Cartas de Fal Conde a Franco
Fuente: “In memoriam Manuel J. Fal Conde”. Ana Marín Fidalgo – Manuel M. Burgueño. Editorial Católica Española, S.A. Sevilla. 1980. Páginas 90-99.
Dictamen dirigido por Fal Conde al General Franco sobre la organización política española (10 de marzo de 1939).
Excelencia:
El próximo y victorioso fin de la guerra justifica que se acuda a V.E. con el tributo de la mejor voluntad para aportar soluciones al orden político definitivo de España, cercado por muy varios peligros que le amenazan.
Este deber se torna más acuciante e imperioso ante la dolorosa realidad de una conspiración que trata de llevar la victoria a una restauración monárquica de significado adverso al de la guerra, al espíritu de los combatientes y al bien de la Nación.
Si el Tradicionalismo puede dictaminar en cualquier orden de la vida política nacional, en éste de la restauración monárquica tiene o debe pesar con voto decisivo.
La Comunión Tradicionalista fue disuelta como partido e integrada en un compuesto heterogéneo que no ha logrado ni la unificación que se propuso como medio, ni la concepción de soluciones políticas que eran su fin. Se disolvió como partido, decimos, y podemos tener la satisfacción de declarar que ni estructuras ni actividades partidistas han vuelto a existir.
Pero la unidad de pensamiento, verdadera identidad, y la comunidad de sentimientos que les atrae reunidos en estrecha fraternidad son indestructibles, y ni el Decreto constitucional de F.E.T. y de las J.O.N.S. se lo propuso, ni humano intento alguno puede destruirlos.
Esa Comunión de españoles, que a tanta costa conservó los ideales puros; que cuando parecía vencida en tres guerras y aún destruida por la actuación de los partidos políticos, al punto de que muchos la juzgaban o muerta o próxima a desaparecer ha dado tan heroica muestra de su pujante vida preparando el Alzamiento con tan varios y esforzados sacrificios, y concurriendo a él con tan ardiente fe que ha atraído el aplauso y la admiración de todos los españoles, ha precedido siempre y precede ahora en ejercicio caballeresco de su lealtad, lealtad carlista, que es inconfundible con toda clase de lealtades, por lo mismo que es, entre todos los grupos políticos españoles, el único que la profesó siempre a Señores Proscritos y a Ideales de mucho sacrificio, en tradición familiar y heroica.
Por eso ahora no se nos puede achacar ni deslealtad ni rebeldía. Hemos servido a la Causa nacional, al Ejército y a S.E. el Generalísimo del mismo y Jefe del Estado, con lealtad que llega hasta la muerte en los Requetés que combaten, y hasta el cese de toda actividad partidista.
A costa de minúsculas excepciones, y pese a cualquier estéril disidencia, los carlistas sirven el Ideal invariablemente. Ni suele impresionarles la dialéctica del sofisma, ni atraerles el imán del halago, ni arredrarles el temor a las persecuciones de la incomprensión, que, antes al contrario siempre les fortaleció y les dio vida.
Un gobernante no puede desconocer este fenómeno.
Lanzados a la guerra por orden del Rey, en ella se ha prestado el concurso que admira el mundo. Acabada aquélla, los carlistas seguirán profesando su inalterable Credo y su actuación con respecto al régimen que impere corresponderá a la colocación del régimen en relación con aquellos Ideales.
Y es natural que así sea. ¿Quién podrá argüirles que sus ideas son falsas? ¿Quién podrá evidenciar que es la verdad cualquier fruto de innovaciones experimentales?
Porque la inalterabilidad de la fe, la consecuencia de la práctica y la firmeza del carácter, denotan que están en posesión de la verdad, y si faltara mayor prueba, bastaría recordar que esta Comunión de hombres que, como queda dicho, no desmayó ante los enemigos exteriores, salió siempre triunfante de la tremenda prueba de la traición interna.
Queramos o no –y líbrenos Dios de caer en aquel deshonor– la Comunión Tradicionalista recupera todo su ser de igual manera que conserva y acrisola más y más su Ideario propio.
Como dictamen de la Comunión Tradicionalista sobre la cosa pública, o voto de calidad en cuanto a la restauración monárquica, debemos traer ante V.E. este testimonio, que puede cotejarse en una amplia información que puede abrirse, que deberá abrirse, en defecto de una consulta nacional, ahora imposible y que, al menos, contrapese los tendenciosos influjos políticos adversos al Carlismo, desconocedores de su sentir, torcidos intérpretes de sus anhelos.
Sobre la situación política actual, no llegaremos a la más alta magistratura nacional con una crítica acerba del sistema y de sus hombres. Ni aspiramos a constituir un equipo de salvación que empuje al actual para sustituirle.
Es caso singular el de una agrupación política que defiende como remedio la desaparición de todos los partidos, porque el régimen político que se funda en algún partido tiene, en sí mismo, el germen de su descomposición.
Por eso reiteramos nuestra firme creencia de que el orden político, fruto de tan enorme esfuerzo, verdaderamente nacional, no puede basarse sobre una concepción de partido único.
Ante un siglo de liberalismo y parlamentarismo, al aparecer cada una de sus modalidades, ante las diversas y episódicas dictaduras, el Tradicionalismo fue exclamando: «¡No es eso!». Mas ahora, ante la reacción actual producida del lado de los sistemas totalitarios estadistas, desconocedores de las libertades de las sociedades infrasoberanas, volvemos a decir: «¡Tampoco es eso!».
Todo sistema político ha de girar en torno a una interpretación de la libertad humana, conjugándola con la autoridad. Para nuestra convicción, esta interpretación sólo es posible dentro de la Monarquía Tradicional, que es católica, templada, orgánica y verdaderamente popular.
Sin que pueda verse en lo anterior olvido de cuanto debemos a países totalitarios que nos ayudaron en las horas graves, pero esa amistad y consecuente relación no pueden ser obstáculo para que España se constituya en la forma que conviene a su ser natural e histórico, y a su propio bien y felicidad.
La mención irreflexiva de esos Principios se ha puesto de moda. Bajo una fraseología tradicionalista, se viene envolviendo errores y frivolidades doctrinales. Y así, la calificación de tradicionalistas se viene dando a un proyecto de restauración monárquica al que es en absoluto ajena la Comunión Tradicionalista, y al que se oponen todos sus hombres, como contra su realidad, si para desgracia de España llegara a prosperar, militarían todos sus esfuerzos.
Bajo un ideario convencional, y suficientemente ambiguo para cobertura de una heterogeneidad ideológica, se determinó la unificación. La aceptación de sus ritos y extrínsecas formas, fueron el signo de adscripción, menospreciándose el variadísimo albedrío individual en pensar, querer y aspirar. Nada menos que, con juramento aprobado oficialmente por V.E. según había dispuesto el Decreto fundacional, se subrayó el compromiso de servicio y adscripción, y una literatura de empalagosa adulación, divinizó la figura, noblemente severa, o sea española, del Caudillo.
Y todavía no ha acabado la guerra, y ya corre por doquier la zozobra del mañana, el temblor por la post-guerra, el vacío de soluciones definitivas, y en algunos –«patentizados» de lealtad– la propaganda cotidiana en pro de una restauración en las personas que hicieron «necesaria» la Revolución del 14 de abril.
En el hecho público incontrastable de esa propaganda, en las reuniones y conciliábulos de «monárquicos», altos dignatarios del Estado, en la maquinación en las Cancillerías, en todo se palpa un siniestro presagio. Mas en ciertas medidas de gobierno se aprecia una tolerante inclinación que pone en vigilia el espíritu.
Una verdadera Contrarrevolución española no podría desconocer la justicia de la imputación de responsabilidades política al rey liberal. Su política, sus veleidades, su abandono del puesto de centinela, o del mando de Capitán General del Ejército.
Todo menos su rehabilitación por derogación de la ley de la República que le desposeyera, como la misma República desposeyó –y ahí sí que hubo injusticia– a la Iglesia y a los Grandes de España, como la Monarquía constitucional despojó de sus bienes a la Iglesia, también a los Municipios y Corporaciones y a la Dinastía Carlista y a sus nobilísimos y heroicos seguidores, para engrosar, más que el Erario, las fortunas de audaces desamortizadores.
Suicida sería el propósito de quien pretendiera substituir el Poder militar por el solo arbitrio de un rey cualquiera. La monarquía no es el Rey, es un conjunto de Instituciones sobre las que aquél es piedra clave si están armónicamente combinadas, los Consejos, las Cortes, los Municipios y Regiones, las Corporaciones; y es losa de opresión o tejavana a la inclemencia de todos los peligros, si su poder y autoridad no están sabiamente contenidos en las facultades de las complementarias instituciones.
Propósito suicida que acabaría en absolutismo del déspota, o en la oligarquía de una camarilla.
Especialmente, típicamente, sería una oligarquía palaciega la que triunfaría, si el Rey llegara a ser el Príncipe Don Juan de Borbón, según a luces vistas se conspira.
En el desemboque de una guerra de la que estuvo ausente su ser político, y ni un soldado le confesó y a las puertas de una guerra europea, ese monarca sería el signo de la más negra traición al Alzamiento, y de la más servil dependencia a los Estados, nuestros enemigos de ayer.
Ni puede restaurarse la Monarquía sin una sólida reconstrucción, ni en ella cabe, por honor nacional y su más alta conveniencia, la dinastía que vivió abrazada un siglo a la democracia, pese a la prevista, demasiado oportunista, declaración de principios que, hecha a la vista del triunfo de la ideología opuesta, hasta ahora tan escarnecida y menospreciada, sería una mofa o un sarcasmo cruel.
Si la Monarquía que se instaurase, no obstante la novedad de la línea familiar que pueda decretarse, ha de tener enlace con el pasado legítimo de España, es forzoso que la designación recaiga en persona que no repugne a la lealtad a la Dinastía legítima, y que, en defecto de una designación expresa de sucesor, no esté excluida.
Sorprendente será, para cuantos nos vienen tachando de desleales, esta denuncia que hacemos de una grave deslealtad.
Inquietante, para tantos que tienen prisa, esta nuestra posición de calma.
Alarmante, para los que ven con terror el momento en que «estalle la paz», que no nos sumemos al concurso intrigante de los que ansían el licenciamiento de S.E. y el acuartelamiento del Ejército glorioso, siendo así que S.E. es quien más acertadamente puede juzgar la oportunidad del momento y las normas y caminos de la Regencia.
Cuando la guerra no la hizo el Rey, tiene que ser el Rey un resultado; cuando las Instituciones todas del Estado yacen en tierra, hay que reconstruirlas; cuando la victoria es de la Nación española, es a ella a quien hay que servir.
Se puede, sí, y urge, proclamar como régimen la Monarquía Tradicional Española, pero no se puede, sin temeridad, encomendar su fragua a un rey; ni la Comunión Tradicionalista, en las circunstancias actuales, puede imponerlo, ni mostrar siquiera preferencia por ningún príncipe.
Forzoso es encomendar ese cometido al órgano adecuado que en norma de buen sentido y en uso histórico español no es otro que la Regencia, institución sapientísimas de nuestras leyes y de nuestra Tradición para circunstancias críticas como las presentes.
La Regencia es un eslabón maestro de la cadena, en la sucesión monárquica, y es algo más: es el órgano creador. Cada crisis histórica aparece llena por un Regente o una Junta de Regencia. En ellos se encuentran los más fecundos momentos de nuestro pasado; ellos fueron la fuente de vida en que naciera cada raudal, cada dinastía, cuyo curso, perdiendo savia, acabará decadente en las manos de otra Regencia.
Regencia, personal o de Junta. Si fuere personal debería ser la de un Príncipe. O de una Junta de tres o cinco miembros, según mandara la Ley de Partidas y en tradición inveterada ha pasado hasta el Derecho liberal.
Mas, la condición esencial, la clave insubstituible, es que la Regencia se constituya con los mismos órganos que son inherentes a la Institución monárquica: el Regente o Corregentes, el Consejo Real o de la Regencia, el Gobierno y las Cortes.
El Consejo de calidades y capacidades, responsables, que provengan de todas las clases sociales.
El Gobierno, formado sin estructura liberal con diferentes funciones en los Ministros según sirvan intereses del Estado –y éstos son los que mandan los Cuerpos– o de la Nación, y éstos son los que sirven las Corporaciones sociales o gremiales.
Y si ahora no se podrá en un día convocar Cortes orgánicas habrá que poner mano a la obra para que ellas sean las que acepten y juren al Rey iniciador de una dinastía nueva genealógicamente, y sucesor de la dinastía carlista que la Regencia determine nombrar.
La salvaguardia de los Principios tradicionales y la fidelidad al designio nobilísimo del Carlismo reclaman la presencia de la Comunión Tradicionalista y, en su nombre, la del Príncipe Don Javier, cuando menos para, con su concurso, forjar la Ley fundamental de constitución y mandato de la Regencia y aceptar la designación de personas. Pero es S.E. quien tiene que dar la orden de marcha. No es concebible sustituirle sin lesión de la Patria misma y traición al Ejército.
Misión histórica sublime, servicio magno de Dios, seguridad de salvación de la Patria.
Y garantía, también, de que tendría remedio cualquier error o despistamiento, con nueva intervención de S.E. y con su vigilante presencia para impedir un estancamiento.
Hemos cumplido nuestro deber; nuestro espíritu está recogido en las anteriores líneas con toda lealtad y reverencia.
Pedimos a Dios ser comprendidos. Así lo esperamos del patriotismo de S.E. Mas, si no lo fuéramos, seguiríamos sirviendo a nuestra Patria y a nuestros salvadores Ideales, con la tranquilidad que da a la conciencia el haber obrado como piden el cumplimiento del deber y el amor a España.
Burgos, Fiesta de los Mártires de la Tradición, 10 de marzo de 1939. III Año Triunfal.
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Carta de Fal Conde al General Franco sobre la instauración de la Monarquía Tradicional (19 de agosto de 1945)
Excelencia:
Bastarían los seis años próximos a cumplirse de mi confinamiento, para que tuviera harta razón al romper mi voluntario silencio y demandar mi libertad. Confinamiento impuesto por orden de V.E. como reacción contra ciertas aclamaciones de que fui objeto en Pamplona en Octubre del 39, durante el entierro del General Sanjurjo, sin habérseme formalizado expediente, admitido defensa ni concedido trámite para recursos; confinamiento fundado en actos ajenos –que no míos– perfectamente lícitos, de noble sentimiento carlista, no previstos ni penados en ley alguna, impuestos sin duración prefijada y al que han acompañado todas las conculcaciones imaginables de mis derechos naturales y de ciudadanía: censura de la correspondencia, estrecha vigilancia, sujeción a dilatorios trámites para viajes profesionales. A esta política de persecución gubernativa se ha juntado como natural aliada la difamación, intentada sistemáticamente contra mí y a la que V.E. mismo ha colaborado en el prólogo que recientemente ha escrito para las obras de Pradera.
Nunca caí en la inmodestia de considerar que esas medidas se encaminaban contra mi persona particular. Antes al contrario, han ido contra la representación que tengo de la Comunión en cuanto su existencia extralegal y la conservación de sus postulados opuestos al signo falangista significaban una peligrosidad para éste. Buena prueba ha sido el desdén oficial a las numerosísimas peticiones de mi libertad que en diversas épocas han elevado a V.E. los carlistas españoles.
Al modo que ejemplarmente vienen éstos demostrando que son tan firmes en la no colaboración con el régimen nacionalsindicalista, como sufridos y resignados en el padecer, mi silencio ha sido la única contestación que he querido dar a tan injustificadas medidas gubernativas. Y bien puedo asegurarle que no es el agotamiento de la paciencia el que motiva esta petición, ni el justificado afán de libertad el que mueve este acto. Es, en cambio, un impulso superior, que gravemente apremia, el que me obliga en conciencia a reclamar mi libertad.
Reclamar ante la Jefatura del Estado mi libertad, no sólo en el sentido natural y humano de la vida particular y profesional, del respeto al domicilio y la correspondencia, de la libertad de viajar y relacionarse, sino en un alcance más trascendental, el de la libertad política para actuar en desarrollo del pensamiento tradicionalista, en preparación de la conciencia pública y defensa de la Patria contra los gravísimos peligros que la amenazan.
Porque somos la única reserva de la Patria. En contra de lo que la prudencia impone en lo político, como en lo militar su táctica, en España la política oficial ha querido quemar las reservas y cerrarse la retirada. Ni siquiera la reserva extraordinaria y heroica que en graves crisis sociales representa el ejército puede tener hoy en España una suficiente realidad política: base sustentadora del régimen falangista, y consumidos sus hombres más representativos en cargos de naturaleza y responsabilidad política, difícilmente puede ser hoy el ejército una solución, y menos cuando en el mundo triunfa como norma la dirección civil de los negocios públicos.
Pese al intento de absorber la Comunión en el Partido oficial y a la tenaz voluntad persecutoria del Gobierno, la Comunión Tradicionalista está en pie. Una impresionante estadística de nuestros encarcelados, confinados, obreros condenados al hambre por despidos de inspiración partidista, demuestra más palmariamente que los repetidos documentos dirigidos a V.E. en discrepancia con la orientación totalitaria del Estado, nuestra abstención en las tareas de gobierno, cuyos rumbos tenemos denunciados como dispares del nobilísimo pensamiento que justificó el Alzamiento Nacional y del legítimo bien de la Patria. Esta vez es la reserva incontaminada.
En vano se seguirá tratando de ocultar al pueblo amargas realidades. Saltando por la absoluta ausencia de libertad de prensa, éste percibe confusamente la verdad de que en lo exterior amenaza a España peligros gravísimos que las más altas representaciones del mundo han declarado que afectan, más que a la Nación, al régimen que hoy la representa, produciéndose en lo interior la inquietud y la desesperanza más desoladoras. Agotado el crédito de confianza, faltos de orientaciones y sumidos en confusiones pavorosas, no puede darse estado espiritual más propicio, consiguientemente, a cualquier mortal sorpresa.
En un régimen concebido en moldes tan estrechos que sistemáticamente no admite su propia continuidad política, en el que la sabia concepción de las instituciones sufre la sustitución por el mero significado personal de un Caudillo, y en el que se suplanta el ambiente de libre exposición de las ideas, que es natural a todo régimen de constitución cristiana, por una artificiosa propaganda y por ficciones y convencionalismos, ¡qué extraño es que el propio Jefe del Estado no alcance otra visión ni de los peligros ni de las defensas, que la que permita la falta de transparencia de ese mismo engañoso ambiente! Cuanto más si el acceso a la Jefatura del Estado con la exposición de estas crudas verdades viene arrastrando persecuciones sin cuento.
Ciertamente que la única solución es la Monarquía Tradicional. Pero no basta mantener ante la Jefatura del Estado que el natural artífice de esa Monarquía es la Comunión Tradicionalista como depositaria de sus principios y de la Legitimidad histórica, hoy encarnada en el Príncipe Don Javier de Borbón Parma en su calidad de Regente. Hace falta más. Hace falta que la conciencia nacional preste su asistencia para que esté asegurada de que el origen de la Institución es netamente libre en la sociedad, y no continuadora de sistemas y políticas partidistas, unilaterales y de casta.
Si más difícil que oprimir la libertad es restablecerla, imposible será en absoluto la vuelta a la normalidad después de los regímenes excepcionales, hecha por los mismos que los encarnaron.
No así, en cambio, ocurrirá a una situación de gobierno carlista, por encontrarse tan distante del totalitarismo como de los excesos liberales y demagógicos, por tener demostrada su íntegra consecuencia política, y acrisolada su fortaleza en mil pruebas, y cuya bandera es la de las más sanas y puras libertades de nuestro pueblo en la historia. Partido de esencias populares que en estos momentos, desvinculado de todo personalismo, empeñado en la patriótica empresa de forjar las instituciones monárquicas antes de dar paso a Rey alguno, es el único que puede, sin engaño, hablar de libertad y concebir un programa para restablecerla sin peligros de excesos suicidas.
Antes que la imposición avasalladora de las corrientes universales y aunque el signo de la victoria se hubiera dibujado de diverso modo, España estaba en trance inaplazable de consulta a la voluntad nacional, por algún modo de sufragio. La permanencia de un régimen autoritario viene conculcando el sagrado derecho de la nación a manifestarse en legítimas representaciones; pero el sufragio inorgánico, en cambio, no puede naturalmente traer otras consecuencias que las fatales y trágicas de los extremismos más vivos.
Seguros de que esto iba a llegar y convencidos de que sólo el carlismo puede hablar, y ser oído con crédito, de libertad y sufragio orgánico, de restauración de las organizaciones no estatales sino de vida social libre para producir una auténtica representación nacional, ya en marzo del 39 en escrito dirigido a V.E. señalamos la necesidad de la implantación de la Regencia Legítima, y en Agosto del 43 le hemos reclamado a ese mismo efecto la entrega del Poder.
Con igual sinceridad y bajo el apremio patriótico de las gravísimas circunstancias presentes, hoy formulo en nombre de la Comunión Tradicionalista esta petición de libertad política para la propagación de nuestros ideales orientadores de la conciencia pública, cerrando así el paso a cualquier intento contrario al significado del Alzamiento, hasta llegar a la Instauración de la Monarquía Tradicional que demanda el interés de la Patria.
Dios guarde a V.E. muchos años.
Sevilla a diecinueve de Agosto de mil novecientos cuarenta y cinco.
MANUEL FAL CONDE
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