… “todo ha sido posible gracias al «consenso», o sea, la componenda, el chanchullo y el contubernio entre todos los partidos políticos del Parlamento actual. Ni la supresión de la religión, ni la división de la Patria, ni la pulverización de la enseñanza, ni el destierro del idioma español han suscitado la menor oposición en nadie. Todos han entrado en el pasteleo, sin vergüenza ni reparos…


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FUERZA NUEVA, nº 599, 1-Jul-1978

La Constitución

VIRTUALMENTE ya tenemos Constitución, si el Rey no la anula por anticonstitucional, como han demostrado algunos juristas. Porque no creo que el pleno del Congreso, ni el del Senado, ni el referéndum la recusen, como fuera de desear.

Tanto es así, que ya los ilusos liberales y, mucho más, por supuesto, los marxistas, a quien favorece el texto más que a ninguno, han gritado «marchemos juntos por la senda de la Constitución», frase que no tienen rubor en suscribir, aunque fuese Fernando VII quien la pronunciase.

Y todo ha sido posible gracias al «consenso», o sea, la componenda, el chanchullo y el contubernio entre todos los partidos políticos del Parlamento actual. Ni la supresión de la religión, ni la división de la Patria, ni la pulverización de la enseñanza, ni el destierro del idioma español han suscitado la menor oposición en nadie. Todos han entrado en el pasteleo, sin vergüenza ni reparos. No creo, pues, que vaya a haberlos en el Senado, aunque alguien nos diga que Olarra, Celada, Sánchez Agesta y Primo de Rivera pueden ser objetores. Sería un milagro.

Tres clases de Constituciones suelen darse: la otorgada, la impuesta y la pactada. La primera, la concede el jefe del Estado, la segunda la imponen las Cortes o el Parlamento de espaldas al jefe del Estado y la última es la que nace del pacto entre parlamentarios y el jefe del Estado. ¿A cuál de las tres pertenece esta de 1978, heredera de todas las que nacieron a raíz de la de 1812 en Cádiz? Pintorescamente, a ninguna y a las tres, y eso la hace más absurda. No ha sido pactada, porque el Rey no ha tomado parte en su elaboración; no ha sido impuesta, porque las Cortes no son constituyentes y no están facultadas para ello, y no ha sido otorgada, porque no ha nacido de la Magistratura Suprema de la nación.

Pero aquí viene la paradoja y el otro absurdo: es otorgada, porque surge arbitrariamente; es impuesta, porque su texto viene de París —¿llega Giscard a darle el visto bueno?—, y nadie se ha opuesto a sus conculcaciones éticas y jurídicas, y es pactada, porque ha nacido de una confabulación y pacto que explica el que el más responsable de ello, el presidente de la Comisión redactora, señor Attard, haya dicho que es una Constitución «transaccional», o sea, un negocio de tratantes, de toma y daca, de compraventa.

TODAS las Constituciones españolas han tenido mal comienzo y peor final. Ya la de 1812, con todo su religioso proemio, dio paso a la «soberanía popular», antítesis de su principio básico, por lo que bien pudo decirse que si el pueblo español había ganado la Guerra de la Independencia a Napoleón, perdió su paz en esa Carta Magna que dio entrada a las corrientes liberales que trajeron los invasores extranjeros. Es lo que explica el maremágnum del siglo, con sus guerras civiles, revueltas, revoluciones, pronunciamientos y agitación continua, pues incluso los héroes de aquella epopeya popular se hicieron defensores del liberalismo y murieron en el patíbulo por lo que en guerra combatieron. Incongruencia suma.

Yo no sé qué apelativo o apodo le darán a esta Constitución; si será más feliz que «la Pepa» o «la Pitita» primera. En principio, a mí me parece la «reoca», y nacida en la más absoluta frivolidad e irresponsabilidad, fruto de un absoluto analfabetismo lingüístico, social, histórico, moral y religioso. Pero ahí está. Dispuesta a ser regla o canon para los politicastros de nuestros días. Vehículo ideal para seguir fraccionando a España y reducirla a tribus de turdetanos, vacceos e indigetes, en un retroceso de siglos.

Como estamos en una nueva época de «resellados» (chaqueteros y tránsfugas del siglo pasado), puede que a ésta sucedan otras Constituciones, en una danza similar a la de tiempos atrás. Es lo propio de épocas de transición, pero yo creo, con Donoso Cortés, que no estamos en tiempos de transiciones, sino de desenlaces. Ese es el error de los políticos. Y, por eso, no serán ellos los que construyan el futuro, sino los que lo destruyan.

Pedro RODRIGO