EN DEFENSA DEL POPULISMO (II)
Juan Manuel de Prada
(ABC, 30 de mayo de 2016)
Veíamos en un artículo anterior cómo Carlos Fernández Liria aboga en su más reciente libro, “En defensa del populismo”, por disfrazar la ideología marxista con los ropajes roussonianos, en la certeza cínica de que “es una tontería pensar que siquiera se te va entender lo que dices cuando sencillamente te limitas a decir la verdad”. Para Fernández Liria, el mayor error del marxismo ha sido empeñarse en que el parlamentarismo, la división de poderes o la ciudadanía eran “la otra cara de la moneda del capitalismo”, regalando al enemigo “victorias irrenunciables de la razón y la libertad” que la izquierda debe aprovechar en su combate contra el capitalismo. La endeblez de este argumento se evidencia cuando Fernández Liria prueba a enumerar tales “victorias irrenunciables”: menciona primero la abolición de la esclavitud, que es en realidad conquista cristiana y no ilustrada, como se aprecia leyendo la carta de San Pablo a Filemón; y termina enumerando una serie de derechos de bragueta: divorcio, anticonceptivos, matrimonio homosexual, etcétera. Pero lo cierto es que tales “victorias” de la razón ilustrada son, en realidad, la premisa que los padres del capitalismo exigían para que sus postulados pudieran imponerse, pues sabían que para poder pagar salarios de miseria era preciso reducir antes drásticamente la prole de los obreros. Así lo declara Adam Smith, de forma indisimulada; y la llamada “ley de bronce de los salarios” de David Ricardo se funda precisamente sobre este aserto, que el divorcio, los anticonceptivos, la promoción de la homosexualidad y demás “victorias” de la razón ilustrada hicieron al fin posible, logrando a nivel global lo que Adam Smith y David Ricardo no se hubiesen a atrevido a concebir ni en sus sueños más húmedos. Pero lo más delirante es que este triunfo planetario del capitalismo salvaje se haya logrado, además, haciendo creer a las masas (¡e incluso a Fernández Liria!) que los medios empleados para lograrlo son “victorias irrenunciables de la razón y la libertad”.
Pero no creemos que Fernández Liria pretenda tanto una defensa sincera de la Ilustración (que tal vez sea la “idea falsa” spinoziana que lanza para vestir bellamente su ideología marxista); pues lo cierto es que la Ilustración fue conditio sine qua non para el triunfo del capitalismo, al destruir los vínculos de arraigo con la tierra y la familia y exaltar el voluntarismo individualista. Más bien parece que Fernández Liria ha llegado a la conclusión de que las instituciones ilustradas pueden resultar instrumentalmente beneficiosas para la conquista del poder, que es lo que el autor anhela. Hay un pasaje de su libro muy revelador en el que se nos pinta un mundo futuro en el que Podemos, después de conquistar las instituciones políticas, accede también a otras instancias y tribunas públicas: “¿Qué pasaría –se pregunta Fernández Liria, ensoñador-- si empezara a haber jueces procedentes de los movimientos sociales? ¿Qué pasaría si, además de en La Tuerka, tuviéramos la posibilidad de intervenir en Telemadrid, en Canal Sur, en TVE? ¿Qué pasaría si tuviéramos policías que, en lugar de detener emigrantes, investigaran y detuvieran banqueros? ¿Qué pasaría si nuestros compañeros y compañeras antisistema empezaran a ser inspectores de hacienda, jueces, periodistas, alcaldes, concejales, consejeros?”. Uno prueba a imaginarse la ensoñación de Fernández Liria y enseguida olfatea la chamusquina venezolana.
Aún dedicaremos un tercer artículo a este interesantísimo libro, en el que abordaremos el papel que Fernández Liria asigna a la religión en ese idílico mundo con inspectores, policías, televisiones y jueces de Podemos.
(Continuará)
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