Creo que puede ser interesante la reproducción de esta carta, la cual, por su temática, podría considerarse, en cierta forma, como continuadora o complementaria del contenido de la carta de Fal Conde a Rufino Menéndez.

Los subrayados en negrita que aparecen en el texto no son míos, sino del escrito original.

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(Visto en: “50 años de Carlismo en Valencia. Círculo Aparisi y Guijarro 1959 – 2009”. Luis Pérez Domingo. Páginas 91 – 95).

(Fuente: “Aparisi y Guijarro”. Nº 13, Diciembre de 1973).



Una Carta de Fal Conde


22 de Marzo de 1973

Sr. Don Pascual Agramunt Matutano

Valencia



Muy querido amigo y correligionario: Del dolor producido en Valencia por la destitución de Vd., y de la Junta Provincial, me han llegado repetidos rumores. Gran vencimiento viene costándome no ponerle unas letras expresivas de mi sentimiento y de mi adhesión. Llevo largos años –pronto se cumplirán los dieciocho– observando la más absoluta inhibición en todo cuanto toque a la dirección y orientación de la Comunión. O sea, des[de 1955].

Pero, llegándome por correo copias de escritos relativos a Vd. conteniendo notas que puedan significar difamación –intento difamatorio, mejor dicho, consciente o inconsciente– tengo que quebrar en mi actitud inhibicionista porque la Junta de Gobierno del Partido Carlista, si de ella proviene el envío que se me ha hecho, me ha obligado –me ha obligado en el terreno del honor– a dirigirme al agraviado, no al modo que antes aludía de condolencia y adhesión personal, sino como acción caballeresca ante una agresión al honor de un tan insigne caballero y caballero español y carlista, mutilado por la Patria y por la Causa Santa de la Tradición; miembro, hijo, corazón de la gloriosa e imperecedera Comunión Tradicionalista-carlista y caballero de la Legitimidad proscrita, que en mi estimación y aprecio significa, entre carlistas –para el gran Aparisi y Guijarro, Estatua del Honor–, la cúspide y el súmmum de la honra humana, sin mengua de su bien honrado uniforme militar y su boina roja –corona de las ideas políticas puras– y de su mutilación gloriosa –corona también, pero del mártir– ni de su formación jurídica, luz en las tinieblas de los tiempos de calamidad y ruina; pero la suprema nobleza que admiro de Vd. y que, por deber de hermandad en la Orden Real de la Legitimidad, tengo que enaltecer, es la de la Lealtad al Carlismo.

Tal es el sentido en que le dirijo estas letras: en el del honor debido al caballero de la Lealtad que, o no ha sido considerado, por inadvertencia por la Junta de Gobierno, u olvidado mencionarlo en la profusa documentación que me han enviado.

Tampoco leo en dichas copias que la Junta de Gobierno le haya dado trámite para la defensa de imputaciones tan concretas como las que se lanzan de que Vd. ha recaudado fondos para la lucha carlista y no ha entregado ni el censo ni los fondos recaudados.

Toda la densa confusión que impera en todos esos documentos que tengo a la vista y que estará causando tremenda perturbación en las conciencias de los lealísimos carlistas valencianos, es la existente entre los conceptos diferentísimos de Comunión y partido; Dinastía y liderato; Lealtad y disciplina.

Si levantara la cabeza el venerable e inolvidable Jefe Delegado de Don Jaime y de Don Alfonso Carlos, honra del carlismo valenciano, Marqués de Villores, el primer caballero de la Orden de la Lealtad, pues se debe a su iniciativa y a él fue dirigida la carta del «Rey Caballero» Don Jaime III con fecha 16 de abril de 1923, se quedaría estupefacto de que a estas alturas una distinguida señora –perdón si es señorita– venga a presidir una comisión «Organizadora de la provincia de Valencia».

No, el carlismo valenciano es más que centenario. No necesita organizársele ahora. Nació con la protesta del primer Rey carlista, con los ilustres nombres de Lloréns, Carnicer, El Serrador, Magraner, ¡Cabrera! en la acción militar, y paralelamente en lo político fue fraguando esa admirable conjunción de la dinastía y el pueblo, cuya doctrina alcanzara cátedra insigne en Aparisi.

Comunión Tradicionalista-carlista como Don Alfonso Carlos dispuso en su carta a mí de 19 de julio de 1935: Carlista para significar nuestras dos notas esenciales que le imprimen carácter: el dinastismo legítimo constituido por el orden regular sucesorio según ley fundamental, y tradicionalista como expresión de la verdad política, la virtud política, la bandera de principios primarios del Derecho Público que son el fin constitucional del poder regio, o sea, la otra legitimidad, la de ejercicio, como ordenación de la autoridad al bien común.

No es que la Comunión, menos aún por supuesto el partido, sean, fuera de una figura anfibológica, pacto socio-político entre el Rey y el pueblo carlista, porque sus personalidades constituyentes exceden al presente, dado su abolengo secular y, por consiguiente, tienen derecho a la perduración indefinida; pero sí que es la Comunión una conjunción de voluntades que reflejan o asemejan la del pacto nacional que decimos. Conjunción histórica entre la Dinastía en su suceder regular según ley, y las generaciones carlistas en su continuidad siglo y medio transmitiéndose un designio singular en España y que para extranjeros es admirable o incomprensible: el designio de imprescriptibilidad de unos derechos.

Derechos esos, invocados por las armas y rubricados con ríos de sangre. A cuyas acciones jurídico-políticas, lícitas, por pertenecer a cuestiones en las que no existe juez superior que las dirima inapelablemente, todavía no se les ha puesto el punto final.

Y cuando Don Jaime constituye la Orden de la legitimidad en su memorable carta al lealísimo Villores, bien explícitamente declara que el honor sirve para enaltecer a los jaimistas que sufrían persecuciones a causa de su lealtad o con motivo de sus ideas.

Dinastía, comunidad leal y principios políticos o bandera, son los tres elementos integrantes de esta singularísima institución, forjada en sacrificios y aureolada de gloria que se llama Comunión Tradicionalista-Carlista, a la que se pertenece de derecho propio y de la que se sale por voluntario apartamiento o por reconocimiento de otra dinastía o poder supremo que la sustituya. Sólo esto constituye traición, porque el decaimiento en los principios, la infidelidad en las doctrinas, podrán ser un lamentable reniego de la verdad, pero es sanable. Como son sanables los errores de los Reyes –que los Reyes son falibles como todo hombre menos el Papa en cosas de Fe y Moral– ya que el suceder dinástico puede purgar errores y equivocaciones.

Dos notas tan geniales como su naturaleza demuestran la sólida sustantividad de esta maravillosa institución de la cultura política española, de la pervivencia de su glorioso pasado; la primera es su enorme capacidad de expansión. No creo sea tachado de falso mi testimonio sobre: primero, la multiplicación grandísima de nuestros cuadros al caer la monarquía alfonsina y abandonar sus puestos de guarda sus partidos monárquicos; lo segundo, el aún mayor ensanchamiento el 18 de julio en las filas del Requeté, que si la Comunión fue la reserva de las esencias de España, el Requeté fue su heroico defensor.

La segunda nota es aún más genial y singular del legitimismo español a diferencia del francés: tal es, la discrepancia entre el Rey y el cuerpo comunitario de la Causa. En la década de los sesenta del siglo pasado, tras el fracaso de San Carlos de la Rápita y la renuncia de derechos de Montemolín de los derechos al Trono, la representación de la Dinastía recaía en Don Juan. El dislocamiento ideológico de este Príncipe aventurero hizo a Don Carlos VI denunciar la nulidad del acta de Tortosa que, de no haber aquel contratiempo, hubiera mantenido, aún siendo nula de toda nulidad. Y la muerte misteriosa de Montemolín y Don Fernando, hizo volver a hacer recaer en aquél el derecho, pero también los deberes.

La contradicción fue patente y pública. ¿Cuántos carlistas se desalentarán y pasarán el abismo de la separación dinástica, o cuántos otros se encerrarán en sus casas? Muchos: porque la prueba es para titanes de la fe. Pero la gran Princesa de Beira salvó la Causa. Y no sola, sino con unos cuantos meritísimos carlistas, y tampoco solos ellos, porque también se vio la Providencia de Dios en que, de error en error y de locura en locura, llegó a reconocerse a Isabel II, y esto fue lo que inconfundiblemente le privó de todo derecho en declaración magnífica de la augusta abuela.

Yo no sé por qué algunos historiadores eluden a Don Juan en nuestra dinastía. Fue Rey de Derecho hasta que lo perdió por traición. Delito sin malicia que no privó a sus restos de reposar con los de sus padres, los de la misma Doña María Teresa y la mayor parte de sus hermanos, más el gran Carlos VII, en la capilla de San Carlos de la Catedral de Trieste.

Otro divorcio, aunque de muy distinto orden, sufrió la Causa en la guerra europea, por la polarización de Don Jaime en favor de los aliados, con tropiezos muy de sentir, mientras el carlismo en su casi totalidad, con sus más autorizados voceros –Mella a la cabeza–, prodigaban sus simpatías por los alemanes. Don Alfonso Carlos, ya Príncipe de Asturias, era fiel a su abolengo Austria-Este prestando servicios en la Cruz Roja austríaca, mientras que Don Javier se debía a la causa belga por su parentesco con el Rey de los belgas.

Pero a los muy breves años de su Jefatura Suprema de la Comunión, a virtud de la Regencia, vuelve a servir en el Ejército belga, luego en la Resistencia, y cae al fin en Dachau en el horrible cautiverio. Borrada su memoria por su ardid de cambiarse la camiseta con un muerto, y sin que la Reina y los hijos –mártires de la angustia y el terror, cuando viniera al mundo el Infante Don Sixto– pudieran darnos noticia alguna porque para sí la quisieran ellos.

En esta tremenda orfandad de la Comunión, de la que yo también puedo dar testimonio con angustias de soledad y responsabilidades, fue solamente Dios quien conservó a la Comunión más unida que nunca estuvo, fiel a su ideario y firme en su resistencia.

Honda pena produce ver el olvido en que los carlistas tienen un acto de mi iniciativa, secundado por la Junta Nacional, la muy leal Junta Nacional, mientras yo estaba confinado: el acto de consagración de la Comunión al Corazón de María en el Pilar de Zaragoza: 12 de Octubre de 1943. El día primero del Pilar se cumplirán los treinta años.

Cuanto al nombre o denominación de esta gloriosa comunidad política se ha dicho recientemente que el de comunión le fue dado por el integrismo. Nada más lejos de la verdad. El primitivo nombre que tuvo fue el de Comunión Católico monárquica, mientras que la calificación de carlista a todo lo demás. Esto es, el integrismo se denominó a sí mismo Partido Católico Nacional. Aquella, comunión; éste, partido. Lo de integrismo fue un mote peyorativo que le atribuyeron sus contradictorios para resaltar de petulante o pretenciosa la declaración de la propia integridad doctrinal. Y fue Adolfo Clavarana quien lo aceptó en su artículo dentro de una polémica: «integristas, sí, integristas», como guante que se recoge.

Error gravísimo es el de atribuir al elemento tildado de «integrista» en la Comunión la pureza en la doctrina y, en especial, la confesionalidad católica.

Comunión y no partido. Bien que en los documentos auténticos de nuestros Reyes se usa a veces el vocablo partido para significar a la Comunión. En el siglo del liberalismo y de los partidos, natural es que se usara de modo genérico, no específico, por cuanto en tales regímenes el ejercicio de los derechos políticos requerían el vehículo partidista. De ahí nuestro aspecto partidista, que yo no tengo por el de mayor gloria de la Causa; el parlamento con todas sus mascaradas.

Porque la Comunión, para su hacer político, se ha concretado siempre en organismos determinados: círculos, periódicos, juventudes –de gloriosa recordación–, Requetés –la flor y gloria más pura de la última Cruzada–, AA.EE.TT., Margaritas, Pelayos; y adoptado, como dicho queda, modo político partidista para ejercer su derecho legítimo natural de tomar parte en la vida pública, en la manera que la hipótesis legal vigente permitiera. Y de ahí, diputados, concejales, diputaciones, caciques de los pueblos en los que se lograba prepotencia.

El régimen de partidos, cuyas entrañas de necesidad contienen el germen de la descomposición, provoca, de inevitable consecuencia, la discriminación en derechas e izquierdas. Derechas, con su bagaje confesional católico y su mochila capitalista que engendra el liberalismo económico; e izquierdas, con sus reacciones contrarias y sus trágicos frentes populares. La Comunión no es ni lo uno ni lo otro, como la sociedad natural de cuyas esencias participa; como los órganos vitales cuya proyección política propugna.

Para la Jefatura de un Rey no hay proporción entre Comunión y partido. Es de Carlos VII la frase que luego sus sucesores hicieron suya: Soy el Rey de todos los españoles. No de un partido. Menos proporción aún hay entre Dinastía y censo temporal de afiliados. El ser de carlista imprime carácter. No se deja de ser más o menos en actividad, visible o invisiblemente –militares, magistrados, policías, eclesiásticos que por sus profesiones no pueden manifestarse–, mientras que la función estadística administrativa, de un fichado y una cuota, que antes se entendía relativa a algún organismo carlista determinado, si ahora se entiende referida a la estructuración de un partido, no puede crear otro vínculo que el de la común disciplina inherente a su pertenencia. No aquella verdadera lealtad antes dicha.

Contra el régimen de partidos, incoherente, disociante, volcado hacia el comunismo, nosotros condicionamos ante Mola, como representante del Ejército, en el verano de 1936, nuestra aportación al alzamiento a que se aboliera el régimen de partidos y se constituyera un gobierno provisional para la estructuración de las clases y organizaciones sociales. Sobre esa base, Don Alfonso Carlos, en su carta a mí de 25 de julio, aprobando la sublevación, ordenaba que fuera lo primero la salvación de la Religión y la Patria sin mirarse a cuestiones personales y de partido.

Cuando, verdad que perdido desgraciadísimamente el glorioso Sanjurjo, se echó al olvido el compromiso antes aludido y se decretó un régimen de partido y, lo que es peor, de partido único, Don Javier, Regente entonces, el día de su Santo, al mismo tiempo que en Burgos se reunía el primer Consejo Nacional de Fet de las Jons, él declaraba en San Sebastián, al terminar una comida que le daban los carlistas donostiarras, que la Comunión Tradicionalista no se había unificado; que sólo dos carlistas de los designados consejeros nacionales estaban autorizados, y eso por razones de cortesía ante dictados de la guerra, para formar parte de dicho organismo; pero que los que sin esa autorización, y en concreto uno muy señalado en la traición de que habíamos sido objeto, no es que se les expulsara, sino que ellos mismos se habían separado.

Y separados siguieron o se separaron otros después. ¿Por qué esos desgraciadamente muchos casos de desertores de la lealtad carlista, de la legitimidad dinástica, no fueron nominativamente y con pública infamación expulsados? Pienso, sin revelar el pensamiento del Príncipe Regente, que tal vez no se manifestara, aunque la unificación implicaba una separación de nuestra lealtad al someterse a otra disciplina política, al ser ésta meramente disciplina partidista y, como partidista, transitoria.

Y ahí están instalados a mesa y mantel unos cuantos que fueron y ya no son de nuestra lealtad. Ahora sí que no sé por qué no se les ha expulsado, como no sea porque son los prisioneros que el enemigo –en léxico militar– nos ha hecho en la táctica de descubierta que realizamos, llamada colaboración.

Peor será si otros altos jefes, al retirarse de la descubierta, han equivocado el campamento de su procedencia, y se ven acogidos por otros también enemigos de nuestros enemigos –mejor dicho, de nuestro adversario–, pero con quienes jamás podremos tener alianza.

Porque eso de las alianzas es otra consecuencia del concepto partidista. Con ese voto de confianza, con esa infalibilidad del slogan de Gil Robles «los jefes no se equivocan», se fía el triunfo a esa fórmula «Monarquía socialista». No desconozcamos que tiene mucho tejemaneje para pactar alianza con los socialistas auténticos, llevando ya en la cara la solución del famoso chinito que contaba Queipo de Llano que transitaba por los caminos de Cuba vendiendo collares y encontró una partida rebelde que le preguntó con quiénes estaba y él –adulador– grito: «Viva España», con lo que le dieron la zurra padre. Caliente todavía y siguiendo su negociejo, tropezó con tropas españolas que le hicieron la misma pregunta, en el acto respondida con el entusiasta «Cubita libre». Segunda sopapina; y a la tercera fuerza que se vio venir, cuando le hicieron la pregunta indagatoria, él dijo cautamente: «dilo tú plimelo».

Habilidad, tejemaneje negociable, dije, pero en manos de nuestro Príncipe que, además del bagaje religioso, moral y del 18 de Julio que tiene que dejar a la puerta de tales negociaciones, tiene otro impedimento, grave: su principazgo de la Familia Real más auténticamente católica y tradicional de Europa y la indicación sucesoria a la Dinastía Carlista. Su gran talento, su fina percepción de las corrientes del mundo y su despego a cosas y personas, por muy queridas que sean, que tengan que inmolarse en una lucha, le imponen una inexorable fidelidad al principio sucesorio carlista. Porque la claudicación en los principios fundamentales que son nuestra razón de ser, obstaculiza impedientemente el reconocimiento de la sucesión al fallecimiento del Rey precedente.

Si el 29 de septiembre de 1936 no se enterró en Puchheim la Dinastía carlista como venían deseando los gestores del reconocimiento de Alfonso XIII, Rodezno, Pradera, Oriol, fue porque la perduración de su designio permitía la Regencia, y ésta la discriminación de qué Príncipes habían perdido y quién no la legitimidad de origen por su infidelidad o fidelidad a los principios.

¿En qué quedará todo esto? ¿El partido durará más que todos los partidos del mundo? No depende del querer sino del poder. Y aun el mismo querer flaquea en el tropezar con otras voluntades, en el evento inesperado, en el desaliento de la propia gente.

Nuestro deber y gravísimo deber está en defender la Comunión en el naufragio que le amenaza la vía de agua que esos tristes acontecimientos de Valencia significan. Cuando nuestros pasos los guía la virtud carlista por excelencia, la esperanza, hay que ver las desventuras de cada presente en pasado, y animar el afán de hoy con las realidades venideras. Siempre con la Dinastía, más amada en sus eclipses que en sus esplendores.

Si de algo le sirve en su dolor el calor de un pecho de amigo, allá va un abrazo.


Firmado: Manuel Fal Conde.