Revista FUERZA NUEVA, nº 80, 20-Jul-1968
UN LIBRO COMPROMETEDOR
Por Jaime Montero
Resulta noticia periodística que, en el ambiente espeso y caliginoso que forman hoy en Madrid la impudicia de modas y anuncios, la obscenidad de los espectáculos y la chocarrería de novelas y conversaciones, se haya producido un libro escrito con pulcritud. Y que, tratando éste temas religiosos, la erudición y la problemática actuales sirvan para confirmar verdades y apuntar soluciones, no para esparcir errores y sembrar escepticismo en los lectores.
Se trata del libro “El silencio de Dios”. Su autor es Rafael Gambra.
Tiene otras dos virtudes que le hacen insólito: obliga a pensar, cuando a casi nadie dejan hacerlo la televisión y otros medios de incomunicación social, y se enfrenta resueltamente con la corriente mundanizadora de ciertos clérigos y laicos puestos a un “arreglo de pesas y medidas” entre la Iglesia y el “mundo moderno”, como para “demostrar que ser católico viene a ser lo mismo que no serlo”.
Con una prosa clara y poética, de sedante rigor filosófico, describe la faramalla vocinglera de los progresistas católicos de nuestros días, a quienes devora la comezón de hacerse escuchar. Llevados, como dice Charles Koninck, de su irreprimible apetito de injerencia en las vidas ajenas, ya que “el doctor humanista tiene más deseo de enseñar que de conocer”, nadie es otra cosa, para ellos, que un participante o medio de expresión de su vida personal, y forman la “sociedad de los yo”, que se basa en la “libertad de la palabra: palabra independizada de la inteligencia”.
De emocionantes y dolorosas califica Gustave Thibon, en el prólogo a la obra de Gambra, las páginas en que el autor describe la tarea destructora “de toda realidad circundante sacralizada” llevada a cabo por el “juglarismo” de los modernos “insensatos” -reencarnación viviente del insensato o interlocutor objetante de San Anselmo- que, para Gambra son los que Maritain llama “nuestros teólogos más avanzados, pobres cristianos sofisticados que tanta necesidad tendrían de un Sócrates”. Los mismos que, por “estar al día”, traicionan a la verdad con una actitud ambigua, en frase de S. S. Juan XXIII.
El “juglar de las ideas”, desconocedor de las figuras existenciales concretas -familia, patria, comunidad…- que Gambra gusta referir a la ciudad o mansión del hombre, fundada en la profundidad del fervor y del amor que se entrega y se compromete, se sitúa siempre en el mundo abstracto e igualitario de una lógica desencarnada, y, en su insensatez, ignora el principio humilde de la fidelidad a “lo que es” y a lo que (envolviéndolo y generándolo) es “más que él”. Ignora que la vida humana es creación de lazos con las cosas. Cree que es por éstas, en su ser físico (la tierra, la casa, la bandera…), por lo que se muere, idolátricamente, y, en su culto a la “propia e íntima libertad del sujeto”, no alcanza a comprender que el hombre muere “por salvar el nudo invisible que convierte a esas cosas en dominio, patria, en rostro familiar”; lazo que se hace de fervor y entrega y se capta por el corazón, porque sólo se ve realmente aquello que se ama.
Tiene gran fuerza dramática el enfrentamiento a que lleva este libro entre el guirigay universal que forma el “juglarismo religioso” y los impresionantes silencios de Cristo: cuando niega el diálogo a quienes le hablan con intención de enredarme en sus zalagardas, cuando rechaza lacónicamente las tentaciones de Satanás en el desierto, o en el gran silencio de Dios en la cruz frente a la apostasía de los tiempos, ante aquellos “que no saben lo que hacen”.
El propósito de Gambra es hacer “un diagnóstico constructivo del tiempo que vivimos”, y ciertamente hay elementos sobrados en sus páginas. Se tratará, para los hombres dispuestos a luchar contra el “proceso profundo de descomposición” en que se debate la civilización moderna, de descubrir los tesoros de la realidad, enterrada y “reemplazada por el mundo imbécil del racionalismo”, según la expresión de Maritain; de olvidar el siglo y medio de historia europea estropeado, que decía Ortega lamentando las ilusiones alimentadas por la obra de Rousseau y su mito de bondad natural del hombre; de irrumpir por el compromiso creador en el mundo valioso que “no se ve más que con el corazón”, y de usar la libertad, no al modo liberal y falso de la desvinculación -a la manera egoísta que permite desentenderse de las situaciones envolventes-, sino como poder personal de comprometerse libremente en la acción presente y de construirse un futuro, en frase de Sartre.
Gambra señala los escollos. Si hay que defender lo que nos es propio, el orden de las cosas que tienen un sentido, el “tiempo personal” interior y continuo de la propia vida y de las comunidades en que se habita, contra los embates del “tiempo ajeno”, discontinuo, adversario del propio, ¿cómo ser fiel cuando cualquier forma de lealtad sea tachada (por los llevados en alas de ese “tiempo exterior”) de actitud reaccionaria, inmovilista o de espíritu utópico? Y si inexcusable el recto designio de reforma o renovación de costumbres e instituciones, ¿qué innovación curativa o impulsora cabría a partir de estructuras que no se tengan “por sí” válidas o estables, sino solamente en función de un progreso o evolución hacia “fines abstractos y teóricos”?
Porque ese es el trance en que sitúa a las sociedades actuales la inversión de actitudes que señala Gambra en los hombres de ese “tiempo”: reducidos a “masa”, aceptan sin protesta ser dirigidos por poderes anónimos y cualquier género de coacción tecnocrática (ante las que muestran ellos, los “rebeldes”, el más servil “conformismo”), en la misma medida en que experimentan un despegó básico y una “rebelión” creciente contra las comunidades naturales o estructuras entrañables que les albergan. ¡Ellos, tan dóciles a dejarse llevar por los vientos de la historia!
Pero en el mismo libro se dan las soluciones. El caso de Sócrates, que Gambra analiza con extraordinaria lucidez, es ejemplar. Contra el conformismo suicida de las clases cultas -los hoy activismos progresistas-, con su insensato juego a favor de la evolución, sin sentido de la historia que impulsa el ideologismo abstracto, y contra los “revolucionarios” sin respeto a leyes o creencias, ni los cimientos del orden o a los principios del bien y la verdad, deben surgir y manifestarse con fuerza los contradictores, hombres de fe y de verdadero saber.
Y con especial vehemencia, la “sana rebelión” de los hombres con principios, inflamados de noble anhelo reformador, cuya actitud es esencialmente distinta de la rebelión totalizada e incoherente del revolucionario o espíritu nihilista, del “avanzado”, del sofista escéptico de la época socrática y del “juglar de las ideas” de todas las decadencias.
Ningún otro pueblo se encuentra en las condiciones que España para emprender esta tarea. Urge poner de manifiesto los gravísimos errores, de incalculables consecuencias, latentes en la tendencia europea de envolver otra vez lo eclesiástico lo temporal; porque si, siglos atrás -reforma protestante- secularizaron el poder eclesiástico en los príncipes, ahora pretenden, al socaire de la socialización, arrebañar como pobres ovejas sin pastor a los fieles en la masa dócil de las democracias sin historia ni figura.
Es necesario meditar sobre las graves palabras de Gambra a este respecto. No sucumbamos en la tentación de tantos como están profanando el sagrado nombre católico por haber caído en las redes satánicas de gozar los “reinos de la tierra” -halagos, publicidad, grandes ganancias- a cambio de someterse a sus “leyes propias”: las del sensacionalismo, el lucro, la taquilla o el mercado, que es la “adoración” exigida por el mal espíritu, dominador de aquellos reinos, para entregarlos a sus siervos.
Es cierto que la Iglesia reconoce la autonomía de lo temporal, pero también dice el Concilio que todos los órdenes terrenos “deben respetar la primacía absoluta del orden moral objetivo”.
Contra el cansancio de los buenos que denunció Pío XII, y contra el insensato afán de darle la razón en todo al mundo, pidiéndole perdón y considerando realizaciones “cripto cristianas” las de la revolución o el socialismo, positiva y deliberadamente anticristianos (puesto que surgieron en el proceso descendente de la apostasía occidental), tenemos que asumir entre todos la grandeza de la misión providencial de la Iglesia en los tiempos presentes, como viene propugnar Gambra en su libro, manteniendo, también hacia adelante, el sentido de la continuidad y de los límites -nuestro patrimonio espiritual, el ser de las cosas, el rostro de nuestro tiempo- frente a los embates del tenebroso “tiempo exterior” y discontinuo, arrollador y amorfo, que producen los “vientos de la historia” y no es más que el proceso dialéctico del acontecer, forzado por la ideología abstracta de los hombres sin Dios.
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