El futuro de la libertad (1978) - Estanislao Cantero
Hace algunos siglos, en la época en que Europa, a pesar de su diversidad de pueblos, formaba una unidad que era la Cristiandad medieval, existía la libertad.
Ininteligible, casi con toda seguridad, para quien tenga de la libertad el concepto que forjó el liberalismo. No se pensaba, entonces, ni se concebía siquiera, que no hubiera límites al ejercicio de la libertad (para lo que habrá que llegar al siglo XVII y especialmente al XVIII), puesto que como algo concreto, tangible, con un objeto determinado, tenía sus propios límites, determinados, precisamente, por la naturaleza del objeto de la libertad. Pero, gracias a ello, había, realmente, libertad.
El ejercicio real y efectivo de la libertad y la garantía de ésta era doble:
Por una parte, el príncipe, el rey, estaba sujeto a las leyes y costumbres del reino, y cuando dejaba de cumplirlas se convertía en tirano. Ya en su tiempo, San Isidoro, recogiendo este principio, escribía: «Rex eris si recte facias, si non facias non eris», principios que también recogen los cuerpos legales y que Santo Tomás expresó así: «Regnum non est propter regem, sed rex propter regnum»
Esta sujeción a las leyes y costumbres del reino, por las cuales las libertades concretas estaban garantizadas frente al abuso o a la arbitrariedad .del monarca, se basaba, además, en el reconocimiento y acatamiento de la Ley de Dios y de su voluntad. La expresión «por la gracia de Dios» no era un mero formulismo; era una realidad que garantizaba que no se convertiría en tirano y que su actuación quedaría limitada en el ejercicio del poder por ese reconocimiento debido a Dios, en cuanto que por El y en nombre de Él se ejercía el poder. Limitación al ejercicio del poder, que existió y fue realizada por las leyes y costumbres del reino y por ser rey «por la gracia de Dios».
Por otra parte, junto a esa limitación de la actuación del poder, que además de garantizar la libertad garantizaba el recto uso del poder, existía toda una organización social, que desde la misma sociedad, era la máxima garantía de la libertad, más importante aún que la anterior limitación.
Las libertades concretas de pueblos y ciudades eran una verdadera barrera para impedir que, de modo arbitrario o abusivo, el poder del gobernante se injiriese en aquellos otros poderes y facultades pertenecientes al cuerpo social y fruto del recto uso de la libertad del mismo. El rey se comprometía a no traspasar esa libertad adquirida, fruto de la organización y vida natural de los hombres agrupados en comunidades naturales, que nacían de su quehacer diario y de su vida comunitaria, lo que permitía la aparición de nuevas libertades, el progreso y el desarrollo del hombre a través de las comunidades en las que participaba, en armonía y cooperación.
Además, existía el convencimiento, y por eso se acataba, de que el poder venía de Dios e iba al gobernante que lo ejercía «por la gracia de Dios». Existía la convicción en el hombre y en la sociedad de que era así y se acataba naturalmente. La garantía de la libertad, de las libertades concretas (y no de una libertad abstracta para cuyo triunfo hay que esperar a la Revolución francesa) era conseguida, por arriba, por la existencia y reconocimiento de ello, de unas leyes que ni el mismo rey podía dejar de cumplir; por abajo, por la organización social.
Sin embargo, tal estado de cosas fue roto. El resquebrajamiento se inicia con Ockam. Al negar la existencia de un orden natural cognoscible, el voluntarismo provocó el que con la aparición de los monarcas absolutos (aunque menos absolutos que los Estados actuales), al convertir su voluntad en ley, con independencia de su concordancia con aquellas leyes y costumbres del país, que no podía alterar de modo unilateral. Lo que acarreó, como señaló Tocqueville, la paulatina muerte de lo que hoy denominamos cuerpos intermedios que eran fruto de la organización social natural, y que ejercían, en frase de Donoso Cortés, «una resistencia material en una jerarquía organizada» a las extralimitaciones del poder; hasta llegar, con la Revolución francesa, al imperio absoluto de la «ley» positiva, sujeta, eso sí, a los bandazos de la «voluntad general» sobre la cual no existe ninguna otra a la que renga que someterse y cuyo artífice no es otro que el Estado.
Pero la garantía de la libertad y la limitación a la actuación del poder y al ejercicio mismo de la libertad, que hasta entonces se hallaban circunscritos a su recto uso, fallaron en el mismo cuerpo social. La garantía de la libertad se pierde, no sólo, porque el ejercicio de la libertad, plasmado en las libertades concretas, queda herido de muerte por Ja falta de esas barreras a1 ejercicio del poder (barreras que estaban formadas por los cuerpos sociales que constituían la comunidad), sino también porque al pretender, en una apreciación individualista y subjetivo de la libertad, que el uso de ésta no tenga límites, acaba desapareciendo la misma libertad.
Esta pretensión abstracta y utópica de la existencia de los derechos subjetivos de forma ilimitada, sin hacerse realidad en logros comunitarios, como son las libertades concretas, unido al acrecentamiento del poder político, encarnado en la voluntad del Estado, ha ido a parar, por el hecho mismo de este aumento de poder y por la reglamentación de esos derechos subjetivos por el Estado, en la ausencia de toda garantía de la libertad del hombre.
Y observemos nuevamente que es la ruptura iniciada con Ockam, la que ha dado lugar, en sucesivas etapas y desarrollos, hasta llegar a nuestros días, tanto a que el poder político no admita ni la barrera del orden social natural -los cuerpos intermedios- ni la barrera de unas leyes superiores, sagradas e inviolables, creación de la inteligencia de Dios ; como a que el hombre, despojado de sus raíces sociales en las que hundía sus pies y se alzaba desde el suelo de la realidad terrena hacia Dios, como bellamente ha señalado Marcel de Corte, no admita, tampoco, ni las barreras de unas libertades delimitadas por su propio objeto, ni las barreras del cumplimiento de los mandatos de Dios.
Así, al no haber ya barreras, que no hacían más. que servir de cauce a la actuación de los hombres para que éstos no se perdieran por caminos errados, o tratasen de trazar otros que habrían de extraviarles al perder el norte, el sentido, la razón de la existencia, inevitablemente tenía que producirse el desastre: la ruptura del orden social, que por creer que de ese modo se hacía el hombre más libre, al faltarle esos muros de contención, ha provocado la paulatina desaparición de la libertad, a medida que el hombre se ha ido «liberando» de todas sus raíces.
En efecto, esa ruptura del orden social en su doble aspecto, es decir, tanto en lo que se refiera al poder político (Estado todopoderoso) como a la organización social (la disgregación social y la masificación), ha ido a parar en dos expresiones modernas, que si parecen radicalmente opuestas, coinciden en el fundamento aniquilador de la libertad: El totalitarismo marxista y la democracia moderna, o totalitarismo democrático.
El totalitarismo marxista, el marxismo, no deja más libertad que aquella que en cada momento indica obligatoria y coactivamente el tirano. La dependencia del hombre respecto a él es absoluta: económica, política, civil, intelectual... Toda libertad queda eliminada puesto que a! consistir ésta 'en que cada hombre puede ejercer su voluntad siguiendo al imperio de la razón, en el marxismo es la voluntad del Estado la que marca absolutamente la pauta. Las fugas de estos países, los telones de acero, las deportaciones y depuraciones, la persecución a los disidentes, los procesos a los intelectuales, son, entre otros, algunos ejemplos de ello. Frente a él se nos presenta la democracia moderna. ¿Es ésta garantía de la libertad?
Teóricamente la democracia moderna está doblemente limitada en lo que se refiere al ejercicio del poder político. Por una parte, el Estado se sujeta a unas leyes superiores; por otra, el pueblo participa en la política.
Sin embargo, ¿no será una ficción esta doble limitación?
Ocupémonos, en primer lugar, de la participación política de los ciudadanos.
La participación política en una democracia moderna, como señala V allet de Goytisolo, consiste en «el ejercicio del derecho a votar en sufragio universal y, mediante el mismo a elegir los gobernantes o a decidir por referendum», y en «el derecho a formar parte de partidos o asociaciones políticas», siendo esos «los modos insoslayables e insustituibles de participar políticamente». Pero se pregunta «¿Se participa de ese modo realmente? ¿No existen otras maneras de participar políticamente más verdaderas, más reales y más eficaces?».
Su respuesta es concluyente. Tal participación no existe, puesto que la opinión pública es formada externamente a la voluntad del supuesto participante.
Por otra parte, su participación es momentánea y pasajera. No existen vínculos de unión en los partidos políticos, pues están sometidos a la autoridad de sus jefes, que «prometen» un programa, quedando la participación del pueblo reducida a afiliarse o no a tal o cual partido, sin posibilidad de que el partido le garantice, no ya lo que él quisiera ( en el supuesto de que su voluntad no fuera formada desde el exterior), pero ni siquiera puede garantizarle el mismo programa prometido, respecto al cual, por otra parte, su generalidad no permite que antes de subir al poder se sepa cuál será su actuación.
La única verdadera participación política es la que se efectúa a través de los cuerpos intermedios, donde, como nos dice Vallet de Goytisolo, «sus decisiones están fundadas en el conocimiento de la realidad, donde es verdaderamente responsable, y donde pueden ser protegidas sus libertades ... de quienes dominan las palancas de mando del Estado, desde dentro o desde fuera de él».
Este conocimiento de la realidad no existe en una democracia moderna, donde la masificación lo impide, y donde, además, el mismo sistema. de la democracia moderna, lo rechaza.
La democracia moderna, con su supuesta participación política, no le pide al hombre que se manifieste sobre lo concreto y conocido, sino sobre abstracciones y generalidades, y rechaza la opinión acerca de la realidad que sea verdaderamente cualificada, subsumiéndola y equiparándola al desconocimiento de la opinión mayoritaria. Desprecia la calidad ante la cantidad, como señalaba hace más de medio siglo, el verbo encendido y fecundo de Vázquez de Mella.
¿Qué conocimiento de la realidad hay en este hombre masificado de la democracia moderna?
El hombre de hoy carece de puntos de referencia para valorar y enjuiciar a personas que aspiran a gobernar, a las cuales no conoce más que por la imagen que le presentan las propagandas. Como ha de manifestarse sobre lo general y abstracto, no sobre problemas concretos .respecto a los cuales es competente, pues tal es el sistema democrático, como ha de saber de todo, su desconocimiento es suplido por la información que le suministran los medios masivos de comunicación. Información parcial e interesada, cuando no falsa y tendenciosa, que no forma, sino que es, en expresión de Marcel de Corte, una información deformante.
La responsabilidad del hombre, injertado en el sistema democrático, en lo que se refiere a la participación política, se reduce al ejercicio de su voto y a la afiliación a un partido. Respecto a lo primero, es una responsabilidad tan diluida que resulta inexistente.
Además, si falta el conocimiento real, no puede haber responsabilidad. En cualquier caso, sus efectos se reducen a que salga o no elegido tal o cual candidato, o a que se apruebe o no determinada consulta, lo que respecto a cada uno de quienes emiten su voto no cabe una responsabilidad menor.
Respecto a la afiliación a un partido, en lo que afecta a la línea de conducta que sigue tal partido, su responsabilidad es ínfima, despreciable. Desconoce la organización interna y las directrices del partido a alto nivel, que actuará con independencia de su afiliado.
El hombre, con el sistema de los partidos, no participa en la política más que como un número más que se limita a "apuntarse". Lo que queda puesto de relieve por los vaivenes de los votos según la presión de los "mass-media"', por la mala política del partido en el poder, por la cantidad de electores que no se adscriben a ningún partido, y por la atracción que encuentran los programas más demagógicos, consecuencia de la falta de conocimiento del hombre masificado.
Respecto a la protección de -sus libertades, no existe ninguna garantía. Su intervención concluye con la emisión de su voto. Si votó otra cosa, o creyó votar otra cosa, sólo podrá volver a intervenir en la siguiente votación, siendo, de nuevo, una parte insignificante entre millones de partes también insignificantes individualmente consideradas, que es como considera a las personas la democracia moderna.
Los partidos, por otra parte, garantizarán, como mucho, las libertades de sus afiliados, pero no las de los otros, sobre todo cuando existen programas de partidos totalmente opuestos; y eso en el mejor de los casos, pues el partido lo que busca es alcanzar el poder, mantenerse en el mismo e imponer, desde él, sus convicciones. La noción de bien común desaparece, no tiene cabida en el sistema de la democracia moderna.
Los medios masivos de comunicación son, sin duda, los que forman la llamada opinión pública. Decir que quienes los manejan obedecen a los intereses del resto de la población, que es el objeto sobre el que actúan, al que han de cambiar, es insostenible. Obedecen a la ideología de sus propietarios o de quienes han adquirido en ellos una posición de fuerza. La participación política, por consiguiente, en la democracia moderna, es pura ficción. Al no existir, no puede garantizar las libertades de los hombres.
¿Las garantizará el Estado con su autolimitación?
Pero la autolimitación depende de la propia voluntad del Estado lo que es obvio, no constituye garantía de ninguna clase.
Esta autolimitación, por otra parte, viene dada por unas leyes que no reconocen la existencia de unas leyes inmutables, por encima de las Constituciones, que no es posible transgredir. Por consiguiente, tampoco constituye ninguna garantía de la libertad, puesto que la voluntad humana -son los propios partidarios de la democracia moderna quienes lo dicen- puede modificar todas las leyes.
Además, el poder del Estado aumenta sin cesar, ampliando el ámbito de su actuación. ¿Será para garantizar las libertades concretas de los hombres y de los cuerpos intermedios? Rara garantía, que para salvaguardarlas, empieza por suprimidas, haciéndolas retroceder y desaparecer paulatinamente ante el creciente poder estatal.
Por lo que se ve, el futuro de la libertad, es triste decirlo, pero es comprobar un hecho, está abocado a su desaparición.
El hombre moderno, carente de reflexión y conocimiento, eliminada su responsabilidad, esclavizada 'su voluntad al ser formada desde fuera, renunciando a la facultad intelectiva, que adormece con los cantos de sirena que le suministran por medio de los "mass-media", especialmente la televisión, incrementándose el poder del Estado sin cesar, dejando que este se meta en su casa a través de la pantalla del televisor, para decirle lo que tiene que hacer en cada situación, con la unión del poder político y del poder cultural, con la unión de aquél con el poder económico, al ser adsorbidos los últimos por el primero, el hombre dejará de ser libre.
La única solución está en la vuelta atrás, como dijo Chesterton. Perdido el camino no hay que perderse en tantear nuevos caminos, ni en creer que no hay camino, y que éste se hace al andar, sino en volver a la encrucijada donde se erró la ruta, al cruce de caminos que se originó con Ockam, como ha observado Michel Villey y Vallet de Goytisolo recuerda sin cesar.
La garantía de la libertad, de su ejercicio recto y del control del poder del Estado, está en esa doble limitación antaño existente pese a todas sus imperfecciones. En la organización social natural, en los cuerpos auténticos, no mediatizados por el Estado, y en el reconocimiento por el poder político y por la sociedad, de unas leyes y unas normas que no se pueden traspasar, porque son leyes naturales, creadas por Dios. Y para ello, nada mejor para poderlo conseguir que una conversión de nuestros corazones, por la que adoremos a Dios Nuestro Señor y cumplamos sus mandamiento.
Revista Verbo Nº 167. Fundación Speiro 1978
Nacionalismo Católico San Juan Bautista: El futuro de la libertad (1978) - Estanislao Cantero
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