Males hereditarios de la Revolución francesa: Estado y Nación
Con este primer capítulo se pretende abrir una serie que revise, con mayor o menor detalle, aquellos aspectos de la Revolución francesa que han sido especialmente perniciosos para el mundo posterior, y que han calado, a sabiendas o no, en la raíz misma de nuestras sociedades. No se trata de aquellos males coyunturales que pudieron afectar puntualmente al mundo de entonces, como pudiera ser por ejemplo el furor de sangre de la guillotina, sino más bien las ideas y doctrinas que articularon la Francia revolucionaria y que heredó el estado moderno inaugurado por ella. Así, el propósito es hacer una mirada en perspectiva histórica hacia aquellos “mitos de la modernidad” que nacieron con la Revolución. Es decir, casi todos.
LA NACIÓN EXISTE ANTES QUE TODO
El principio más evidente de todos ellos, y el que sirve como punto de contacto con la realidad para los demás, como escenario en el que podrán apoyarse para llevar a cabo su obra, es la acepción moderna de la palabra nación (conviene aclarar que tanto estado como nación son palabras que existen antes de la Revolución, pero con ella adquieren un nuevo significado, y una nueva realidad). Dice Sieyès:
“La nación existe antes que todo y es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal; es la ley misma. Antes que ella y por encima de ella no existe más que el Derecho natural”.
Esta idea es la mismísma base de la democracia parlamentaria. Tanto la idea como sus consecuencias no se quedan cortas de la ficción.
Hagamos una presunción razonable: digamos que Sieyès no habla sólo de la nación en abstracto sino que entiende que sus palabras son aplicables a la Francia de entonces. Califica a la nación como origen de todo, origen lógico e histórico, por lo que aún si nos remontáramos a la “nación” carolingia, o a las Galias romanas, o aún a las tribus de las cavernas, no sería suficiente, pues evidentemente antes de todo eso hubo algo (sociedades humanas de un tipo u otro), que al prefigurar lo que sería una relación asociativa de mayor tamaño (lo que llegaría a ser Francia), es algo incompatible con la idea de nación de Sieyès. No hace falta decir que mirar tan atrás es una exageración, así que vayamos de manera más realista a los antecedentes históricos inmediatos de aquella realidad que Sieyès quiso doctrinalizar como Nación. Digamos que los orígenes de la nación francesa, tal como la encontraría la Revolución, se remontan a la época del paulatino crecimiento del poder real (entre el siglo XV y el XVII) alrededor del cual crece el estado moderno westfaliano. ¿Qué hemos de decir del proceso de integración, ya sea por vínculos feudales o conquista, de lugares como Bretaña, Normandía o Borgoña? ¿Acaso sólo era nación francesa el territorio de dominio real?
Desde una perspectiva de teoría política moderna (aquella que precisamente intentamos combatir), la respuesta sería que las anexiones territoriales, por vía bélica o pacífica, suponen un vaciamiento de la soberanía del ente político anexionado, replegándose al territorio restante o desapareciendo, mientras que la soberanía del ente ocupador, la corona de Francia, se extiende. Un proceso semejante, diría aquella, no implica más que una variación del dominio territorial, pues la soberanía de las “naciones” que intervienen se mantiene en su plenitud antes y después, ya que la nación es algo independiente y anterior al territorio y a demás consideraciones históricas. Sin embargo, volviendo a la realidad, ¿acaso los territorios que llegan a formar Francia no mantienen sus peculiaridades institucionales, su ser histórico, tras una integración que se hace por vínculos de vasallaje? ¿No permite la naturaleza de las cosas que los hombres establezcan entre sí y sus comunidades relaciones de mayor refinamiento y riqueza, más allá de la absoluta dicotomía independencia-inexistencia de esta moderna teoría de las naciones? Después de esto, habrá quien diga que la unidad cultural es la que configura la nación, aún si hay división política. Pero, ¿acaso la semejanza cultural y el ansia de unidad política son dos imanes que irremediablemente han de atraerse entre sí? No: semejante irredentismo, más bien, nace de este proceso doctrinal de nacionalización, y no viceversa (véanse los dos grandes ejemplos, Italia y Alemania).
NUEVOS DIOSES
Efectivamente, la idea de nación descrita por Sieyès resulta más que absurda, al menos desde una perspectiva histórica. ¿Cómo entonces se le ocurre formular semejante barbaridad? Aún peor, ¿cómo es posible que algo semejante llegue a obtener aceptación, aún hoy? Para hacerse una idea se debe remontar a la teoría del contrato social, que viene a ser la nueva cosmogonía del estado moderno.
Porque, no cabe duda, una vez derrumbados los viejos pilares políticos sobre los que se asentaba la sociedad del llamado antiguo régimen (que, ciertamente, no son muchos; a más de uno le vendrá a la mente el derecho divino, pero éste no es tanto un principio articulador del sistema al estilo de las nuevas constituciones, sino más bien un tópico de la época, si se quiere un espíritu de los tiempos, aprovechado, claro está, por las dinastías reinantes; porque, entonces, realmente no hacía falta encontrar la explicación última de todo en una constitución o semejante documento, pues la vida política e institucional simplemente se desenvolvía, habiendo recibido como herencia las libertades y obligaciones ganadas en viejas batallas, y a su turno luchando nuevas batallas si era preciso modificarlas, con sólo la humilde intención y el firme propósito de hacer justicia y dar a cada uno lo debido, sin necesidad de recurrir a mociones, declaraciones, votos y vetos), una vez derrumbados estos, era preciso conseguir nuevos dioses, nuevos mitos fundacionales, para tener un punto de partida donde apoyarse a la hora de buscarse legitimidad.
El poder como herencia del Imperio romano, según la explicación del concepto de translatio imperii (que veía el poder terrenal como algo que se mantiene intacto y que, pese al enriquecimiento de la vivísima experiencia medieval, es recibido del Imperio romano de manera incandescente gracias al Imperio del Este y luego al de Carlomagno, hasta 1806), sin duda en el siglo XVIII no tenía reflejo alguno en la realidad, ya que la situación de la Cristiandad había cambiado demasiado con los tratados de Westfalia. Sin embargo, era suficiente explicación en cuanto al origen del poder (y decididamente mucho menos ficticia que su sucesora, como se verá ahora). Cuando esa explicación es destruída a cañonazos al otorgarse la soberanía a la nación, es preciso buscar una nueva. Y no sólo una explicación sobre el poder, también una explicación sobre el hombre. De repente, todos giran la mirada hacia Juan Jacobo Rousseau.
Hasta entonces, para encontrar una explicación sobre el origen de la sociedad humana, el hombre reconoce el legado de sus antepasados, o sea, la tradición, como el medio más aproximado. La tradición de la Iglesia, que se encarga de transmitir aquella respuesta que ofrece la religión, así como la tradición familiar y social (“desde tiempo inmemorial, en este pueblo hemos sido marineros”). Ahora, una voz profética se alza, y proclama que el hombre fue naturalmente bueno hasta que uno construyó la primera valla alrededor de su propiedad y los demás la respetaron (“Le premier qui, ayant enclos un terrain, s'avisa de dire: ceci est à moi, et trouva des gens assez simples pour le croire, fut le vrai fondateur de la société civile. Que de crimes, de guerres, de meurtres, que de misères et d'horreurs n'eût point épargnés au genre humain celui qui, arrachant les pieux ou comblant le fossé, eût crié à ses semblables: gardez-vous d'écouter cet imposteur; vous êtes perdus, si vous oubliez que les fruits sont à tous, et que la Terre n'est à personne.”) A partir de esta primera “caída” del “estado de gracia”, corrompido por la propiedad individual, el hombre siente una necesidad de preservar aquello que toma por suyo, por lo que “firma” un contrato social, adquiriendo entre sus semejantes una serie de derechos y obligaciones. Así nacen las sociedades humanas, sociedades de individuos que se adhieren voluntariamente al pacto original. Buen material para un cuento de hadas. Un cuento de hadas que será, nada menos, el axioma filosófico subyacente detrás de cada sociedad política liberal (prácticamente todas) desde la Revolución francesa hasta nuestros días. ¿Qué viene a ser esto, más que un nuevo mito, como el de Prometeo, si bien no nacido de una rica tradición oral inmemorial, sino de un frío deduccionismo mezclado con una fecunda imaginacion en la mente de un filósofo?
Este es el patrón que siguen las construcciones doctrinales de la Revolución francesa: las teorías de unos pocos filósofos encuentran la posibilidad de ponerse en práctica gracias a un pueblo de París que, en su tradición frondista, conserva cierto gusto (de lo más sano y loable, todo sea dicho) de levantar barricadas de vez en cuando. Este París, oliendo cierto aroma populista (sólo aparente, claro) en las teorías de los ideólogos, las acoge con entusiasmo.
EL INDIVIDUO
Centremos todo esto: ¿cómo esta teoría de Rousseau lleva al concepto de nación definido por Sieyès? Rousseau establece que la sociedad se forma por individuos, y estos individuos en calidad de tales se ponen de acuerdo voluntariamente para formar la sociedad. El hombre ya no es el animal político de Aristóteles, naturalmente sociable. Aquí está la importancia. Partiendo de la concepción individualista de la sociedad, se tiene por lógico que la representación se ostente por mandato o elección de individuos. Sufragio directo a una asamblea legislativa soberana (que propiamente no es un órgano de representación, pese a decirse “representante de la nación”, sino un órgano de poder, pues la representación implica hacerse oír precisamente frente a un órgano de poder). Existe una única asamblea, cuyos miembros son elegidos directamente (al menos en principio, luego ya vendrán las listas cerradas) por un conjunto de votantes. La relación de elección se establece directamente entre el votante individual y el elegido.
Pero, ¿quién vota? Se ha de establecer una circunscripción territorial en la que los individuos que pertenezcan a ella puedan votar. ¿Cómo es posible compatibilizar esta visión electoral igualitaria (pues, pese a exclusiones coyunturales por razones de patrimonio, edad o sexo, ajenas a la teoría esencial del sistema, lo cierto es que entre individuos no cabe desigualdad a la hora de votar) con las particularidades históricas, con los privilegios y fueros de ciudades o señoríos, con, en fin, cualquier norma social emanada de la tradición y la costumbre? No se puede. Si los individuos de una ciudad pueden votar, y los de otra ciudad no, lo que cualifica para el voto ya no es la condición de individuo, sino consideraciones de carácter histórico o similar, realidad que contradiría la ficción del contrato social.
Se necesita, pues, establecer una circunscripción territorial, y dentro de ésta hacer tabla rasa, nivelar el terreno para construir una vinculación directa entre el individuo y el parlamento, borrando cualquier entidad intermedia anterior. Sin embargo, es imposible deducir cuál será la circunscripción territoral de todo este sistema mediante algún criterio lógico. La respuesta, paradójicamente, la ofrece una realidad histórica: el estado-nación de Westfalia, que aporta las características idóneas para la nueva construcción: con los principios westfalianos de soberanía, horizontalmente igual entre los estados, y de no intervención en asuntos internos, las barreras de exclusión entre los estados se encuentran fortalecidas.
LA HISTORIA ABRE PASO A LA DOCTRINA
Así, una realidad surgida de la evolución histórica espontánea pone los cimientos al proyecto de ingeniería social de la Revolución francesa, pero ésta jamás podrá reconocerlo. Decide, pues, convertir lo que era historia en dogma: “La nación existe antes que todo y es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal; es la ley misma.” Así nació el Estado moderno. A partir de entonces, toca fin para siempre el estado antiguo que llegó a formarse de manera ascendente a través asociaciones paulatinas entre entes autárquicos como familias, corporaciones profesionales, ciudades y regiones. Ahora sólo queda el Estado que establece una relación desde arriba única y exclusivamente con el individuo, arrasando desde los cimientos cualquier intermediario. No hace falta gran perspicacia para ver quién es la parte dominante del contrato.
Tengo la esperanza de que, si no ha servido para nada más, esta aburrida reflexión haya podido mostrar que el Estado-nación moderno no es una realidad que se corresponda con la lógica ni con la naturaleza del hombre, ni siquiera un producto de evolución histórica, sino una decisión calculada deliberadamente sobre una ficción.
Firmus et Rusticus
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