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Tema: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/1973)

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    Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/1973)

    En 1978 Ana Marín Fidalgo y Manuel Martín Burgueño publicaron un pequeño libro titulado In memoriam. Manuel J. Fal Conde, en la Editorial Católica Española, de Sevilla. En 1980 salió una segunda edición.

    En este opúsculo dedicado a la memoria de Fal Conde, hay un Capítulo titulado Apuntes para una biografía, en donde se recogen esquemática y cronológicamente diversos acontecimientos políticos en la vida de Fal Conde. Hacia el final de esos Apuntes, hay un pequeño párrafo en el que se dice lo siguiente (página 61, de la 2ª ed.):

    Son de 1973 las últimas cartas de Fal Conde a Don Javier en términos políticos. Un documento, escrito directamente por él, muy largo, digno de algún día ser conocido, fue una de éstas.

    No tengo constancia de que ese "documento [...] muy largo, digno de algún día ser conocido", haya sido publicado en ningún sitio hasta ahora.

    Así que procederemos a su transcripción de esta carta, recogiendo, además, en sendos Apéndices, los textos completos de los diez documentos que el propio Fal Conde adjunta a esa larga epístola dirigida al Rey Javier I.

    Recuérdese que todo texto que aparezca entre corchetes son adiciones nuestras al texto original.

  2. #2
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional.





    Sevilla, 9 de Junio de 1973.


    Señor:

    Contesto, al paso lento que permiten mis achaques, la muy estimada carta de V. M. del día 7 de Mayo, reiterando, una vez más, la súplica de licencia para la mecanografía ante mi caligrafía ilegible.

    Me pregunta V. M. si es mío el contenido de la carta, cuya fotocopia me acompaña, fechada en Sevilla en 5 de Mayo de 1972 y dirigida a Don Rufino Menéndez. Mas, agregando V. M. que ese contenido, tanto como su difusión, le parece inadmisible y le sorprende dolorosamente, una respuesta mía que consistiera no más que en un simple “mía es la carta pero no la difusión”, pecaría de irrespetuosa por altanera, rehusaría las explicaciones, incluso la justificación, que el mejor servicio de V. M. y de la Causa exigen, y le restaría el consuelo que de mi parte pueda recibir al dolor que sufra.

    Con el pensamiento puesto en Dios, y firme el corazón en la inalterable lealtad de caballero carlista, declaro a V. M. que, ni en la redacción de esa carta, ni en ninguna otra de mi relación fraternal y entrañable entre leales, tuve otra inspiración que el servicio de la Causa. No ya móvil alguno personal, tan de antiguo renunciado, sino ni de cualesquiera otras motivaciones, grupos o culturas políticas que en España tratan de seducir voluntades.

    En la rigurosa singularidad personal en que quedé al ser dimitido por V. M. de la Jefatura Nacional, ajeno a todo cargo directivo y, consiguientemente, de toda responsabilidad en las nuevas direcciones de entonces –Agosto de 1955–, pero firme, más aún si era posible, en la profesión de los principios fundamentales y en la fidelidad a la legitimidad dinástica.

    Con igual constancia de fe carlista y de lealtad dinástica, formulo a V. M. estas explicaciones y justificaciones para las que ruego la misma bondadosa comprensión de siempre.

    Cuestión cálida siempre ha sido esto del choque de tendencias en las orientaciones del Carlismo entre direcciones dimanantes de la naturaleza propia de la Comunión, o bien tendentes a su actividad y fecundidad típicas, como su conservación, su desarrollo y su propaganda, u orientaciones derivadas de alguna modalidad, de alguna vertiente externa de esa misma naturaleza, pero en relación o convivencia con otras actividades políticas del tiempo, de la ocasión o de las circunstancias.

    A las primeras orientaciones, las decimos usualmente de la Comunión o carlista; y las otras, de partido o políticas.

    No se corresponden esos términos con los, hoy en plena moda, de inmovilismo y progresismo. A veces han resultado invertidos.

    En vez del recurso a la Historia, que sería pretencioso y cansado, me limito a la invocación de la experiencia del Carlismo de la que puedo dar testimonio personal, y que en parte también V. M. ha vivido.

    La Comunión había nacido mediante la conjunción de voluntades entre sí y con el primer Rey proscrito por la Revolución liberal, en sustentación de los principios de la Monarquía y defensa de la legitimidad dinástica. Por esencia, antipartidista. Pero, sumida en la atmósfera legal de partidos, siendo necesario por razón de modus operandi adoptar forma y estilos de tal, mientras cuidaba en su disciplina interior su cultura propia, su noble fe tradicional, el sagrado principio de la sucesión como cauce de transmisión de la Bandera y de sus glorias, actuaba en las oportunidades de cada día, en las elecciones de sufragio individualista, en los Parlamentos, como un partido más.

    A la caída de la Monarquía liberal –la monarquía de partidos, y precisamente por obra y culminación de la política de partidos–, el Carlismo tardó en recuperar su norma carlista pura. Por inercia partidista, o por anquilosamiento de sus miembros.

    El Manifiesto de París de Don Jaime III –23 de Abril de 1931– descubre ciertamente, una vez más, la grandeza de alma del Rey Caballero, y consigna cómo Él tenía prevista la caída del régimen y cuáles eran las causas de la misma, pero cifra las soluciones en la formación de un gran partido monárquico mirando a un plebiscito popular. Visión partidista.

    Y el famoso, auténtico o supuesto, pacto de Territet de 12 de Septiembre siguiente –hoy discutido, pero lo que sí puede asegurarse es que, ni es de Territet, ni de esa fecha–, es, más que un pacto de Familia, como se ha calificado, un “pastel” de Jefes de partidos, cuya suerte mejor fue la de no haber nacido.

    Tocó la recuperación del designio carlista al Rey que ha llegado al primer plano de exigibilidad del derecho soberano a edad más avanzada, y con estas dos circunstancias que esmaltan su gran mérito: la falta de sucesión genealógica en su persona, y que llevaba casi sesenta años inactivo en el Carlismo militante. Aun podía agregarse que traía personalmente una amistad particular con Alfonso XIII.

    Nuestro anciano Rey, en plena identificación carlista con el meritísimo Jefe Delegado de Don Jaime, que Él confirmó, el Marqués de Villores, desaprobó el supuesto pacto y recobró su libertad de acción.

    Cuando, al año siguiente, unos políticos alfonsinos, en negociación con varios tradicionalistas –parlamentarios carlistas, mellistas retornados, políticos enfrascados en lo partidista–, concertaron aquel pacto y aquellos manifiestos, fueron unos carlistas auténticos, que ya pensaban en la acción guerrera, y dos ex-integristas, quienes deshicieron las maniobras alfonsinas y restablecieron la política carlista de Comunión. La nota precisamente de esa autenticidad carlista y de esa actividad de Comunión, la dio el venerable Rey en su Manifiesto del 29 de Junio de 1934, ya en la época en que mi testimonio tiene mayor presencia, porque acababa de ser nombrado Secretario General.

    De este magnífico documento dirigido a los españoles, me interesa, a los fines del argumento o tesis que vengo exponiendo –no, en modo alguno, como recordatorio que V. M. no necesita–, los siguientes puntos:

    Identifica a la Comunión Tradicionalista con la Causa carlista en sus luchas épicas, vendida pero no vencida, continuadora de la protesta contra todas las ilegitimidades, y encarnación, por encima de las mudanzas de la Historia, de las gloriosas tradiciones que son la Causa de España.

    Repitiendo frase de Carlos VII –Carta de París–, que ya reiteraba la misma idea de sus antecesores, declaraba su condición de Rey de todos los españoles, rechazando, por degradante e indigno de la Realeza, el título de rey de partido.

    Consciente de sus derechos y de sus deberes, y de que la Bandera que tremolaba no era un estandarte partidista sino un emblema nacional, y de que nuestra Comunión tenía que quedar orientada sobre estos fundamentos, formulaba los principios o afirmaciones que constituían el fondo doctrinal y programático del Manifiesto.

    Afirmaciones concretas, plenas y fecundas, tras las que declara que sobre esas bases solamente podrá restaurarse el orden moral, político, económico y social de España, que no tolera partidos políticos.

    Por último, declara el prudente y celoso Rey el principio, también fundamental, de la sucesión de su dinastía, la que menciona nominalmente, desde su abuelo Carlos V, Carlos VI, a través –dice– de Don Juan III, Carlos VII, Jaime I, y en la fecha representada por Él.

    Pero para la continuidad de la Dinastía, declara la validez de los dos principios de legitimidad de origen y de ejercicio, más importante ésta que aquélla.

    Los dos años de vida que aún tuvo el anciano Rey dan claros ejemplos de la sustantividad de la política propiamente de Comunión, que, en Decreto de 19 de Julio de 1935, dispuso que se denominara Tradicionalista-Carlista, para significar la exclusividad que le pertenece en la doctrina y en la afección dinástica.

    Ejemplos, no más que ejemplos, de la fecundidad de las esencias carlistas, puedo señalar:

    El rápido ensanchamiento de nuestros cuadros, nutridos por los profesionales de las clases desconocidas o atentadas por la República. Ese ensanchamiento había de ser amplia multiplicación cuando el 18 de Julio señaló la hora de la acción salvadora.

    El advenimiento de las juventudes, escépticas sobre el parlamentarismo, y asqueadas por la esterilidad, cuando no la corrupción, de los partidos políticos.

    El refugio bajo nuestras banderas de los monárquicos alfonsinos y de los militares que le habían jurado, decepcionados por su huida y sus recomendaciones adhesionistas a la República.

    El crecimiento, mejor dicho, la multiplicación de la Prensa carlista. Sólo en Andalucía –ocho Provincias–, de cero diarios y cero semanarios el 14 de Abril de 1931, llegamos hasta el 18 de Julio a seis diarios propiedad de la Comunión, y dos, aunque de empresas, declaradamente carlistas; y dos semanarios propios.

    Y el dato más concluyente de la fecundidad creadora de la política carlista de Don Alfonso Carlos lo da la preparación del Alzamiento, sus negociaciones en Italia y Portugal, su disposición de armamentos, y la gloria mayor de su reinado: los Tercios de Requetés, que habían de aportar a la Cruzada número mayor de combatientes que en las guerras del siglo XIX.

    En la política de partidos, en el coexistir democrático, la Comunión ejercitó los derechos del régimen para darse a conocer, para atacar la República, para incrementar sus cuadros. Fue la facción política más dinámica y más intrépida. Creció su minoría en el Parlamento, y descubrió figuras insignes.

    Pero las instrucciones del Rey para obrar con máxima moderación en las coaliciones, desde luego transitorias y ocasionales, son dignas de que, cuando las circunstancias españolas lo permitan, se publiquen para enseñanza de las nuevas generaciones.

    Quizás el punto álgido del pensamiento político del gran Rey, ejemplo vivo de su prudencia política, fue su actitud frente al Bloque Nacional. Toda la “intelectualidad” del neotradicionalismo, toda la resaca del conservadurismo alfonsino, toda la flotabilidad en todos los diluvios de los partidismos híbridos, se concretaron en el Bloque Nacional.

    Salva una excepción, los mismos hombres, alfonsinos unos, carlistas los otros, que habían negociado los famosos pactos de Fontainebleau, ejercieron sobre nuestra jerarquía una presión enorme para arrastrar a la Comunión a su unión al Bloque.

    La sabiduría y la prudencia de Don Alfonso Carolos permitió algunas actividades propagandísticas concretas, pero no que se presentaran candidatos a diputados de tal significado, ni se mantuviera género alguno de compromiso. Antes del Movimiento habíamos roto nuestros vínculos, no sin dolernos de sus abusos.

    La cuestión más ardua que, en los designios de Dios, pesó sobre el anciano Rey, fue la de la sucesión dinástica. Su falta de descendencia directa le enfrentaba con un doble problema: la discriminación genealógica según el orden prescrito por la Ley Fundamental de Felipe V, de 1713, acordada en Cortes Generales; y la aprobación o el rechazo de cada Príncipe que ese orden agnaticio, o, en su caso, cognaticio, fuera siendo indicado por el imperio de dicha Ley. Era la función augusta más transcendental de la Casa de Borbón, función al par de albaceazgo y de arbitraje.

    En la honda devoción que profesé al Rey Alfonso Carlos, hoy a su memoria, me voy a permitir una digresión que estimo necesaria en este Informe, que ha de procurar valorar la personalidad de la Comunión.

    Como a ente continuo en la Historia, la sucesión dinástica le afecta directísimamente. Ya en vida de Carlos VII, empezó a preocupar a jefes y pueblo carlista.

    En su Testamento Político, puede advertirse que, en 1897, aparte la dolorosa omisión sentimental de la insigne Reina Margarita, incurre también en la de su hermano Don Alfonso, que, si humanamente no era presumible, por razón de edad, no podía en absoluto descartarse, como luego el tiempo demostró. Pues bien, ya el Rey preveía que Don Jaime no dejara sucesión, y, para el caso de que «la dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial –dice– estuviera llamada a extinguirse, la dinastía de mis admirables carlistas no se extinguirá jamás».

    También para Don Alfonso Carlos, era la Comunión la ocasión última para el supuesto de que le sorprendiera la muerte sin haber podido resolver el transcendental problema de su sucesión, según declara en su Manifiesto del día de San Pedro de 1934.

    Ésa fue la principalísima atención de su espíritu, de sus oraciones, por supuesto, y de sus consultas y gestiones familiares. En frase de su documento clave, «no dejar desamparada y huérfana de monárquica autoridad indiscutible la Santa Causa de España».

    El momento que, humanamente pensando, parecía de extinción de la Dinastía carlista, resultó, por obra de la prudencia política de este Rey, de reanudación del tracto sucesorio, de vigorización del designio transmisorio por línea agnaticia, de discriminación de calidades morales frente a la Revolución liberal que había abierto la Pragmática Sanción.

    En la actual tensión entre los elementos, a mi pobre parecer, genuinamente representativos de lo que es Comunión Tradicionalista-Carlista, y las nuevas direcciones políticas encuadradas en el llamado Partido Carlista, yo tengo el deber de declarar ante V. M. lo que estimo necesario para entender la transcendencia del Decreto de Don Alfonso Carlos de 23 de Enero de 1936, instituyendo la Regencia.

    Había pretendido el Rey dilucidar, con inequívoca capacidad jurídica, quién era su sucesor. Esto es, hacer el nombramiento de Príncipe de Asturias, recibirle el juramento de fidelidad a nuestros fundamentales principios, y darlo a la Comunión y a España.

    Lo encomendaba al Señor, a cuyo Sagrado Corazón había consagrado nuestra Bandera. La inspiración de Su mente buscaba el bien de la Comunión. En las distintas interpretaciones que permitía la Ley de Sucesión de Felipe V, el Rey se inclinaba por cierta facultad en la designación del sucesor, dentro de los llamados por aquélla, y se dejaba impresionar por el análisis de cualidades y virtudes del candidato, siempre, eso sí, que no fuere de los que hubieren reconocido la usurpación.

    De esa manera, pensó en el Archiduque Roberto de Austria y en V. M. De las varias cartas en que me hablaba de estos sus anhelos, escojo, para acompañarla en xerocopia, la de 23 de Agosto de 1935 [Apéndice 1].

    Declara, primero, las contestaciones que le ha dado negativamente la Emperatriz Zita, y cómo su hijo Roberto Carlos es indispensable para su hermano Don Otto. Gran pena le ha causado esta negativa.

    Los de Nápoles, sigue diciendo, reconocieron todos a la usurpación.

    Mencionando, para excluirlo, a Don Elías, por haber reconocido a Don Alfonso, al nombrar a V. M. dice textualmente: «es un verdadero santo, no reconoció a Don Alfonso. Pero es un francés “pur sang”, hizo la guerra en Bélgica, ayudó a Francia. No aceptaría por no dejar de ser francés, y, si aceptara, sería un francés rey de España. Cosa imposible!!».

    (Nota: la interjección “pur sang”, “¡Cosa imposible!”, no significa que el Rey creyera que existía incompatibilidad alguna, sino que, irónicamente, descubriendo su contrariedad, refuta la resistencia del querido sobrino).

    En otras cartas, hace el Rey fervorosas apologías de V. M. como católico, carlista y leal, y rectifica la idea anterior diciendo que, si aceptara la sucesión, se haría español.

    Pero V. M., cuando le fue propuesta la sucesión de la Dinastía carlista por el venerable anciano, también la rehusó, con razones que tendría a su juicio, y así quedó cancelada la angustiosa tarea del Rey de hallar, antes de morir, un continuador en la empresa histórica de continuar el designio de esta gloriosa Dinastía.

    En la memorable carta de 25 de Julio de 1935, lo primero, para honrar al glorioso Patrón de España, el Apóstol Santiago, que para la Comunión Tradicionalista Carlista tiene una significación más honda, pues que la España tradicional celebró siempre esa Fiesta con gran esplendor, y los Reyes legítimos acudieron siempre ante su venerado sepulcro a rendirle el tributo de gratitud.

    Se hace eco, después, de la inquietud de nuestros Jefes Regionales, por el temor de que, con su vida, se extinga nuestra gloriosa Comunión Tradicionalista Carlista, de la que afirma, después, fue firme apoyo de los principios de la Santa Religión, y termina prometiendo seguir ocupándose y esperar hallar el Caudillo al que dejar encomendada la Comunión.

    (Adjunto xerocopiada esa interesante carta regia) [Apéndice 2].

    La Jefatura Delegada, por su parte, había ordenado –y publicado está– que, correspondiendo al propósito del Rey anunciado en carta de 25 de Julio de buscar una fórmula que solucionara el problema, se celebraran Misas de comunión y oraciones en los santuarios nacionales, durante un mes, del 15 de Agosto, festividad de la Asunción, al 15 de Septiembre, de los Dolores Gloriosos de la Virgen, Patrona de la Infantería Carlista.

    Toda la Prensa carlista, y múltiples cartas, señalaron la iniciativa como una acción colectiva de religiosa piedad de la Comunión.

    Los designios de Dios dispusieron las cosas como nosotros no podíamos imaginar: estando yo en plena propaganda carlista de Vizcaya –obra de aquella magnífica Juventud–, fui llamado por el Doctor Oreja de San Sebastián, desde Guethary, a donde él había sido llamado también con toda reserva por la Reina, ante la alarma de un colapso sufrido por el Señor, que en toda su vida no había padecido mínima enfermedad.

    Permanecí unos días en Guethary, y, cuando el Rey mejoró y volviera al tema que le atormentaba de la proximidad de la muerte sin dar a la Comunión el Caudillo que Él deseaba, no hallé otra fórmula mejor que la de la Regencia.

    No estaba prevista la Regencia en la sucesión Real, ni por la Novísima Recopilación, ni por la Ley de Felipe V. Pero pertenecía al Derecho Común, por virtud de la Ley de Partidas.

    Inmenso fue el consuelo que recibió el anciano Rey al oír mi propuesta de instituir la Regencia como instrumento transmisorio de la Realeza, previa discriminación de las condiciones de dignidad o indignidad de los Príncipes señalados por el índice genealógico. Órgano al par de adopción de las necesarias garantías de fidelidad a los principios fundamentales.

    Tenía la Comunión un autorizado Consejo al que debíamos consultar. Volví a Madrid, les reuní informándoles del delicado estado de salud del Rey y de mi audaz proposición, fruto de largas meditaciones en aquellos días de Guethary. Fue unánime la aprobación. Pero también el juicio de que el cargo, que debería recaer en Persona de la Real Familia, debería inspirar las mayores garantías de ortodoxia en los principios. De Rodezno –cito su nombre porque era el menos afecto a esta insistente tarea del Rey en la búsqueda de soluciones lejos de los miembros de la línea alfonsina– dijo que sólo concebía la Regencia si el Regente fuera Don Javier de Borbón Parma, porque “es un santo”. Hago la referencia para que no quede sin consignar este valioso voto para la canonización de V. M.

    El mismo Consejo aprobó el texto del Decreto de institución de la Regencia, fecha 23 de Enero de 1936.

    Se concretan en este augusto personaje, –último defensor de la Soberanía temporal de los Papas, cruzado en la guerra carlista en Cataluña y Levante, modelo de fidelidad a su hermano y legítimo Rey, no obstante su discrepancia política–, toda la nobleza y sublimidad de la Casa de Borbón, que, si con el Conde Chambord ha visto extinguirse en Francia una Bandera de blancura antirrevolucionaria, en España tiene en su opción dejar extinguir también la línea directa de Reyes de la Dinastía integérrima, o hallar un medio legítimo y justo para su continuación. Problema de vitalidad de la Tradición.

    Este documento, en verdad transcendental, tiene un carácter jurídico constructivo, constitucional y de sustantividad tan permanente como la Ley sucesoria arranque de la Casa Española de Borbón.

    Dos títulos invoca el venerable Rey para la transcendental disposición: el primero, el de sucesor legítimo en los Reinos, Condados y Señoríos de las Españas. El segundo, el de Caudillo de la Comunión Tradicionalista, secular sustentadora de la legitimidad.

    (Quede notada la sustantividad, tanto de contenido como de vida histórica, de la Comunión, muy por encima de cualquier futura modalidad ocasional partidista).

    Y se dirige, en consecuencia, a esa misma Comunión Tradicionalista, representada o integrada por el Jefe Delegado y múltiples organismos que la forman, y a todos los leales del presente o del futuro.

    Confiesa su honda preocupación por la necesidad de dar solución a su sucesión, ante las circunstancias que concurren en quienes son llamados por el insuficiente título de la sangre, y no dejar huérfana de monárquica autoridad a la Santa Causa de España.

    Declara autoridad doctrinal en la Comunión, en cuyo carácter y espíritu se conforma, la institución de la Regencia, que instituyó en la persona de V. M., en quien expresaba su plena confianza para representar enteramente nuestros principios por su piedad cristiana, sus sentimientos del honor, y a quien esta Regencia no privaría de su eventual derecho a la Corona.

    Pero los principios fundamentales e intangibles de la legitimidad española tienen mención pormenorizada en el artículo tercero: son las afirmaciones del Manifiesto de 29 de Junio de 1934: la Religión Católica, con la unidad y consecuencias jurídicas –estas consecuencias jurídicas que la actual generación carlista está sustituyendo por los más avanzados socialismos–. La constitución natural y orgánica de los Estados y cuerpos de la sociedad tradicional –a cuyo tenor, condicionamos nuestra participación en el Alzamiento a la supresión de los partidos y la estructuración social orgánicamente–. La federación histórica de las regiones, y sus fueros y libertades integrantes de la unidad nacional –que no es federación de repúblicas como hoy se predica, sino de antiguos reinos–. La auténtica monarquía, etc.

    Tanto en el Real Decreto de Regencia, como en la carta complementaria de 10 de Marzo siguiente, expresa Don Alfonso Carlos su deseo, que bien se veía cuán vehemente era, de que pudiera V. M. aceptar la sucesión para Sí mismo. El mismo deseo que me manifestaba en su carta póstuma de 8 de Julio, carta ésa que tan poderosamente me vinculaba al servicio de V. M. en su Regencia, y a poner de mi parte cuanto humanamente pudiere por evitar la sucesión en favor de la línea alfonsina.

    Esos deberes sagrados del augusto cargo testamentario del último Rey y esas condiciones, fueron juradas por V. M. en vida de Aquél, y reiteradas ante su cadáver en la solemne e imborrable ceremonia del sepelio. En su hermosísimo juramento, también fue el objetivo de esos deberes jurados el sostener y guiar a la Comunión Tradicionalista Carlista española en la época más grave de su gloriosa existencia.

    Efectivamente, nunca atravesó la Comunión momentos más graves. En plena guerra, con cien mil Requetés en las vanguardias, bajo mandos militares, habiendo perecido el General de toda nuestra confianza, también en accidente perdíamos al último vástago de la Dinastía sin haber podido designar de modo regular su sucesor.

    La Comunión, conjunción histórica de Dinastía y pueblo, difícilmente tendría seguridad de su propia continuidad sin la de aquélla.

    El periodo de interregno que ese día se inició, y que iba a durar, contra todos los cálculos, diez y seis años; ausente, mejor dicho, desterrado de España el Príncipe Regente; absorbido éste en la Guerra Mundial, y, en esos años, cerca de uno desconocido, incluso si vivía o había muerto; malqueridos sus hombres representativos por el totalitarismo imperante, y legalmente unificados, conservó la unidad perfecta, restituidos antes a su seno integristas y mellistas.

    Clara demostración de una personalidad política, de unos vínculos y comunidad de afanes que exceden las mejores características del más organizado partido.

    En tesis de Comunión, y frente a la formulación absorbente de la unificación de partidos en uno único, resistimos, V. M. el primero, y, bajo Su autoridad, yo, como Jefe Delegado, el Decreto de Unificación de Abril de 1937 –Decreto que constituía los partidos de carlista y falangista, y sus milicias, en un solo Partido Único del Estado, que se confesaba totalitario–.

    Torpeza política sería olvidar que, todos los partidos que habían integrado la unión de derechas de las fracasadas elecciones de Febrero, por boca de sus altos jefes fueron desfilando por la Prensa con sus telegramas de adhesión, y por el Cuartel General de Franco con sus recién bordadas camisas azules.

    La Comunión unificó, sin llegar a uniformar plenamente, a sus Tercios, sujetos a crujiente disciplina, que les imponía los emblemas mal queridos, y soportó, no sin dolor, los cuadros políticos, lo circunstancial y guerrero, sus Comisarías de Guerra; pero no se integró en FET de las JONS designando los tres miembros para el Secretariado Nacional, como se nos intimó a V. M. y a mí, separadamente, por dos distintas Comisiones de carlistas vendidos al nuevo Partido Único.

    Sin ponernos de acuerdo, V. M. a sus visitantes, y yo a los míos, les negamos la petición. Habíamos coincidido en que, si manu militari se nos unificaba, fuera en las modalidades y estructuras que teníamos de partido, pero conservando indemne la esencia fundamental de Comunión.

    Consecuencia fue que, cuando se creó por Franco el Consejo Nacional del Partido Único, y salí publicado como Consejero, rehusé mi aceptación y me negué al juramento en carta al Jefe del Estado; fundaba mi rechazo en la incompatibilidad entre Carlismo y partidos políticos.

    El mismo Jefe del Estado, echándome en cara su enojo, me dijo pocos días después que los servicios oficiales le habían informado de que, sólo en mecanografía, pues no se disponía como ahora de otros medios de reproducción, se habían controlado más de seis mil copias.

    Adjunto, por el interés del momento a que se refiere, un ejemplar impreso posteriormente [Apéndice 3].

    Sólo dos carlistas fueron autorizados por V. M. a aceptar los cargos de Consejeros. Relativamente a los que aceptaron y prestaron el juramento impuesto en aquel fastuoso acto de constitución del Consejo en el Monasterio de Las Huelgas de Burgos, V. M. hizo la declaración contenida en el documento cuya xerocopia va adjunta.

    Pasó V. M. el día de San Javier en San Sebastián, de incógnito. Aunque no tanto que no pudiera ofrecerle un banquete en Articutza.

    En tal ocasión, dictó la disposición de fecha 5 de Diciembre de ese 1937, que en xerocopia va adjunta, rogando muy encarecidamente a V. M. que medite su contenido, porque tal vez sea bastante para considerar y rectificar ulteriores posiciones [Apéndice 4].

    La firma como Príncipe Regente de la Comunión Tradicionalista Carlista, y empieza declarando que el juramento prestado por algunos carlistas en el acto de constitución del Consejo Nacional de F.E.T. de las J.O.N.S., sin haber solicitado licencia a la Jerarquía de la Comunión, les han colocado fuera de la misma, «que si bien –dice textualmente– fue disuelta en su estructura orgánica de partido por el Decreto de Unificación, ni perdió, ni podía perder, su suprema Jerarquía monárquico-legitimista, ni destruir la fuerte comunidad natural de ideales de los buenos españoles».

    Permítame, Señor, alabar y agradecer el esmerado cumplimiento que, en esa clarísima distinción entre partido, por el fuero de guerra unificado, y Comunión, significada tanto en la Suprema Jerarquía de la Regencia como en la comunidad natural de ideales de los carlistas, conservaban vida las ideas del anciano Don Alfonso Carlos.

    Sigue luego la declaración de V. M. en San Sebastián analizando que, durante el periodo de la unificación, habían ido acentuándose las diferencias entre los partidos de tan diversa procedencia. Diversidad, dice, que permite legalmente que los carlistas que tienen que ejercer cargos de la unificación procuran aportar lo más posible del ideario de nuestros principios irrenunciables e imprescriptibles.

    Contiene seguidamente la esencialidad del principio monárquico en el tradicionalismo, y condena, en consecuencia, que algunos hayan vinculado sus voluntades, con juramento, a orientaciones políticas entre las que está la sucesión en el supremo poder público mediante, o herencia, o designación personal, «sin que sea –copio– la de la Monarquía con ley fundamental de sucesión dinástica».

    No eran ésas las inspiraciones que iba creando el Derecho Político Español. Indicios claros de buen sentido en punto a régimen; la prevalencia de financieros y plutócratas alfonsinos; este mismo no disimulado matiz del Jefe del Estado, ahijado de boda del Rey, favorito en la brillante baraja de sus escogidos en la política militar africana, que era como su hobby; la presencia junto a Don Juan de funcionarios diplomáticos españoles en calidad de secretarios: todo permitía augurar la sucesión en la Jefatura del Estado.

    La fidelidad de Franco a Alfonso XIII, y su gratitud a las distinciones que le hizo objeto, son patentes y visibles. En cosa alguna que en esta política puede pensarse en movimientos ocultos, maniobras tenebrosas, maquinaciones sectarias. Ningún juego ha estado más a la vista que el de la rehabilitación de Alfonso XIII por Franco, con toda su rastra familiar y sus bien fáciles de entender secuelas financieras.

    Quienquiera, pues, hiciera ver a V. M. posibilidades de entrar en opción para la designación en la sucesión a la Jefatura del Estado, le infirió tremenda burla, imperdonable torpeza política de consecuencias insanables.

    A esa finalidad respondía la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, con llamamiento a un plebiscitario referéndum.

    La concurrencia multitudinaria de los pueblos para sancionar el hecho consumado de la ocupación del poder por audaces escaladores, ya venía siendo la fórmula de universal aceptación para responsabilizar a los pueblos en la acción de la clase armada. La última consecuencia del pacto de Rousseau. La culminación de la soberanía del voto individual inorgánico.

    Y los pueblos, despojados por la Revolución de sus instituciones seculares, quedan como las naves desarboladas por el temporal. El referéndum viene siendo el gran expediente del siglo XX para legitimar posiciones inciertas.

    En la hoja impresa que va adjunta, una de las varias ediciones que se hicieron de la carta de V. M. a Franco, fecha 7 de Mayo de 1947, se contiene el texto de la misma, y atinadas consideraciones de la Jefatura Regional de Andalucía Occidental de la no unificada Comunión Tradicionalista, que editaba esas hojas informativas –ésta es la 77– para mantener el espíritu de los carlistas [Apéndice 5].

    Se dirige al Jefe del Estado V. M. en el doble carácter de representante de la Legitimidad monárquica, según el mandato que le confirió Don Alfonso Carlos y que había jurado ante su cadáver cumplir, y como Jefe de la gloriosa Comunión Tradicionalista –magnífica confesión de su existencia–, que tan generosa aportación dio al Alzamiento Nacional.

    Formula la más fundamental discrepancia de la Comunión con el Proyecto de Ley de Sucesión, y razón seguidamente:

    Si ha de reconstruirse un régimen estable de acuerdo con la constitución histórica, no podrá desconocerse la Ley Fundamental de Felipe V, en cuya defensa luchó el buen pueblo español, del que aún quedan, como restos, los abnegados veteranos tan justamente ensalzados por el Jefe del Estado.

    La conculcación de esa Ley por los partidos políticos no la privó de vigencia, pues es la expresión del Pacto histórico que, sólo por acuerdo entre el Rey legítimo y Cortes auténticamente representativas, puede modificarse.

    Que esa Ley está fundada en el principio hereditario, que asegura la perennidad de la institución monárquica.

    Que la Comunión tiene que fundar, además, su discrepancia con el Proyecto, por ser opuesto a la letra y espíritu de cuanto se habló y convino con los Jefes militares antes de tomar parte en el Alzamiento.

    Termina consignando que esa discrepancia la formula en cumplimiento de los deberes de su cargo, de cuyas responsabilidades nunca ha hecho dejación.

    Uno de los estamentos en que la Revolución causó mayores estragos, fue el de las Familias Reales. Proscritas, empobrecidas, acogidas por los medios aristocráticos, supervivientes de Viena y París, muy pocas dejaron de reconocer las Monarquías liberales, en especial la de España.

    La discriminación del orden sucesorio de la Dinastía de Felipe V, era difícil; y el conocimiento de la significación personal de cada Príncipe, punto poco menos que imposible.

    Don Alfonso Carlos, Jefe de la Familia, creía que era V. M. el indicado por el doble signo de la legitimidad y el de su corazón amantísimo, pero no había conseguido su aceptación, según entendía, por la afección de V. M. a la causa de Francia, y, agrego yo, que su humildad personal le impedía ver en Sí Mismo las indicaciones de las Coronas de España y Francia.

    Éste fue el servicio del integérrimo joven tradicionalista, cultísimo historiador carlista y ferviente amante de la Causa, Fernando Polo. Perteneciente a la primera generación de la paz, mártir en el deseo, murió a los 22 años el 10 de Marzo de 1949. Dejó terminado el precioso libro “¿Quién es el Rey? La actual sucesión dinástica de la Monarquía Española”, que el mismo año editamos en “Editorial Tradicionalista”.

    Nuestro venerado Rey había terminado su transcendental Decreto de la Regencia –eslabón maestro de la cadena dinástica– ordenando a todos la unidad más desinteresada y patriótica en la gloriosa e insobornable Comunión Católica Monárquico-Legitimista.

    Como representante, entonces, de la misma por Delegación, puedo ahora, tras la observación de tantos años, consignar ante V. M. que la Comunión cumplió el regio mandato, conservándose en perfecta unidad durante muchos y en verdad difíciles años.

    Conocido por el estudio del querido Fernando Polo, y por los que otros varios realizaron, que, procediendo exclusión tras exclusión de los Príncipes llamados por el orden genealógico, la indicación era favorable a V. M., se formó una opinión casi unánime en el sentido de que era procedente que V. M. aceptara o asumiera los derechos que la Ley Fundamental le reconocía, y la Comunión no tuviera que hacer más que reconocerle o acatarle.

    Había quienes, impacientes, habían promovido ya una escisión de ámbito reducidísimo y sólo regional. Otros, en cambio, personas ciertamente maduras pero de tendencias más políticas –partidista carlista–, defendían el mantenimiento de la Regencia como instrumento político de concurrencia con el régimen español. Otros, en fin, muy pocos, ponían cierta resistencia al nombre de V. M. por su condición de francés, temerosos de que fuera óbice a una aceptación popular en España.

    Pero la Comunión siguió el camino de los deseos del último Rey, y, en Barcelona, el 31 de Mayo de 1952, consiguió de V. M. que aceptara los derechos que le asistían por la Ley Fundamental. Nunca podrán los leales carlistas olvidar el cúmulo de sacrificios que realizaba V. M. en tal ocasión, y las animosidades, sin excluir las familiares, que se acarreaba. Para la Historia del Carlismo, esa aceptación de derechos sucesorios era un acontecimiento como ningún otro.

    Van adjuntas xerocopias de la Exposición de la Jefatura Delegada [Apéndice 6], del Acta del Consejo de Barcelona [Apéndice 7], y de una Acta complementaria suscrita por algunos Consejeros que no habían podido desplazarse hasta allí [Apéndice 8].

    En todo el prolijo estudio, y en los claros términos de los documentos, resplandece inequívocamente que el fin primario que inspira la petición, y que logra de V. M. la aceptación de derechos, es la conservación viva de los principios fundamentales de su ideario, que en la interinidad peligraban.

    Por lo que, en causas políticas caracterizadas por la constancia y la firmeza de las voluntades, como es la carlista, signifique el proceder de sus hombres, consignaré que, de los sesenta y cuatro firmantes de las dos Actas, Consejeros de la Comunión en 1952, sólo once han desertado seducidos por la colaboración o participación con el régimen oficial, y, como es de rigor, han reconocido al Príncipe sucesor de Franco e instaurador de una nueva dinastía.

    De otros diez, desconozco su actual posición respecto a la Comunión o al Partido Carlista. Ninguno de ellos creo que figura en los nuevos cuadros.

    Y los restantes cuarenta y tres, viven, o vivimos, veinte y dos, firmes en nuestras ideas, abrazados a la misma Bandera, discrepantes con la nueva línea, apartados de cargos, pero lealísimos a la Dinastía representada por V. M. Y veinte y uno que han muerto, sellando con su muerte la misma fe, la misma lealtad, y, presumiblemente, la misma discrepancia con la reforma.

    La Comunión había superado la crisis más grave de su Historia. Volvía a recomponer el cuadro ordenador de sus principios: Dios, Patria, Fueros, Rey. En este orden, por razón de fin; o el inverso, por razón de medios al fin.

    Tan grave esa crisis, como que había visto a un tiempo extinguirse la línea directa de la sucesión de Carlos V, teniendo que proveer a su disposición por modo dinástico, no innovando revolucionariamente; en guerra de salvación de España, sin Monarquía; bajo un poder totalitario, que, muy a su disgusto, había contribuido a constituir: poder unificacionista, subyugador, incautador de todo lo que no le pertenecía.

    El empeño de sobrevivir era gigantesco. Su logro permite glosar, pero a la inversa, aquella bella anécdota de la gloriosa derrota de Rocroi, tras la cual, cuando preguntaran al Marqués de Fuentes, el Jefe de aquella heroica Infantería, cuántos hombres mandaba, contestó: “cuenta los muertos”; pues que, al restablecerse en Barcelona la sucesión legítima de la Dinastía carlista, si se quería preguntar qué ser político, qué agrupación de ideales, no había podido unificarse bajo la mano militar de Franco, podía contestarse: “lo que ha subsistido por su propia virtualidad, y resistido con titánica voluntad, se llama Comunión Tradicionalista Carlista”.

    Esto es, que la Comunión que vengo presentando a la consideración de V. M. como ser natural formado por la vocación de los carlistas, tiene una definición negativa: la que ha sido atacada sañudamente y pudo sobrevivir.

    El movimiento político de aproximación al régimen imperante, habría de reportar el daño de perder la posición ideal de la oposición que veníamos ejerciendo beneficiosamente para España; habría de causarnos la pérdida de hombres que, antes de su deserción, teníamos por estimables y útiles; habría de significar la niebla política de esas instituciones emanadas de la benevolencia del Jefe del Estado, que, si ciertamente nos proporcionaban cierta libertad, no era tanta como la responsabilidad que contraíamos. Todo era llevadero como riesgo en el juego político, pero subsanable el día del desengaño, el día que se demostrara por experiencia que no éramos recibidos a la leal concurrencia.

    Lo que nunca pudo hacer esa dirección política de la Comunión, sin contraer una gravísima responsabilidad ante la Historia carlista, es comprometer en el juego político la legitimidad misma de nuestra Dinastía. No menos implicaba aquel solemne y desmesurado reconocimiento de las Leyes Fundamentales, la de la Sucesión en la Jefatura del Estado entre ellas, y aquella orden de V. M. a los carlistas para concurrir con sus votos afirmativos al referéndum de 14 de Diciembre de 1966. Nunca la Comunión había arriesgado tanto en sus contactos, alianzas o maniobras políticas partidistas.

    La campaña del Carlismo de aquellas solicitudes de V. M. pidiendo a Franco el reconocimiento o la concesión de la nacionalidad española –titularidad de Derecho privado de absoluta superfluidad a Quien tiene la nacionalidad por el derecho de Rey–, no tenía otra razón de ser que la pretensión de situarle en las condiciones legales exigidas por dichas Leyes Fundamentales al candidato a la designación por Franco como futuro sucesor suyo. La aventura del queridísimo Infante Don Sixto como voluntario en la Legión Española, era otro intento de tomar posiciones dialécticas sobre cuestiones que la Providencia de Dios, mediante la Historia, la inexorable Historia, ha puesto por encima de las discusiones de los hombres.

    Pero esa frustración de una acción política, ya de suyo previsiblemente cargada de riesgos, ha causado en la dirección de la Comunión un verdadero estrago. Se ha puesto a revisión todo el ideario, desde el religioso, con sus postulados magistrales, hasta los conceptos más tradicionales de nuestras libertades orgánicas. Ni siquiera la Majestad ha conservado su respetabilidad augusta, pues que se la ha sustituido por una moderna frivolidad del liderato político, que es la forma más ocasional y de circunstancias del caudillaje de banderías o de partidos, al que no puede descender la Realeza, ni cuyo sentido, o mejor dicho, cuya vibración patriótica, tiene vetos inexorables a las forzosas circunscripciones de fronteras.

    Según a mi retiro iban llegando noticias del rechazo [que] se estaba haciendo de principios fundamentales, no ya del Carlismo, sino aun de la más seria cultura católica, empecé a entender que peligraba la vida de la Comunión. Siempre hemos creído que, en defecto de las instituciones públicas de nuestro Derecho histórico limitativas del Poder Real, en la Comunión, o sea, en la lucha hasta el triunfo, equivalen, como elementos correctores, los carlistas mismos, en virtud del derecho de representación ante el Rey de todas sus peticiones o quejas.

    Llegando así ante V. M. con el mayor respeto, lo puse en mi carta de Mayo de 1971, puesta en la ocasión de felicitarle por su cumpleaños, y permitiéndome exponerle mi preocupación por la división de la Comunión, y la gravedad de los errores que se estaban propagando, que requerían una intervención personal de V. M. en información objetiva y para rectificaciones.

    V. M. me contestó en carta de 26 del mismo Mayo, plena de amabilidad para mí, pero sin mostrar interés por conocer qué errores de principios, qué divisiones, denunciaba, y para las que Le pedía intervención personal. Solamente podía entender referente al particular, si bien que denegatorio, la concreta afirmación de su unión con los Príncipes Don Carlos, Doña María Teresa y Doña Cecilia, quienes estaban en el mayor contacto con la juventud y con los pensadores y observadores de la actualidad.

    Al poco, en carta de 12 de Julio, volvía V. M. sobre el tema, pero en términos tan defensivos de la orientación de entonces, que afirmaba que, no solamente estaba estrechamente unido con Don Carlos, sino que podía afirmar que nunca el Carlismo, ni en tiempos de Carlos VII, de Don Jaime, aun de Su querido Tío, “amigo mío”, Don Alfonso Carlos, habíamos tenido un Jefe tan capaz, tan trabajador, dedicado día y noche a los asuntos carlistas, como Don Carlos. Y continuaba ensalzando su trabajo con la juventud, que ése de la juventud era el tema principal de esa extensa carta de V. M.

    En cuanto a los viejos carlistas que, en la primera de dichas cartas, V. M. me decía que trataba de acercarlos a la juventud, ya en esta otra se duele de que vuelven las espaldas porque, dice, que han perdido la fe en el Carlismo; otros, para evitar dificultades o amenazas; otros, por ofrecimiento de sueldos y puestos, con la falsa ilusión de ser útiles.

    Sinceramente, creí que V. M. veía con espejismo la resistencia, que no estimaba natural y lógica, de los viejos carlistas, a las novedades de esa impetuosa juventud.

    Hace falta consignar que, en mi carta, a la que esas dos de V. M. contestaban, había advertido yo la plétora de juventud que estaba adviniendo a la Comunión y que era mérito especial del muy querido Príncipe, y, dicho sea de paso, al mismo egregio Señor yo había, años antes, dirigido carta informativa del papel relevantísimo que desempeñaron durante la República las Juventudes Tradicionalistas, de las que salieron los Requetés, propugnando yo, en esa carta a S. A., que se debería constituir una Delegación Nacional de Juventudes Carlistas que acometieran las empresas audaces para las que los órganos de la Causa no tienen la necesaria agilidad.

    El Rey carlista que llegó al primer plano de ejercicio de los derechos de la Dinastía, fue Don Alfonso Carlos. A los ochenta y dos años. Pero entendió bien que era momento de juventud.

    El régimen liberal, el parlamentario, había llegado a su pleno desgaste. La Comunión, que en modalidad de partido, para atemperarse a la hipótesis legal, había escalado altas cimas de la dialéctica política, corría el peligro del embeleso de las “vías legales”.

    Algunos jóvenes, tal vez los más lanzados en la propaganda y en los riesgos de la persecución, no quisimos presentarnos a diputados. La Comunión, una vez más en su Historia, presentó, frente al régimen republicano mismo, frente a los regímenes liberales, sus principios fundamentales, los de tesis nunca renunciados: el ideal religioso adoptó forma más combativa con el grito que los mártires de Méjico habían santificado: “¡Viva Cristo Rey!”; se vigorizó el sentido de la unidad patria, sin mengua de los sin cesar aclamados fueros; y lo más digno de considerar es que bajo ninguno de nuestros Reyes resplandeció más clara, más diferenciada de la persona individual, la Institución Real.

    La Institución Real en el Carlismo, con estas dos notas esenciales: la sucesión de origen subordinada a la de presunto legítimo ejercicio, como garantía de observancia de los principios fundamentales, los inalterables principios del Derecho Público que justificaban nuestra perennidad. Y lo segundo, el servicio, mediante su rectoría y caudillaje, de la Santa Causa de España, la secular Comunión Tradicionalista, que dispuso se denominara Comunión Tradicionalista-Carlista para significar el contenido ideológico y la reivindicación dinástica.

    Obra de juventud, digo, y hay que agregar que obra también de la fecundidad de la Institución Real, fue la empresa, que ni la lejanía del tiempo puede ver como baladí, de formar una milicia, instruida y equipada; trabar unos pactos con dos Potencias, y disponer unos armamentos; cerrar los oídos a los cantos de sirena del catolicismo liberal, predicador de las “vías legales”; y así –tenemos que consignar en público que sólo así–, se arrastró al Ejército, no sin dos cautelas que declaran madurez política:

    Aquel plan de guerrillas para proseguir en pie de guerra o iniciarla, si los Jefes militares desistían y la revolución roja avanzaba.

    Y las condiciones puestas en el Pacto con Mola, aprobado por Sanjurjo, y que firmamos V. M. y yo –siempre entendí que representando, respectivamente, al Rey y a la Comunión–: disolución de los partidos políticos, y gobierno provisional para la restauración social en sus clases y órganos naturales.

    Aquella juventud, sus Requetés, superiores en número a los voluntarios de cualquiera de las guerras del siglo XIX, y sobrepasados también muy crecidamente en el de sus muertos, cumplió una misión heroica y merece, en primer término, gratitud por su mérito y sacrificio, asistencia por la defraudación que sufrió en sus aspiraciones, y continuidad en su ejemplo.

    No soy yo, solo, sino que muchos viejos carlistas nos consideramos vinculados a esa triple deuda antes que cualesquiera otras vocaciones de las nuevas juventudes.

    «La transformación del Carlismo en partido político actuante», en expresión de V. M. en su Carta Manifiesto a los carlistas andaluces para el acto anunciado para Quintillo que, en defecto de su celebración, se nos ha distribuido, está revistiendo caracteres más hondos que una mera vertiente de acción juvenil a que antes me refiero, ni una mutación formal y programática que se entienda propicia a las mentalidades modernas. Lejos de tal, viene desconociéndose o haciéndose ignorar a las levas de nuevos jóvenes, el tesoro perenne de nuestra Ciencia Política y su inmensa vitalidad hoy –tras el fracaso del liberalismo y de los totalitarismos–, más que antes, sino que, en corto espacio de tiempo, se ha hecho tabla rasa de todo nuestro ideario, dándose de lado al glorioso trilema o cuatrilema, motejándose peyorativamente, todo nuestro pasado doctrinal, de integrismo, como si el ideal religioso en toda su integridad e intransigencia no hubiera sido principio fundamental de la Bandera carlista, ya desde Don Carlos María Isidro en sus Manifiestos de Castello-Branco de 25 de Octubre y 4 de Noviembre de 1833, invariablemente sustentado por todos nuestros Reyes, Jefes, organismos, leales… La Unidad Religiosa, tanto entendida en lo religioso como exclusividad y primacía de la Fe Católica, como principio político constituyente de nuestros Reinos históricos y de nuestra unidad nacional, en tal manera abrogado por los actuales dirigentes, que con publicidad se ha declarado la compatibilidad del ser ateo con el ser carlista.

    De la misma manera, están ausentes de las publicaciones que parecen dirigidas por la Junta Suprema todos los fundamentos políticos de nuestra Filosofía, y sustituidos por principios y propagandas del más avanzado liberalismo democrático y marxista; y con la etiqueta de “la nueva línea”, se ha querido producir un nuevo clima en el que se sustituyeran nuestros más sustanciales principios por superficiales concepciones de circunstancias, y éstas negativas, revanchistas, al aire de la Revolución, como revolución, que tan fácilmente prende explosivamente en las juventudes universitarias y obreras; lo tradicional, por lo progresista; lo católico, por lo agnóstico; lo español genuino, por vertientes internacionalistas desbocadas; lo foral, por un federalismo republicano; lo social, por lo societario. Y, de esa manera, igualmente se cambiaba la Comunión –concepto sustancial, bilateral, perenne– por el partido, ocasional, de caudillaje, de seguimiento incondicional.

    Respiro del profundo amor a la Comunión que existe entre los carlistas que, de generación en generación, y a prueba de sacrificios, la sirven, es que entre sí se comunicaran su desazón, su inquietud, su resistencia a la marcha que se les proponía.

    En una de esas aperturas fraternales del alma, yo escribí esa carta, fecha 5 de Mayo de 1972, al ejemplarísimo caballero carlista, de vida orlada de lealtades a la Causa, pero también de mente siempre fiel a los principios que son luz y guía de esa misma Causa, de corazón a corazón, aunque sin desconocer el carácter público del problema en sus motivos y en la desolación.

    Mía es, pues, esa carta, salva la cabecera, que se le habrá puesto para su difusión en xerocopia, y las explicadas son las circunstancias dentro de las que existió, entre el meritísimo Don Rufino y yo, esa comunicación.

    La intención, el fin, el estado anímico, sin el que toda imputación de actos humanos es insuficiente para entender sobre su responsabilidad, está también explicada en el final de la carta: defender lo que vale tanto –la Comunión–, lo que ha costado tanto conservar…, resistir, manifestar las discrepancias a los Jefes inmediatos, pero elevarlas al Rey y al Príncipe. El mayor respeto en la forma de hacerlas llegar, pero que se invoque el derecho a ser oídos y a representar nuestro derecho en favor de la integridad de nuestros postulados.

    En el transcurso de un año, la desviación de la Causa se acentuó hasta el extremo en que ahora, aun desde mi apartado rincón, la veo.

    El concepto de Comunión, ante propios y extraños, tiene inconfundibles perfiles de estabilidad y fijeza. Siempre resistió a esas clasificaciones toponímicas de derecha, centro, izquierda. Pero el partido, por su solo nombre, y más por su estructuración ágil o agible, por su naturaleza, exige el encuadramiento en tales clasificaciones. Y en breve tiempo, desposeído de sus calificaciones sustanciales de tradicionalista, católica, representativa, se ha quedado con el solo patronímico o gentilicio de carlista, que a duras penas podrá recordar los graves compromisos ideológicos, los juramentos, de los Reyes Carlos.

    Y así llegamos a esta última Manifestación programática del mes de Abril, con la ocasión del proyectado Quintillo.

    La Circular de la Comisión organizadora empieza anunciando que el Quintillo de este año no iba a tener carácter alguno conmemorativo o nostálgico; y ese sentido cancelatorio del pasado, ese borrón del olvido a cuanto, no hace tantos años, laboró el carlismo andaluz, precisamente caracterizado por la pureza ideológica, lo confirma encomiásticamente el Mensaje de V. M. a sus “queridos carlistas andaluces”, de la misma fecha del frustrado Quintillo, 29 de Abril, que se nos ha distribuido en facsímil autógrafo, que me ha sido enviado por correo, y a cuyo texto tengo necesidad, pidiéndole licencia, de referirme, en modo alguno para opinar sobre los conceptos doctrinales vertidos en el mismo, para lo que necesitaría la venía de V. M., sino por la prueba irrefutable de que la gloriosa Comunión Tradicionalista ha sido suplantada por el partido; y la Autoridad Real que la preside, por el caudillaje partidista.

    Este Mensaje declara la extinción de la Comunión Tradicionalista clásica, en cuanto empieza manifestando la transformación del Carlismo en partido político actuante, como significando la sustitución de la antigua Comunión, que se considera inoperante, por el nuevo instrumento de la Revolución que se proclama.

    Pero, más aún que con esa descripción explícita, se confiesa condenado al olvido el pasado defensivo de situaciones superadas o de posiciones cómodas, porque no son comprometidas, y la sustitución de nuestro ideario por una lucha hacia la Revolución por las libertades sociales, en asociación con otros hombres, junto con otros partidos populares; recambio de los principios doctrinales que eran el fin moral de todo nuestro ser y la Bandera de todo nuestro operar, por otros, distintos o antagónicos, y en un instrumento –el partido– y en unas alianzas que, no solamente diferencian, por diversidad naturaleza, su ser histórico, sino que señalan la absorción por sus contrarios.

    El contexto mismo, el modo, y aun mejor, el tono, en que [en] la Carta-Mensaje a los carlistas andaluces se expresa V. M., tiene ya tanto color de autoridad absoluta, tribunicia, de caudillo de partido o de mesnada, de conductor de voluntades enfeudadas, como diferente de la autoridad moral, patriarcal, de quien es “primero entre iguales”, en una comunidad de solidaridades, de compromisos y vocaciones.

    La explicación de esa diferencia, y yo me creo en el deber sagrado de consignarlo como obligación de consecuencia política y honor de la Causa, la diferencia consiste en que el Carlismo –vocación potentísima, e inabarcable en los estrechos límites de una estadística partidista– funda todos sus vínculos en la venerabilidad, en la grandeza, de la legitimidad dinástica, pero dinástica de pasado a presente, que es gloriosa realidad y grave compromiso, y en ese transcurrir histórico está la razón jurídica de obligar del Pacto. Mientras que todas las Monarquías instauradas –en España ya llevamos tres, y vamos a la cuarta–, el concepto dinastía es estirpe de futuro, o sea, promesa de continuidad –la promesa de futuro es el tópico común de todos los partidos–, y se pretende llamar Pacto al concierto de voluntades entre el Jefe y la multitud numérica del momento, que, en defecto de obligatoriedad más honda, el rigidismo autoritario suple. “El Jefe no se equivoca”, se proclamó, en España, como slogan de un día; o “quod Principi placuit…”, que inspiró todos los absolutismos.

    En este clima de lo carlista auténtico, que [ni] V. M. ni la Real Familia ha podido respirar al unísono del pulmón de nuestras masas, esa diferencia entre la Autoridad Real en la Comunión y el autoritarismo del liderato, nunca estuvo mejor señalada que por Carlos VII, cuando, dirigiéndose a Alfonso XII –Carta de 24 de Julio de 1875–, en plena guerra, para echarle en cara los atropellos y abusos que cometían los ejércitos liberales, y requerirle para que los evitara, no halla otro calificativo más apropiado que el de llamarle “Rey de partido”, en contraste con el de “Rey de todos los españoles”, que nuestro Carlos VII, una vez más, se declaraba.

    El resto de la propaganda dispuesta para el acto suspendido de Quintillo, ha sido una hoja impresa que a las claras descubre la conjunción programática con esos partidos populares con quienes V. M. anuncia que va hacia la Revolución.

    Como constancia de la actual programación ideológica del Partido Carlista, no resultado de un análisis que pudiera hacerse de otros escritos, creo más auténtico y convincente copiar, de la hoja titulada “Declaración del Partido Carlista de Andalucía con motivo del acto de Quintillo de 1973”, sus conclusiones:

    «Un programa mínimo habrá de ser:

    1.– Andalucía, como región libre dentro de la Confederación española, constituirá una Federación de comarcas según su propia tradición federal, por ser varios y distintos los pueblos y las tierras que la forman.

    2.– Cada comarca deberá realizar su propia reforma agraria, en la manera que sus peculiaridades o intereses la reclamen, bien mediante el reparto de las tierras, bien formando grandes explotaciones colectivas.

    3.– La Banca, a la que afluye todo el dinero de Andalucía, será socializada a todos los niveles, comarcales y regionales.

    4.– El libre pacto entre las comarcas constituiría la Federación Popular Andaluza, y ésta se integrará, mediante el Pacto federal, en el conjunto de la Federación Española.

    5.– Se establecerá a todos los niveles la democracia directa, en libre concurrencia de partidos, sindicatos y asociaciones de todas clases, sin discriminación alguna.

    6.– Todos los medios de producción habrán de ser socializados, en régimen libre y democrático de autogestión.

    7.– Se decretará la más amplia amnistía política y social.

    8.– No habrá más clases sociales que la clase única del trabajo, terminando de una vez por todas con los privilegios nacidos de la propiedad, el capital, la herencia o la alcurnia.

    Hacemos un llamamiento a todos los universitarios, sacerdotes, trabajadores, industriales y campesinos, e intelectuales, para que, con independencia de sus ideas políticas, se unan como hombres en los Comités Federales para la liberación de Andalucía, mentalizando al pueblo por todos los medios a su alcance, aprovechando todos los que la Ley permita, tales como publicaciones culturales, círculos de estudios, conferencias, etc., y cuando la Ley no lo permita, habrá que pasar a la acción directa al margen de la misma, defendiendo la libertad del pueblo andaluz, frente a la represión y violencia institucionalizadas por el actual Gobierno franquista».

    La subsistencia, a veces parece milagrosa, de la Comunión, no quiere decir que sus miembros seamos infalibles e impecables. La ordenación de su Autoridad al bien común social, la general vigilancia sobre la pureza de la fe en los principios, el calor de la virtud de la religión, mantienen intangibles sus contornos y enhiesta su Bandera, su Bandera que es única y está transmitida del pasado.

    Pero los tóxicos doctrinales, los espejismos triunfalistas del odio y la subversión, la acción fuera de la ley, prenden en las masas irreversiblemente. Cuidado será de nuestros nuevos “compañeros de viaje” lanzarlas a la rebelión. Ni de los inductores ni de los inducidos será la culpa mayor.

    Va adjunta una de esas hojas impresas, permitiéndome rogar a V. M. que indague dónde ha ido a parar de ese programa mínimo el Rey, la Majestad, que permita seguir llamando a ese nuevo programa “Monarquía socialista” [Apéndice 9].

    Aunque el propósito de esta carta ha sido sólo la confesión de mi paternidad de la dirigida al benemérito y lealísimo Don Rufino Menéndez, y explicar justificativamente las circunstancias que la motivaron, la dolorosa sorpresa que hayan causado a V. M. el texto de mi carta o su divulgación, han determinado tan largas, pero en modo alguno exhaustivas, argumentaciones en defensa de la Comunión, a la que pertenezco ferviente e invariablemente, frente al partido, al que no pertenezco. Al que no pertenezco en tanto partido propiamente dicho, en tanto disciplina, programa y aliados.

    Sólo me queda afirmar una vez más la rectitud de conciencia –conciencia de católico y de carlista–, mi disposición más cabal a rectificar cualquier error de concepto o de expresión cometido en aquélla o en esta carta, y la más firme lealtad.

    Mi lealtad a la Dinastía carlista secular, sustentadora de principios de salvación, hoy representada por V. M.

    C. P. B.


    Firmado: Manuel Fal Conde




    P. D. Aun excediendo del fin propuesto al redactar la extensa carta precedente, pienso que pueda ser útil a V. M. recordar los términos de su bondadosa carta de 3 de Octubre de 1968, para justificar la posición de los carlistas que seguimos pensando como V. M. en esa época, y considerar y revisar ulteriores actitudes diametralmente opuestas. Adjunta xerocopia [Apéndice 10].

  3. #3
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 1

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional




    Puchheim, 23 de Agosto de 1935


    Querido Fal Conde:

    Ayer por fin recibí contestación de la Emperatriz Zita, en el sentido que me temía. Dice que me contestó en seguida y su carta debió perderse. Me escribe que su hijo Roberto-Carlos es indispensable para el hermano Otón, y que por lo tanto no le es posible aceptar mi sucesión, a pesar de que nos agradece sobremanera la confianza que le demostré. Nada me habla del hijo tercero Félix (de 19 años), pero me temo dará la misma contestación, porque se cree volverá pronto a recibir el trono Otón. Dice me escribirá otro día más detalladamente.

    Ofrezco a Dios este contratiempo, pero es una gran Cruz para mí, pues hubiera tenido plena confianza que ése hubiese sido un salvador para España.

    Los de Nápoles reconocieron todos la usurpación; perdieron pues todo derecho de sucesión.

    De los de Parma, Elías es el primero, pero además de haber reconocido a D. Alfonso, es primo hermano suyo por su mujer, y tiene un carácter imposible, de una irascibilidad espantosa, desde su niñez.

    Vendría después el Príncipe Javier de Parma, el que es un verdadero santo, no reconoció a D. Alfonso. Pero es un francés “pur sang”, hizo la guerra en Bélgica y ayudó a Francia. No aceptaría por no dejar de ser francés; y si aceptase, sería un francés rey de España, cosa imposible!!

    Viene después Blanca y sus hijos, pero ninguno de ellos quisiera yo me sucediese.

    De los demás de Parma, ninguno convendría.

    Duarte no puede aceptar, pues se debe a Portugal.

    Ves si tengo razón de considerar muy difícil mi sucesión; y a capricho no puedo elegir, sino tan sólo declarar que según mi parecer ése no debería seguirme.

    En fin, confío en Dios que haga el milagro de que nos aparezca el sucesor legítimo y digno.

    Espero que por los rezos ordenados en España los nuestros no piensen que para el 15 [de] Septiembre esté ya hallado mi sucesor!! Imposible.

    Como te digo, D. Alfonso estuvo muy cariñoso con nosotros, pero dijo a Nieves y a Pujadas que le dio mucha pena mi carta del 25 [de] Julio a ti.

    Dijo que a fines de Septiembre (antes de la boda) nos visitará en Viena con D. Juan, que nos lo quiere presentar. Me figuro con qué fin hará esta presentación.

    Dijo al marchar que (como yo deseaba) diría que su visita fue puramente familiar, y que nada tiene que ver con la política. Es fácil haga poner algo así en su decisión. Será bueno las miras desde el 29, pues entro del 18 al 19 con vosotros.

    Se quejó amargamente de Inglaterra (es decir, de los parientes de su mujer), los que dice le hacen una guerra atroz, y le llenan de calumnias. Está muy preocupado de la situación, y añadió que mi carta a ti del 25 de Julio fue otro golpe que le cayó encima.

    Con él vino aquí el Duque de Lerma, el que reemplazó a Miranda, y es sobrino de éste.

    Como no fue en un hotel, sino en casa nuestra se alojó, así ningún diario austriaco trajo su visita; de lo que me alegré sobremanera; pues hubiese alegrado sobremanera a los de Goicoechea, y disgustado a los nuestros. Pero es fácil salga especulada carta de Lerma. En [ese] caso harás saber que no fue más que una visita familiar, sin tener nada que ver con la política. Si los periódicos no dicen nada, no publiques nada; que quede sólo a ti mi noticia.

    Dirijo plegarias siempre a Monte Gordo. Espero disfrutes allí de tranquilidad y descanso, que será la mejor cura para ti.

    Acabo por tener un sinnúmero de cartas que contestar. No cuento a nadie que D. Alfonso estuvo aquí.

    Con las más cariñosas memorias de Nieves y mías para ti y tu familia, quedo de corazón, querido Fal Conde,

    tu afmo. y agradmo.


    Alfonso Carlos



    Contamos volver a Viena el 29 de Septiembre si Dios quiere.


    .
    Última edición por Martin Ant; 29/06/2019 a las 19:24

  4. #4
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 2

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional.




    Querido Don Manuel Fal Conde:

    Esta fiesta del Apóstol Santiago, que si a todo buen español le recuerda su eficaz y glorioso patrocinio durante la Reconquista, para nuestra Comunión Tradicionalista Carlista tiene una significación más honda, porque en la figura del Santo Apóstol se personifica y sublima el alma entera profundamente católica de la Tradición Española.

    La España tradicional celebró siempre con el máximo esplendor esa fiesta, y sus Reyes legítimos acudieron constantemente ante el venerado sepulcro para rendir el tributo de su gratitud, y de la gratitud del pueblo, al celestial Caudillo, al conjuro de cuyo nombre, «Santiago y cierra España», consumó ésta las más memorables proezas de su Historia.

    La fecha que hoy celebramos añade a los sentimientos de cristiano y español fervor, otra verdaderamente dolorosa, la fecha onomástica de mi muy amado sobrino Jaime (q. e. p. d.), a quien la Divina Providencia, en sus inexplicables misterios, quiso arrebatárnosle, cabalmente en el instante en que la revolución acababa de adueñarse de los destinos de España. En este día, en el que tantas veces, y con el mayor entusiasmo, celebraron nuestros leales su fiesta onomástica, no han de faltar de seguro a su alma los cristianos sufragios, y con ellos yo también ruego por el descanso eterno del sucesor de Carlos VII.

    Constantemente me llegan exposiciones de nuestros Jefes Regionales en expresión de la inquietud que en muchísimos de los nuestros despierta el temor de que con mi vida, al extinguirse la postrera personificación masculina de nuestra rama legítima, haya de extinguirse también nuestra gloriosa Comunión Tradicionalista Carlista, quedando frustrados de tal modo, y acaso en el momento más necesario, los sacrificios sin fin de más de un siglo de incansables esfuerzos.

    Dios, que tiene en cuenta tantos heroicos sacrificios, no permitirá que desaparezca nuestra Comunión, firme apoyo de los principios de la Santa Religión, y cuya misión deberá seguir aún después, cuando yo no me halle más en este mundo.

    Tengo el sagrado deber de tomar todas las medidas para que así sea; y aseguro a mis leales que no dejo de vista el importantísimo y tan difícil asunto de mi sucesión, para que, con la ayuda de Nuestro Señor, pueda yo morir tranquilo, sabiendo dejo a mi partido en buenas manos, y dirigido por un Caudillo, el que me esfuerzo de encontrar, y confío hallar.

    Que Dios te guarde muchos años, querido Don Manuel Fal Conde, lo que de corazón te desea tu afectísimo



    ALFONSO CARLOS




    Viena, 25 de Julio de 1935.

  5. #5
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 3

    La carta de Fal Conde a Franco, fechada en Sevilla a 28 de Noviembre de 1937, puede verse en este enlace.


    .
    Última edición por Martin Ant; 29/06/2019 a las 19:32

  6. #6
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 4

    El Real Decreto del entonces Príncipe Regente Don Javier, fechado en San Sebastián a 5 de Diciembre de 1937, puede verse en este enlace.

  7. #7
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 5

    Fuente: Andalucía Occidental, Hoja Informativa Nº 77, Comunión Tradicionalista, 21 de Junio de 1947, páginas 1 y 2.




    Carta de S. A. R. Don Francisco Javier de Borbón Parma a S. E. el Jefe del Estado Español


    Excelencia:

    Como representante de la Legitimidad monárquica, según el mandato que me confirió mi Augusto Tío, Don Alfonso Carlos de Borbón Austria Este, y que juré ante su cadáver, y, a la vez, como Jefe de la gloriosa Comunión Tradicionalista, que tan generosa aportación dio al Alzamiento liberador del 18 de Julio de 1936, juzgo mi deber inexcusable el manifestar a Vuestra Excelencia la más fundamental discrepancia con el Proyecto de Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado Español.

    Si en circunstancias gravísimas de defensa de su propia vida la Sociedad española invistió a Vuestra Excelencia de Poder, con toda legitimidad, al tratar de construir ahora un régimen estable de carácter monárquico, de acuerdo con la constitución histórica española, no cabe desconocer la Ley de Sucesión, establecida de común acuerdo entre las Cortes y el Rey Felipe V, en defensa de la cual, a la vez que de los principios tradicionales, y bajo las banderas de los Reyes de la Rama legítima, luchó aquel buen pueblo español, del que quedan todavía restos gloriosos en los abnegados veteranos, tan justamente ensalzados por Vuestra Excelencia.

    La conculcación de esa Ley por los partidos políticos, que suplantaron la representación nacional, y su subversión total por la República, no privaron de vigencia y fuerza al Pacto histórico que aquella Ley entraña, y que sólo por acuerdo entre el Rey legítimo y unas Cortes de auténtica representación nacional puede ser modificado o sustituido.

    Si exigencias apremiantes del bien común, que es el motivo determinante del Pacto y de la Ley, demandan en algún caso aplicación menos rigorista de esta última, cabe una interpretación de la misma, de acuerdo con aquel postulado fundamental, pero siempre dentro del principio hereditario y siguiendo los sucesivos llamamientos de la Ley.

    Esta Ley Sucesoria, fundada en el principio hereditario, es la que asegura la perennidad de la Institución Monárquica, sin que la muerte del Rey exponga a los pueblos a las conmociones, zozobras y pasiones de una elección, que la masa acabará por reclamar para sí, limitando luego la duración del mandato y desembocando con ello en una República.

    Además, la Comunión Tradicionalista tiene que hacer patente su disconformidad con el Proyecto, porque es opuesto a la letra y espíritu de cuanto, antes de tomar parte en el Alzamiento, habló y convino con los Jefes militares de éste, con mi personal intervención.

    Para que quede constancia de esta protesta y disconformidad, me dirijo hoy a Vuestra Excelencia, en cumplimiento de mis deberes de los que ni puedo ni debo desertar; pues en ningún momento he hecho dejación de las responsabilidades de mi cargo.

    No dudando de la recta intención de Vuestra Excelencia y de su deseo de acertar en el servicio de España, tengo la esperanza de que con alteza de miras apreciará la necesidad de dar paso a un régimen que recoja, auténticamente, las esencias de la Monarquía Tradicional. Sólo así podrá ésta apoyarse en los verdaderos monárquicos, a quienes ya no se puede negar tampoco, en este momento, el derecho a intervenir en la constitución de la Monarquía.

    Con mi personal consideración, quedo de Vuestra Excelencia afectísimo,


    Francisco Javier, Príncipe Regente de la Comunión Tradicionalista Carlista.

    7 Mayo 1947.



    * * *



    RECOGEMOS DEL «BOLETÍN DE ORIENTACIÓN TRADICIONALISTA» LOS SIGUIENTES COMENTARIOS A LA LEY DE SUCESIÓN

    «Si en la aprobación de la Ley Sucesoria que las Cortes nos brinda está ausente una de las dos partes necesarias para la modificación de la Ley vigente hasta ahora en España, tampoco puede decirse que la otra parte, o sea, la Nación española, concurre a la modificación de la misma. Una Ley Fundamental del Estado, como se pretende que sea ésta de Sucesión, requiere una participación del pueblo en su redacción, discusión y aprobación. Esta participación debe efectuarse por medio de sus legítimos y auténticos representantes, y no hay que repetir aquí lo que tan sabido es, de que los Procuradores en Cortes carecen de esa representación. No son sino mandatarios del Poder público».

    «Establece el nuevo artículo 11.º que las hembras heredan, pero no para reinar, sino para transmitir sus derechos. De manera que las Minorías, que son quizá el mayor peligro de la forma monárquica, se prolongan peligrosísimamente. Si un Rey deja una hija sola, niña, ya no vuelve a haber Rey hasta después que esta niña se case y su hijo varón (que bien puede ocurrir que no sea el primero de sus hijos) alcance la mayoría de edad; esa Minoría durará de treinta a cuarenta años».

    «Con la altura de miras que siempre ha caracterizado nuestros actos, tenemos que decir que esa Ley no puede admitirse. No responde más que al ambiente de adulación imperante; al equivocado concepto de creer que la Jefatura del Estado pueda convertirse en uno de esos puestos que clásicamente se otorgan como merced a aquéllos a quienes la Patria quiere mostrar su agradecimiento. Por lo tanto, si las Cortes votan que para España conviene la forma monárquica, ya todo lo que no vaya en favor de esa corriente, es dañino. Si se decide que España debe ir a la Monarquía, todo lo que retrase esa marcha es pecado político. No puede a un tiempo declararse conveniente una cosa e imponerle dilaciones. Piense Franco, piensen los españoles, en la incongruencia de esa postura».

    «Las circunstancias del mundo no señalan que los tiempos puedan ser más favorables el día de mañana que lo son hoy para la instauración de una Monarquía que responda de lleno a los principios de nuestra Cruzada. El aplazamiento indefinido de la implantación de la Monarquía, no la asegura, sino que la compromete; la prolongada interinidad creará complicaciones que hoy no existen. Un mínimo de prudencia política exige que se inicien los trabajos preparatorios de la restauración monárquica y se dispongan las cosas de forma que se aprovechen las coyunturas favorables que se presenten. Es absurdo pensar que el momento más propicio, nacional e internacionalmente hablando, será precisamente el día, de enorme conmoción política, en que Franco desaparezca».

    «Es principio fundamental de derecho que las preguntas que requieren una contestación afirmativa o negativa deben tener unidad y no pueden llevar envueltos conceptos dispares que puedan necesitar contestaciones contrarias. La forma en que funcionan el Pleno de las Cortes y el Referéndum, olvidan por completo este principio fundamental. Se va a pedir un “sí” o un “no” con respecto a la totalidad de la Ley sin que se pueda dar voto por separado a las distintas partes, ni aclarar el voto conjunto. Y así, por ejemplo, un monárquico que cree debe instaurarse ya rápidamente la Monarquía ¿qué debe votar? ¿Vota “sí”, para que siga Franco indefinidamente, más allá del plazo conveniente; o vota “no”, en contra de la idea de Monarquía que tiene el Proyecto? Y el que quiera que siga Franco todo lo posible, pero da por resuelto el pleito dinástico en favor de un determinado candidato, y no quiere dejar esta cuestión para el día de mañana, ¿vota “no”, en contra de su deseo de que Franco siga; o vota “sí”, quizá en contra de su lealtad personal monárquica?».

  8. #8
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 6

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional.



    [EXPOSICIÓN Y DICTAMEN QUE EL CONSEJO NACIONAL DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA ELEVÓ A S. A. R. EL PRÍNCIPE REGENTE, DON FRANCISCO JAVIER DE BORBÓN-PARMA Y BRAGANZA, EL DÍA 30 DE MAYO DE 1952, EN BARCELONA]


    SEÑOR:

    El Consejo Nacional de la Comunión Tradicionalista, al tener el alto honor de ser recibido por Vuestra Alteza en esta memorable ocasión del XXXV Congreso Eucarístico Internacional, manifiesta, en primer término, la honda emoción que sienten todos los Consejeros al serles deparada ahora otra feliz oportunidad de saludar y ver al amado Príncipe Regente en suelo español; y tras presentar ante Vuestra Alteza la reiteración de nuestra adhesión y de nuestra fidelidad, y proclamar de nuevo nuestra fe en los principios de la Tradición Española, queremos elevar respetuosamente a la superior consideración de Vuestra Alteza, que es nuestro Abanderado, nuestro jefe, y nuestro guía, un resumen de lo que, con relación al estado actual y futuro de las cosas, constituye hoy nuestro pensamiento, nuestros deseos, y nuestras esperanzas. Como los hijos ante el padre, venimos a Vos, Señor, para comunicar con Vuestra Alteza nuestras apremiantes preocupaciones de esta hora, que son las de toda la masa carlista.


    SITUACIÓN POLÍTICA DEL MUNDO

    Graves y peligrosas perspectivas son las que presenta el mundo actual. Desde los días del Renacimiento empezóse a buscar la felicidad en un humanismo separado de Dios. Esta tendencia, extendida sobremanera desde los enciclopedistas y la Revolución del siglo XVIII, ha ido devolviendo naciones enteras al paganismo. La falta de Fe y la soberbia individual son los grandes motores de la rebeldía presente contra Dios. En dos bloques aparecen hoy divididos los pueblos: el uno se erige en campeón de la libertad, y el otro en campeón del totalitarismo. El uno se titula “democracia occidental”, y el otro “dictadura comunista”. Pero en ambos hay una misma y común raíz de desorden y error, procedente de que prescinden de la natural dependencia en que, respecto al orden sobrenatural, se hallan las sociedades humanas. Pues han secularizado las bases de la política, falso es su concepto de la autoridad. Y este error gravísimo que se produce tanto en los sistemas democráticos como en los totalitarios de cualquier color, ha dado nacimiento a regímenes anticristianos que bien podríamos denominar demoníacos. Pues cabe decir que la herejía moderna, herejía que en cierto modo comprende todas, es la herejía política: la apostasía de los Estados.


    UNA TAREA FUNDAMENTAL

    Frente a semejante situación, que va lentamente envenenando inteligencias y voluntades, y aniquilando energías, por todos los pueblos de la Tierra, en más o menos grado, creemos, Señor, que la acción política ha llegado a convertirse en tarea fundamental hasta en el apostolado católico de los seglares. Nada tiene que ver con nosotros, a este respecto, el “politique d´abord” de Charles Maurras, pues nuestra intención y nuestro propósito son y han sido siempre el movernos en esferas más altas que las del positivismo. Puesta la mente y el corazón en esas miras, entendemos que, para los católicos, para los grupos más o menos densos y numerosos inspirados en los principios de las tradiciones cristianas, es un deber urgente e ineludible, no ya la mera intervención en la política, sino la acción definida, ardorosa y fecunda –casi diríamos que apostólica–, encaminada a disipar la confusión política y a restablecer en las gentes, en las creyentes y fieles, el conocimiento y servicio de los verdaderos principios. Esta labor nos parece fundamental y la más importante, y la tenemos por ineludible. Más aún: consideramos que ella es la verdadera acción social.

    Porque, si tanto se trata ahora de acción social, como cogollo de la acción católica para unos (caso de los demócratas cristianos), y para otros como suprema aspiración política (caso del marxismo), nos parece a nosotros que la verdadera acción social consiste hoy en el ejercicio de un magisterio político católico, y en tratar de llevarle a la práctica en las instituciones. La acción social no es atender sólo a unas clases de la sociedad, no es cuestión de jornales, de horas de trabajo, y de elevación del nivel de vida, cosas materiales de cuya justicia y necesidad no dudamos, pero que sin más –tal y como lo ponen en práctica tanto los marxistas como los demócrata-cristianos o cristiano-sociales– resultan obra incompleta y que sólo sirve para fijar más y más a las masas en los campos del materialismo y de las aspiraciones temporales. La acción social completa es cosa mucho más amplia y para todas las clases, encaminada a la organización de regímenes políticos fundados en los principios cristianos. Y esto, entre otras razones, porque la mejor legislación social en el sentido estrecho en que ahora se entiende, se halla siempre a merced de los constantes vaivenes y perturbaciones producidos por la inestabilidad política de regímenes débiles a quienes falta el sólido cimiento de las doctrinas cristianas.


    LA SUPREMA TAREA

    El primer problema, pues, es hoy un problema político. Las crisis sociales contemporáneas tienen su origen en que los Estados se asientan sobre una política de sofismas. Y política hacen, a su modo, los que manejan con aires de remedio la fórmula restringida de “lo social”. Por eso, la suma tarea para un Príncipe es hoy la organización de un Estado católico.

    Sin faro verdadero, las masas del mundo marchan hacia la servidumbre. De los tres términos que componen el lema enarbolado por la Revolución Francesa, sólo cuenta la Igualdad. Los otros dos son vana palabrería para arropar a aquél. Y en brazos del racionalismo ateo imperante en los sistemas políticos, los pueblos que han prescindido de Dios en sus instituciones de gobierno van, más o menos deprisa, hacia el tirano.


    VERDAD POLÍTICA

    Hay que presentarles, por lo tanto, neta y rotundamente, que aún es tiempo, la verdad política. Continuar en la contemporización equivaldría a dejarse arrollar. No somos pesimistas ante el cuadro que ofrece el mundo. Tampoco nos dejamos llevar de un confiado optimismo, que incitaría a una cómoda inacción. De todos los Discursos de S. S. Pío XII, felizmente reinante, muy pocos, quizás sólo uno, dan impresión de desaliento o temor ante el tétrico panorama que con ojos humanos se divisa. Todos los demás son ardorosas llamadas a la lucha y a la victoria contra las fuerzas del mal. Y quizá aquel único haya querido ser advertencia sabia para los cristianos, a fin de que no les enervase en su actividad la creencia en la segura victoria, y, con ello, cediesen posiciones ideológicas y políticas al enemigo. Sabemos que las actuales son horas de lucha. Horas de no ceder y de levantar en alto la verdad política. Sabemos también que se han disgregado bastante en el mundo los grupos de católicos intransigentes en la defensa de los principios. Que ha perdido ímpetu en Europa la Contrarrevolución. Puede ya decirse que no quedan en Francia vendeanos; ni hay en Bélgica otra cosa que malminoristas vegetando en la colaboración con el socialismo; ni en Alemania se ven aparecer más que reducidos grupos, aunque muy valiosos y selectos, de sólido pensamiento político católico; ni la gloriosa Austria puede hacer otra cosa que subsistir sometida a un régimen de ocupación; ni en Italia se advierte el necesario reagruparse de los católicos bajo banderas de franca intransigencia.


    UN NECESARIO RESURGIR

    Todo ello, sin embargo, nos incita más a considerar imprescindible y urgente una postura activa. Porque, en medio de su caos ideológico, el mundo actual ofrece las enormes posibilidades de todo período de general desorientación. Y en este decenio, del que quizá depende el futuro del mundo, para una larga etapa, creemos ver una coyuntura hábil para iniciar el resurgir del Derecho Público Cristiano, que atraería y daría nuevo vigor en diversos países a fuerzas sinceramente católicas que ahora viven como soterradas en ambientes políticos de transigencia, claudicaciones y malminorismos, fuerzas más extensas y numerosas que lo que se supone, pero a las que probablemente hace falta un ejemplo vigoroso.


    EL INSTRUMENTO BÁSICO

    Vuestra Alteza nos conoce, y conoce bien nuestra Bandera, nuestra Historia y significación, y el arraigo de nuestra doctrina, cosas con las que se encuentra identificado. Por eso podemos decirle aquí, Señor, sin que parezca orgullo o inmodestia, que el instrumento apto para ser ese ejemplo vigoroso no lo hay más que en España. Vuestra Alteza nos tiene dicho más de una vez que España contiene la principal “reserva moral” europea. La base de esa “reserva” es el Carlismo, verdadero baluarte ideológico y social al que actualmente miran con creciente atención diversos grupos de intelectuales extranjeros. Providencialmente tiene a su cabeza, ahora, el Carlismo, a Vuestra Alteza, como Príncipe Regente, como escrupuloso y diestro guía en uno de los periodos más dificultosos y delicados de nuestra Historia ya centenaria. Deber de todos, grave deber, es el de trabajar con redoblado ahínco, bajo la dirección de Vuestra Alteza, para sostener este baluarte que puede ser la levadura de una reconstrucción cristiana del mundo, como fue la levadura y primera masa del Alzamiento Nacional de España en 1936. Y no sólo para conservarlo, sino para fortificarlo más y darle mayor eficacia. Pues en los momentos actuales, cuando existe la probabilidad de un nuevo conflicto internacional que devorará a la democracia liberal y al comunismo, el mantenimiento sólido de la “reserva” citada supone la posesión de un valioso instrumento, único tal vez, para servir de firme punto de partida en el recobro de un mundo descompuesto y necesitado de salvavidas; instrumento capaz de despertar en otras naciones la conciencia de los principios político-religiosos, y que poseería una poderosa fuerza de irradiación en nuestra América.


    EL DEBER QUE URGE

    Entendemos, Señor, que éste es nuestro primer quehacer, antes que nada. Un deber ineludible. Y como España ya no es la de antes, a pesar de los enormes recursos morales que todavía contiene, ni tampoco el Carlismo alcanza la extensión numérica de tiempos atrás, es urgente revigorizar a éste, ya que en potencia aún tiene un acusado poder de atracción sobre amplios sectores de la sociedad española, como lo demostró con gran pujanza hace dieciséis años. Y ponerle en disposición de llegar al poder en un plazo de relativa brevedad, aspiración que no es utópica, dada la transitoria condición de la situación política imperante en España, y dado el hecho de estar aún sin cerrar el paréntesis abierto en 1936. Porque si no, tras verse metida durante largo tiempo la sociedad española en un ambiente de aparente religiosidad y de orden mantenido por la fuerza, acaso, una vez pasada esta generación, se viese reducida la Comunión Tradicionalista a un grupo político bastante debilitado, sin fuerza ya para imponer sus decisiones, y relegado a un terreno contemplativo. Con lo que se habría malogrado el instrumento. Y llegaría a ser inoperante esta preciosa “reserva moral”.


    FIN INMEDIATO

    Pero como aún está viva y es potente nuestra levadura, y como aún está en pie y con virtualidad suficiente el Carlismo, no se puede desperdiciar lo que en la mano tenemos. Veteranos en la lucha, y dispuestos a nuevos sacrificios para continuar en nuestra supervivencia, precisamente las sombrías perspectivas del mundo actual son acicate para nuestra voluntad de combatientes. Creemos que el mundo nos necesita, y en primer lugar España, para una definitiva misión que corone nuestra esforzada Historia. Deseamos entregarnos a esta labor primordial de poner al Carlismo en guardia y a punto, bajo el certero mando de Vuestra Alteza. Y para ello, a nuestro juicio, el Carlismo necesita, en primer lugar, resolver la cuestión sucesoria, dando por cancelada la etapa que se inició al morir nuestro llorado Rey Don Alfonso Carlos (q. s. g. h.), vuestro augusto tío. Esa determinación provocaría, por de pronto, la cohesión interna del Carlismo; y redoblaría el fervor de nuestras masas, ansiosas de ver reanudada la continuidad de la línea de Reyes defensores y servidores de la Tradición.

    El haber llegado a este convencimiento es el motivo que nos mueve a elevar a Vuestra Alteza la presente Exposición.




    NECESIDAD DE LA PROCLAMACIÓN DE REY


    Las contingencias previsibles de la política española imponen al Carlismo la obligación de prepararse; con la vista puesta especialmente en el instante de la sucesión de Franco, que ha de llegar y que hasta puede ocurrir de manera súbita.

    Del examen de dichas contingencias, estimamos que pueden sacarse las siguientes conclusiones:

    1ª.– FRANCO Y LA MONARQUÍA

    Aunque el General Franco ha dicho reiteradas veces que la lógica solución política de España es la Monarquía, y hasta ha llegado a definir, en un texto legal, a España como Reino, lo cierto es que no se ve en su trayectoria nada que haga prever intenta con seriedad y decisión la instauración de la Monarquía.

    Pero lo que desde luego puede afirmarse con certeza es que, si llega a restaurarla, nunca será por el camino de la Regencia por nosotros propugnada. Y la razón es sencilla. Para nosotros la Regencia es la institución que ha de llenar el período constituyente necesario para reorganizar y actualizar las instituciones tradicionales deshechas por más de un siglo de gobiernos liberales y revolucionarios. Pero, además, es el lazo de unión –de ahí su condición de legítima– con el pasado, de cuyo espíritu han de nutrirse, y de cuya existencia han de tomar su fuerza, las nuevas instituciones que deben ser restauradas.

    Pues bien; ambas notas o características de la Regencia, son incompatibles con la concepción política del General Franco. En cuanto a su función constituyente, porque él piensa, como lo prueba el hecho de haberla asumido, que a él personalmente corresponde esta función. En cuanto a su condición de legítima, porque, en virtud del concepto que tiene de su propia autoridad, se considera como única fuente de legitimidad de la dinastía que, después de sus días, haya de regir los destinos de España.

    Para el General Franco, cuya voluntad es la primera institución de la constitución del Estado, su cargo es vitalicio. Su voluntad oficial, manifestada en las leyes y en toda su política, es la indefinida permanencia. No son presumibles las circunstancias de España cuando al Jefe del Estado le sorprenda la muerte. Para entonces, la Ley de la Sucesión a la Jefatura del Estado instituye una monarquía absolutamente desemejante con la que propugnamos. Pero no cuenta su creador con que el hecho provocará las más impetuosas corrientes de liberación del yugo de la autoridad y de recuperación de las libertades.

    Si algo puede quebrar aquella tenaz voluntad de permanencia no ha de ser otra cosa que este mismo anhelo liberador cuando el extranjero lo atice con eficacia para su conveniencia, para romper la unidad y orden actuales.

    Para esos difíciles trances, es claro que Franco no ha sabido entender que la única fuerza genuinamente antirrevolucionaria es el tradicionalismo. De haberlo así aprendido en la larga experiencia de un siglo, hubiera respetado a la Comunión como la única reserva nacional. Antes al contrario, a la vista está que lo que favorece es una fórmula de nuevo intento conciliador con la Revolución, fórmula de ancha base, pervivencia del malminorismo, que es lo que representa ante la opinión española y universal la sucesión de Alfonso XIII.


    2ª.– POSIBLE ADVENIMIENTO DE DON JUAN

    Mientras el actual régimen no prepare la superación de esas previsibles circunstancias, lo probable es el advenimiento de Don Juan de Borbón, que inevitablemente tendrá que ser rey liberal por el imperativo de las mismas, por la inercia de su pasado, y por natural correspondencia al pensar y sentir de sus más firmes colaboradores. Y por concordancia con las corrientes del mundo, había de estar más a la izquierda que su padre el 14 de Abril.

    Si tal suceso nos sorprendiera sin haber resuelto nuestra cuestión sucesoria, ni habremos podido presentar a la opinión una fórmula monárquica, sin duda más limpia y segura contra la Revolución, ni frente al rey liberal habría oportunidad de resolverla, ni mucho menos de seguir manteniendo la interinidad de la Regencia.


    3ª.– LO QUE DON JUAN REPRESENTA

    El desarrollo y lo frutos de la monarquía de Don Juan serían lo que ella promete, sin posible desviación favorable. ¿Y qué es hoy lo que puede esperarse de Don Juan?

    a) ANTECEDENTES: No es preciso insistir en el carácter liberal de toda la dinastía isabelina, que, a lo largo de su reinado, creyó irse salvando haciendo más y más concesiones a la izquierda, es decir, a las ideas revolucionarias, hasta el punto de que el 14 de Abril de 1931 ya casi nada la separaba de lo que los sectarios españoles consideraban como esencial. Tanto camino había andado en semejante dirección aquella monarquía, que uno de sus más leales conspicuos, Vegas Latapié, ha llegado después a decir del 14 de Abril: «fecha en que la República se quitó la corona». Pues de esta Monarquía se declara heredero Don Juan, a pesar de una enseñanza histórica evidente y terrible.

    b) SUS TRATOS CON LOS SOCIALISTAS: Donde Don Juan ha dado la medida exacta de su concepto sobre la monarquía, y descubierto la irresistible atracción del abismo, es en los tratos que con los socialistas ha mantenido por medio de personajes relevantes de su séquito. El simple hecho de que llegase a acuerdos con Prieto y sus corifeos, provoca la irritación de todos los españoles del 18 de Julio. Pero más agrava el caso la esencia de lo pactado. Nada queda firme en los tratos, nada es esencial para Don Juan, ni siquiera la monarquía misma, que queda sujeta a un plebiscito, haciendo así derivar la autoridad de aquélla de la pura fórmula democrática, sin otras raíces más profundas. Nada en todo lo pactado indica que Don Juan mantenga como esencial uno solo de los principios propios de la Monarquía Tradicional española, es decir, de la Monarquía. Y eso ocurre, no cuando hay que ceder algo en beneficio de la paz ante una revolución desbordada, sino cuando serenamente se discuten las bases sobre las que quiere asentarse la Institución Real.

    A este propósito, harto dice el punto 8º del acuerdo establecido en el Otoño de 1948 entre la denominada Confederación de Fuerzas Monárquicas y los grupos socialistas que siguen a Prieto, para el caso de ocupar el poder: «previa devolución de las libertades ciudadanas, que se efectuará con el ritmo más rápido que permitan las circunstancias, consultar a la nación, a fin de establecer, bien en forma directa o a través de representantes, pero en cualquier caso mediante voto secreto, al que tendrán derecho todos los españoles de ambos sexos, capacitados para emitirlo, un régimen político definitivo. El Gobierno que presida esta consulta, por su composición y por la significación de sus miembros, deberá ser eficaz garantía de imparcialidad». Con relación a lo cual, en el punto primero de una nota dada por los contratantes pocos días después, el 15 de Noviembre de aquel mismo año, se decía con referencia a Don Juan: «El rey no toma parte en las negociaciones entre los grupos políticos, pero conoce, aprueba y alienta todas las actuaciones de la Confederación de Fuerzas Monárquicas, y, en especial, la nota (se refiere al texto del acuerdo establecido) entregada recientemente a las representaciones diplomáticas de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, en Madrid» (página 460 del libro «¿Para qué…?», de J. A. Ansaldo).

    Siendo esto así, ¿se puede humanamente pensar que Don Juan haya de ser el intrépido defensor de los principios que pongan a España a la cabeza de un movimiento de regeneración capaz de impedir que el mundo se hunda del todo en los errores que señalamos en el preámbulo? ¿Se puede siquiera que sirva de remedio a España, y aquí mantenga incólume la susodicha “reserva moral”? De ninguna manera.


    EL OBSTÁCULO PARA LO ANTERIOR

    Y a nuestro entender, el procedimiento para conjurar ese peligro y conseguir que no se dé lisa y llanamente la ocasión a esa eventualidad, que sumiría a España en una inmensa catástrofe, es la existencia del Carlismo con el Rey legítimo designado y proclamado, lo cual sería el gran obstáculo para cualquier intento de restauración liberal. Por eso, frente a los peligros que del lado de ésta pueden presentarse, nos incumbe a todos actuar, pero a Vuestra Alteza, por vuestra misión de Príncipe Regente, corresponde la decisión suprema en este importantísimo punto de la cuestión sucesoria.


    OPORTUNIDAD DE LA REGENCIA

    La Regencia establecida por nuestro Rey Don Alfonso Carlos (q. s. g. h.), constituyó un acierto indiscutible al extinguirse la descendencia directa de varón del Rey Carlos V, primer Abanderado de la Causa tradicional, en circunstancias que traían la certidumbre de probables cambios profundos en la estructura política de España. En su mandato conteníanse explícitamente dos funciones: «regir en el interregno los destinos de nuestra Santa Causa» y «proveer sin más tardanza que la necesaria la sucesión legítima de Mi Dinastía». En el cumplimiento de la voluntad del último Rey, la Regencia encarnada en Vuestra Alteza ha representado un nobilísimo intento de dar a España el cauce verdadero para restablecer con todas las garantías y requisitos sus instituciones tradicionales. En este orden de cosas, buscó la solución ideal, a la que el momento histórico brindaba posibilidades verdaderamente únicas: la de llegar a una previa reinstauración de la sociedad política española con arreglo a los postulados tradicionales, como labor preparatoria para que el Regente instaurase la Monarquía designando el sucesor de la Corona con el concurso del pueblo representado en Cortes. Añadió a esto, con generosidad, prudencia y paciencia, que nunca serán bastante alabadas, un esfuerzo constante para dar solución al pleito dinástico.


    QUIENES LO MALOGRARON

    Pero, como bien sabe Vuestra Alteza, la Regencia que existía de hecho y derecho al terminar nuestra Cruzada, y que ofrecía un instrumento inmejorable para dar a España un régimen natural y para zanjar definitivamente el cisma dinástico, ambas cosas dentro de un marco plenamente nacional, no pudo alcanzar el logro de sus propósitos porque no lo quiso el régimen establecido como usufructuario del Poder al acabar la guerra. Fue desperdiciada, bien a pesar de Vuestra Alteza y de sus leales carlistas, la solución ideal. Como en lo tocante al pleito dinástico, la coyuntura de establecer la concordia monárquica sobre los principios tradicionales fue, asimismo, malograda por la adversa actitud, pública y reiterada, de Don Juan de Borbón y Battenberg.


    ES EL MOMENTO DE UNA RESOLUCIÓN

    La prudencia de Vuestra Alteza y de la Comunión ha llegado hasta el límite más extremo posible antes de fallar en este asunto. Y los plazos se han agotado. A nuestro entender, llega ya el momento histórico de tomar una resolución. El haberse pasado la coyuntura propicia para la solución ideal, debido a causas totalmente ajenas a la voluntad de Vuestra Alteza y del Carlismo, y la necesidad de tener a éste preparado para las contingencias arriba apuntadas, hacen menester el dar cumplimiento urgente al mandato contenido en el Decreto de 23 de Enero de 1936, que instituyó la Regencia. La “necesaria tardanza” se encuentra cumplida. Y la voluntad del Rey Alfonso Carlos decía así a Vuestra Alteza en la Carta de 10 de Marzo de 1936: «Si esa hora tarda, puedes tú llamar a la sucesión a quien corresponda». Interpretándola, Vuestra Alteza nos anunció en el Manifiesto fechado en Bostz el 25 de Julio de 1941: «Si quienes deben abrir paso a esta solución (la Regencia Nacional) no lo hiciesen, sería porque frente a ella se seguirían manteniendo propósitos particulares; y, en tal caso, la obligada defensa de España haría que se plantease de nuevo la necesidad de continuar la lucha, y, para hacerlo, se proclamaría sin demora en el seno de la Comunión Tradicionalista, en el que lo auténticamente nacional volvería a quedar recluido, al Príncipe que la acaudillase, Rey legítimo en el Trono o en el destierro, sobre cuyo derecho no podría en adelante admitirse discusión».

    Planteada está esa necesidad, puesto que no se le abrió el paso a la Regencia.

    Para lo cual, suplicamos a Vuestra Alteza vehementemente, con la expresión de nuestra inconmovible lealtad al Príncipe Regente, que de manera tan acertada, abnegada, ejemplar y fidelísima ha acaudillado, a lo largo de estos quince años últimos, la nave de la Comunión, que provea a la sucesión legítima de la Corona de España. Petición que fundamos en la madura reflexión de nuestro pensamiento sobre las realidades políticas del pasado inmediato, del presente, y del previsible porvenir, y en las generales ansias del pueblo carlista, que unánimemente espera esa decisión de su Príncipe.

    Señor: la hora trascendental ha sonado.




    LA DESIGNACIÓN DE REY


    No se trata de elegir un soberano, sino de ver en quién recae la sucesión con arreglo a la legitimidad y al bien común. Porque no se truncó la Dinastía al extinguirse la línea directa de varón de la rama primogénita, pues quedaron otras ramas del tronco de Felipe V.


    POSIBILIDAD

    La designación, por otra parte, no encuentra frente a sí un estado de cosas como el que se daba, por ejemplo, cuando Don Alfonso XII o Don Alfonso XIII estaban en el trono. Había entonces una ocupación de hecho y un ejercicio del Poder, y quizá no se podía buscar la sustitución sin daño. Hoy no hay por ese lado más que un pretendiente al que no se debe mirar sino en tanto en cuanto responda al momento histórico, al que rechazan la sana doctrina, sus compromisos y ligamentos con corrientes de fuera, y hasta el mismo despego de la juventud sana del 18 de Julio no situada en nuestras filas. La posibilidad de la designación encuentra en este aspecto un campo propicio, al no haber actualmente un rey de hecho en el Palacio de Madrid.


    CONDICIONES

    En el punto de arranque para hacer la designación, encontramos las condiciones señaladas por el Rey Don Alfonso Carlos (q. s. g. h.) para su sucesor: «Tanto el Regente en sus cometidos, como las circunstancias y aceptación de Mi sucesor, deberán ajustarse, respetándolos intangibles, a los fundamentos de la legitimidad española, a saber: I. La Religión Católica, Apostólica, Romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en Nuestros Reinos; II. La constitución natural y orgánica de los Estados y cuerpos de la sociedad tradicional; III. La federación histórica [de las distintas regiones, y sus fueros y libertades, integrante] de la unidad de la Patria española; IV. La auténtica Monarquía tradicional, legítima de origen y de ejercicio; V. Los principios y espíritu, y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo».

    Desde ese punto de arranque, como decía Vuestro Augusto Tío en la antes citada Carta a Vuestra Alteza, se debe «seguir todo el orden sucesorio hasta llegar al Príncipe que de veras asegure la lealtad a la Causa Santa, que no está al servicio de una sucesión de sangre, porque es ésta la que ha de servir a aquélla, como ordenado ante todo al bien común de los españoles».

    Así, el Príncipe en quien se produzca la primera intersección de las dos legitimidades, la de sangre y la de plena adscripción a los principios de la Tradición española, ése será el indicado entre los descendientes de Felipe V.


    LEGITIMIDAD DE ORIGEN

    Ha de buscarse ésta con arreglo a la Ley de Sucesión de 10 de Mayo de 1713. Por ella son llamados, en primer término, los descendientes varones de Felipe V, por línea recta legítima y orden de primogenitura, aplicando en su caso el derecho de representación.

    Aparece, en primer término, actualmente, la rama de Don Francisco de Asís, primera de la línea de Don Francisco de Paula, hijo de Carlos IV, cuyo actual Jefe es Don Jaime de Borbón y Battenberg, y de la cual pretende el trono su hermano Don Juan.

    Esta rama dinástica, por el matrimonio de Don Francisco de Asís con su prima Doña Isabel, no es otra que la que arrebató sus derechos a la rama legítima, sosteniendo varias guerras frente a ella e incautándose de sus bienes. La legislación universal que consagra la desheredación de todo presunto heredero que atenta contra su causante, bastaría a justificar la total exclusión y pérdida de derechos sucesorios de esta rama; pero, concretamente las leyes españolas tradicionales establecen esta exclusión. Por ejemplo, entre otras, las Leyes 1ª, 2ª y 3ª, Tit. II, Partida V; la Ley 2ª, Tit. VIII, Partida II; la Ley 2ª, Tit. VII, Libro XII de la Novísima Recopilación; la Ley 1ª, Libro III, y la Ley 1ª, Tit. VII, del Libro XII, ambas de la Novísima Recopilación, que corresponden a la inserción de otras del Fuero Real y del Ordenamiento de Alcalá; y por último, la Ley 6ª, Tit. I, del Libro XII del Fuero Juzgo. Sin detenernos a examinarlas todas, citamos el texto de la Ley 2ª, Tit. VIII, Partida II: «Errando los parientes del Rey con él o en desamor quel hobieren, de manera que non quisiesen obedescer, nin guardar, nin servir como deben, débelos el Rey extrañar e alongar de sí como aquéllos que yerran contra su Señor, a quien eran tenudos de obedescer et de guardar. Ca si el home face cortar el mismo el miembro de su cuerpo quando es corrompido, porque non corrompa los otros, mucho más debe alongar de sí los parientes quel desamasen manifiestamente, porque ellos non hayan de facer mal de que finque su linage mezclado, nin tomen en de los otros exemplo para facer otro tal».

    Una sola consideración basta para razonar la exclusión de dicha rama de un modo decisivo con arreglo a dichas leyes, y es la siguiente. Esa rama sancionó constantemente acuerdos de las Cortes liberales que excluían de la sucesión a la línea de Don Carlos, fundados, precisamente, en esas leyes tradicionales, por considerar que el derecho estaba de parte de Doña Isabel y sus descendientes y que la línea de Don Carlos trataba de arrebatarle esos derechos moviendo la guerra contra ella. Pues bien, estando el derecho de parte de Don Carlos y su línea, con toda lógica se han de aplicar esas mismas leyes a la rama de los descendientes de Don Francisco de Asís y de Doña Isabel, para deducir, de modo indudable, su exclusión de la sucesión a la Corona.

    La segunda rama de esta línea de Don Francisco de Paula, e igualmente las líneas de Don Francisco I, Rey de las Dos Sicilias, y del Infante Don Gabriel, resultan todas incursas en causa de exclusión, las unas por haber reconocido a la rama usurpadora, desconociendo la legítima, otras por haber infringido la Ley de 23 de Enero de 1776 mediante la celebración de matrimonios desiguales, y algunas por ambas razones.

    Y así resulta que, conforme a la Ley de 1713, en relación con las de exclusión citadas, llegamos a la línea del Infante Don Felipe, Duque de Parma, ascendiente de Vuestra Alteza e hijo de Felipe V. Esta línea, representada por Vuestro Augusto Padre, el Duque e Infante Don Roberto, da lugar a tantas ramas como hijos: es la primera, la del hijo que queda de su primer matrimonio, o sea, el Príncipe Don Elías; de las del segundo matrimonio es, a su vez, la primera, la que encabeza Vuestra Alteza.

    Si se tiene en cuenta que el Príncipe Elías reconoció a Don Alfonso XIII, hasta el punto de que éste, en 1920, le concedió el tratamiento de Alteza por un Real Decreto, resultará que también esta rama se encuentra incursa en causa de exclusión, que alcanza al Príncipe Roberto, hijo del Príncipe Elías, a quien falta el acto de reconocimiento debido a Don Alfonso Carlos, que aún vivía al llegar el Príncipe Roberto a su mayor edad, así como le falta también la adscripción a los principios de la Tradición española. Cae, pues, de lleno, en lo dispuesto por la Ley vigésima, Título XIII, de la Partida II, que impone el deber de acatar al nuevo Rey: «Soterrado, seyendo el Rey finado, deven los homes honrrados… venir al Rey nuevo, para conoscerle honrra de señorío»; pueden hacerlo de palabra, «conosciendo que lo tienen por su Señor, e otorgando que son sus vasallos e prometiendo que le obedescerán, que le serán leales e verdaderos en todas sus cosas…»; «los que esto non fiziesen, farían aleve conocido, porque seyendo omes honrrados deven perder los oficios e los honores que han e ser echados del reyno».

    Cuantas exclusiones van dichas fueron ratificadas por el Rey Don Alfonso Carlos en diversas cartas, entre ellas, las del 10 de Marzo y 8 de Julio de 1936; y algunas de ellas, y en especial de la rama usurpadora, fueron solemnemente reiteradas en diversos documentos reales de los Reyes legítimos.

    Llegamos, pues, a la rama de que es cabeza Vuestra Alteza, como aquélla a la que pasa la legitimidad de origen en virtud de las exclusiones legales, ajustadas a los principios tradicionales, de las líneas y ramas anteriores.

    Por otra parte, la condonación de las causas de exclusión de los representantes de esas líneas y ramas que actuaron contra la Dinastía legítima o que reconocieron a los usurpadores, podría considerarse como un acto potestativo, pero nunca obligado, que podría realizar Vuestra Alteza. Mas, para determinarse a hacer tales condonaciones, era inexcusable que los posibles favorecidos por las mismas hubieran realizado actos contrarios a los hechos que originaron la exclusión. ¿Y acaso Don Juan de Borbón ha repudiado los pretendidos derechos de sucesión por la rama liberal de Doña Isabel? ¿Acaso ha repudiado de modo explícito y terminante los principios a que se vinculó aquella rama? ¿Ha reconocido, por ventura, la legitimidad de la rama carlista? ¿Ha proclamado de modo inequívoco su adhesión a los principios tradicionales defendidos por ésta?

    Pues si nada de esto ha hecho, ¿cómo pensar que sea posible la condonación de las cláusulas de exclusión de esa rama?

    Y entre las otras líneas y ramas excluidas de la sucesión por haber reconocido a la usurpadora, ¿quién ha repudiado tal reconocimiento? ¿quién no ha reconocido la usurpación?, o ¿quién ha proclamado su adhesión a la Dinastía legítima con solemne aceptación de sus principios, haciendo posible, con tales actos, la condonación por Vuestra Alteza de las causas de exclusión? Absolutamente nadie.

    No hay, pues, duda alguna de que es a Vuestra Alteza a quien corresponde la sucesión a la Corona de España.


    EL BIEN COMÚN

    Con tener gran fuerza las razones típicamente legitimistas que acabamos de examinar, hay mucha gente que, aun sin razón para ello, no las concede valor alguno, y, por lo tanto, hemos de completar esta Exposición con el estudio de las razones de bien común, las cuales confiamos que, de una parte, acabarán por mover el ánimo de Vuestra Alteza si aun fuere preciso, y de otra, pueden asimismo servir como argumento decisivo para persuadir a la opinión española.

    Es evidente que, por encima de toda alegación de derechos personales y sobre estos mismos derechos, se encuentra el bien común de la sociedad. El fundamento de ésta, su razón suprema, y su fin, no es otro sino el bien común. Y si la autoridad se constituye, en la sociedad, precisamente para regirla y gobernarla, es evidente también que esa autoridad, por encima de todo otro fin secundario, se encamina al logro del bien común. Por otra parte, la ley, según Santo Tomás, es la ordenación de la razón al bien común; y Suárez desarrolló este principio elevándolo a tal importancia que la justicia de la ley queda subordinada al mismo, y así dice: «bonum commune est mensura, primum principium, per quod mensuratur iustitia, utilitas et convenientia legis» (De Legibus, 1, 6, 4). Y si toda ley se ha de ordenar al bien común, la que constituye nada menos que el Pacto entre la nación y la realeza ha de estar determinada por el bien común; y, por tanto, en todo caso dudoso, o frente a cualquier dificultad de interpretación de esa ley, de ese Pacto, ha de prevalecer la razón del bien común.

    He aquí por qué insistimos nosotros tanto en el concepto de legitimidad: no es por un capricho partidista. Es que la legitimidad en la sucesión, viene impuesta por el bien común.

    Que el bien común de la sociedad española reclama imperiosamente la reinstauración de la Monarquía, como régimen propio, estable y permanente, ninguna persona sensata puede ponerlo en duda ante la prueba de la continuidad secular histórica en que vivió España con ese régimen en constante paz interna. Y que esa Monarquía, reclamada por el bien común, no ha de ser la llamada constitucional y parlamentaria, que desembocó por dos veces en la República anárquica y comunistizante, sino la tradicional, templada y no absoluta, representativa, católica y popular, esa misma Historia lo ha demostrado con la elocuencia de los hechos.

    La sociedad es evidente que quiere su propio bien y cuanto al mismo conduce; y, por tanto, la sociedad española, fundamentalmente, aunque de modo más o menos explícito, quiere esa Monarquía tradicional como régimen que garantiza la observancia de principios e instituciones que conducen al bien común. Una ley sucesoria reguladora de la legitimidad de origen, que viene determinada por el bien común, no será decisiva en un caso concreto en que la indicación de origen no conduzca a ese bien; y, por tanto, ese origen indicado por la ley dejará de ser determinante del derecho de sucesión si el titular no completa la legitimidad de origen con la de ejercicio. La cual no puede presumirse, sino al contrario, cuando aquel titular no sólo no respeta las instituciones ni profesa los principios, conducentes unas y otros al bien de la sociedad, sino que, por el contrario, permanece adscrito a principios opuestos y a instituciones que, cuales las del sistema constitucional y parlamentario, lejos de lograr aquel bien, han llevado dos veces a España al borde de la ruina.

    Las exclusiones de líneas y ramas, que en el examen anterior de nuestras antiguas leyes resultan obligadas, proceden igualmente en aplicación a esta doctrina incontrovertible del bien común.

    La rama dinástica que ha reinado en España desde la muerte de Fernando VII hasta 1931, con la interrupción de 1868 a 1874, se adscribió a los principios del liberalismo, rompiendo con lo tradicional y guerreando contra la rama que representaba los principios opuestos. Esa rama dinástica, aun prescindiendo en este momento de su atentado contra la rama legítima y preferente por razón de origen, pudo, con una legitimidad de ejercicio, mediante la observancia de los principios tradicionales, haber logrado, en aras del bien común, que cediese ante ella la legitimidad de origen. Pero lejos de ello, apartó a España de su constitución natural e histórica, y dio lugar a que, en un desarrollo lógico de sus principios, por dos veces se encontrara sumida en el caos y a punto de ruina y muerte.

    ¿Qué otras líneas ofrecen con su conducta la garantía de observancia de los principios? Ciertamente ninguna de las que, por razón de origen, preceden a la línea de Parma, representada por Vuestra Alteza. No nos paremos a razonarlo, puesto que es evidente.


    EL SEÑALAMIENTO

    Si, pues, en España el bien común reclama la instauración de la Monarquía tradicional con los principios propios de ésta, es evidente también que no puede ser otro sino Vuestra Alteza el titular del derecho soberano. Si esa razón de bien común excluye a los pretendientes actuales y posibles de otras líneas, ese bien común es el que llama al Trono a Vuestra Alteza. Vuestra fidelidad a los principios, Vuestra vida, y toda Vuestra actuación desde que en 1936 fuisteis instituido Regente por el Rey Don Alfonso Carlos, son la garantía más completa de que Vuestra Alteza representaría con toda autenticidad esa Monarquía que reclama el bien de España.


    EL CARGO DE REGENTE NO ES OBSTÁCULO

    Resta examinar si el cargo de Regente de que invistió a Vuestra Alteza el último Rey, constituye un obstáculo para que Vuestra Alteza asuma, Señor, el carácter de titular de la Realeza. Dicho cargo tenía un doble carácter: el de restaurador del régimen monárquico, y el de designar el sucesor a la Corona. Uno y otro son caracteres de naturaleza transitoria.

    Del primero, y de quienes impidieron que llevase a cabo su objetivo, ya se ha dicho lo pertinente en este documento. En cuanto al otro cometido, la designación de sucesor de la Corona, el tiempo transcurrido ha puesto de manifiesto que en ningún otro Príncipe se encuentran las condiciones adecuadas. Para que se den estas condiciones, son precisas dos circunstancias: una, la aptitud de dotes y profesión de ideales; y otra, la adscripción sincera de la voluntad. Pues bien, no hay Príncipe alguno con profesión de ideales que quiera asumir la carga; y los que la pretenden, es con declaraciones y conductas contrarias a los principios tan repetidos.

    Porque hay una razón primaria para la recta inteligencia de lo que es la Realeza: conjunto de graves deberes, pesada carga que, en el exilio, sin las compensaciones del Trono, se hace insostenible y abrumadora.

    Si, pues, la misión de la Regencia no puede cumplirse plenamente en sus dos caracteres, ¿puede y debe el Regente asumir la Corona y hacerse titular de la Realeza? Puede, desde luego, porque es el único que ha aceptado la carga y los graves deberes que la integran; porque está identificado plenamente con los principios; porque el propio Don Alfonso Carlos, que le designó Regente, oficialmente declaró que tal cargo no era incompatible con sus derechos a la sucesión, y aun expresó, posteriormente, que ése sería su ideal («esta Regencia no debe privarte de ningún modo de un eventual derecho a Mi sucesión, lo que sería mi ideal, por la plena confianza que tengo en ti, mi querido Javier, que serías el salvador de España» –Carta del Rey, de 10 de Marzo de 1936); y porque puede decirse que Vuestra Alteza es el único Príncipe que inspira garantías de dirigir con acierto la política en aras del bien común.

    Pero, no sólo puede Vuestra Alteza asumir la Corona declarándoos titular de la Realeza, sino que ése es vuestro deber, Señor. De no hacerlo así, peligra la instauración de la Monarquía, y la sociedad española se verá privada de lo que es su bien. Si por Vuestro cargo de Regente aceptasteis tutelar la institución monárquica y guardar nuestros principios, cuando la institución corre el riesgo de perderse, y los principios el de no volver a informar el régimen español, es evidente el deber de asegurar una y otros de la única manera que parece eficaz: levantando Vuestra Alteza Bandera como titular de la Realeza, a reserva de que, en su día, seáis reconocido y acatado por las Cortes Tradicionales.

    Ante Vuestra Alteza, como Príncipe Regente, el Consejo Nacional de la Comunión Tradicionalista manifiesta solemnemente el criterio definitivo de que a Vuestra Alteza corresponde la sucesión legítima a la Corona de España, con cuya proclamación se asegurará la continuidad hereditaria de la Dinastía defensora de la Tradición y fiel a sus principios.

    No desconocemos que esta proclamación de Rey en la persona de Vuestra Alteza entraña dificultades. Pero la recta intención de este designio, la elevación de los móviles a que va encaminado, y ese supremo objetivo de servir sobre todo a los altísimos intereses espirituales de un país como España, a los de la atormentada sociedad presente, y a los de la misma Iglesia Católica, pesarán sin duda en el tribunal de la Divina Justicia, y Dios dará a quien tiene el derecho la asistencia necesaria para cumplir el deber.




    LA OPORTUNIDAD PARA LA PROCLAMACIÓN


    Respecto a la oportunidad de la proclamación y al modo de hacerla, decisiones que a Vuestra Alteza incumben plenamente, vuestro mayor conocimiento, Señor, de las circunstancias que pueden ser más convenientes será quien determine, para lo cual no ha de faltarle a Vuestra Alteza la gracia de estado. En cuanto al instrumento y forma legal necesarios para el caso, a disposición de Vuestra Alteza pone este Consejo desde ahora la oferta de sus asesoramientos, si son menester para esa cuestión de trámite.

    Y, por último, es obligación gravísima del Consejo formular ante Vuestra Alteza nuestra más firme promesa de poner en práctica cuantos esfuerzos y trabajo sean necesarios para la más extensa acción política que debe seguir al paso trascendental de la proclamación.




    Señor:

    Fervientemente le pedimos que vea en cuanto antecede el testimonio de nuestro acrisolado amor a la Causa y el de nuestra profunda adhesión a la augusta persona de Vuestra Alteza. La decisión de mejor servir a España, y de mantener al Carlismo con la vitalidad necesaria para hacer frente a todas las contingencias del futuro, sean cuales fueren, son las raíces de nuestra petición. Creemos firmemente que en Vuestra Alteza recaen los derechos al Trono de España porque no se encuentra antes que Vuestra Alteza, entre los descendientes de Felipe V, un Príncipe en el que coincidan, como en Vuestra Alteza coinciden, las dos legitimidades necesarias para asumir la sucesión a la Corona.

    El restablecimiento de la Monarquía en España, sólo puede hacerse con nuestros principios. La gran responsabilidad de la rama isabelina consistió en haber atentado contra los fundamentos mismos de la Monarquía española, culpa que no tiene remisión, pues los culpables enajenaron en los altares del liberalismo los principios y las masas que eran el soporte de la Corona de España: hecho del cual, el sucesor de los culpables, ni ha renegado, ni se ha arrepentido. En el plano superior de la Filosofía de la Historia, en el terreno metafísico donde se teje, con rigor inexorable, el fluir de las causas y las consecuencias, esa responsabilidad es la que cerró hace tiempo los caminos del Trono a la línea de Doña Isabel. Como se la cerró, en la práctica, el certero instinto del pueblo, despegado constantemente, durante un siglo, de esa dinastía. Que respecto a ella, Señor, desde los comienzos, fue patente el desvío popular. Las masas españolas se fueron con Don Carlos en abrumadora proporción. La otra línea dinástica se les impuso por la fuerza. Y si por varias razones bien comprensibles –cansancio, desilusión, atracción del poder, o ida a la política por cualquier modo de posibilismo–, de la enorme masa monárquica que proclamó a Don Carlos, se fueron separando a lo largo del siglo XIX gentes diversas y cada día más numerosas, no se iban para servir de corazón a los poderes constituidos. Y si, al correr del tiempo, muchos se acostumbraron a la existencia de un Rey de hecho en Madrid, y ya no le resistían, no por eso nació en ellos la adhesión profunda que es el verdadero sostén del Trono. La grey española que ya no era militante del Carlismo, sólo fue para la rama isabelina un arrimo circunstancial, hoy por hoy sin entusiasmo, orientado francamente a la accidentalidad de las formas de gobierno. Era que en el subconsciente del país anidaba la impresión de que aquella monarquía no era la suya, no era auténtica, no era la Monarquía. Por eso, el pueblo volvióle las espaldas. Y cayó, en fin, la monarquía liberal, asfixiada por sus propios errores y culpas. Había pecado contra la Monarquía, negando los principios monárquicos. Había pactado con la Revolución.

    Así, la citada dinastía, que ni suscitaba amores ni esperanzas, hundió en la indiferencia política a grandes masas de españoles. Hace falta, Señor, el dedo apto para poner en marcha el resorte que sacuda esta indiferencia. Porque aún son extraordinarios los tesoros de ideales y energía de que es capaz el alma española. Y aún son nutridos los cuadros de los leales.

    De aquí la atención que merece este país, que espera y es esperanza, a la rama dinástica borbónica fiel y providencial, que no ha pactado con la Revolución, que está limpia de turbios contactos, y se mantiene pura en su concepto político cristiano y en su lealtad monárquica: Vuestra Casa, Señor.

    Por medio de nosotros hablan a Vuestra Alteza las pasadas generaciones que lucharon; los voluntarios que dieron su sangre por la Bandera de Don Carlos en una gesta reiterada y sin par; los que aceptaron destierros, indigencia, oscuridad, sufrimientos en lejanos presidios de Cuba y Filipinas, por servir a la Causa; los que abnegadamente ofrendaron su existencia al estandarte del Rey; los que murieron en la demanda, y sus huérfanos, madres y viudas; los guerreros de Zumalacárregui, los hombres de Alpens, Montejurra y Somorrostro; la inmensa legión, única en la Historia política del mundo, de los leales soldados de la Corona legítima de España, legión heroica escalonada todo a lo largo de un siglo, como inmarcesible guardia de honor del Derecho Público Cristiano y de la Legitimidad tradicional, en medio de generales apostasías y del torrente secularizador. Y os hablan, también, Señor, los dignos sucesores de esa legión inmensa que Vuestra Alteza conoció y acaudilló en los memorables y gloriosos días de 1936.

    Esta proposición que hoy hacemos a Vuestra Alteza, la depositamos con máximo acatamiento y devoción a las plantas de Jesús Sacramentado. A Quien pedimos que, en la solemne procesión de este Congreso Eucarístico, bendiga, al pasar, a los miles de carlistas congregados aquí, a sus dirigentes, y al Príncipe que los encabeza en este homenaje a la Sagrada Eucaristía. Ratificamos ante Cristo Sacramentado nuestro ánimo de que todas esas luchas que por muchos años venimos manteniendo, aunque en un terreno tan puramente humano como es el político, vayan sólo enderezadas al fin de conseguir la auténtica Soberanía Social de Jesucristo Rey, alabado en estos días como permanente holocausto por la redención de los hombres, y que Él libre nuestros actos, como es nuestro deseo, de toda tendencia menos pura.

    Y ante esa Hostia Santa os juramos lealtad, Señor. Y en pie, cuadrados, quedamos ante Vuestra persona, apretados en torno a la vieja y siempre joven Bandera de Dios, la Patria y el Rey, en espera de que Vuestra Alteza nos dé la autorización para saludarle Majestad. Y para poderle decir con toda la masa carlista: ¡Viva el Rey!

  9. #9
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 7

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional


    ACTA DEL CONSEJO DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA CELEBRADO EN BARCELONA EL DÍA 31 DE MAYO DE 1952, BAJO LA PRESIDENCIA DE S. A. R. EL PRÍNCIPE DON JAVIER DE BORBÓN


    Asistentes:

    D. Manuel Fal Conde

    D. José Luis Zamanillo

    D. José Inchausti

    Sr. Marqués de Santa Rosa

    D. Miguel Fagoaga

    D. José Puig Pellicer

    D. Ramón Villalón

    D. Santiago Juliá Bornet

    D. Luis Ortiz Estrada

    D. José María Gimeno Muñoz

    D. Francisco de P. Gambús Rusca

    D. José María Onrubia

    D. José María Anglés Civit

    Sr. Conde de Torresaura

    D. Juan Antonio de Olazábal

    D. José María Vedruna Zuzuarregui

    D. Antonio Pérez de Olaguer

    D. Esteban Masifern Muxí

    D. Alfredo María Molina Bellido

    D. José María Sanz de Diego

    D. Luis Ruiz Hernández

    D. Fernando L. Barranco

    D. Antonio Aroca García

    D. Luis Dorestes Morales

    D. Francisco Tusquets Padrosa

    D. Manuel Morales Castellá

    D. Luis Costa Camps

    D. Juan Riera Bartra

    D. Juan Fuster Seguí

    D. Ambrosio Astrain Ruiz

    D. Martirian Llosas Serrat-Calvó

    D. Jorge Beneyto Mora

    D. Ramón Forcadell Prats

    D. José Corominas Vallribera

    D. Cándido Martín Álvarez

    D. José Morros Teixidó

    D. Timoteo Ruiz


    Actúa de Secretario:

    D. Juan Sáenz-Díez



    En el Salón de Actos del Convento de los P. P. Carmelitas, a las seis de la tarde, con la venia del Príncipe, se abre la sesión con la intervención del Jefe Delegado Don Manuel Fal Conde, quien da la más fervorosa bienvenida a S. A. y las gracias por tenerle nuevamente en España y dignarse presidirnos.

    Esta reunión del Consejo no tiene más que un tema; por su trascendencia ha ocupado varios Consejos y absorbido la atención de la Comunión desde hace mucho tiempo.

    Al Príncipe se le ha ido dando cuenta de esta preocupación del Consejo y de los trabajos preparatorios que han sido hechos principalmente por Elías de Tejada, Ferrer, Gambra e Iturria, sintetizados luego en un estudio de Lamamié de Clairac, y concretados por fin en la Exposición que han preparado nuestros amigos de Guipúzcoa, con la intervención principal de Juan José Peña, revisado luego por los miembros de la Junta Nacional. Al Príncipe se le ha dado conocimiento previo de este escrito porque no podía correctamente presentársele y pedirle una contestación improvisada. Se lee, no obstante, para que lo conozcan aquellos Consejeros que no han asistido a toda la elaboración, y para que el Consejo lo haga suyo al presentárselo al Príncipe. Aunque no es costumbre firmar todas las Actas, en este Consejo, por su trascendental importancia, se invita a los Consejeros a firmarla al final. Igualmente la firmarán los asistentes que no son Consejeros, y que pertenecen en su mayoría a la Junta y Consejo Regionales de Cataluña, de los que somos huéspedes y a los que quiere felicitar por su actuación y por las atenciones que tienen en estos días con SS. AA. RR.

    A continuación, lee el Sr. Fal Conde el escrito que el Consejo eleva al Príncipe Don Javier, y cuya copia queda incorporada al final de esta Acta.

    Terminada la lectura por el Sr. Fal Conde, contesta el Príncipe con la lectura de su Declaración al Consejo, que también se incorpora a esta Acta, y que todos los asistentes escuchan en pie, con las mayores muestras de respeto y emoción, como corresponde a la importancia del momento y como reflejo de la gran emoción que el Príncipe manifestó en unas palabras iniciales en anuncio [de] que lo que iba a comunicar al Consejo señalaría la dirección para nuestro futuro.

    A continuación de la Declaración, leyó S. A. la carta dirigida a su hijo primogénito, y que se transcribe a continuación:

    «Mi querido hijo Hugo Carlos:

    La Providencia de Dios nos ha sujetado por la ley del nacimiento a un orden en la sucesión de Nuestra noble y multisecular estirpe, y nos ha guardado fieles a los ideales y principios rectores de la legitimidad monárquica, que ordena la sucesión genealógica al justo ejercicio del poder, ya que, antes que la legitimidad de la realeza, ha de mirarse la legitimidad de las libertades públicas de los pueblos.

    Bajo esa suprema norma, la sucesión legítima de Nuestro Abuelo Don Felipe V mantuvo intacta, hasta el último Rey, nuestro inolvidable Tío Don Alfonso Carlos I, la Bandera de las Santas Tradiciones, a costa de las amarguras del destierro y de los más ricos caudales de la mejor sangre española.

    A la muerte del Rey, como hubiera deseado que tomara alguna parte la Nación en la solución del problema sucesorio, vecina la guerra tras la que debería haber ocasión apta, dejó instituida la Regencia, confiándomela. En estos dieciséis años, ni ha sido posible esta consulta a la Nación, ni Príncipe alguno ha querido echar sobre sí esta misión penosa de la Realeza legítima. Mientras tanto, se acusan los mayores peligros para la Monarquía, y la gloriosa Comunión Tradicionalista, advirtiéndolos, me representa su anhelo de ver asegurada la continuidad en línea familiar que permanezca en la observancia de nuestros ideales.

    Es, por todo esto, mi querido hijo, por lo que hoy, Festividad de la Mediación Universal de María Santísima, y postrado ante la Divina Realeza de Jesucristo Sacramentado, he resuelto asumir la Realeza de las Coronas de España en sucesión del último Rey, aunque pendiente la promulgación de este acuerdo de la oportunidad, que espero próxima, para su publicación y para Nuestro Juramento.

    De corazón, te abraza tu padre.


    (Firmado) Francisco Javier

    Barcelona, 31 de Mayo de 1952».

    A continuación de la lectura de ambos documentos, S. A. pronunció unas palabras para decir que representaba una emoción profunda la Declaración hecha. Es un camino nuevo el que iniciamos; llegaremos a la victoria, y España será el ejemplo y la salvación para el mundo. Cuento con cada uno de vosotros para ello, y sabéis que podéis contar conmigo tanto como mi vida dure.

    Al terminar de hablar Don Javier, en nombre de todos los asistentes Don Manuel Fal Conde da a S. A. las gracias más rendidas, y, como testimonio de ellas, empeña la promesa más solemne de todos de asistirle en todo momento, y principalmente en este corto periodo hasta que llegue el momento que ha de señalar S. A. de la proclamación y del Juramento suyo y del Príncipe de Asturias. No será un secreto la Declaración de hoy, que pueden ir conociendo todos los carlistas, pero hay que esperar delicadamente, antes de hacerla oficialmente pública, hasta que el Señor considere oportuno hacer la proclamación. Mientras tanto, debemos combatir nuestro único enemigo que es el desaliento, al que debemos combatir denodadamente. Termina repitiendo nuevamente las gracias más fervorosas a S. A., y, con todo el fervor del corazón, da un ¡Viva el Rey! que es clamorosamente contestado por todos los asistentes.

    Al levantar S. A. la sesión, todos ellos besan con emoción la mano de Don Javier en señal de acatamiento.

    Como acto final de esta reunión del Consejo, pasan todos los asistentes a la Iglesia, donde se celebra un breve Acto Eucarístico, terminado con un Te Deum.


    Barcelona, 31 de Mayo de 1952.

    [Nota mía. Siguen las firmas de las personalidades enunciadas al principio del documento].

  10. #10
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    APÉNDICE 8

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional



    Los miembros del Consejo de la Comunión que suscriben, no habiendo asistido a la XV Convocatoria de dicho Consejo, celebrada en Barcelona el día 31 de Mayo de 1952, en la que, a petición del Consejo, S. A. R. Don Javier de Borbón aceptó los derechos a la Corona española que en él recaen, y con el deseo de que conste su conformidad con la citada petición y su completa adhesión y lealtad a S. A. R. Don Javier de Borbón, como Rey de España, de acuerdo con dicha aceptación, firman el presente documento, que será considerado como “Acta auxiliar” de la correspondiente a la sesión del 31 de Mayo de 1952, XV del Consejo de la Comunión, y a ella unida para todos los efectos.

    [Nota mía. Sigue, a continuación, unas 30 firmas, de las que he podido identificar las siguientes: Fernando Bustamante, Eloy Landaluce, José María García Verde, José María Valiente, Pedro María Gaviria y Zubeldia, Guillermo Galmés Nadal, Mariano Lumbier Lecea, Rufino Menéndez, Rafael Gambra, Francisco Elías de Tejada, Manuel Senante].

  11. #11
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    APÉNDICE 9

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional



    Declaración del Partido Carlista de Andalucía con motivo del Acto de Quintillo de 1973


    La evidente realidad de que Andalucía constituye un enclave español y europeo del Tercer Mundo, ha movido a toda nuestra intelectualidad a estudiar profundamente las causas de este fenómeno, llegando a la desoladora conclusión de que, a su vez, la evolución de las estructuras socio-económicas del país, imprimen un carácter francamente regresivo a su economía, su cultura, y su demografía.

    Donde existían conatos más o menos prósperos de industrialización, hoy no nos encontramos nada más que con quiebras de todo tipo, producto muchas veces de las manipulaciones del capitalismo monopolista, fábricas cerradas, y obreros condenados a la emigración o al paro forzoso. Donde la agricultura estaba ya en manos de unos pocos grandes latifundistas absentistas y las tierras eran explotadas en régimen, más o menos justo, de colonato, hoy se ha acentuado, aún más si cabe, la acumulación de la propiedad territorial en pocas manos, que, aplicando técnicas modernas y aprovechando los resortes de la arcaica Ley de Arrendamientos Rústicos vigente, se explotan directamente, mal que bien, por sus propietarios, que han puesto fin al régimen de colonatos, lanzando a miles de familias a la triste condición de jornaleros eventuales o poniéndolas, también, en el amargo trance de la emigración.


    ANDALUCÍA, EXPOLIADA

    El capital acumulado por estos propietarios es también emigrante, a través de los diversos canales bancarios, y pasa a reforzar el capitalismo industrial de otras regiones más desarrolladas, de las que vuelve a Andalucía para reinvertir sus beneficios en la adquisición de nuevas tierras por parte de industriales y comerciantes enriquecidos, incrementando más y más el sistema colonial de latifundismo a que vive sometido el pueblo andaluz, que ya no es propietario ni de la tierra que pisa.

    Emigrar, emigrar, es la única solución pseudo-liberadora para los trabajadores andaluces, para los pequeños propietarios que, aplastados por un régimen agrario plantado sólo para el medro y mayor lucro de la gran propiedad, arruinados por la falta artificial de rentabilidad de sus pequeñas explotaciones, han de vender sus tierras a los latifundistas; para los pequeños y medianos comerciantes que han de cerrar sus establecimientos, por la desleal competencia del comercio gigante de los trustmonopolistas; para los universitarios, sin puestos de trabajo; para los obreros industriales, sin industria en que trabajar.

    La región más naturalmente rica de España se ve expoliada de todo: de la propiedad de sus campos, de las rentas de sus frutos, del dinero que paga por sus impuestos y contribuciones, y hasta de los brazos de sus hijos que se exportan a otros mercados, ávidos de mano de obra barata.

    Nuestra cultura, salvo el esfuerzo personal de una minoría de intelectuales, se rebaja de más en más, hasta convertirla en un chabacano folklore pseuo-gitanesco para la atracción de los turistas, el gran negocio de la actualidad, que, por muy rentable que sea, ha convertido a España en la taberna de Europa. Negocio explotado también por grandes compañías capitalistas, buscadoras de fácil lucro, y a las que no les importa la destrucción de nuestros paisajes rústicos y urbanos y la explotación del vicio y la corrupción, como reclamo para la masa turística del peor jaez.

    Somo el cortijo de España, y todas nuestras energías se gastan en súplicas a la administración centralista, órgano ejecutorio del Estado omnipotente del que esperamos toda merced o tememos todo mal.

    No es nueva esta situación, ni somos nosotros los primeros en denunciarla, pues hace ya más de un siglo que la obra de la desamortización vino a consagrar definitivamente el colonialismo señorial que padecían nuestras tierras, redondeando los latifundios de los viejos señores de la tierra y creando otros nuevos para la nueva burguesía enriquecida.


    PROGRAMA DE ACCIÓN

    Pero toda denuncia ha sido siempre desoída, toda protesta aplastada, y toda promesa incumplida. Pesan en las altas instancias de poder del Estado centralista los intereses de la oligarquía latifundista, más que los de todo un pueblo de millones de almas que ha de vivir humillado o emigrar a zonas más prósperas para ganarse el pan.

    Son estos terribles problemas estructurales los que no podrán jamás ser resueltos si no es por la acción directa del mismo pueblo andaluz.

    Es Andalucía la que ha de romper las cadenas que la sujetan al Estado centralista y oligárquico, liberándose a sí misma en los planos político, social, cultural y económico. Asumiendo el pueblo la autogestión de sus propios negocios en todos estos aspectos.

    Por ello, hacemos hoy un nuevo y definitivo llamamiento al pueblo andaluz, para que inicie la lucha por la liberación total de sus gentes y de sus tierras, creando a todos los niveles Comités Federales para la autonomía y la autogestión andaluza.

    Un programa mínimo habrá de ser:

    1.– Andalucía, como región libre dentro de la Confederación española, constituirá una Federación de comarcas según su propia tradición federal, por ser varios y distintos los pueblos y las tierras que la forman.

    2.– Cada comarca deberá realizar su propia reforma agraria en la manera que sus peculiaridades o intereses la reclamen, bien mediante el reparto de las tierras, bien formando grandes explotaciones colectivas.

    3.– La Banca, a la que afluye todo el dinero de Andalucía, será socializada a todos los niveles, comarcales y regionales.

    4.– El libre pacto entre las comarcas constituirá la Federación Popular Andaluza, y ésta se integrará, mediante el Pacto federal, en el conjunto de la Federación Española.

    5.– Se establecerá a todos los niveles la democracia directa en libre concurrencia de partidos, sindicatos y asociaciones de todas clases, sin discriminación alguna.

    6.– Todos los medios de producción habrán de ser socializados, en régimen libre y democrático de autogestión.

    7.– Se decretará la más amplia amnistía política y social.

    8.– No habrá más clases sociales que la clase única del trabajo, terminando de una vez por todas con los privilegios nacidos de la propiedad, el capital, la herencia o la alcurnia.

    Hacemos un llamamiento a todos los universitarios, sacerdotes, trabajadores industriales y campesinos, e intelectuales, para que, con independencia de sus ideas políticas, se unan como hombres en los Comités Federales para la liberación de Andalucía, mentalizando al pueblo por todos los medios a su alcance, aprovechando todos los que la Ley permita, tales como publicaciones culturales, círculos de estudios, conferencias, etc., y cuando la Ley no lo permita, habrá que pasar a la acción directa al margen de la misma, defendiendo la libertad del pueblo andaluz, frente a la represión y violencia institucionalizadas por el actual Gobierno franquista.

    LIBERTAD REGIONAL

    LIBERTAD SINDICAL

    LIBERTAD POLÍTICA


    Sevilla, 29 de Abril de 1973.

  12. #12
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    Re: Breve resumen del periodo javierista (carta de Fal Conde al Rey Javier, 09/06/197

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    APÉNDICE 10

    Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional



    Carta del Rey Javier a Fal Conde, de 3 de Octubre de 1968


    Lignieres, 3 de Octubre de 1968


    Querido Don Manuel,

    Recibo hoy tu carta del 27-IX y te agradezco cordialmente.

    He leído con emoción el recuerdo de nuestra decisión tomada durante los días del Congreso Eucarístico de Barcelona

    Este día queda grabado en mi corazón; cuando tu insistías para que yo tomase en manos la responsabilidad de la Jefatura Real definitiva de la Comunión Tradicionalista Carlista.

    Con este acto terminó la Regencia y se cortó el paso a las maniobras de unión con la Rama liberal. La Regencia no hubiere podido imponerse más allá, en el conflicto interno carlista y en su unidad. Además, hemos podido asegurar la continuidad.

    Como sabes, no he nunca tenido el deseo de imponerme a otros, que hubiesen podido asumir esta alta responsabilidad. Pero tú me habías demostrado la necesidad de este acto y de la redacción del documento que era una vocacción claramente espresa de mi inolvidable Reï Don Alfonso Carlos.

    Hoy, después de tantos años, y llegando a una edad onde es mi deber prepararme al rendicuenta de mis actuaciones al Señor, no puedo que agradecerlo de su gracia imerecida y de su continuo ayudo; y que Él se había servido de ti en este acto, como en tantos años decisivos para el futuro de España.

    Hoy, en un mundo subvertido, España tiene su Misión Católica Mundial de fidelidad absoluta a la Iglesia y al Papa y a su Tradición Real.

    Tantas gracias de lo que dices de Cecilia y de Irene. Que Dios les guíe.

    Cuanto gusto hubiera sido de verte, querido Manuel, y te pido felicites mi querido ahijado, Javier I, por tener un Javier II de la nueva generación.

    Quedo, querido Manuel, con un fuerte abrazo, tu afectísimo


    Francisco Javier

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