1. Vicisitudes políticas.
La historia político-religiosa de Portugal en este periodo corre paralelamente a la de España, de la que es un reflejo.
Preparado estaba el terreno por el enciclopedismo de Pombal para la invasión de las ideas liberales. Estas entraron con los ejércitos napoleónicos. Al acercarse a Lisboa el general Junot, a quien la masonería dio la bienvenida en Sacavem, el rey Juan VI hizo lo que el P. Vieira había aconsejado a Juan IV: trasladarse con la corte a las posesiones portuguesas de allende el mar y poner la capital en Río de Janeiro.
Como en España, así también se constituye una Junta provisional, presidida por el obispo D. Antonio de San José y Castro. Vencida militarmente la triple invasión francesa con la ayuda de lord Wellington, es nombrado regente del reino el inglés Beresford, que descontentó al país con su rígida disciplina, provocando la conspiración del afrancesado general Gomes Freire de Andrade (1817). El conspirador fue condenado a muerte y ejecutado, lo cual no impidió que la revolución, apoyada por la masonería española, triunfase en 1820, y que en un Congreso enteramente diverso de las antiguas Cortes se destruyesen las bases del organismo nacional y se estableciese una Constitución liberal, que recuerda a la española de Cádiz. Es de notar que el bajo clero, con la ilusión de mejorar su estado económico y social, se mostró favorable a las reformas constitucionales. Pronto se desengañaría al ver el giro persecutorio de los hombres nuevos.
Casi al mismo tiempo, los revolucionarios brasileños pedían también una Constitución liberal. Juan VI cedió bajo la influencia del príncipe D. Pedro, a quien él dejó como regente cuando él se embarcó para Lisboa en 1821. Aquí el desgraciado monarca se veía obligado a jurar una nueva Constitución liberal (1822), mientras D. Pedro se proclamaba independiente con el título de emperador de Brasil.
El hijo segundo del rey, el valeroso infante D. Miguel, se levantó en armas contra el gobierno de Lisboa y entró victorioso en la capital al grito de “¡Abajo la Constitución, Viva el rey absoluto!” (1823) El Congreso queda disuelto, mas no tardan en urdirse nuevas conjuras y, por imposición de los diplomáticos de Londres y París, tiene el monarca que desterrar al infante.
Muere Juan VI en 1826. El sucesor no puede ser D. Pedro, que es extranjero desde que se declaró emperador del Brasil sino D. Miguel, desterrado en Viena. La facción masónica-liberal no lo puede sufrir y proclama rey a D. Pedro IV, quien desde el Brasil otorga a Portugal una Carta constitucional calcada en la de 1822. Cuando los absolutistas, seguidos ahora de todo el clero, se pronuncian en favor de D. Miguel-he aquí otra semejanza con España: la cuestión dinástica con la consiguiente guerra civil-, D. Pedro abdica derechos que no le pertenecen en su hija María de la Gloria (1826). El infante se decide a conquistar su reino, y apenas pone el pie en Portugal, se reúnen los tres estados (clero, nobleza y pueblo) para reconocer como legítimo soberano a D. Miguel en 1828.
No fue largo su reinado ni tranquilo, porque D. Pedro, que ha tenido que renunciar a la corona del Brasil, desembarca en Mindelo en 1832 y con un ejército de 7.500 soldados avanza hasta Oporto, dispuesto a reponer en el trono a su hija María; y tras una guerra civil, en que Inglaterra, Francia y España se declaran contra el absolutismo de Miguel I, éste se ve forzado a salir de Portugal, dejando la corona a Dª María II bajo la regencia de su padre D. Pedro.
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