...PROSIGUE:
"...No cabe duda de que el contenido de estos despachos de Castiella fue muy tenido en cuenta a la hora de redactar, todavía dentro de febrero de 1952, el borrador de la carta que Franco iba a remitir a Truman. En ella se manifestaba claramente la voluntad española de dar a las iglesias protestantes el respaldo que necesitaban para el ejercicio de su culto. Esta carta no pudo ser entregada en la Casa Blanca hasta el 17 de marzo porque la intemperancia del cardenal Segura fue considerada como peligroso obstáculo que había que remover antes de seguir adelante.
11. No sabemos exactamente quién proporcionó a don Pedro Segura una información fidedigna de lo que se estaba negociando en el Vaticano. Decidió emprender por su cuenta, sin consultar a Roma, una especie de cruzada para defender la unidad católica y renovar las sentencias contra el protestantismo.
Comenzó tomando una publicación oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores, La situación del protestantismo en España (OID, 1950) en la que se defendía, contra las noticias que circulaban en periódicos extranjeros, la tesis de que los no católicos, que eran pocos, estaban perfectamente defendidos en sus derechos, reconocidos ya en el Fuero de los Españoles. El cardenal reprodujo párrafos completos de este documento, centrándose de este modo en seis cuestiones o capítulos para tratar de demostrar que el Gobierno estaba traicionando a la fe católica.
El instrumento escogido, como en ocasiones anteriores, fue una carta pastoral leída el 9 de marzo en todas las iglesias de su diócesis y publicada después en su Boletín Oficial. Palabras fuertes y rigurosas: «El proselitismo protestante, rotos los diques de la tolerancia, no duda en avanzar en campo abierto hacia la libertad religiosa en nuestro país». Segura, campeón del integrismo religioso que se apoyaba en un profundo conocimiento de la Teología católica, sostenía la tesis de que la libertad religiosa constituye en sí misma un mal, en primer término para la Iglesia, custodia de la Verdad, pero al final también para el ser de España, su esencialidad católica.
Las órdenes del prelado fueron cumplidas y la carta se leyó en todas las misas de aquel domingo. Aquella misma noche, del 9 de marzo, la BBC de Londres emitió un comentario que demostraba que el texto le había sido enviado de antemano. Curiosamente el diario separatista vasco Euzko Deia (1 de junio) dedicó un comentario muy elogioso acerca de la línea de conducta de Segura, que se había negado a acudir al Congreso Eucarístico para no encontrarse con Franco. Probablemente al cardenal le molestaba la presencia de Tedeschini a quien acusaba de no haberle defendido cuando el Gobierno de la República decidió su expulsión de España.
Tanto la prensa británica como la francesa, declaradamente enemigas del Régimen español, tratarían de explotar a fondo un problema que era apenas solitario, a fin de corroborar las tesis de la intolerancia española, impidiendo de este modo la firma de un acuerdo con Estados Unidos. Al tratarse de un arzobispo, cardenal y antiguo primado, su denuncia, que se movía dentro de los cauces del Derecho canónico y de la doctrina de la Iglesia, podía también afectar a las negociaciones del concordato.
El Gobierno tuvo noticia de la pastoral en la mañana del sábado día 8. Artajo hubo de cursar un telegrama urgente a Lequerica para que retrasase la entrega de la carta a Truman, como ya indicamos. El embajador respondió alertando de los grandes riesgos de esta medida, ya que los norteamericanos sabían de la existencia de la carta y de las seguridades que en ella se ofrecían, de modo que podía producirse una alteración en las fructuosas negociaciones. Artajo le explicó entonces que tenía que ganar un plazo de pocos días a fin de que Castiella pudiera aclarar las posiciones respectivas en la Secretaría de Estado de la Santa Sede. Solo la autoridad del Papa podía frenar o desautorizar aquella llamada de Segura.
De eso se trataba. En Sevilla la policía tuvo que intervenir deteniendo a un grupo de jóvenes exaltados que intentaban poner fuego a la capilla evangélica instalada en la calle de Relatores. Bastaron horas para comprobar que en el Vaticano se había considerado el gesto de Segura como una iniciativa absolutamente indefendible pues, qué pensarían los católicos de Estados Unidos o de Holanda o de Inglaterra si de este modo se incitaba al retorno de las guerras de religión. Podemos aceptar la hipótesis de que, a partir de este momento, la Curia romana tomaría la decisión, ejecutada unos años más tarde, de apartar a Segura de sus poderes pastorales. Una cruzada contra el protestantismo, acompañada además de invitaciones a la violencia, era algo que la Iglesia católica del siglo XX ya no podía consentir.
Don Pedro Segura era persona de gran categoría entre los obispos españoles, pero se hallaba instalado en un tiempo pasado. La Iglesia universal tenía ya tomada una decisión que el Concilio Vaticano II convertiría en doctrina oficial: la «libertad religiosa» era algo que convenía mucho, y la confesionalidad del Estado estaba siendo llamada a revisión; el catolicismo no se encontraba en posiciones defensivas porque iba creciendo en todas partes y necesitaba que los Estados retirasen las trabas a dicho crecimiento. Pero no es posible pedir para uno aquello que no está dispuesto a conceder a los demás. Es un contrasentido presentar a Segura, como la propaganda y algunos autores posteriores hacen, formando parte de los que en defensa de la monarquía y de la libertad luchaban contra Franco.
Franco era obediente a Roma; no se trata de valorar una conducta sino de poner las cosas en sus términos correctos. Segura, no; a su juicio, el Vaticano incurría en error. Sus partidarios defendían también un catolicismo a ultranza que amenazaba con la excomunión incluso a las compañías de revistas porque sus actrices aparecían ligeras de ropa. El 25 de abril de 1953 haría leer en todas las iglesias de la diócesis una instrucción pastoral reclamando el cierre de todas las casetas de la Feria de Sevilla porque, a su juicio, los bailes que en ellas se practicaban, ofendían a la moralidad en el vestir. Según él, protestantismo y libertad religiosa eran una amenaza de muerte para el catolicismo, que de esta manera se iría desarraigando en la nación española. Estamos, desde luego, ante un fenómeno de largas consecuencias que conviene conocer, aunque no sea lícito juzgar.
Obedeciendo órdenes, el diario Arriba publicó un comentario elogioso de la carta del cardenal Segura del 9 de marzo, pero sin reproducir su texto. Y esto sirvió al interesado para presentar ante el ministro Arias Salgado una protesta: el Gobierno censuraba las publicaciones de la Iglesia. Franco comprendió muy bien el daño que se podía hacer a su propio trabajo: en el interior se alimentaban las iras de los intransigentes, mientras en el exterior Segura podía ser tomado como una especie de defensor de la libertad. Al comienzo del verano, Arias Salgado viajó a Sevilla para entrevistarse con el cardenal: le dijo que no se discutían en modo alguno las razones que pudiera tener, solo que no era el momento oportuno para poner en peligro las negociaciones con el Vaticano y con Estados Unidos. El cardenal respondió que estaba muy dolido porque había enviado a Franco una carta y este no se había dignado contestarla. El Generalísimo hizo llegar al cardenal una nota: él no había recibido carta alguna, pero que si le remitía una copia le contestaría de inmediato. Entonces Segura culpó a Arias de haber exagerado las cosas: lo cierto es que él no había escrito carta alguna al Jefe del Estado.
Ya hemos visto que Segura, con gran alborozo de los separatistas vascos, no quiso asistir al Congreso Eucarístico de Barcelona al que se podría considerar como una especie de balance de la recuperación de la Iglesia española tras los terribles quebrantos de la República y de la Guerra Civil. Como representante vaticano estaba Tedeschini, precisamente aquel que, siendo nuncio, intentó llegar a un acuerdo con la Segunda República; junto a él también se hallaba Castiella. Las conversaciones del prepósito pontificio con Artajo fueron de la mayor importancia. En lugares relevantes se hallaban el cardenal Spellman, el general Anders, que había mandado las fuerzas polacas primero contra los nazis y luego contra los comunistas, y el archiduque Otto de Habsburgo, descendiente de aquella dinastía que un tiempo atrás había ocupado el trono de España.
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El 1 de junio de 1952 tuvo lugar la clausura del Congreso Eucarístico. Franco pronunció entonces palabras muy radicales asegurando la «fe católica, apostólica y romana de la nación española, su amor a Jesús Sacramentado y al insigne pastor Pío XII»...
Martín Artajo conversó con el nuncio, sugiriéndole que informase a las autoridades vaticanas a fin de obtener alguna intervención en los conflictos que estaba provocando el cardenal Segura. Al mismo tiempo encargaba a la OID que distribuyese entre las representaciones españolas en el extranjero dos documentos relacionados con la famosa carta pastoral del arzobispo sevillano. Uno era el artículo de fondo publicado el 10 de mayo en la revista Ecclesia, redactado por el primado Plá y Deniel o por alguno de sus más directos colaboradores. El otro era el comentario que a la debatida pastoral habían hecho algunos miembros de la ACNDP, dirigida entonces de hecho por Herrera. Se sabía entonces que algunos de los periódicos católicos norteamericanos, preocupados por las repercusiones que la iniciativa de Segura podía tener, desfavorables para sus propias comunidades, habían iniciado una campaña en favor de las iglesias protestantes en España.
Se tiene la impresión de que ambos documentos respondían a una demanda de las autoridades españolas. Con diferencias muy apreciables, ambos partían de la doctrina expuesta en la Conferencia de metropolitanos del 28 de mayo de 1948. Se aceptaba el principio de que el protestantismo es una herejía y, como tal, sigue estando condenado por la Iglesia. Verdad y error, nos recordaban los autores del artículo de Ecclesia, no pueden ser colocados en el mismo plano. Pero la intransigencia con el error no significa intolerancia hacia las personas que lo profesan ni es obstáculo para «la comprensión, humildad y verdadera caridad hacia nuestros enemigos». Es exactamente la decisión que adoptará el Concilio: amar, proteger y ayudar a los protestantes no significa condescender con el error de su doctrina. Los colaboradores de don Ángel Herrera se mostraron todavía más rigurosos ya que censuraron «al terco y fanático cardenal que, con su intemperancia, ha dado a nuestros enemigos material para utilizar contra nosotros».
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El 20 de enero de 1953, según una norma tradicional, Franco impuso la birreta a los tres nuevos cardenales que se hallaban entonces en España: se trataba de Cicognani, que tenía que abandonar la nunciatura en Madrid por esta razón, Benjamín de Arriba y Castro, arzobispo de Tarragona, y Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago de Compostela. Era una presencia apreciable en el Colegio, aunque muy lejos de la que tenían Italia y Francia. El Generalísimo estaba informado de que las negociaciones habían concluido y el texto se estaba repartiendo entre los obispos para recabar su opinión. El cardenal Segura destapó entonces su pensamiento enviando un memorándum a Roma: la Santa Sede no podía firmar ningún concordato en aquellos momentos ya que la legitimidad de su firma correspondía únicamente a la Monarquía.
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Nada podía ya desarmar al cardenal Segura: estaba convencido de que el Régimen —carente de legitimidad— y el Vaticano se equivocaban al llegar a un acuerdo que era un primer paso hacia la apertura. Cuando Franco llegó a Sevilla el 14 de abril, se encontró con una carta de don Pedro: sentía mucho no poder verle, pero había iniciado un curso de ejercicios espirituales en San Juan de Aznalfarache y no concluirían hasta el 4 de mayo.
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El Concordato fue firmado en la Embajada de España el 27 de agosto de 1953 por Artajo, que había viajado hasta Roma con este fin, y monseñor Tardini. Tusell entiende, con razón, que los españoles se sintieron defraudados porque habían esperando una ceremonia solemne. En consecuencia, el Ministro emprendió el regreso a Madrid aquella misma tarde. Añade López Rodó que «fue celebrado profusamente por la prensa nacional y la vaticana y tuvo importante efecto en las cancillerías de Europa y América». Los que habían jugado la carta de un fracaso en las negociaciones se encontraban ahora en una situación violenta pues no cabe duda de que con aquella firma el Vaticano daba un espaldarazo de legitimidad al Régimen de Franco. Ecclesia, portavoz del primado, lo calificó de «concordato modelo entre la Santa Sede y un Estado católico en el siglo XX». Gonzalo Fernández de la Mora escribió en aquella ocasión que significaba un verdadero apoyo moral de la Iglesia a una forma de Estado que estaba comenzando a abrirse paso en el mundo contra la partitocracia.
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El 21 de diciembre de 1953, Franco fue nombrado por el Papa caballero de la Orden de la Milicia de Cristo: era el honor más alto que la Santa Sede podía conceder. En aquel momento solo figuraban en ella cinco personas: el archiduque Eugenio de Austria; el príncipe Félix de Borbón-Luxemburgo; el ex rey de Italia, Humberto II; Wilhelm Miklas, de Austria, y Francisco Franco, de España. El Generalísimo podía considerarse, con razón, y así se expresaban muchos, «un hijo predilecto de la Iglesia». Tales son los hechos, aunque posteriormente muchos católicos los consideraran molestos e indebidos.
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Segura acabó enfrentándose con el Vaticano; esta vez no culpaba a Franco sino al propio Pontífice por haber impuesto la tendencia en favor de la libertad religiosa. Él había tomado medidas contra el culto protestante a cuya influencia atribuía la actitud que la Santa Sede estaba asumiendo contra su persona. Para la Iglesia universal, la libertad religiosa era una necesidad imprescindible ya que era la que se estaba reclamando para los católicos en países donde no contaban con mayoría. El 3 de noviembre de 1954, Martín Artajo fue informado por el Nuncio de que se iba a nombrar arzobispo coadjutor con derecho de sucesión a Bueno Monreal, que era uno de los nombres que habían figurado ya en las ternas. En febrero de 1955 circularon panfletos por Sevilla, de tono radicalmente tradicionalista, que podían ser motivo de escándalo. Pío XII ordenó entonces al Nuncio que invitara a Segura a abandonar el palacio episcopal, y este se negó.
El 19 de febrero de 1955, el cardenal tomó una de las decisiones que en él eran desdichadamente frecuentes. Se celebraba en la catedral hispalense un homenaje a Pío XII. De pronto apareció Segura y ocupó la presidencia; en su discurso comenzó diciendo que no podía dejar de hallarse presente y hablar porque se trataba de honrar a su gran amigo, el Papa. Y a continuación explicó que los protestantes podían atribuirse la victoria de removerle de su puesto ya que él era defensor de la fe. Entre el público se repartieron panfletos y se elevaron canciones contra Bueno Monreal. De modo que no quedó al Vaticano otra salida que disponer su sustitución pidiendo auxilio a la policía. Bueno Monreal era ya el nuevo arzobispo (noviembre de 1955). Los tradicionalistas recibieron el cambio de mal talante...
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