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Tema: “El crepúsculo de las ideologías”: Frederick Wilhelmsen vs. Gonzalo Fdez. de la Mora

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    “El crepúsculo de las ideologías”: Frederick Wilhelmsen vs. Gonzalo Fdez. de la Mora

    Fuente: Punta Europa, Enero 1966, Número 105, páginas 87 – 97.



    EL PLEITO DE LAS IDEOLOGÍAS


    Por FREDERICK D. WILHELMSEN

    Catedrático de Filosofía y de Política, Universidad de Dallas, Texas.

    Profesor Extraordinario de la Universidad Católica de Navarra.


    Para Javier Goyena.




    Fernández de la Mora, en su libro El crepúsculo de las ideologías, desarrolla una tesis atrevida con toda la brillantez que siempre esperamos de su pluma. He dicho que la tesis es atrevida porque, por primera vez en España, un pensador católico ha abrazado una política netamente positivista, y la ha abrazado previendo las consecuencias de su decisión. Aunque el autor del libro participa de la opinión de muchos católicos progresistas cuando rechaza el Estado confesional y prefiere la llamada “interiorización” de la religión y su progresiva retirada del foro público, no lo hace en nombre de una doctrina política, por acertada o equivocada que sea, sino en nombre de un tecnicismo frío que va más allá de cualquier consideración filosófica o doctrinal. Fernández de la Mora es el apóstol de un Mundo automatizado, mecanizado y gobernado por especialistas, cuyos conocimientos son su entrada en la participación del poder público.

    Gonzalo Fernández de la Mora define como ideología “una filosofía política popularizada, simplificada, generalizada, dramatizada, sacralizada y desrealizada; en suma, un subproducto mental, una seudoidea, una razón caricaturizada y corrompida”. Él localiza las ideologías en la edad clásica moderna, y encuentra sus abanderados en los retóricos de la política del siglo XIX, pues la Ideología logró su perfección en el liberalismo clásico y en el socialismo. Debido al aburguesamiento progresivo de los pueblos europeos (un proceso que Fernández de la Mora admira profundamente), el liberalismo está socializándose y el socialismo liberalizándose, de suerte que las ideologías se mezclan y, así, pierden su antigua fuerza. Esta pérdida del poder ideológico se debe a la necesidad apremiante de enfrentarse con una edad cuyos problemas exigen un tratamiento puramente técnico. El futuro pertenece al hombre capaz de pensar fríamente, de dejar que las “ideas” le guíen, de menospreciar las pasiones y los sentimientos, de desprenderse del bagaje de la historia.

    El autor, aunque lanza sus ataques más feroces contra los hombres del sentimiento y de la pasión, contra los hombres dedicados a una vida moldeada por una intuición estética de la existencia, irónicamente se presenta como el portavoz de la racionalización y del reino puro de “las ideas”. No iríamos muy lejos de la verdad si dijéramos que El crepúsculo de las ideologías es un himno extático a la infalibilidad de una religión nueva, la de la técnica. ¡Confíense en los técnicos y recibirán todo!

    Fernández de la Mora nos dice que una ideología siempre es una doctrina ideada en aras de un programa político. El ideólogo es un hombre cuyo pensamiento está al servicio de una política concreta. Empleando su propio criterio de lo que es un ideólogo (un criterio ya desarrollado hace mucho por Eric Voegelin), tenemos que decir que el mismo Fernández de la Mora cabe perfectamente dentro de su propio cuadro. Desarrolla su crítica de las ideologías en pro de una política organizada alrededor de una tecnificación intensiva del campo social, económico y propiamente político. Por tanto, el autor no habla en nombre de la filosofía pura, sino en nombre de una tendencia concreta operando dentro de la existencia occidental en nuestro momento. Él es tan ideólogo como los socialistas y los liberales que critica amargamente. Y un filósofo, ¿no podrá dudar de la buena voluntad del autor de este libro, ya que su análisis, aparentemente frío y desinteresado, disfraza una política tan política como las demás?

    El autor pretende hablar en nombre de la filosofía verdadera, en contra de su bastardeamiento por parte de las ideologías. Sin negar en absoluto que una ideología representa la degeneración del espíritu en aras de un afán gnóstico (la tesis ha sido establecida magistralmente por Voegelin en su The new Science of Politics y en su Plato and Aristotle), sí podemos negar que Fernández de la Mora sea precisamente el hombre más acertado para pontificar en nombre de la filosofía. Si por “filosofía” se entiende la filosofía tradicional, en el sentido más amplio de la palabra, entonces hace falta decir que el distinguido profesor de la Escuela Diplomática no habla en su nombre. Se equivoca en su tratamiento de las relaciones que rigen entre “las ideas” y la sensibilidad. Su concepción es tan cartesiana que pertenece más al siglo XVII que al nuestro. Hay algo fantástico y casi atractivo en su retórica en favor de “las ideas” y en contra de las pasiones y la sensibilidad. Nos hace pensar en una edad menos complicada que la nuestra. De todas formas, la concepción de Fernández de la Mora no tiene nada que ver con la psicología y epistemología tan delicadamente desarrolladas por Santo Tomás de Aquino. Fernández de la Mora habla de la sensibilidad como si fuera siempre un estorbo y un obstáculo para el entendimiento. Habla de la inteligencia como si fuese un principio cartesiano capaz de ejercer su oficio solamente con tal de que se separe del orden del cuerpo, del tiempo y de la historia. Canta su himno a las “ideas” (¿claras y distintas?) como si existiesen de verdad y como si tuvieran una especie de ser fuera del mundo sensible y fuera del hombre concreto y existencial. Las “ideas” (¿qué son?) a las cuales debemos someternos, según Fernández de la Mora, de verdad no son ninguna “superintelectualización” cortada de la sensibilidad. Lonergan, Kennard y otros han demostrado la superioridad rotunda del análisis tomista sobre el cartesiano, aceptado por el autor de este libro. El acto supremo de la razón humana es el juicio, y el juicio exige un matrimonio entre sensibilidad e inteligencia. Aunque aquí no podemos entrar en detalles (casi dije “detalles técnicos”), sí me gustaría repasar rápidamente la enseñanza tomista, puesto que es crucial para un entendimiento de la materia en cuestión. La inteligibilidad de la mente humana se realiza a través de una intuición bañada en lo sensible. En la fórmula de Santo Tomás, el predicado es la inteligibilidad del sujeto, y el mismo sujeto se presenta a la inteligencia a través del mundo sensorio. Por tanto, cualquier profundidad intelectual implica una penetración del orden sensorial, donde el sentido del mundo se presenta al hombre en símbolos capaces de ser leídos por el espíritu. El carácter tan abstracto de la idea matemática, la idea con la que el hombre hace posible la técnica moderna, se basa en su pobreza ontológica, en su desprendimiento de la riqueza de la existencia, en su falta de decir algo humano al corazón, en su ausencia de dimensión histórica y poética y, por fin, en su neutralidad ética. Aquí encontramos el fallo más notorio del pensamiento de Fernández de la Mora. Si otorgamos el orden político a los técnicos, tendremos que divorciar la política de la ética, puesto que ninguna consideración técnica, por acertada que sea, es capaz de penetrar la más mínima verdad sobre lo que es bueno para el hombre. No olvidemos que Santo Tomás nos enseña que la idea matemática (y todas las ideas técnicas se reducen al orden matemático) carece de bondad porque carece del acto de ser, fuente de la bondad. Entonces, ¿cómo sería posible edificar el bien común sobre un orden de ideas que destaca por su falta de la dimensión metafísica de la bondad? Fernández de la Mora, a pesar de pretender hablar en nombre de la filosofía, parece ajeno a todo lo que tenga que ver con la epistemología y la psicología.

    La técnica es un método de pensar racionalmente sobre el mundo real en términos de la cantidad. La técnica tiene una meta, un fin, tal y como tienen todos los procesos del pensamiento y de la acción. Esta meta es la perfección de la misma técnica, y no la perfección del hombre como tal. Podemos localizar el problema dentro de la tensión eterna entre el arte y la prudencia. La técnica es esencialmente la imposición de la forma matematizada sobre la materia. Por tanto, la técnica pertenece tan totalmente al orden artístico como pertenece la pintura. El fin del arte es el bien de la realidad formada y no el bien del artista. ¡Un esclavo puede forjar el instrumento con el cual el tirano lo mata! Todo esto ha sido reconocido por Platón, Aristóteles, Santo Tomás, y el mismo Jacques Maritain ha profundizado tal doctrina en nuestro tiempo. Si el bien del arte se subordina al bien del hombre –y la ética exige que sea así– esto se hace por la prudencia, por el hombre actuando ética y políticamente. El arte puede controlarse por la prudencia desde fuera del arte pero nunca desde dentro. Cuando un hombre trata de introducir la prudencia dentro de la estructura del arte mismo, lo estropea. El pintor no puede pintar con su buena voluntad; el poeta no puede escribir con su probidad; el ingeniero no puede construir con su decencia. Por otro lado, el bien común –meta de la política, según la doctrina clásica-cristiana– no puede determinarse por un juicio artístico o técnico. Lo técnico tiene que someterse a un juicio netamente prudencial y, por tanto, político. Darse cuenta de esto es la advertencia de la verdad que no hallamos en la técnica, incapaz radicalmente de decirnos algo sobre la bondad o la maldad del orden social. Instrumento neutro, la técnica espera la inteligencia y la voluntad de su creador. Teóricamente hablando, el hombre puede usar un instrumento técnico o dejarlo según su criterio moral. Resulta, por consiguiente, que sería imposible funcionar políticamente dentro de un mundo dominado totalmente por la técnica. Fernández de la Mora es culpable de pensar que el juicio prudencial se reduce al orden técnico y no al revés. Es tan cándido este planteamiento que no se da cuenta el autor que esta inversión de valores hizo posibles las estufas de Dachau y las matanzas de millones de campesinos rusos hace unos años. Lo técnicamente viable no solamente no se identifica con lo moral, sino que a veces se pone en contra. La técnica es como un mastín feroz: ¡disciplinado, puede servir al hombre; mimado y adorado, lo mata!

    La ciencia política, como dice Fernández de la Mora muy bien, no puede funcionar en el orden concreto, pero sí puede dar al político una serie de principios capaces de actualizarse en el tiempo con tal de que los políticos no sean los maquiavélicos. La sociedad política –dice la tradición filosófica occidental– tiene el derecho y el deber de legislar para la ciencia demiúrgica en todo lo que toque la estructura básica de la cultura de una comunidad política. Si el avance técnico amenaza el estilo de vida encarnado en una comunidad buena, aquella comunidad tiene derecho a intervenir –con la bayoneta si fuera necesario– para proteger su existencia. Ningún ser (y la sociedad es ser: el ser del orden humano), cuando obedece las leyes de la realidad, consiente en su propia aniquilación. Si un cuerpo político eligiera representar un futuro problemático cuyo logro exigiría la tiranía del poder total de la técnica; si ese cuerpo político abandonase su deber de representar el bien común de sus ciudadanos –un bien común que incluye realidades no técnicas como lo orgánico, lo familiar, lo tradicional, lo poético, lo económico (no se puede reducir lo económico a la “racionalización” técnica: a veces tal racionalización es muy antieconómica), lo contemplativo, lo religioso–, ese cuerpo político habría llegado a representar una meta gnóstica, cuyo gran sacerdote sería una momia santificada, la misma técnica –un tótem–. Tal comunidad no solamente habría descendido a un orden mágico nuevo, donde la eficacia pura sería un objeto de la adoración, sino que habría hecho un pacto con la muerte. Se suicidaría en el nombre de la historia y su dios: la máquina.

    Ningún hombre sano puede dudar que Occidente haya entrado en el camino que le lleva a este suicidio, debido a su incapacidad moral de disciplinar el orden técnico. Muchos sociólogos (y éstos de ninguna manera son enemigos de la técnica: Mumford, Riesman, Lewis, Dawson, etc.) han apuntado el aburrimiento y la apatía comunes al Occidente de hoy, el aflojamiento de los lazos del espíritu que abre paso al totalitarismo y que deseca el corazón humano. El dominio de la “racionalización” sigue una dialéctica del enajenamiento de la existencia, y esta dialéctica exige su propio precio: la alienación del hombre de las cosas tal y como son; la tortura de la naturaleza (la frase es del profesor Leo Strauss); la separación del hombre de las fuentes de la piedad; el abandono del campo y la desaparición de esos valores humanos que pueden crecer solamente ahí; la destrucción de la reverencia. Fernández de la Mora habla de la venidera racionalización del juego y del ocio del hombre y de todos sus momentos libres. ¿Y si el hombre no quiere que la técnica le haga tan esclavo? ¿Si el hombre protesta en nombre de su dignidad y de su libertad en contra de todo el poder técnico del mundo? ¿Qué pasaría? El autor no tiene ninguna respuesta porque ya ha abandonado la ética tradicionalmente cristiana y occidental, o porque ha desesperado en su corazón de la capacidad de resistir por parte del espíritu humano.

    Me doy perfecta cuenta que me estoy exponiendo a ser incluido dentro de la «gran muralla dialéctica de la reacción consistente en la farisaica denuncia de los llamados peligros de la deshumanización y del tecnocratismo». Sin hacer hincapié en la cortesía con que un hombre debe de tratar a sus adversarios, me gustaría saber si Gonzalo Fernández de la Mora incluye también a Pío XII, cuyo mensaje navideño al mundo de 1956 dedicó precisamente a esta deshumanización forjada por el tecnocratismo de nuestro tiempo. ¿Es Pío XII un fariseo también?

    Aunque el autor da la impresión, al principio de su libro, de que sus enemigos “ideólogos” son principalmente el socialismo y el liberalismo, se quita la máscara sobre la marcha: su enemigo verdadero es el Tradicionalismo Católico en todas sus formas. Aunque Fernández de la Mora no define esta doctrina que tanto le repugna, voy a hacerlo yo, a fin de que el lector me entienda sin equívocos posibles:

    El hombre libre y protegido por la ley, y no sometido a la tiranía mayoritaria; la sociedad libre, gobernándose a sí misma a través de sus propias instituciones, coronadas por el poder legítimo. Deducibles de esto es la convicción de que la libertad política es una ilusión a menos que se compagine con una libertad económica; que el poder –tanto económico como político– deba arraigarse en el principio foral o federal; que una sociedad buena adelanta la amplia distribución de la propiedad a fin de que la propiedad personal y familiar sea lo corriente dentro de la comunidad; que la responsabilidad política sea descentralizada en todo lo posible; que la paz personal y social exija una continuidad del presente con el pasado; que la familia sea representada políticamente; que las tradiciones de cada región sean guardadas como tesoros que hacen brillar el patrimonio nacional; se rechaza el nacionalismo y el cosmopolitanismo a la vez; un respeto para lo personal y un recelo contra toda uniformidad y colectivismo; subordinación de la ciencia al hombre; primacía de lo espiritual sobre lo temporal, de lo ético sobre lo económico, y de lo económico sobre lo técnico: lo técnico siempre en último lugar, un sirviente humilde de la personalidad humana; el universo sacramental; la Iglesia Católica en la calle; la Iglesia Triunfante.

    Creo que este rosario de convicciones expresa “la reacción” contra la cual lucha Fernández de la Mora. Basta decir que este Tradicionalismo Católico no es ninguna “ideología”, sino una doctrina política capaz de múltiples encarnaciones históricas. ¿Hay una relación entre el desprecio olímpico que Gonzalo Fernández de la Mora demuestra para el pueblo y sus sueños, para cualquier sentimiento democrático y popular, y su propia política, tan ausente de popularidad en la calle en España?

    Esta impresión se refuerza cuando ponderamos lo que Fernández de la Mora nos dice sobre “la interiorización de las creencias”. Aquí no tropezamos con nada nuevo, sino con una repetición de las banalidades de las iglesias enfermas de Holanda, Alemania y Francia. Lo nuevo aquí es el hecho de que un español lo dice. Encontramos esa negación de la Encarnación en todo deseo de “interiorizar” la fe, como si fuera indecoroso expresar públicamente la alegría de un corazón cristiano; de prohibir que un pueblo simbolice sus convicciones más profundas en su estilo de vida, en sus costumbres, en sus gestos, en sus bailes y en toda sacralización del mundo por parte de un espíritu encarnado. Fernández de la Mora lo dice expresamente: «el Occidente vive un proceso de interiorización de las creencias: resulta difícilmente pensable un retorno a las guerras de religión… se generaliza la hostilidad colectiva hacia el exhibicionismo, la politización y la pragmatización de la Fe». ¿De qué habla? ¿De la bandera española en la calle en las fiestas de la Virgen? ¿De la Semana Santa de Sevilla? Encontramos, creo yo, en el puritanismo de Gonzalo Fernández de la Mora, un “angelismo cartesiano”, como Maritain lo llamaría. Así se explica su preferencia para “el compás” en comparación con “el florete”, y en su desprecio para la aventura y para el riesgo. Fernández de la Mora es lo que confiesa ser: un burgués por definición, un hombre que conoce el mercado del espíritu y lo vende muy barato. ¿Pudiera haber evangelizado España la mitad del orbe con la ideología técnica pregonada en este libro?

    Pero hay algo más: la afirmación [de] que «el fenómeno religioso estricto es individual, y por él existe el eremita». Si esta afirmación tiene un sentido lógico, solamente hay una deducción posible: el eremita es el prototipo del ser religioso. La mera articulación de la conclusión revela su absurdidad. Alguien pensaría que la más mínima preparación filosófica y teológica hubiera rechazado semejante afirmación. “El fenómeno religioso” cristiano nunca es individual, sino siempre plural, corporativo. Dios Mismo es Trinidad y encuentra –o mejor es– Uno dentro de la Compañía Sagrada de la Trinidad de Personas. Como Chesterton dijo, «nosotros, trinitarios, hemos sabido que no es bueno que Dios sea solo, individuo». El individuo humano –más bien, la persona, ya que “el individuo” no es una categoría cristiana– mana del “nosotros” formado por padre y madre. La relación del amor (muy por encima de aquella “razón” proclamada por el autor «el más noble instrumento terrenal») implica y es una dualidad, si no una trinidad, en su estructura metafísica. El Cuerpo Místico de Cristo, nuestra Iglesia Católica, es una Comunión y no una individualidad. Y la teología contemporánea hace hincapié en el carácter a menudo corporativo del pecado, considerado por el autor como si fuese un acto cortado de la historia, y, por lo tanto, de los demás hombres.

    Aquí, en este monárquico español, tenemos un progresismo curioso: curioso porque Fernández de la Mora niega el carácter comunitario de lo religioso, un carácter afirmado por el progresismo; progresismo, porque niega el universo sacral y el Estado confesional. Indirectamente invita a España a dejar de ser confesionalmente católica. Aunque no se puede identificar con Unidad Católica, no se puede negar el enlace íntimo entre ambas. La Unidad Católica de España estorba la “racionalización” y el reino de los técnicos y, por tanto, debe de desaparecer. Unidad Católica quiere decir comunidad católica y, por tanto, no tiene nada que ver con esa relación “interiorizada” y estrechamente vertical entre un Dios solitario y un individuo solitario deseada por Fernández de la Mora. Unidad Católica quiere decir precisamente una exteriorización de la Fe y, por tanto, su encarnación en la vida social del pueblo. España, y sólo España, ha guardado este tesoro, pero Fernández de la Mora quisiera que España imitara a esos pueblos cuya pérdida de la fe ha traído la secularización, el aburrimiento social, la relajación de la ética, y el envejecimiento de una serie de valores humanos que se han refugiado en España gracias a su adhesión corporativa a lo que Menéndez Pelayo llamó la única unidad nacional que España tiene.

    El crepúsculo de las ideologías es un libro peligroso. Canta un himno a un futuro tecnificado, dentro del cual la religión se habrá purificado en la interioridad del espíritu; dentro del cual la religión habrá dejado de existir en la calle y en los consejos de los gobiernos. Puesto que Fernández de la Mora ha vislumbrado su visión del futuro, no podrá quejarse si un adversario de su tesis, un tradicionalista norteamericano, vislumbra la suya. ¡España, azotada por dentro por un polvo de creencias, o más bien de no-creencias; hermano contra hermano; sus tradiciones y costumbres en el suelo; la Virgen ausente en la calle; las procesiones de la Santa Semana, un recuerdo histórico; acatólicos ocupando puestos altos en el Gobierno; el sentido moral minado y a punto de desaparecer; el control de la natalidad enseñado y predicado en la prensa; un confusionismo brutal reinando en todas partes; y el enemigo comunista avanzando, siempre avanzando so capa de la libertad y de la “interiorización” de la religión! Y si esto pasara, ¿de dónde sacaría España la resistencia moral para un contraataque? ¿De los técnicos y los secuaces de la eficiencia? ¿De los adeptos a la ciencia de la “administración pública”? ¿De los cosmopolitas tan elogiados por Fernández de la Mora? ¿De los que menosprecian las tradiciones de los pueblos? ¿De los que no tienen ningún carisma porque Comte les ha enseñado que la historia tiene que dejar atrás el carisma en aras de la ciencia? Si el día de la verdad llega otra vez a este país bendito; si ese día llega porque el espíritu ha sido minado por los tecnócratas, la España pasional, la España Católica, la España popular tendrá que salvar su patria otra vez, pero francamente creo que la hora será demasiado tarde. Y ni la historia ni Dios podrán culpar al noble pueblo español.
    Última edición por Martin Ant; 08/07/2018 a las 17:29
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