Comentario de Jaime Tarragó a un estudio sobre Balmes de Gonzalo Fernández de la Mora
Revista FUERZA NUEVA, nº 428, 22-Mar-1975
BALMES, LA SALVACIÓN IMPOSIBLE DE UNA ESPAÑA
(por JAIME TARRAGÓ)
El fracaso de sus postulados precipitó a la nación a la senda demoliberal
( El 9 de julio de 1974, en el Salón de la Columna, del Ayuntamiento de Vich (Barcelona), Gonzalo Fernández de la Mora pronunció la conferencia conmemorativa en memoria de Balmes bajo el título “La crítica balmesiana del Estado demoliberal”. Digamos de antemano que el análisis es certero y aleccionador. Permítasenos decir que del talento de Fernández de la Mora esperamos trabajos de tal enjundia y todavía más. De Balmes, como político, se pueden estrujar horizontes todavía más exhaustivos. Y si Fernández de la Mora no estuviera condicionado por ciertos prejuicios positivistas, todavía habría podido ahondar más felizmente en el acervo balmesiano.
Como sea, pocas veces, en el decurso de estas celebraciones, se habían sentado con más eficacia y solidez, sin complejos ni prejuicios, algunas de las paredes maestras de la obra política de Jaime Balmes. Dice muy bien Fernández de la Mora que «Balmes no fue un político “sensu estricto”, sino más bien un intelectual en la política». Claro es que Fernández de la Mora sitúa espléndidamente a Balmes como mente lúcida, objetivo, ecléctico en sus soluciones, independiente. Por lo mismo, Balmes percibió más que nadie la falsedad de la constitución doceañista y la impopularidad de todo el liberalismo.
Lo que no se aclara en este trabajo -porque no era su meta ni su temática- es que el empeño de Balmes -acabar con el pleito dinástico mediante la boda de Carlos VI y doña Isabel, y la asunción del pensamiento tradicionalista para la nueva monarquía- era un imposible. La historia debe comprobar, una vez más, que no caben pactos entre principios contradictorios. Y el liberalismo jamás podía conciliarse con el tradicionalismo que, en la legitimidad carlista, tenía su órgano jurídico y popular).
* * * *
Que los derechos de la legitimidad carlista eran claros, lo reconoció doña Carlota, la que en el lecho de muerte coaccionó a Fernando VII para que aboliera la Ley Sálica. El historiador Carlos Constante, en «San Carlos de la Rápita», nos ofrece este testimonio tan dramáticamente elocuente: «Una verdadera hipocondría fue minando paulatinamente su existencia, hasta que viéndose próxima a las puertas de la Eternidad, en donde había de rendir estrecha cuenta de los actos de su vida, llamó un día a su hijo, don Francisco de Asís, y le reveló su funesto proceder: “Has de saber, hijo del alma -le dijo doña Carlota-, que el remordimiento roe despiadado mi conciencia. Azorada estoy de día y de noche; o bien atormentada por horrorosas pesadillas, o bien desvelada, torturada siempre por fatídicos recuerdos que pesan sobre mi cerebro cual inmensa mole de plomo. Si de noche no duermo, de día no descanso; siempre, siempre, como la sombra a mi cuerpo, me acompaña el recuerdo de un hecho que, exaltando mi imaginación, me hace ver con los ojos de mi apesadumbrado espíritu la espada de la justicia que conturba mi paz y, amenazante, veo blandir sobre mis sienes, viendo alrededor de ella una fatídica inscripción con letras de fuego que dice que si no reparo el mal que he cometido, próxima a dejar esta miserable vida, en la Eternidad, con su afilada punta, recibirá mi alma la muerte eterna en castigo del... ¿por qué no decirlo?, acto injusto que yo cometí en los últimos momentos de Fernando VII... Con la conciencia en la mano te digo que a don Carlos se le usurpó el trono que por derecho divino le correspondía; de consiguiente, deseando morir arrepentida y en la gracia del Señor, te encargo, y has de jurarlo solemnemente, cumplir mi última voluntad, haciendo cuanto esté de tu parte para disuadir a doña Isabel de la creencia que los masones le han imbuido de que es la reina legítima de España, y ambos a dos no dejaréis un instante de trabajar para que el primogénito de don Carlos ocupe el trono que yo, miserable de mí, contribuí se usurpara a su señor padre”».
El profesor Canals
Con toda razón, mi amigo el profesor Francisco Canals ha podido escribir: “En el ambiente de los ministros absolutistas de Fernando VII surgieron los sentimientos y las intencionalidades que tenderían a desplazar del trono a don Carlos, el hermano del rey. Este antitradicionalismo, anticipado y funestamente clarividente de los últimos años del reinado de Fernando VII, pudo ser uno de los factores decisivos en la esterilidad de los voluntarios realistas, en el momento de plantearse con la cuestión sucesoria la trágica lucha de siete años en que la España tradicional iba a ser vencida, mediante la traición de Maroto, por la alianza entre la Revolución y el trono isabelino. El fracaso de Balmes era obviamente previsible, si esta alianza era natural. No cabe duda que, en su apariencia monárquica, la causa cristino-isabelina debió mucho a la casi unánime adhesión de la grandeza de España. Ahora bien, supuesto que esta grandeza se había penetrado del espíritu de la Ilustración, habría que concluir que la alianza entre la Revolución y el trono isabelino no era tan accidental ni paradójica como han querido suponer a veces algunos tradicionalistas leales a la dinastía liberal. Muchos preveían la imposibilidad de la solución balmesiana. Así. Vicente Pou, en 1843, y también la princesa de Beira, que por ello desaconsejaban la abdicación de Carlos V. Pero esta abdicación se produjo y el conde de Montemolín dirigió al país un manifiesto redactado por Jaime Balmes. La puerta se cerró por el lado isabelino. No es algo extraño ni desconcertante, si se piensa qué abismo había que superar”.
La devastación española del siglo XIX, la Semana Trágica, la huelga general de 1917, el 14 de abril de 1931, todas las miserias, sangre y vergüenzas de la II República española, en el siglo XX, fueron la consecuencia de aquella Restauración y de la vía muerta en que, providencialmente, se empeñó Balmes para que quedara una prueba fehaciente para todos los siglos de que el principio de contradicción, también en política, es eternamente válido. Y que, por tanto, la sabiduría orgánica del tradicionalismo jamás puede enmaridarse con el liberalismo. Aunque tenga por valedor a todo un Balmes, con la más alta prosapia intelectual y las soluciones teóricamente perfectas en la apariencia de los acontecimientos.
El tríptico del desastre
Fernández de la Mora, tras esta composición de lugar, queda luminosamente inteligible en la exposición de referencias estelares del sistema político de Balmes. Nos resume lo que Balmes escribió sobre el sufragio universal y el parlamentarismo. Y Fernández de la Mora, en apretada lógica, sintetiza certera y expositivamente:
“Balmes sólo conoció el sufragio restringido censitario, puesto que el universal no se implantó hasta 1868. El decreto de 20 de mayo de 1834, desarrollo del Estatuto Real, concedía el derecho de voto a sólo 16.029 españoles, que representaban el 0,15 por 100 de la población. Posteriormente el decreto de 24 de mayo de 1836 amplió el cuerpo electoral a 65.067 ciudadanos, que representaban una cifra entre el 0,5 y el 0,6 por 100 de la población de España. La ley de 20 de julio de 1837 dio un paso más. Y la ley de 18 de mayo de 1846 elevó el censo hasta 97.000 electores (alrededor del 1 por 100 de la población), de los cuales sólo emitieron el voto 64.548 en los últimos comicios que presenció Balmes. Era, pues, una minidemocracia. El escepticismo balmesiano sobre el principio mismo del sufragio era considerable: Cuando vemos a ciertas personas, cándidas en extremo, imaginándose que en las urnas electorales está todo nuestro porvenir parécenos contemplar una de aquellas escenas supersticiosas, en que un iluso se entrega á sus combinaciones de letras y de signos para adivinar los sucesos futuros.
Pero todavía eran mayores sus dudas sobre la pureza electoral: La voluntad de los pueblos, ¿quién os podrá decir que el resultado de las urnas la expresa genuinamente? Cuando se verifica la elección, todos los partidos se achacan recíprocamente intrigas y cohechos. Y llega a afirmar: En todas las épocas se ha notado que la mayoría de las Cortes ha salido, a poca diferencia, del color que el Ministerio deseaba. La decisiva influencia de los Gobiernos sobre los resultados electorales es una constante bien conocida del siglo XIX español. Y junto al fraude, denuncia la indignidad de las campañas electorales: Es necesario no haber visto nunca de cerca esas cosas para ignorar que el medio más seguro para no acertar en la elección es el de dar importancia, ni aun mediano crédito, a lo que escriben plumas interesadas. La conclusión es francamente desfavorable: La ignorancia y la malicia falsean, pues, por su base el derecho electoral; la libertad política por él expresada pesa en la balanza de la razón mucho menos de lo que se cree.
Pero Balmes no es partidario del puro y simple retorno a la Monarquía absoluta. Desea integrar en la tradición el espíritu del tiempo, e incorporar a los estamentos clásicos una representación de la burguesía. Balmes se pronuncia en favor de un sufragio por distritos, en el que sólo serían electores un cierto número de vecinos, mayores contribuyentes. Propone, por ejemplo, que para una población de hasta 100.000 habitantes ejerzan el derecho de voto 128, es decir, un 0,13 por 100. Tampoco era Balmes muy entusiasta del parlamentarismo. El principio mismo le parece problemático: La infecundidad de la discusión para todo lo que sea gobernar es un hecho enseñado por la razón, probado por la historia y confirmado por la experiencia... De una reunión de hombres estimables por su sabiduría y discreción puede muy bien resultar una asamblea insensata. A esta objeción lógica se une la histórica: Si las Cortes no han de ser otra cosa que una arena donde luchen la ambición y demás pasiones o, cuando más, un liceo donde ostenten sus talentos y saber algunos oradores ilustres, sin que de tanto aparato descienda hasta los pueblos una sola gota de provecho, bien claro es que todos los hombres que no estuviesen interesados en figurar dirían para sí: ¿de qué sirve todo eso?
La fórmula de Balmes era una Cámara alta de obispos, próceres hereditarios, grandes propietarios y notables; y una Cámara baja, integrada por propietarios con rentas procedentes de bienes raíces y superiores, a 20.000 reales anuales. Según Balmes, la función de las Cortes debe reducirse a otorgar los tributos a intervenir en los negocios arduos. No están, pues, concebidas ni como depositarías de la soberanía, ni como fuentes de toda decisión legítima, sino como custodios del patrimonio colectivo y voz cualificada en coyunturas de excepción. El esquema balmesiano de la representación suponía una aproximación de la fórmula moderada a la tradicionalista. Y no era una posición dictada por dogmas apriorísticos, sino por la práctica electoral y parlamentaria desde 1812.”
Calcúlese el atraso mental que supone a estas horas [1975] la presencia fantasmal, entre cenas y comidas pantagruélicas, de brujos que nos presentan el sufragio universal y el parlamentarismo como la última palabra de la modistería europea. Sin descuidar los derechos humanos del divorcio y del aborto...
Los partidos políticos y la neurosis consiguiente
Fernández de la Mora repasa el origen, relativamente contemporáneo, de la plaga que representan los partidos políticos. Trancribimos sus propias palabras:
“Los partidos políticos españoles tienen su origen en la división entre realistas y liberales que se produjo en las Cortes de Cádiz. Pero, a diferencia de lo que sucede en otros países, nuestros partidos no se consolidan; unos se extinguen, aparecen otros nuevos, y se suceden las integraciones y fragmentaciones... Los protagonistas de los acontecimientos que Balmes enjuicia y trata de encauzar son los partidos y sus hombres. De ahí que Balmes les dedique cientos de páginas. Los partidos no son su tema monopolístico; pero sí el predominante en sus escritos políticos. La descripción balmesiana del sistema es casi tenebrosa, y los juicios de valor son extraordinariamente negativos. El reproche inicial es el de la fragmentación... Por eso acusa a sus dirigentes de predicar todavía más odios, todavía más rencores, todavía más división y subdivisión de los partidos, todavía más obstáculos a la reconciliación de los españoles, todavía nuevas denominaciones que caractericen y eternicen las banderías... Una primera consecuencia de la fisión partitocrática es la flaqueza... Y es precisamente la debilidad la que engendra la violencia... Contrariamente a lo que predican los demagogos, el debilitamiento del poder no ensancha el ámbito de libertad del ciudadano; lo cierto es que la debilidad inclina a la arbitrariedad y el despotismo, dos vicios muy característicos de los partidos en crisis. Balmes niega representatividad a los partidos, como consecuencia del sistemático fraude electoral; pero, además, porque degeneran en oligarquías. Es lo que él llama el monopolio de las pandillas que alternativamente han gobernado al país. Los intereses nacionales quedan al margen. El pandillaje es una compañía de seguros mutuos: la fórmula del contrato es apóyame y te dejaré hacer. Pacto sencillo; pero peligroso. Y se llega a esta situación precisamente porque las oligarquías de los partidos carecen del apoyo de la nación. La representatividad del sistema es una ficción. No es verdad que los partidos sean portavoces del pueblo, son instrumentos para que un grupo conquiste el poder... Balmes saca las consecuencias: los partidos están desprestigiados porque todos han sido impotentes para labrar nuestra prosperidad, para asegurar nuestro sosiego; ya no les bastaría reorganizarse. La consecuencia de su fracaso ha sido la inestabilidad política: anarquía gubernativa permanente, anarquía popular intermitente, gobierno de pandillas, esfuerzos periódicos para destruirlas, un desgobierno continuo, y una revolución todos los años... Inestabilidad no entrópica, sino dinámica, constantemente renovada... Es decir, que los partidos son, al fin y a la postre, los responsables máximos, los verdaderos protagonistas de la desventura nacional, o lo que, con incisiva metáfora, llama Balmes la pila galvánica que provoca la conmoción ficticia, improvisada y engañosa de España”.
Diagnóstico
Fernández de la Mora capta agudamente la enfermedad social de la politización llevada hasta el frenesí. Es un aspecto del diagnóstico balmesiano que, quizá por primera vez, ha sido detectado específicamente. Fernández de la Mora engloba así la tesis de Balmes con sus propios y conocidos postulados:
“La propuesta balmesiana está en la línea de la eficacia tecnocrática, algo que hasta entonces no habían producido, ni siquiera excepcionalmente, las instituciones demoliberales. Con ello el filósofo vicense se anticipaba en más de un siglo a la moderna ciencia política. No son peroratas lo que necesitan los pueblos para ser felices, sino buen gobierno, buena administración... Frente al procesalismo u obsesión constitucionalista, Balmes pide buena administración; frente al retoricismo, pragmatismo utilitario; y frente a los politicastros, expertos. Es la posición en la que luego se situará Joaquín Costa; pero que no encontrará fundamentación teórica y su realización hispana hasta la segunda mitad del siglo XX”.
Balmes, en la primera mitad del siglo XIX, ya evaluaba la imposibilidad fáctica del sufragio universal y el parlamentarismo, los partidos políticos y la politización maligna de todo el cuerpo social. Los hechos abonan sus razones. Y el desastre nacional de que el carlismo fuera desahuciado por mor de las sectas que dominaban totalmente el dinastismo liberal. Un historiador tan acre y antitradicional como Francisco Pi y Margall, en su “Historia de España en el siglo XIX, tomo IV, página 244, escribe: “ofrece la nueva conspiración carlista tales particularidades, que ya no es posible sustraer el espíritu a la sospecha, por no pocos apuntada, de que, ya siquiera fuese pasajeramente, halló calor en el propio Palacio de Madrid. Recordemos que más de una vez, incluso hasta por la propia María Cristina, fue el espíritu de doña Isabel atormentado de que ocupaba un trono usurpado; recordemos que la dominaban constantemente sor Patrocinio y el padre Claret; recordemos aquellas aficiones del marido de la reina por el pretendiente, y agreguemos a estos recuerdos la evidencia de la perpetua labor de los clericales en favor del que se les ofrecía garante de todo triunfo reaccionario. Eso bastará para convencernos de que pudo llegar un momento en que Isabel se sintiese dispuesta a restituir a su primo el detentado cetro. Ello es que suponen algunos escritores que doña Isabel mantuvo secreta correspondencia con Montemolín, a quien reconoció el mejor derecho a ceñir la Corona de España, y que no fue ajena a la organización del movimiento que debía justificar el cambio de monarca”.
Que fue, casualmente, la única motivación para que Balmes fracasara y de que España quedara lastimada por los grandes males que hoy, oportunamente, recuerda Fernández de la Mora.
El único desafío del futuro
Francisco Franco, en 5 de junio de 1949, en Vich, dijo solemnemente: “Igualmente que en lo económico intentamos redimir al hombre de su explotación por el hombre, lo mismo nos ocurre en lo político, en que al encauzar la colaboración pública a las tareas del Estado a través de las organizaciones naturales de la Familia, del Municipio y del Sindicato en el que el hombre vive, mantiene sus relaciones y desarrolla sus actividades, le liberamos de la esclavitud y explotación que los partidos políticos representan”.
Nuestras Leyes Fundamentales son incompatibles con el sufragio universal y su parlamentarismo, con los partidos políticos y con la obsesión febricente de la perversión politicastra. Frederick D. Wilhemsen, desde Navarra, enunciaba: “El anhelo protestante de volver a la supuesta pureza del cristianismo antiguo, la pasión revolucionaria de convertir el continente en una democracia griega del siglo V antes de Cristo, la esperanza de muchos políticos de hoy de regresar a las formas sociales y políticas del siglo XIX, todo son manifestaciones de una mentalidad ya anticuada y mortecina. Un retroceso histórico puede ser una comedia o -a lo peor- una tragedia. Pero nunca puede obedecer, al dinamismo de la historia, una dimensión temporal del ser”.
Con la doctrina de Balmes y su consiguiente fallo en la aplicación, con las tremendas y abismales discordias que han ensangrentado España en los siglos XIX y XX, sólo superadas por la energía trascendente de la Cruzada, con las Leyes Fundamentales que informan jurídicamente nuestro Estado, con las afirmaciones patentes de Franco durante su mandato, ¿qué sino y qué tiniebla se esconde en la pretensión y en el complot de volver [1975] a los partidos políticos, a las huelgas legalizadas? ¿Es que España también gime bajo los mismos poderes ocultos que obligaron a claudicar a Fernando VII y a los remordimientos inútiles de doña Carlota, de María Cristina y de doña Isabel?
Jaime TARRAGÓ
Última edición por ALACRAN; 09/04/2020 a las 21:11
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
En este enlace puede leerse el texto completo de Fernández de la Mora: "Crítica balmesiana del Estado demoliberal" (junio de 1974):
https://dialnet.unirioja.es/descarga...lo/1705368.pdf
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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