Muchos parecen estar convencidos que ante el caos real de los revolucionarios (liberales o socialistas) la verdadera y auténtica solución es la Dictadura. Esta convicción también llegó a darse entre algunos tradicionalistas no legitimistas, en incluso, como solución provisional, en la persona de Vázquez de Mella (que fue legitimista la mayor parte de su vida pública).

Sin embargo, y siguiendo la auténtica doctrina tradicional española, Luis Hernando de Larramendi nos recordó en un libro escrito en 1937 que la auténtica vuelta a la normalidad política sólo puede darse con la restauración de la Monarquía Tradicional, es decir, con la restauración en el Trono del poseedor legítimo de la potestad política española, actualmente en la oposición desde el temporal triunfo revolucionario desde 1833 hasta ahora. Y también nos recuerda, de paso, por qué la Dictadura nunca es una auténtica solución (por muy supuestamente buena que pudiera ser la persona que lo encarnara).

Fuente: FIRMUS ET RUSTICUS

Dictadura

Don Luis Hernando de Larramendi (1882-1957)
“Cuando la descompuesta violencia contradictoria de todas las tiranías revolucionarias sueltas hace ya imposible la vida social, la vida política, al hombre, la Revolución acude al poder personal: precisamente, su enemistad excesiva y temática. Pero no al poder personal abonado, justificado, determinado por la tradición y los justos títulos, sino a cualquiera, al más impreparado de los hombres, al más inexperimentado de los desconocidos, o al más desacreditado de los tiranuelos en circulación. ¡Una dictadura!


"La dictadura es
invención democrática"
La dictadura no la ha inventado ningún Papa, ningún Rey, ningún cuerpo social natural. La dictadura es invención democrática. [...] Como la democracia no sirve para gobernar, para los momentos difíciles, en que algún principio de eficacia es indispensable, porque las circunstancias no dan tregua, no esperan; se inventó la dictadura. En la Roma demagógica se instituyó con carácter legal. Todas las llamadas constituciones democráticas del siglo XIX y del siglo XX tienen la institución de la dictadura legal: eso que se llama suspensión de las garantías constitucionales. [...]


El resultado es siempre mejor que la demagogia y que la democracia, salvo cuando deliberada y decididamente es, y se propone ser, una jugada más terrible de la demagogia misma.


Es mejor, porque el gobierno personal, por el solo hecho de ser personal, ya es posible. Es ya un principio de unidad de las cosas sociales, en general, y de unidad evidente puesto que está en manos de una sola persona. [...]


Pero la dictadura no tiene verdadera unidad política. Por su misma índole, su aparición es siempre un salto. El dictador, sea quien fuere, aparece interrumpiendo su vida y tomando en ella, improvisadamente, una acción completamente distinta; la unidad se ha roto fundamentalmente. Sale de una condición y clase social determinada en la que hasta entonces ha vivido, a la que conoce más y llena su espíritu preferentemente y no puede sentir ni comprender lo mismo a las demás condiciones y clases, aun admitiendo la mejor voluntad. [...]


La sucesión está siempre abierta. Aun tratándose de un dictador genial y buena orientación, por pronto que llegue al poder es ya hombre cuajado. La misión de un dictador no es confiar su obra al porvenir, sino realizarla y aprovechando el tiempo, porque la vida es corta. Lo intenta todo, lo revuelve todo, y como la vida es demasiado breve, cuando ya están lesionados todos los intereses, revueltas hasta las tejas y hasta muchas cosas sueltas hechas, ¡se acabó! Se lo llevó al sepulcro y la sucesión es un laberinto, un puerto de arrebatacapas, cualquier cosa menos un dictador con el mismo genio, la misma vocación y la humildad necesaria para seguir la obra ajena y no echar un cuarto al palo de la genialidad personal. [...]



Aun no fracasando el dictador y acabando sus días en función, la dictadura se acaba pronto. Los que no se habían arriesgado antes se arriesgan para recoger la sucesión a la hora de la muerte. Otra vez la selva. Otra vez las facciones y el telar de las más audaces desvergüenzas en juego. [...]

"Otra vez las facciones..."


Por eso, siendo fácil el gobierno en forma personal ―y lo prueba la historia con mil ejemplos―, aunque la acompañe el acierto y reporte grandes beneficios mientras dura, luego desaparece y no queda huella; resulta estéril. [...]



Cualquiera sirve para dictador. Cuando se pide una dictadura no es siempre cuando el dictador ha aparecido, sino antes, cuando nadie sabe quién pueda serlo: ¡cualquiera! [...] Nadie pide certificados de aptitud, exámenes, ni unas oposiciones siquiera. ¡Una dictadura!


Mas, si se desliza la esperanza de algún rey, todo el mundo contesta al conjuro de la misma locura: «¡Pero un rey no estaría preparado!»


Un atracador como Stalin es una cosa seria; un pintor de ventanas como Hitler puede ser una cosa más seria; un hombre de aldea, de humildes comienzos, albañil, maestro y periodista, puede resultar todo un genio; hasta un mozalbete desvergonzadillo y respondón puede no equivocarse nunca, y un fósil antediluviano puede ser el hombre: sólo un rey ¡no estaría preparado! [...]


«La monarquía, como una esperanza remota, porque antes hará falta un gobierno fuerte, provisional, que reconstruya el país y que establezca una constitución para que pueda venir el rey».


Es decir, que la monarquía no es salvación, sino náufrago al que se ha de salvar. Los salvadores son ellos, un gobierno cualquiera, los más acreditados del demos, una república, el mando de muchos para restablecer la vida pública.


"Los salvadores son ellos..."


Luego, esperanza remota…, cuando ya todo está construido, se pone como remate el adorno de un rey. ¡No sirve para otra cosa!


Ese es el rey del régimen democrático constitucional y los que así piensan son revolucionarios hasta la medula aunque no lo sepan. [...]


En cuanto a las dictaduras de salvación, por cualquier lado que se las mire siempre ofrecen la misma moraleja: el dictador no es un director de orquesta; es uno de la orquesta que se ha metido inesperadamente a dirigir; habitualmente sólo lee en un pentagrama la partitura de su instrumento y no sabe ni tiene costumbre de leer, simultáneamente, en cada compás, los múltiples pentagramas de que se integra el canto y acompañamiento para los instrumentos. [...] ¡Se le irá la orquesta! Si para imponerse acude a los gritos y a las manos, la sinfonía tendrá más ruido que música. [...] En fin de cuentas, lo que pueda hacer uno cualquiera de la orquesta, como director, es lo menos que puede hacer el legítimo director.”

―Luis Hernando de Larramendi: Cristiandad, Tradición, Realeza (escrito en 1937)



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