Otro artículo de tono pesimista con respecto a la tecnología, al estilo del de Casariego. Esta vez por parte de Sebastián Iturbe, uno de los colaboradores de la revista tradicionalista Misión.
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Fuente: Misión, Número 329, 2 Febrero 1946. Página 10.
ROBINSON, sin herederos
Por S. Iturbe
Ya desaparecieron las restricciones eléctricas, importante pesadilla de una época en la que otras varias contrariedades agobian a los hombres. La anchura y la profundidad de la pasada guerra han suscitado circunstancias duras, en medio de las cuales la humanidad se desenvuelve con notorios apuros. El panorama general del mundo revela ahora bien claramente que la civilización pende de un hilo sutil. Se repite a diario por toda clase de personas que otra guerra de proporciones semejantes a la última arruinaría definitivamente a la civilización. Quizá ese pronóstico sea exagerado. Pero, de todas suertes, parece innegable que esta civilización materialista, llena de asombrosos progresos mecánicos, es un artificio, cuya marcha puede ser detenida en cuanto fallen sus resortes materiales. Entonces todo queda empantanado, o cuando menos en una situación de funcionamiento precario y torpe, lo cual parece a las gentes desdicha sin remedio.
El tipo de vida creado en lo últimos decenios deja al hombre, si las cañas se tornan lanzas, con menos defensas que jamás estuvo. Su actual existencia es como la de un paralítico a quien llevan y traen ingeniosos aparatos. Al aflojarse un tornillo o agarrotarse una rueda el hombre se ve inmóvil, sin iniciativa ni modo de valerse. En realidad es que los adelantos le han ido dejando inerme.
Lamentaciones corrientes de nuestros días, y en un país como el nuestro, cuya situación es más ventajosa que la de casi todo el resto del mundo, son las concernientes a que no funciona el ascensor, a la dificultad de encontrar un “taxi”, a que la luz faltaba a tales horas o a esta o la otra deficiencia en el servicio de los restaurantes. Que el teléfono no esté a punto y que nos traigan el periódico con retraso, son tragedias terribles. Es que sin teléfono, sin diario, sin coche, sin luz eléctrica y sin mesa puesta en todas las esquinas nos hallamos perdidos. Henos aquí más inútiles y menos sufridos que las generaciones pasadas, y en un ambiente de actividades supeditado a las contingencias materiales hasta tal punto que toda contrariedad de esa índole nos parece irremediable desamparo.
Se gastó la luz de la inteligencia en construir instrumentos maravillosos que nos sirviesen para comodidad, reposo y placer. Así necesitaríamos menos esfuerzo diario y personal. Oprimir un botón y tener al punto iluminada la casa entera o hacer muy bien sentado, en pocas horas, un viaje en el que antaño se empleaban semanas de ajetreo e incomodidades, son hechos usuales ya, en cuya ejecución no consumimos el músculo y la mente. Subir las escaleras sin fatiga y como por arte mágico u oír que una cajita de cuentos de hadas nos narra en una sosegada habitación de nuestra vivienda lo que dicen y cantan en todos los países del mundo, tampoco nos exige grandes sudores.
La mayor holgura y desahogo producidos en los últimos tiempos se apoya en que nos lo den hecho todo. Nos envuelve una muchedumbre de medios artificiales para nuestra vida y la de relación. Pero si el complicado mecanismo se paraliza o se rompe, quedamos desvalidos como un infante. Nos consideramos muy vivos y despiertos, cuando en verdad en muchos aspectos padecemos de atrofia y nos encontramos sumidos en sopor.
Hasta que irrumpe una gran crisis en el mundo. Y entonces cesa el encantamiento que producían los ruidos de la gran maquinaria. A tal punto el hombre se desvela para averiguar que sin teléfono y sin radio no puede vivir, para clamar que es horroroso no encontrar plaza en el tren cuando quiere y para convencerse de que ya no es capaz de subir por las escaleras. Esto en nuestros climas. Qué se dirá y se pensará a estas horas por los hombres de las inmensas tierras asoladas por una guerra espantosa, reducidos a escalofriantes extremos de miseria, es cosa que escapa a toda ponderación.
Robinson no ha dejado descendencia y casi nos parece el mayor personaje de la fábula. Y el hombre actual, que apagó en gran parte las lámparas del espíritu y se entregó afanosamente a la mecanización, con ambas cosas se ha deshumanizado y se ve capitidisminuído. Creó resortes fuera de sí y dejó enmohecer los suyos.
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