Fuente: Archivo Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional.
Sevilla, 9 de Junio de 1973.
Señor:
Contesto, al paso lento que permiten mis achaques, la muy estimada carta de V. M. del día 7 de Mayo, reiterando, una vez más, la súplica de licencia para la mecanografía ante mi caligrafía ilegible.
Me pregunta V. M. si es mío el contenido de la carta, cuya fotocopia me acompaña, fechada en Sevilla en 5 de Mayo de 1972 y dirigida a Don Rufino Menéndez. Mas, agregando V. M. que ese contenido, tanto como su difusión, le parece inadmisible y le sorprende dolorosamente, una respuesta mía que consistiera no más que en un simple “mía es la carta pero no la difusión”, pecaría de irrespetuosa por altanera, rehusaría las explicaciones, incluso la justificación, que el mejor servicio de V. M. y de la Causa exigen, y le restaría el consuelo que de mi parte pueda recibir al dolor que sufra.
Con el pensamiento puesto en Dios, y firme el corazón en la inalterable lealtad de caballero carlista, declaro a V. M. que, ni en la redacción de esa carta, ni en ninguna otra de mi relación fraternal y entrañable entre leales, tuve otra inspiración que el servicio de la Causa. No ya móvil alguno personal, tan de antiguo renunciado, sino ni de cualesquiera otras motivaciones, grupos o culturas políticas que en España tratan de seducir voluntades.
En la rigurosa singularidad personal en que quedé al ser dimitido por V. M. de la Jefatura Nacional, ajeno a todo cargo directivo y, consiguientemente, de toda responsabilidad en las nuevas direcciones de entonces –Agosto de 1955–, pero firme, más aún si era posible, en la profesión de los principios fundamentales y en la fidelidad a la legitimidad dinástica.
Con igual constancia de fe carlista y de lealtad dinástica, formulo a V. M. estas explicaciones y justificaciones para las que ruego la misma bondadosa comprensión de siempre.
Cuestión cálida siempre ha sido esto del choque de tendencias en las orientaciones del Carlismo entre direcciones dimanantes de la naturaleza propia de la Comunión, o bien tendentes a su actividad y fecundidad típicas, como su conservación, su desarrollo y su propaganda, u orientaciones derivadas de alguna modalidad, de alguna vertiente externa de esa misma naturaleza, pero en relación o convivencia con otras actividades políticas del tiempo, de la ocasión o de las circunstancias.
A las primeras orientaciones, las decimos usualmente de la Comunión o carlista; y las otras, de partido o políticas.
No se corresponden esos términos con los, hoy en plena moda, de inmovilismo y progresismo. A veces han resultado invertidos.
En vez del recurso a la Historia, que sería pretencioso y cansado, me limito a la invocación de la experiencia del Carlismo de la que puedo dar testimonio personal, y que en parte también V. M. ha vivido.
La Comunión había nacido mediante la conjunción de voluntades entre sí y con el primer Rey proscrito por la Revolución liberal, en sustentación de los principios de la Monarquía y defensa de la legitimidad dinástica. Por esencia, antipartidista. Pero, sumida en la atmósfera legal de partidos, siendo necesario por razón de modus operandi adoptar forma y estilos de tal, mientras cuidaba en su disciplina interior su cultura propia, su noble fe tradicional, el sagrado principio de la sucesión como cauce de transmisión de la Bandera y de sus glorias, actuaba en las oportunidades de cada día, en las elecciones de sufragio individualista, en los Parlamentos, como un partido más.
A la caída de la Monarquía liberal –la monarquía de partidos, y precisamente por obra y culminación de la política de partidos–, el Carlismo tardó en recuperar su norma carlista pura. Por inercia partidista, o por anquilosamiento de sus miembros.
El Manifiesto de París de Don Jaime III –23 de Abril de 1931– descubre ciertamente, una vez más, la grandeza de alma del Rey Caballero, y consigna cómo Él tenía prevista la caída del régimen y cuáles eran las causas de la misma, pero cifra las soluciones en la formación de un gran partido monárquico mirando a un plebiscito popular. Visión partidista.
Y el famoso, auténtico o supuesto, pacto de Territet de 12 de Septiembre siguiente –hoy discutido, pero lo que sí puede asegurarse es que, ni es de Territet, ni de esa fecha–, es, más que un pacto de Familia, como se ha calificado, un “pastel” de Jefes de partidos, cuya suerte mejor fue la de no haber nacido.
Tocó la recuperación del designio carlista al Rey que ha llegado al primer plano de exigibilidad del derecho soberano a edad más avanzada, y con estas dos circunstancias que esmaltan su gran mérito: la falta de sucesión genealógica en su persona, y que llevaba casi sesenta años inactivo en el Carlismo militante. Aun podía agregarse que traía personalmente una amistad particular con Alfonso XIII.
Nuestro anciano Rey, en plena identificación carlista con el meritísimo Jefe Delegado de Don Jaime, que Él confirmó, el Marqués de Villores, desaprobó el supuesto pacto y recobró su libertad de acción.
Cuando, al año siguiente, unos políticos alfonsinos, en negociación con varios tradicionalistas –parlamentarios carlistas, mellistas retornados, políticos enfrascados en lo partidista–, concertaron aquel pacto y aquellos manifiestos, fueron unos carlistas auténticos, que ya pensaban en la acción guerrera, y dos ex-integristas, quienes deshicieron las maniobras alfonsinas y restablecieron la política carlista de Comunión. La nota precisamente de esa autenticidad carlista y de esa actividad de Comunión, la dio el venerable Rey en su Manifiesto del 29 de Junio de 1934, ya en la época en que mi testimonio tiene mayor presencia, porque acababa de ser nombrado Secretario General.
De este magnífico documento dirigido a los españoles, me interesa, a los fines del argumento o tesis que vengo exponiendo –no, en modo alguno, como recordatorio que V. M. no necesita–, los siguientes puntos:
Identifica a la Comunión Tradicionalista con la Causa carlista en sus luchas épicas, vendida pero no vencida, continuadora de la protesta contra todas las ilegitimidades, y encarnación, por encima de las mudanzas de la Historia, de las gloriosas tradiciones que son la Causa de España.
Repitiendo frase de Carlos VII –Carta de París–, que ya reiteraba la misma idea de sus antecesores, declaraba su condición de Rey de todos los españoles, rechazando, por degradante e indigno de la Realeza, el título de rey de partido.
Consciente de sus derechos y de sus deberes, y de que la Bandera que tremolaba no era un estandarte partidista sino un emblema nacional, y de que nuestra Comunión tenía que quedar orientada sobre estos fundamentos, formulaba los principios o afirmaciones que constituían el fondo doctrinal y programático del Manifiesto.
Afirmaciones concretas, plenas y fecundas, tras las que declara que sobre esas bases solamente podrá restaurarse el orden moral, político, económico y social de España, que no tolera partidos políticos.
Por último, declara el prudente y celoso Rey el principio, también fundamental, de la sucesión de su dinastía, la que menciona nominalmente, desde su abuelo Carlos V, Carlos VI, a través –dice– de Don Juan III, Carlos VII, Jaime I, y en la fecha representada por Él.
Pero para la continuidad de la Dinastía, declara la validez de los dos principios de legitimidad de origen y de ejercicio, más importante ésta que aquélla.
Los dos años de vida que aún tuvo el anciano Rey dan claros ejemplos de la sustantividad de la política propiamente de Comunión, que, en Decreto de 19 de Julio de 1935, dispuso que se denominara Tradicionalista-Carlista, para significar la exclusividad que le pertenece en la doctrina y en la afección dinástica.
Ejemplos, no más que ejemplos, de la fecundidad de las esencias carlistas, puedo señalar:
El rápido ensanchamiento de nuestros cuadros, nutridos por los profesionales de las clases desconocidas o atentadas por la República. Ese ensanchamiento había de ser amplia multiplicación cuando el 18 de Julio señaló la hora de la acción salvadora.
El advenimiento de las juventudes, escépticas sobre el parlamentarismo, y asqueadas por la esterilidad, cuando no la corrupción, de los partidos políticos.
El refugio bajo nuestras banderas de los monárquicos alfonsinos y de los militares que le habían jurado, decepcionados por su huida y sus recomendaciones adhesionistas a la República.
El crecimiento, mejor dicho, la multiplicación de la Prensa carlista. Sólo en Andalucía –ocho Provincias–, de cero diarios y cero semanarios el 14 de Abril de 1931, llegamos hasta el 18 de Julio a seis diarios propiedad de la Comunión, y dos, aunque de empresas, declaradamente carlistas; y dos semanarios propios.
Y el dato más concluyente de la fecundidad creadora de la política carlista de Don Alfonso Carlos lo da la preparación del Alzamiento, sus negociaciones en Italia y Portugal, su disposición de armamentos, y la gloria mayor de su reinado: los Tercios de Requetés, que habían de aportar a la Cruzada número mayor de combatientes que en las guerras del siglo XIX.
En la política de partidos, en el coexistir democrático, la Comunión ejercitó los derechos del régimen para darse a conocer, para atacar la República, para incrementar sus cuadros. Fue la facción política más dinámica y más intrépida. Creció su minoría en el Parlamento, y descubrió figuras insignes.
Pero las instrucciones del Rey para obrar con máxima moderación en las coaliciones, desde luego transitorias y ocasionales, son dignas de que, cuando las circunstancias españolas lo permitan, se publiquen para enseñanza de las nuevas generaciones.
Quizás el punto álgido del pensamiento político del gran Rey, ejemplo vivo de su prudencia política, fue su actitud frente al Bloque Nacional. Toda la “intelectualidad” del neotradicionalismo, toda la resaca del conservadurismo alfonsino, toda la flotabilidad en todos los diluvios de los partidismos híbridos, se concretaron en el Bloque Nacional.
Salva una excepción, los mismos hombres, alfonsinos unos, carlistas los otros, que habían negociado los famosos pactos de Fontainebleau, ejercieron sobre nuestra jerarquía una presión enorme para arrastrar a la Comunión a su unión al Bloque.
La sabiduría y la prudencia de Don Alfonso Carolos permitió algunas actividades propagandísticas concretas, pero no que se presentaran candidatos a diputados de tal significado, ni se mantuviera género alguno de compromiso. Antes del Movimiento habíamos roto nuestros vínculos, no sin dolernos de sus abusos.
La cuestión más ardua que, en los designios de Dios, pesó sobre el anciano Rey, fue la de la sucesión dinástica. Su falta de descendencia directa le enfrentaba con un doble problema: la discriminación genealógica según el orden prescrito por la Ley Fundamental de Felipe V, de 1713, acordada en Cortes Generales; y la aprobación o el rechazo de cada Príncipe que ese orden agnaticio, o, en su caso, cognaticio, fuera siendo indicado por el imperio de dicha Ley. Era la función augusta más transcendental de la Casa de Borbón, función al par de albaceazgo y de arbitraje.
En la honda devoción que profesé al Rey Alfonso Carlos, hoy a su memoria, me voy a permitir una digresión que estimo necesaria en este Informe, que ha de procurar valorar la personalidad de la Comunión.
Como a ente continuo en la Historia, la sucesión dinástica le afecta directísimamente. Ya en vida de Carlos VII, empezó a preocupar a jefes y pueblo carlista.
En su Testamento Político, puede advertirse que, en 1897, aparte la dolorosa omisión sentimental de la insigne Reina Margarita, incurre también en la de su hermano Don Alfonso, que, si humanamente no era presumible, por razón de edad, no podía en absoluto descartarse, como luego el tiempo demostró. Pues bien, ya el Rey preveía que Don Jaime no dejara sucesión, y, para el caso de que «la dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial –dice– estuviera llamada a extinguirse, la dinastía de mis admirables carlistas no se extinguirá jamás».
También para Don Alfonso Carlos, era la Comunión la ocasión última para el supuesto de que le sorprendiera la muerte sin haber podido resolver el transcendental problema de su sucesión, según declara en su Manifiesto del día de San Pedro de 1934.
Ésa fue la principalísima atención de su espíritu, de sus oraciones, por supuesto, y de sus consultas y gestiones familiares. En frase de su documento clave, «no dejar desamparada y huérfana de monárquica autoridad indiscutible la Santa Causa de España».
El momento que, humanamente pensando, parecía de extinción de la Dinastía carlista, resultó, por obra de la prudencia política de este Rey, de reanudación del tracto sucesorio, de vigorización del designio transmisorio por línea agnaticia, de discriminación de calidades morales frente a la Revolución liberal que había abierto la Pragmática Sanción.
En la actual tensión entre los elementos, a mi pobre parecer, genuinamente representativos de lo que es Comunión Tradicionalista-Carlista, y las nuevas direcciones políticas encuadradas en el llamado Partido Carlista, yo tengo el deber de declarar ante V. M. lo que estimo necesario para entender la transcendencia del Decreto de Don Alfonso Carlos de 23 de Enero de 1936, instituyendo la Regencia.
Había pretendido el Rey dilucidar, con inequívoca capacidad jurídica, quién era su sucesor. Esto es, hacer el nombramiento de Príncipe de Asturias, recibirle el juramento de fidelidad a nuestros fundamentales principios, y darlo a la Comunión y a España.
Lo encomendaba al Señor, a cuyo Sagrado Corazón había consagrado nuestra Bandera. La inspiración de Su mente buscaba el bien de la Comunión. En las distintas interpretaciones que permitía la Ley de Sucesión de Felipe V, el Rey se inclinaba por cierta facultad en la designación del sucesor, dentro de los llamados por aquélla, y se dejaba impresionar por el análisis de cualidades y virtudes del candidato, siempre, eso sí, que no fuere de los que hubieren reconocido la usurpación.
De esa manera, pensó en el Archiduque Roberto de Austria y en V. M. De las varias cartas en que me hablaba de estos sus anhelos, escojo, para acompañarla en xerocopia, la de 23 de Agosto de 1935 [Apéndice 1].
Declara, primero, las contestaciones que le ha dado negativamente la Emperatriz Zita, y cómo su hijo Roberto Carlos es indispensable para su hermano Don Otto. Gran pena le ha causado esta negativa.
Los de Nápoles, sigue diciendo, reconocieron todos a la usurpación.
Mencionando, para excluirlo, a Don Elías, por haber reconocido a Don Alfonso, al nombrar a V. M. dice textualmente: «es un verdadero santo, no reconoció a Don Alfonso. Pero es un francés “pur sang”, hizo la guerra en Bélgica, ayudó a Francia. No aceptaría por no dejar de ser francés, y, si aceptara, sería un francés rey de España. Cosa imposible!!».
(Nota: la interjección “pur sang”, “¡Cosa imposible!”, no significa que el Rey creyera que existía incompatibilidad alguna, sino que, irónicamente, descubriendo su contrariedad, refuta la resistencia del querido sobrino).
En otras cartas, hace el Rey fervorosas apologías de V. M. como católico, carlista y leal, y rectifica la idea anterior diciendo que, si aceptara la sucesión, se haría español.
Pero V. M., cuando le fue propuesta la sucesión de la Dinastía carlista por el venerable anciano, también la rehusó, con razones que tendría a su juicio, y así quedó cancelada la angustiosa tarea del Rey de hallar, antes de morir, un continuador en la empresa histórica de continuar el designio de esta gloriosa Dinastía.
En la memorable carta de 25 de Julio de 1935, lo primero, para honrar al glorioso Patrón de España, el Apóstol Santiago, que para la Comunión Tradicionalista Carlista tiene una significación más honda, pues que la España tradicional celebró siempre esa Fiesta con gran esplendor, y los Reyes legítimos acudieron siempre ante su venerado sepulcro a rendirle el tributo de gratitud.
Se hace eco, después, de la inquietud de nuestros Jefes Regionales, por el temor de que, con su vida, se extinga nuestra gloriosa Comunión Tradicionalista Carlista, de la que afirma, después, fue firme apoyo de los principios de la Santa Religión, y termina prometiendo seguir ocupándose y esperar hallar el Caudillo al que dejar encomendada la Comunión.
(Adjunto xerocopiada esa interesante carta regia) [Apéndice 2].
La Jefatura Delegada, por su parte, había ordenado –y publicado está– que, correspondiendo al propósito del Rey anunciado en carta de 25 de Julio de buscar una fórmula que solucionara el problema, se celebraran Misas de comunión y oraciones en los santuarios nacionales, durante un mes, del 15 de Agosto, festividad de la Asunción, al 15 de Septiembre, de los Dolores Gloriosos de la Virgen, Patrona de la Infantería Carlista.
Toda la Prensa carlista, y múltiples cartas, señalaron la iniciativa como una acción colectiva de religiosa piedad de la Comunión.
Los designios de Dios dispusieron las cosas como nosotros no podíamos imaginar: estando yo en plena propaganda carlista de Vizcaya –obra de aquella magnífica Juventud–, fui llamado por el Doctor Oreja de San Sebastián, desde Guethary, a donde él había sido llamado también con toda reserva por la Reina, ante la alarma de un colapso sufrido por el Señor, que en toda su vida no había padecido mínima enfermedad.
Permanecí unos días en Guethary, y, cuando el Rey mejoró y volviera al tema que le atormentaba de la proximidad de la muerte sin dar a la Comunión el Caudillo que Él deseaba, no hallé otra fórmula mejor que la de la Regencia.
No estaba prevista la Regencia en la sucesión Real, ni por la Novísima Recopilación, ni por la Ley de Felipe V. Pero pertenecía al Derecho Común, por virtud de la Ley de Partidas.
Inmenso fue el consuelo que recibió el anciano Rey al oír mi propuesta de instituir la Regencia como instrumento transmisorio de la Realeza, previa discriminación de las condiciones de dignidad o indignidad de los Príncipes señalados por el índice genealógico. Órgano al par de adopción de las necesarias garantías de fidelidad a los principios fundamentales.
Tenía la Comunión un autorizado Consejo al que debíamos consultar. Volví a Madrid, les reuní informándoles del delicado estado de salud del Rey y de mi audaz proposición, fruto de largas meditaciones en aquellos días de Guethary. Fue unánime la aprobación. Pero también el juicio de que el cargo, que debería recaer en Persona de la Real Familia, debería inspirar las mayores garantías de ortodoxia en los principios. De Rodezno –cito su nombre porque era el menos afecto a esta insistente tarea del Rey en la búsqueda de soluciones lejos de los miembros de la línea alfonsina– dijo que sólo concebía la Regencia si el Regente fuera Don Javier de Borbón Parma, porque “es un santo”. Hago la referencia para que no quede sin consignar este valioso voto para la canonización de V. M.
El mismo Consejo aprobó el texto del Decreto de institución de la Regencia, fecha 23 de Enero de 1936.
Se concretan en este augusto personaje, –último defensor de la Soberanía temporal de los Papas, cruzado en la guerra carlista en Cataluña y Levante, modelo de fidelidad a su hermano y legítimo Rey, no obstante su discrepancia política–, toda la nobleza y sublimidad de la Casa de Borbón, que, si con el Conde Chambord ha visto extinguirse en Francia una Bandera de blancura antirrevolucionaria, en España tiene en su opción dejar extinguir también la línea directa de Reyes de la Dinastía integérrima, o hallar un medio legítimo y justo para su continuación. Problema de vitalidad de la Tradición.
Este documento, en verdad transcendental, tiene un carácter jurídico constructivo, constitucional y de sustantividad tan permanente como la Ley sucesoria arranque de la Casa Española de Borbón.
Dos títulos invoca el venerable Rey para la transcendental disposición: el primero, el de sucesor legítimo en los Reinos, Condados y Señoríos de las Españas. El segundo, el de Caudillo de la Comunión Tradicionalista, secular sustentadora de la legitimidad.
(Quede notada la sustantividad, tanto de contenido como de vida histórica, de la Comunión, muy por encima de cualquier futura modalidad ocasional partidista).
Y se dirige, en consecuencia, a esa misma Comunión Tradicionalista, representada o integrada por el Jefe Delegado y múltiples organismos que la forman, y a todos los leales del presente o del futuro.
Confiesa su honda preocupación por la necesidad de dar solución a su sucesión, ante las circunstancias que concurren en quienes son llamados por el insuficiente título de la sangre, y no dejar huérfana de monárquica autoridad a la Santa Causa de España.
Declara autoridad doctrinal en la Comunión, en cuyo carácter y espíritu se conforma, la institución de la Regencia, que instituyó en la persona de V. M., en quien expresaba su plena confianza para representar enteramente nuestros principios por su piedad cristiana, sus sentimientos del honor, y a quien esta Regencia no privaría de su eventual derecho a la Corona.
Pero los principios fundamentales e intangibles de la legitimidad española tienen mención pormenorizada en el artículo tercero: son las afirmaciones del Manifiesto de 29 de Junio de 1934: la Religión Católica, con la unidad y consecuencias jurídicas –estas consecuencias jurídicas que la actual generación carlista está sustituyendo por los más avanzados socialismos–. La constitución natural y orgánica de los Estados y cuerpos de la sociedad tradicional –a cuyo tenor, condicionamos nuestra participación en el Alzamiento a la supresión de los partidos y la estructuración social orgánicamente–. La federación histórica de las regiones, y sus fueros y libertades integrantes de la unidad nacional –que no es federación de repúblicas como hoy se predica, sino de antiguos reinos–. La auténtica monarquía, etc.
Tanto en el Real Decreto de Regencia, como en la carta complementaria de 10 de Marzo siguiente, expresa Don Alfonso Carlos su deseo, que bien se veía cuán vehemente era, de que pudiera V. M. aceptar la sucesión para Sí mismo. El mismo deseo que me manifestaba en su carta póstuma de 8 de Julio, carta ésa que tan poderosamente me vinculaba al servicio de V. M. en su Regencia, y a poner de mi parte cuanto humanamente pudiere por evitar la sucesión en favor de la línea alfonsina.
Esos deberes sagrados del augusto cargo testamentario del último Rey y esas condiciones, fueron juradas por V. M. en vida de Aquél, y reiteradas ante su cadáver en la solemne e imborrable ceremonia del sepelio. En su hermosísimo juramento, también fue el objetivo de esos deberes jurados el sostener y guiar a la Comunión Tradicionalista Carlista española en la época más grave de su gloriosa existencia.
Efectivamente, nunca atravesó la Comunión momentos más graves. En plena guerra, con cien mil Requetés en las vanguardias, bajo mandos militares, habiendo perecido el General de toda nuestra confianza, también en accidente perdíamos al último vástago de la Dinastía sin haber podido designar de modo regular su sucesor.
La Comunión, conjunción histórica de Dinastía y pueblo, difícilmente tendría seguridad de su propia continuidad sin la de aquélla.
El periodo de interregno que ese día se inició, y que iba a durar, contra todos los cálculos, diez y seis años; ausente, mejor dicho, desterrado de España el Príncipe Regente; absorbido éste en la Guerra Mundial, y, en esos años, cerca de uno desconocido, incluso si vivía o había muerto; malqueridos sus hombres representativos por el totalitarismo imperante, y legalmente unificados, conservó la unidad perfecta, restituidos antes a su seno integristas y mellistas.
Clara demostración de una personalidad política, de unos vínculos y comunidad de afanes que exceden las mejores características del más organizado partido.
En tesis de Comunión, y frente a la formulación absorbente de la unificación de partidos en uno único, resistimos, V. M. el primero, y, bajo Su autoridad, yo, como Jefe Delegado, el Decreto de Unificación de Abril de 1937 –Decreto que constituía los partidos de carlista y falangista, y sus milicias, en un solo Partido Único del Estado, que se confesaba totalitario–.
Torpeza política sería olvidar que, todos los partidos que habían integrado la unión de derechas de las fracasadas elecciones de Febrero, por boca de sus altos jefes fueron desfilando por la Prensa con sus telegramas de adhesión, y por el Cuartel General de Franco con sus recién bordadas camisas azules.
La Comunión unificó, sin llegar a uniformar plenamente, a sus Tercios, sujetos a crujiente disciplina, que les imponía los emblemas mal queridos, y soportó, no sin dolor, los cuadros políticos, lo circunstancial y guerrero, sus Comisarías de Guerra; pero no se integró en FET de las JONS designando los tres miembros para el Secretariado Nacional, como se nos intimó a V. M. y a mí, separadamente, por dos distintas Comisiones de carlistas vendidos al nuevo Partido Único.
Sin ponernos de acuerdo, V. M. a sus visitantes, y yo a los míos, les negamos la petición. Habíamos coincidido en que, si manu militari se nos unificaba, fuera en las modalidades y estructuras que teníamos de partido, pero conservando indemne la esencia fundamental de Comunión.
Consecuencia fue que, cuando se creó por Franco el Consejo Nacional del Partido Único, y salí publicado como Consejero, rehusé mi aceptación y me negué al juramento en carta al Jefe del Estado; fundaba mi rechazo en la incompatibilidad entre Carlismo y partidos políticos.
El mismo Jefe del Estado, echándome en cara su enojo, me dijo pocos días después que los servicios oficiales le habían informado de que, sólo en mecanografía, pues no se disponía como ahora de otros medios de reproducción, se habían controlado más de seis mil copias.
Adjunto, por el interés del momento a que se refiere, un ejemplar impreso posteriormente [Apéndice 3].
Sólo dos carlistas fueron autorizados por V. M. a aceptar los cargos de Consejeros. Relativamente a los que aceptaron y prestaron el juramento impuesto en aquel fastuoso acto de constitución del Consejo en el Monasterio de Las Huelgas de Burgos, V. M. hizo la declaración contenida en el documento cuya xerocopia va adjunta.
Pasó V. M. el día de San Javier en San Sebastián, de incógnito. Aunque no tanto que no pudiera ofrecerle un banquete en Articutza.
En tal ocasión, dictó la disposición de fecha 5 de Diciembre de ese 1937, que en xerocopia va adjunta, rogando muy encarecidamente a V. M. que medite su contenido, porque tal vez sea bastante para considerar y rectificar ulteriores posiciones [Apéndice 4].
La firma como Príncipe Regente de la Comunión Tradicionalista Carlista, y empieza declarando que el juramento prestado por algunos carlistas en el acto de constitución del Consejo Nacional de F.E.T. de las J.O.N.S., sin haber solicitado licencia a la Jerarquía de la Comunión, les han colocado fuera de la misma, «que si bien –dice textualmente– fue disuelta en su estructura orgánica de partido por el Decreto de Unificación, ni perdió, ni podía perder, su suprema Jerarquía monárquico-legitimista, ni destruir la fuerte comunidad natural de ideales de los buenos españoles».
Permítame, Señor, alabar y agradecer el esmerado cumplimiento que, en esa clarísima distinción entre partido, por el fuero de guerra unificado, y Comunión, significada tanto en la Suprema Jerarquía de la Regencia como en la comunidad natural de ideales de los carlistas, conservaban vida las ideas del anciano Don Alfonso Carlos.
Sigue luego la declaración de V. M. en San Sebastián analizando que, durante el periodo de la unificación, habían ido acentuándose las diferencias entre los partidos de tan diversa procedencia. Diversidad, dice, que permite legalmente que los carlistas que tienen que ejercer cargos de la unificación procuran aportar lo más posible del ideario de nuestros principios irrenunciables e imprescriptibles.
Contiene seguidamente la esencialidad del principio monárquico en el tradicionalismo, y condena, en consecuencia, que algunos hayan vinculado sus voluntades, con juramento, a orientaciones políticas entre las que está la sucesión en el supremo poder público mediante, o herencia, o designación personal, «sin que sea –copio– la de la Monarquía con ley fundamental de sucesión dinástica».
No eran ésas las inspiraciones que iba creando el Derecho Político Español. Indicios claros de buen sentido en punto a régimen; la prevalencia de financieros y plutócratas alfonsinos; este mismo no disimulado matiz del Jefe del Estado, ahijado de boda del Rey, favorito en la brillante baraja de sus escogidos en la política militar africana, que era como su hobby; la presencia junto a Don Juan de funcionarios diplomáticos españoles en calidad de secretarios: todo permitía augurar la sucesión en la Jefatura del Estado.
La fidelidad de Franco a Alfonso XIII, y su gratitud a las distinciones que le hizo objeto, son patentes y visibles. En cosa alguna que en esta política puede pensarse en movimientos ocultos, maniobras tenebrosas, maquinaciones sectarias. Ningún juego ha estado más a la vista que el de la rehabilitación de Alfonso XIII por Franco, con toda su rastra familiar y sus bien fáciles de entender secuelas financieras.
Quienquiera, pues, hiciera ver a V. M. posibilidades de entrar en opción para la designación en la sucesión a la Jefatura del Estado, le infirió tremenda burla, imperdonable torpeza política de consecuencias insanables.
A esa finalidad respondía la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, con llamamiento a un plebiscitario referéndum.
La concurrencia multitudinaria de los pueblos para sancionar el hecho consumado de la ocupación del poder por audaces escaladores, ya venía siendo la fórmula de universal aceptación para responsabilizar a los pueblos en la acción de la clase armada. La última consecuencia del pacto de Rousseau. La culminación de la soberanía del voto individual inorgánico.
Y los pueblos, despojados por la Revolución de sus instituciones seculares, quedan como las naves desarboladas por el temporal. El referéndum viene siendo el gran expediente del siglo XX para legitimar posiciones inciertas.
En la hoja impresa que va adjunta, una de las varias ediciones que se hicieron de la carta de V. M. a Franco, fecha 7 de Mayo de 1947, se contiene el texto de la misma, y atinadas consideraciones de la Jefatura Regional de Andalucía Occidental de la no unificada Comunión Tradicionalista, que editaba esas hojas informativas –ésta es la 77– para mantener el espíritu de los carlistas [Apéndice 5].
Se dirige al Jefe del Estado V. M. en el doble carácter de representante de la Legitimidad monárquica, según el mandato que le confirió Don Alfonso Carlos y que había jurado ante su cadáver cumplir, y como Jefe de la gloriosa Comunión Tradicionalista –magnífica confesión de su existencia–, que tan generosa aportación dio al Alzamiento Nacional.
Formula la más fundamental discrepancia de la Comunión con el Proyecto de Ley de Sucesión, y razón seguidamente:
Si ha de reconstruirse un régimen estable de acuerdo con la constitución histórica, no podrá desconocerse la Ley Fundamental de Felipe V, en cuya defensa luchó el buen pueblo español, del que aún quedan, como restos, los abnegados veteranos tan justamente ensalzados por el Jefe del Estado.
La conculcación de esa Ley por los partidos políticos no la privó de vigencia, pues es la expresión del Pacto histórico que, sólo por acuerdo entre el Rey legítimo y Cortes auténticamente representativas, puede modificarse.
Que esa Ley está fundada en el principio hereditario, que asegura la perennidad de la institución monárquica.
Que la Comunión tiene que fundar, además, su discrepancia con el Proyecto, por ser opuesto a la letra y espíritu de cuanto se habló y convino con los Jefes militares antes de tomar parte en el Alzamiento.
Termina consignando que esa discrepancia la formula en cumplimiento de los deberes de su cargo, de cuyas responsabilidades nunca ha hecho dejación.
Uno de los estamentos en que la Revolución causó mayores estragos, fue el de las Familias Reales. Proscritas, empobrecidas, acogidas por los medios aristocráticos, supervivientes de Viena y París, muy pocas dejaron de reconocer las Monarquías liberales, en especial la de España.
La discriminación del orden sucesorio de la Dinastía de Felipe V, era difícil; y el conocimiento de la significación personal de cada Príncipe, punto poco menos que imposible.
Don Alfonso Carlos, Jefe de la Familia, creía que era V. M. el indicado por el doble signo de la legitimidad y el de su corazón amantísimo, pero no había conseguido su aceptación, según entendía, por la afección de V. M. a la causa de Francia, y, agrego yo, que su humildad personal le impedía ver en Sí Mismo las indicaciones de las Coronas de España y Francia.
Éste fue el servicio del integérrimo joven tradicionalista, cultísimo historiador carlista y ferviente amante de la Causa, Fernando Polo. Perteneciente a la primera generación de la paz, mártir en el deseo, murió a los 22 años el 10 de Marzo de 1949. Dejó terminado el precioso libro “¿Quién es el Rey? La actual sucesión dinástica de la Monarquía Española”, que el mismo año editamos en “Editorial Tradicionalista”.
Nuestro venerado Rey había terminado su transcendental Decreto de la Regencia –eslabón maestro de la cadena dinástica– ordenando a todos la unidad más desinteresada y patriótica en la gloriosa e insobornable Comunión Católica Monárquico-Legitimista.
Como representante, entonces, de la misma por Delegación, puedo ahora, tras la observación de tantos años, consignar ante V. M. que la Comunión cumplió el regio mandato, conservándose en perfecta unidad durante muchos y en verdad difíciles años.
Conocido por el estudio del querido Fernando Polo, y por los que otros varios realizaron, que, procediendo exclusión tras exclusión de los Príncipes llamados por el orden genealógico, la indicación era favorable a V. M., se formó una opinión casi unánime en el sentido de que era procedente que V. M. aceptara o asumiera los derechos que la Ley Fundamental le reconocía, y la Comunión no tuviera que hacer más que reconocerle o acatarle.
Había quienes, impacientes, habían promovido ya una escisión de ámbito reducidísimo y sólo regional. Otros, en cambio, personas ciertamente maduras pero de tendencias más políticas –partidista carlista–, defendían el mantenimiento de la Regencia como instrumento político de concurrencia con el régimen español. Otros, en fin, muy pocos, ponían cierta resistencia al nombre de V. M. por su condición de francés, temerosos de que fuera óbice a una aceptación popular en España.
Pero la Comunión siguió el camino de los deseos del último Rey, y, en Barcelona, el 31 de Mayo de 1952, consiguió de V. M. que aceptara los derechos que le asistían por la Ley Fundamental. Nunca podrán los leales carlistas olvidar el cúmulo de sacrificios que realizaba V. M. en tal ocasión, y las animosidades, sin excluir las familiares, que se acarreaba. Para la Historia del Carlismo, esa aceptación de derechos sucesorios era un acontecimiento como ningún otro.
Van adjuntas xerocopias de la Exposición de la Jefatura Delegada [Apéndice 6], del Acta del Consejo de Barcelona [Apéndice 7], y de una Acta complementaria suscrita por algunos Consejeros que no habían podido desplazarse hasta allí [Apéndice 8].
En todo el prolijo estudio, y en los claros términos de los documentos, resplandece inequívocamente que el fin primario que inspira la petición, y que logra de V. M. la aceptación de derechos, es la conservación viva de los principios fundamentales de su ideario, que en la interinidad peligraban.
Por lo que, en causas políticas caracterizadas por la constancia y la firmeza de las voluntades, como es la carlista, signifique el proceder de sus hombres, consignaré que, de los sesenta y cuatro firmantes de las dos Actas, Consejeros de la Comunión en 1952, sólo once han desertado seducidos por la colaboración o participación con el régimen oficial, y, como es de rigor, han reconocido al Príncipe sucesor de Franco e instaurador de una nueva dinastía.
De otros diez, desconozco su actual posición respecto a la Comunión o al Partido Carlista. Ninguno de ellos creo que figura en los nuevos cuadros.
Y los restantes cuarenta y tres, viven, o vivimos, veinte y dos, firmes en nuestras ideas, abrazados a la misma Bandera, discrepantes con la nueva línea, apartados de cargos, pero lealísimos a la Dinastía representada por V. M. Y veinte y uno que han muerto, sellando con su muerte la misma fe, la misma lealtad, y, presumiblemente, la misma discrepancia con la reforma.
La Comunión había superado la crisis más grave de su Historia. Volvía a recomponer el cuadro ordenador de sus principios: Dios, Patria, Fueros, Rey. En este orden, por razón de fin; o el inverso, por razón de medios al fin.
Tan grave esa crisis, como que había visto a un tiempo extinguirse la línea directa de la sucesión de Carlos V, teniendo que proveer a su disposición por modo dinástico, no innovando revolucionariamente; en guerra de salvación de España, sin Monarquía; bajo un poder totalitario, que, muy a su disgusto, había contribuido a constituir: poder unificacionista, subyugador, incautador de todo lo que no le pertenecía.
El empeño de sobrevivir era gigantesco. Su logro permite glosar, pero a la inversa, aquella bella anécdota de la gloriosa derrota de Rocroi, tras la cual, cuando preguntaran al Marqués de Fuentes, el Jefe de aquella heroica Infantería, cuántos hombres mandaba, contestó: “cuenta los muertos”; pues que, al restablecerse en Barcelona la sucesión legítima de la Dinastía carlista, si se quería preguntar qué ser político, qué agrupación de ideales, no había podido unificarse bajo la mano militar de Franco, podía contestarse: “lo que ha subsistido por su propia virtualidad, y resistido con titánica voluntad, se llama Comunión Tradicionalista Carlista”.
Esto es, que la Comunión que vengo presentando a la consideración de V. M. como ser natural formado por la vocación de los carlistas, tiene una definición negativa: la que ha sido atacada sañudamente y pudo sobrevivir.
El movimiento político de aproximación al régimen imperante, habría de reportar el daño de perder la posición ideal de la oposición que veníamos ejerciendo beneficiosamente para España; habría de causarnos la pérdida de hombres que, antes de su deserción, teníamos por estimables y útiles; habría de significar la niebla política de esas instituciones emanadas de la benevolencia del Jefe del Estado, que, si ciertamente nos proporcionaban cierta libertad, no era tanta como la responsabilidad que contraíamos. Todo era llevadero como riesgo en el juego político, pero subsanable el día del desengaño, el día que se demostrara por experiencia que no éramos recibidos a la leal concurrencia.
Lo que nunca pudo hacer esa dirección política de la Comunión, sin contraer una gravísima responsabilidad ante la Historia carlista, es comprometer en el juego político la legitimidad misma de nuestra Dinastía. No menos implicaba aquel solemne y desmesurado reconocimiento de las Leyes Fundamentales, la de la Sucesión en la Jefatura del Estado entre ellas, y aquella orden de V. M. a los carlistas para concurrir con sus votos afirmativos al referéndum de 14 de Diciembre de 1966. Nunca la Comunión había arriesgado tanto en sus contactos, alianzas o maniobras políticas partidistas.
La campaña del Carlismo de aquellas solicitudes de V. M. pidiendo a Franco el reconocimiento o la concesión de la nacionalidad española –titularidad de Derecho privado de absoluta superfluidad a Quien tiene la nacionalidad por el derecho de Rey–, no tenía otra razón de ser que la pretensión de situarle en las condiciones legales exigidas por dichas Leyes Fundamentales al candidato a la designación por Franco como futuro sucesor suyo. La aventura del queridísimo Infante Don Sixto como voluntario en la Legión Española, era otro intento de tomar posiciones dialécticas sobre cuestiones que la Providencia de Dios, mediante la Historia, la inexorable Historia, ha puesto por encima de las discusiones de los hombres.
Pero esa frustración de una acción política, ya de suyo previsiblemente cargada de riesgos, ha causado en la dirección de la Comunión un verdadero estrago. Se ha puesto a revisión todo el ideario, desde el religioso, con sus postulados magistrales, hasta los conceptos más tradicionales de nuestras libertades orgánicas. Ni siquiera la Majestad ha conservado su respetabilidad augusta, pues que se la ha sustituido por una moderna frivolidad del liderato político, que es la forma más ocasional y de circunstancias del caudillaje de banderías o de partidos, al que no puede descender la Realeza, ni cuyo sentido, o mejor dicho, cuya vibración patriótica, tiene vetos inexorables a las forzosas circunscripciones de fronteras.
Según a mi retiro iban llegando noticias del rechazo [que] se estaba haciendo de principios fundamentales, no ya del Carlismo, sino aun de la más seria cultura católica, empecé a entender que peligraba la vida de la Comunión. Siempre hemos creído que, en defecto de las instituciones públicas de nuestro Derecho histórico limitativas del Poder Real, en la Comunión, o sea, en la lucha hasta el triunfo, equivalen, como elementos correctores, los carlistas mismos, en virtud del derecho de representación ante el Rey de todas sus peticiones o quejas.
Llegando así ante V. M. con el mayor respeto, lo puse en mi carta de Mayo de 1971, puesta en la ocasión de felicitarle por su cumpleaños, y permitiéndome exponerle mi preocupación por la división de la Comunión, y la gravedad de los errores que se estaban propagando, que requerían una intervención personal de V. M. en información objetiva y para rectificaciones.
V. M. me contestó en carta de 26 del mismo Mayo, plena de amabilidad para mí, pero sin mostrar interés por conocer qué errores de principios, qué divisiones, denunciaba, y para las que Le pedía intervención personal. Solamente podía entender referente al particular, si bien que denegatorio, la concreta afirmación de su unión con los Príncipes Don Carlos, Doña María Teresa y Doña Cecilia, quienes estaban en el mayor contacto con la juventud y con los pensadores y observadores de la actualidad.
Al poco, en carta de 12 de Julio, volvía V. M. sobre el tema, pero en términos tan defensivos de la orientación de entonces, que afirmaba que, no solamente estaba estrechamente unido con Don Carlos, sino que podía afirmar que nunca el Carlismo, ni en tiempos de Carlos VII, de Don Jaime, aun de Su querido Tío, “amigo mío”, Don Alfonso Carlos, habíamos tenido un Jefe tan capaz, tan trabajador, dedicado día y noche a los asuntos carlistas, como Don Carlos. Y continuaba ensalzando su trabajo con la juventud, que ése de la juventud era el tema principal de esa extensa carta de V. M.
En cuanto a los viejos carlistas que, en la primera de dichas cartas, V. M. me decía que trataba de acercarlos a la juventud, ya en esta otra se duele de que vuelven las espaldas porque, dice, que han perdido la fe en el Carlismo; otros, para evitar dificultades o amenazas; otros, por ofrecimiento de sueldos y puestos, con la falsa ilusión de ser útiles.
Sinceramente, creí que V. M. veía con espejismo la resistencia, que no estimaba natural y lógica, de los viejos carlistas, a las novedades de esa impetuosa juventud.
Hace falta consignar que, en mi carta, a la que esas dos de V. M. contestaban, había advertido yo la plétora de juventud que estaba adviniendo a la Comunión y que era mérito especial del muy querido Príncipe, y, dicho sea de paso, al mismo egregio Señor yo había, años antes, dirigido carta informativa del papel relevantísimo que desempeñaron durante la República las Juventudes Tradicionalistas, de las que salieron los Requetés, propugnando yo, en esa carta a S. A., que se debería constituir una Delegación Nacional de Juventudes Carlistas que acometieran las empresas audaces para las que los órganos de la Causa no tienen la necesaria agilidad.
El Rey carlista que llegó al primer plano de ejercicio de los derechos de la Dinastía, fue Don Alfonso Carlos. A los ochenta y dos años. Pero entendió bien que era momento de juventud.
El régimen liberal, el parlamentario, había llegado a su pleno desgaste. La Comunión, que en modalidad de partido, para atemperarse a la hipótesis legal, había escalado altas cimas de la dialéctica política, corría el peligro del embeleso de las “vías legales”.
Algunos jóvenes, tal vez los más lanzados en la propaganda y en los riesgos de la persecución, no quisimos presentarnos a diputados. La Comunión, una vez más en su Historia, presentó, frente al régimen republicano mismo, frente a los regímenes liberales, sus principios fundamentales, los de tesis nunca renunciados: el ideal religioso adoptó forma más combativa con el grito que los mártires de Méjico habían santificado: “¡Viva Cristo Rey!”; se vigorizó el sentido de la unidad patria, sin mengua de los sin cesar aclamados fueros; y lo más digno de considerar es que bajo ninguno de nuestros Reyes resplandeció más clara, más diferenciada de la persona individual, la Institución Real.
La Institución Real en el Carlismo, con estas dos notas esenciales: la sucesión de origen subordinada a la de presunto legítimo ejercicio, como garantía de observancia de los principios fundamentales, los inalterables principios del Derecho Público que justificaban nuestra perennidad. Y lo segundo, el servicio, mediante su rectoría y caudillaje, de la Santa Causa de España, la secular Comunión Tradicionalista, que dispuso se denominara Comunión Tradicionalista-Carlista para significar el contenido ideológico y la reivindicación dinástica.
Obra de juventud, digo, y hay que agregar que obra también de la fecundidad de la Institución Real, fue la empresa, que ni la lejanía del tiempo puede ver como baladí, de formar una milicia, instruida y equipada; trabar unos pactos con dos Potencias, y disponer unos armamentos; cerrar los oídos a los cantos de sirena del catolicismo liberal, predicador de las “vías legales”; y así –tenemos que consignar en público que sólo así–, se arrastró al Ejército, no sin dos cautelas que declaran madurez política:
Aquel plan de guerrillas para proseguir en pie de guerra o iniciarla, si los Jefes militares desistían y la revolución roja avanzaba.
Y las condiciones puestas en el Pacto con Mola, aprobado por Sanjurjo, y que firmamos V. M. y yo –siempre entendí que representando, respectivamente, al Rey y a la Comunión–: disolución de los partidos políticos, y gobierno provisional para la restauración social en sus clases y órganos naturales.
Aquella juventud, sus Requetés, superiores en número a los voluntarios de cualquiera de las guerras del siglo XIX, y sobrepasados también muy crecidamente en el de sus muertos, cumplió una misión heroica y merece, en primer término, gratitud por su mérito y sacrificio, asistencia por la defraudación que sufrió en sus aspiraciones, y continuidad en su ejemplo.
No soy yo, solo, sino que muchos viejos carlistas nos consideramos vinculados a esa triple deuda antes que cualesquiera otras vocaciones de las nuevas juventudes.
«La transformación del Carlismo en partido político actuante», en expresión de V. M. en su Carta Manifiesto a los carlistas andaluces para el acto anunciado para Quintillo que, en defecto de su celebración, se nos ha distribuido, está revistiendo caracteres más hondos que una mera vertiente de acción juvenil a que antes me refiero, ni una mutación formal y programática que se entienda propicia a las mentalidades modernas. Lejos de tal, viene desconociéndose o haciéndose ignorar a las levas de nuevos jóvenes, el tesoro perenne de nuestra Ciencia Política y su inmensa vitalidad hoy –tras el fracaso del liberalismo y de los totalitarismos–, más que antes, sino que, en corto espacio de tiempo, se ha hecho tabla rasa de todo nuestro ideario, dándose de lado al glorioso trilema o cuatrilema, motejándose peyorativamente, todo nuestro pasado doctrinal, de integrismo, como si el ideal religioso en toda su integridad e intransigencia no hubiera sido principio fundamental de la Bandera carlista, ya desde Don Carlos María Isidro en sus Manifiestos de Castello-Branco de 25 de Octubre y 4 de Noviembre de 1833, invariablemente sustentado por todos nuestros Reyes, Jefes, organismos, leales… La Unidad Religiosa, tanto entendida en lo religioso como exclusividad y primacía de la Fe Católica, como principio político constituyente de nuestros Reinos históricos y de nuestra unidad nacional, en tal manera abrogado por los actuales dirigentes, que con publicidad se ha declarado la compatibilidad del ser ateo con el ser carlista.
De la misma manera, están ausentes de las publicaciones que parecen dirigidas por la Junta Suprema todos los fundamentos políticos de nuestra Filosofía, y sustituidos por principios y propagandas del más avanzado liberalismo democrático y marxista; y con la etiqueta de “la nueva línea”, se ha querido producir un nuevo clima en el que se sustituyeran nuestros más sustanciales principios por superficiales concepciones de circunstancias, y éstas negativas, revanchistas, al aire de la Revolución, como revolución, que tan fácilmente prende explosivamente en las juventudes universitarias y obreras; lo tradicional, por lo progresista; lo católico, por lo agnóstico; lo español genuino, por vertientes internacionalistas desbocadas; lo foral, por un federalismo republicano; lo social, por lo societario. Y, de esa manera, igualmente se cambiaba la Comunión –concepto sustancial, bilateral, perenne– por el partido, ocasional, de caudillaje, de seguimiento incondicional.
Respiro del profundo amor a la Comunión que existe entre los carlistas que, de generación en generación, y a prueba de sacrificios, la sirven, es que entre sí se comunicaran su desazón, su inquietud, su resistencia a la marcha que se les proponía.
En una de esas aperturas fraternales del alma, yo escribí esa carta, fecha 5 de Mayo de 1972, al ejemplarísimo caballero carlista, de vida orlada de lealtades a la Causa, pero también de mente siempre fiel a los principios que son luz y guía de esa misma Causa, de corazón a corazón, aunque sin desconocer el carácter público del problema en sus motivos y en la desolación.
Mía es, pues, esa carta, salva la cabecera, que se le habrá puesto para su difusión en xerocopia, y las explicadas son las circunstancias dentro de las que existió, entre el meritísimo Don Rufino y yo, esa comunicación.
La intención, el fin, el estado anímico, sin el que toda imputación de actos humanos es insuficiente para entender sobre su responsabilidad, está también explicada en el final de la carta: defender lo que vale tanto –la Comunión–, lo que ha costado tanto conservar…, resistir, manifestar las discrepancias a los Jefes inmediatos, pero elevarlas al Rey y al Príncipe. El mayor respeto en la forma de hacerlas llegar, pero que se invoque el derecho a ser oídos y a representar nuestro derecho en favor de la integridad de nuestros postulados.
En el transcurso de un año, la desviación de la Causa se acentuó hasta el extremo en que ahora, aun desde mi apartado rincón, la veo.
El concepto de Comunión, ante propios y extraños, tiene inconfundibles perfiles de estabilidad y fijeza. Siempre resistió a esas clasificaciones toponímicas de derecha, centro, izquierda. Pero el partido, por su solo nombre, y más por su estructuración ágil o agible, por su naturaleza, exige el encuadramiento en tales clasificaciones. Y en breve tiempo, desposeído de sus calificaciones sustanciales de tradicionalista, católica, representativa, se ha quedado con el solo patronímico o gentilicio de carlista, que a duras penas podrá recordar los graves compromisos ideológicos, los juramentos, de los Reyes Carlos.
Y así llegamos a esta última Manifestación programática del mes de Abril, con la ocasión del proyectado Quintillo.
La Circular de la Comisión organizadora empieza anunciando que el Quintillo de este año no iba a tener carácter alguno conmemorativo o nostálgico; y ese sentido cancelatorio del pasado, ese borrón del olvido a cuanto, no hace tantos años, laboró el carlismo andaluz, precisamente caracterizado por la pureza ideológica, lo confirma encomiásticamente el Mensaje de V. M. a sus “queridos carlistas andaluces”, de la misma fecha del frustrado Quintillo, 29 de Abril, que se nos ha distribuido en facsímil autógrafo, que me ha sido enviado por correo, y a cuyo texto tengo necesidad, pidiéndole licencia, de referirme, en modo alguno para opinar sobre los conceptos doctrinales vertidos en el mismo, para lo que necesitaría la venía de V. M., sino por la prueba irrefutable de que la gloriosa Comunión Tradicionalista ha sido suplantada por el partido; y la Autoridad Real que la preside, por el caudillaje partidista.
Este Mensaje declara la extinción de la Comunión Tradicionalista clásica, en cuanto empieza manifestando la transformación del Carlismo en partido político actuante, como significando la sustitución de la antigua Comunión, que se considera inoperante, por el nuevo instrumento de la Revolución que se proclama.
Pero, más aún que con esa descripción explícita, se confiesa condenado al olvido el pasado defensivo de situaciones superadas o de posiciones cómodas, porque no son comprometidas, y la sustitución de nuestro ideario por una lucha hacia la Revolución por las libertades sociales, en asociación con otros hombres, junto con otros partidos populares; recambio de los principios doctrinales que eran el fin moral de todo nuestro ser y la Bandera de todo nuestro operar, por otros, distintos o antagónicos, y en un instrumento –el partido– y en unas alianzas que, no solamente diferencian, por diversidad naturaleza, su ser histórico, sino que señalan la absorción por sus contrarios.
El contexto mismo, el modo, y aun mejor, el tono, en que [en] la Carta-Mensaje a los carlistas andaluces se expresa V. M., tiene ya tanto color de autoridad absoluta, tribunicia, de caudillo de partido o de mesnada, de conductor de voluntades enfeudadas, como diferente de la autoridad moral, patriarcal, de quien es “primero entre iguales”, en una comunidad de solidaridades, de compromisos y vocaciones.
La explicación de esa diferencia, y yo me creo en el deber sagrado de consignarlo como obligación de consecuencia política y honor de la Causa, la diferencia consiste en que el Carlismo –vocación potentísima, e inabarcable en los estrechos límites de una estadística partidista– funda todos sus vínculos en la venerabilidad, en la grandeza, de la legitimidad dinástica, pero dinástica de pasado a presente, que es gloriosa realidad y grave compromiso, y en ese transcurrir histórico está la razón jurídica de obligar del Pacto. Mientras que todas las Monarquías instauradas –en España ya llevamos tres, y vamos a la cuarta–, el concepto dinastía es estirpe de futuro, o sea, promesa de continuidad –la promesa de futuro es el tópico común de todos los partidos–, y se pretende llamar Pacto al concierto de voluntades entre el Jefe y la multitud numérica del momento, que, en defecto de obligatoriedad más honda, el rigidismo autoritario suple. “El Jefe no se equivoca”, se proclamó, en España, como slogan de un día; o “quod Principi placuit…”, que inspiró todos los absolutismos.
En este clima de lo carlista auténtico, que [ni] V. M. ni la Real Familia ha podido respirar al unísono del pulmón de nuestras masas, esa diferencia entre la Autoridad Real en la Comunión y el autoritarismo del liderato, nunca estuvo mejor señalada que por Carlos VII, cuando, dirigiéndose a Alfonso XII –Carta de 24 de Julio de 1875–, en plena guerra, para echarle en cara los atropellos y abusos que cometían los ejércitos liberales, y requerirle para que los evitara, no halla otro calificativo más apropiado que el de llamarle “Rey de partido”, en contraste con el de “Rey de todos los españoles”, que nuestro Carlos VII, una vez más, se declaraba.
El resto de la propaganda dispuesta para el acto suspendido de Quintillo, ha sido una hoja impresa que a las claras descubre la conjunción programática con esos partidos populares con quienes V. M. anuncia que va hacia la Revolución.
Como constancia de la actual programación ideológica del Partido Carlista, no resultado de un análisis que pudiera hacerse de otros escritos, creo más auténtico y convincente copiar, de la hoja titulada “Declaración del Partido Carlista de Andalucía con motivo del acto de Quintillo de 1973”, sus conclusiones:
«Un programa mínimo habrá de ser:
1.– Andalucía, como región libre dentro de la Confederación española, constituirá una Federación de comarcas según su propia tradición federal, por ser varios y distintos los pueblos y las tierras que la forman.
2.– Cada comarca deberá realizar su propia reforma agraria, en la manera que sus peculiaridades o intereses la reclamen, bien mediante el reparto de las tierras, bien formando grandes explotaciones colectivas.
3.– La Banca, a la que afluye todo el dinero de Andalucía, será socializada a todos los niveles, comarcales y regionales.
4.– El libre pacto entre las comarcas constituiría la Federación Popular Andaluza, y ésta se integrará, mediante el Pacto federal, en el conjunto de la Federación Española.
5.– Se establecerá a todos los niveles la democracia directa, en libre concurrencia de partidos, sindicatos y asociaciones de todas clases, sin discriminación alguna.
6.– Todos los medios de producción habrán de ser socializados, en régimen libre y democrático de autogestión.
7.– Se decretará la más amplia amnistía política y social.
8.– No habrá más clases sociales que la clase única del trabajo, terminando de una vez por todas con los privilegios nacidos de la propiedad, el capital, la herencia o la alcurnia.
Hacemos un llamamiento a todos los universitarios, sacerdotes, trabajadores, industriales y campesinos, e intelectuales, para que, con independencia de sus ideas políticas, se unan como hombres en los Comités Federales para la liberación de Andalucía, mentalizando al pueblo por todos los medios a su alcance, aprovechando todos los que la Ley permita, tales como publicaciones culturales, círculos de estudios, conferencias, etc., y cuando la Ley no lo permita, habrá que pasar a la acción directa al margen de la misma, defendiendo la libertad del pueblo andaluz, frente a la represión y violencia institucionalizadas por el actual Gobierno franquista».
La subsistencia, a veces parece milagrosa, de la Comunión, no quiere decir que sus miembros seamos infalibles e impecables. La ordenación de su Autoridad al bien común social, la general vigilancia sobre la pureza de la fe en los principios, el calor de la virtud de la religión, mantienen intangibles sus contornos y enhiesta su Bandera, su Bandera que es única y está transmitida del pasado.
Pero los tóxicos doctrinales, los espejismos triunfalistas del odio y la subversión, la acción fuera de la ley, prenden en las masas irreversiblemente. Cuidado será de nuestros nuevos “compañeros de viaje” lanzarlas a la rebelión. Ni de los inductores ni de los inducidos será la culpa mayor.
Va adjunta una de esas hojas impresas, permitiéndome rogar a V. M. que indague dónde ha ido a parar de ese programa mínimo el Rey, la Majestad, que permita seguir llamando a ese nuevo programa “Monarquía socialista” [Apéndice 9].
Aunque el propósito de esta carta ha sido sólo la confesión de mi paternidad de la dirigida al benemérito y lealísimo Don Rufino Menéndez, y explicar justificativamente las circunstancias que la motivaron, la dolorosa sorpresa que hayan causado a V. M. el texto de mi carta o su divulgación, han determinado tan largas, pero en modo alguno exhaustivas, argumentaciones en defensa de la Comunión, a la que pertenezco ferviente e invariablemente, frente al partido, al que no pertenezco. Al que no pertenezco en tanto partido propiamente dicho, en tanto disciplina, programa y aliados.
Sólo me queda afirmar una vez más la rectitud de conciencia –conciencia de católico y de carlista–, mi disposición más cabal a rectificar cualquier error de concepto o de expresión cometido en aquélla o en esta carta, y la más firme lealtad.
Mi lealtad a la Dinastía carlista secular, sustentadora de principios de salvación, hoy representada por V. M.
C. P. B.
Firmado: Manuel Fal Conde
P. D. Aun excediendo del fin propuesto al redactar la extensa carta precedente, pienso que pueda ser útil a V. M. recordar los términos de su bondadosa carta de 3 de Octubre de 1968, para justificar la posición de los carlistas que seguimos pensando como V. M. en esa época, y considerar y revisar ulteriores actitudes diametralmente opuestas. Adjunta xerocopia [Apéndice 10].
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