta elementos de siempre separados de las actividades políticas, pasando por ministros, capitanes generales y jefes políticos de todos los colores. Allí, Fernández de Córdoba, que había ametrallado a los revolucionarios de julio, se codeaba en la conspiración con Garrigó, herido entre los revolucionarios de Vicálvaro. El rígido conde de Clonard, al lado de Prim; carlistas convenidos en Vergara, como el duque de Pastrana, a la vera de jefes liberales que habían hecho la guerra contra los carlistas. El Ejército, la Marina, el Clero, la Alta Banca, la aristocracia, se dieron cita ante la persona del conde de Montemolín, como si los empujaran aquella voz de Aparisi y Guijarro, cuando en el Congreso decía: «Mas los tiempos no han llegado y se espera al hombre todavía. Y vendrá, no lo dudéis; se ignora el tiempo, si antes o después de la revolución… Pero se sabe que vendrá». Y todo aquel movimiento se tradujo para el carlismo años más tarde en el episodio de San Carlos de la Rápita, cuyo resultado fue el cuerpo de Ortega atravesado por las balas y Carlos VI muriendo poco después en el Extranjero.


    CAÍDA DE DOÑA ISABEL

    Mas también tuvo otra consecuencia la revolución de julio: la caída de doña Isabel. A los catorce años de la misma, la reina salía para el Extranjero, diciendo que había creído tener más hondas raíces en el país. No le quedaban defensores, y su hijo iba a tener luego por mentor el mismo hombre que, según es fama, escribió las hojas volanderas de «El Murciélago», el mismo que preparó la sublevación del Cuerpo de Guardias, el mismo político que redactó el manifiesto de Manzanares, cuyas últimas palabras eran: «Al banquillo de los reos los restauradores de los frailes». Es decir, don Antonio Cánovas del Castillo.

    Inútil fue la diversión que le había salido bien a O´Donnell para centrar el patriotismo español en la cuestión de la guerra de Marruecos de 1859 a 1860, ya que gracias a la inteligencia de Prim, le fracasó la intentada más tarde en Méjico; y fracasó de nuevo en aquella guerra del Pacífico, de la que España sacó una frase de Méndez Núñez y el suicidio del almirante Pareja. La revolución de julio había dejado gérmenes en el alma del pueblo español, y por eso toda la Historia de España desde 1854 hasta 1936 lleva el signo de aquella subversión que comenzó con la traición de un general y siguió con «Pucheta» en las barricadas de Madrid.

    Por eso digo que no se han sabido ligar los efectos a las causas en la Historia de España del siglo XIX. De haberlo hecho así, aquella ridícula y mezquina revolución de julio no la consideraríamos una mera efemérides en la historia, sino como algo tan trascendental que rigió la vida oficial de todo el resto del siglo XIX y el primer tercio del actual.

    Nadie pensaría, entre las truculencias del «Murciélago» y las carcajadas del «Padre Cobos», que entonces se estaba forjando una triste España que de vez en cuando prendería las luminarias de los incendios de los conventos, presidiría más tarde el hundimiento de los restos de nuestro Imperio colonial, nos sujetaría al servilismo en la política exterior y entregaría la interior a la mezquindad del caciquismo, que sirvió de artilugio a la etapa de la Restauración.


    Melchor Ferrer

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