DOCUMENTO 29
Discurso de contestación del Papa Juan Pablo II al discurso de conclusiones del Cardenal Poupard
Discurso del Santo Padre a la Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias, 31 de Octubre de 1992
Señores Cardenales; Excelencias; Señoras y Señores:
1. La conclusión de la Sesión Plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias me ofrece la feliz ocasión de encontrarme con sus ilustres miembros, en presencia de mis principales colaboradores y de los jefes de las Misiones Diplomáticas acreditadas ante la Santa Sede. A todos dirijo mi cordial saludo.
Mi pensamiento va en este momento al Profesor Marini-Bettòlo, que a causa de una enfermedad no ha podido estar entre nosotros. Formulo fervientes votos por su salud y le aseguro mi oración.
Deseo saludar también a las personalidades que, por primera vez, forman parte de vuestra Academia; les doy las gracias por aportar a vuestros trabajos la contribución de su elevada competencia.
Por otra parte, me complace saludar al Profesor Adi Shamir, docente en el “Weizmann Institute of Science” de Rehovot, Israel, condecorado con la medalla de oro de Pío XI, conferida por la Academia. Le ofrezco mi más cordial felicitación.
Dos asuntos constituyen hoy el objeto de nuestra atención. Acaban de ser presentados con competencia, y quisiera manifestar mi gratitud al Señor Cardenal Paul Poupard y al Padre George Coyne por sus exposiciones.
2. En primer lugar, deseo felicitar a la Academia Pontificia de las Ciencias por haber elegido tratar, en su Sesión Plenaria, un problema de gran importancia y actualidad: el que se refiere al emergencia de la complejidad en Matemáticas, Física, Química y Biología.
Este tema de la complejidad, en la Historia de las Ciencias de la Naturaleza, marca probablemente una etapa tan importante como la que está vinculada con el nombre de Galileo, cuando parecía que se debía imponer un modelo unívoco del orden. La complejidad indica precisamente que, para dar cuenta de la riqueza de la realidad, es necesario recurrir a una multiplicidad de modelos.
Esta constatación plantea una pregunta que interesa a los científicos, a los filósofos y a los teólogos: ¿Cómo conciliar la explicación del mundo –partiendo del nivel de las entidades y de los fenómenos elementales– con el reconocimiento de este dato de que “el todo es más que la suma de sus partes”?
En su esfuerzo de descripción rigurosa y de formalización de los datos de la experiencia, los científicos suelen recurrir a conceptos metacientíficos, cuyo uso es casi exigido por la lógica de su procedimiento. Conviene precisar con exactitud la naturaleza de esos conceptos, para evitar que se produzcan extrapolaciones indebidas que vinculen los descubrimientos estrictamente científicos a una visión del mundo o a afirmaciones ideológicas o filosóficas que no son de ninguna manera corolarios suyos. Aquí se percibe la importancia de la Filosofía, que considera los fenómenos y también su interpretación.
3. Pensemos, por poner un ejemplo, en la elaboración de nuevas teorías, a nivel científico, para explicar cómo surgió la vida. Con un método correcto, no se las podría interpretar inmediatamente, y en el marco homogéneo de la Ciencia. En particular, cuando se trata de ese ser vivo que es el hombre y de su cerebro, no se puede decir que esas teorías constituyan por sí mismas una afirmación o una negación del alma espiritual, o que proporcionen una prueba de la doctrina de la creación, o, por el contrario, que la hagan inútil.
Es preciso un esfuerzo ulterior de interpretación, y ése es precisamente el objeto de la Filosofía, que consiste en la búsqueda del sentido global de los datos de la experiencia, y, por consiguiente, también de los fenómenos recogidos y analizados por las ciencias.
La cultura contemporánea exige un constante esfuerzo de síntesis de los conocimientos y de integración de los saberes. Desde luego, a la especialización de las investigaciones se deben los éxitos que comprobamos. Pero, si esa especialización no se halla equilibrada por una reflexión atenta a descubrir la articulación de los saberes, se corre el gran riesgo de desembocar en una “cultura fragmentada”, que sería de hecho la negación de la verdadera cultura; pues ésta no se concibe sin humanismo y sabiduría.
4. Impulsado por esas preocupaciones, el 10 de Noviembre de 1979, con ocasión de la celebración del primer centenario del nacimiento de Albert Einstein, expresé ante esta misma Academia el deseo de que
«teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinen a fondo el caso de Galileo, y, reconociendo lealmente los desaciertos, vengan de la parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre Ciencia y Fe» (l´Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de Diciembre de 1979, p. 9).
Con ese fin se constituyó una Comisión de Estudio el 3 de Julio de 1981. Y ahora, el año mismo en que se celebra el 350 aniversario de la muerte de Galileo, la Comisión presenta, como conclusión de sus trabajos, un conjunto de publicaciones, que aprecio sobremanera. Deseo manifestar mi sincera gratitud al Cardenal Poupard, encargado de coordinar las investigaciones de la Comisión en su última fase. A todos los expertos que han participado de alguna manera en los trabajos de los cuatro grupos que llevaron a cabo este estudio multidisciplinar, les presento mi profunda satisfacción y mi viva gratitud. El trabajo realizado durante más de diez años responde a una orientación sugerida por el Concilio Vaticano II y permite esclarecer mejor varios puntos importantes del problema. En adelante, no se podrá menos de tomar en cuenta las conclusiones de la Comisión.
Tal vez pueda causar extrañeza a alguien el hecho de que, al término de una semana de estudios de la Academia sobre el tema de la emergencia de la complejidad en las diversas ciencias, vuelva yo sobre el caso de Galileo. ¿No está ya archivado desde hace tiempo ese caso? Y ¿no están ya reconocidos los errores cometidos?
Ciertamente, así es. Con todo, los problemas subyacentes en este caso afectan a la naturaleza de la Ciencia, así como a la del mensaje de la Fe. No hay que excluir, por tanto, la posibilidad de que nos encontremos un día ante una situación análoga, que requiera de unos y otros una clara conciencia del campo y de los límites de sus respectivas competencias. El análisis del tema de la complejidad podría servirnos para esclarecer este aspecto.
5. En el centro del debate surgido en torno a Galileo se hallaba una doble cuestión.
La primera es de orden epistemológico, y se refiere a la hermenéutica bíblica. A este respecto, conviene destacar dos puntos. Ante todo, como la mayor parte de sus adversarios, Galileo no hizo distinción entre el análisis científico de los fenómenos naturales y la reflexión acerca de la naturaleza, de orden filosófico, que ese análisis por lo general suscita. Por esto mismo, rechazó la sugerencia que se le hizo de presentar como una hipótesis el Sistema de Copérnico, hasta que fuera confirmado con pruebas irrefutables. Ésa era, por lo demás, una exigencia del método experimental, del que él fue el genial iniciador.
Además, la representación geocéntrica del mundo era comúnmente aceptada en la cultura de aquel tiempo como plenamente concorde con la enseñanza de la Biblia, en la que algunas expresiones, tomadas a la letra, parecían constituir afirmaciones de geocentrismo. Así pues, el problema que se plantearon los teólogos de entonces era el de la compatibilidad del heliocentrismo y la Escritura.
De esta forma, la Nueva Ciencia, con sus métodos y la libertad de investigación que suponían, obligaba a los teólogos a interrogarse acerca de sus propios criterios de interpretación de la Escritura. La mayoría no supo hacerlo.
Paradójicamente, Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto más perspicaz que sus adversarios teólogos.
«Aunque la Escritura no puede errar –escribe a Benedetto Castelli–, con todo, podría a veces errar, de varias maneras, alguno de sus intérpretes y expositores» (Carta del 21 de Diciembre de 1613, publicada en Edizione nazionale delle Opere di Galileo Galilei, A. Favaro, 1968, vol. V, p. 282).
Se conoce también su Carta a Cristina de Lorena (1615), que es como un pequeño tratado de hermenéutica bíblica (ib., pp. 307-348).
6. Podemos ya aquí extraer una primera conclusión. La irrupción de una nueva manera de afrontar el estudio de los fenómenos naturales impone un esclarecimiento del conjunto de las disciplinas del saber. Y las obliga a delimitar mejor su campo propio, su ángulo de análisis, sus métodos, así como el alcance exacto de sus conclusiones. En otras palabras, esta aparición obliga a cada una de las disciplinas a tomar conciencia más rigurosa de su propia naturaleza.
El viraje provocado por el Sistema de Copérnico exigió, así, un esfuerzo de reflexión epistemológica sobre las ciencias bíblicas, esfuerzo que produciría más tarde frutos abundantes en los trabajos exegéticos modernos, y que encontró en la Constitución Conciliar Dei Verbum una consagración y un nuevo impulso.
7. La crisis que acabo de evocar no fue el único factor que tuvo repercusiones en la interpretación de la Biblia. Aquí nos referimos al segundo aspecto del problema: el aspecto pastoral.
En virtud de su misión propia, la Iglesia tiene el deber de estar atenta a las incidencias pastorales de su palabra. Conviene aclarar, ante todo, que esta palabra debe corresponder a la verdad. Pero se trata de saber cómo tomar en consideración un dato científico nuevo, cuando parece contradecir alguna verdad de la Fe. El juicio pastoral que requería la teoría copernicana era difícil de emitir, en la medida en que el geocentrismo parecía formar parte de la misma enseñanza de la Escritura. Hubiera sido necesario, al mismo tiempo, vencer la forma común de pensar, inventando una pedagogía capaz de iluminar al Pueblo de Dios. Digamos, de manera general, que el Pastor debe mostrarse dispuesto a una auténtica audacia, evitando un doble escollo: el de la actitud de timidez, y el de un juicio apresurado, pues ambos pueden hacer mucho mal.
8. Podríamos recordar aquí una crisis análoga a la que acabamos de citar. En el siglo pasado, y a comienzos del nuestro, el progreso de las ciencias históricas permitió adquirir nuevos conocimientos sobre la Biblia y sobre el ambiente bíblico. El contexto racionalista en que, por lo común, se presentaban las adquisiciones, pudo hacerlas aparecer como perjudiciales para la fe cristiana. Algunos, preocupados por defender la Fe, pensaron que había que rechazar conclusiones históricas seriamente fundadas. La obra de un pionero como el Padre Lagrange supo aportar el discernimiento necesario sobre la base de criterios seguros.
Es preciso repetir aquí lo que ya dije antes. Los teólogos tienen el deber de mantenerse habitualmente informados acerca de las adquisiciones científicas para examinar, cuando el caso lo requiera, si es oportuno o no tomarlas en cuenta en su reflexión o realizar revisiones en su enseñanza.
9. Si la cultura contemporánea está marcada por una tendencia al cientificismo, el horizonte cultural de la época de Galileo era unitario y llevaba impresa la huella de una formación filosófica particular. Ese carácter unitario de la cultura, que en sí es positivo y deseable aún hoy día, fue una de las causas de la condena de Galileo. La mayoría de los teólogos no percibía la distinción formal entre la Sagrada Escritura y su interpretación, y ello les llevó a trasladar indebidamente al campo de la doctrina de la Fe una cuestión que de hecho pertenecía a la investigación científica.
En realidad, como ha recordado el Cardenal Poupard, Roberto Belarmino, que había percibido el verdadero alcance del debate, consideraba por su parte que, ante eventuales pruebas científicas de que la Tierra gira en torno al Sol, se debía «interpretar con una gran circunspección» todo pasaje de la Biblia que pareciera afirmar que la Tierra está inmóvil y «mejor decir que no lo comprendemos, en vez de afirmar que lo que se demuestra es falso» (Carta al Padre A. Foscarini, 12 de Abril de 1615; cf. o. c., vol. XII, p. 172).
Antes que él, la misma sabiduría y el mismo respeto hacia la Palabra Divina habían inspirado a San Agustín cuando escribía:
«Si a una razón evidentísima y segura se intentara contraponer la autoridad de las Sagradas Escrituras, quien hace esto no comprende y opone a la verdad, no el sentido genuino de las Escrituras, que no ha logrado penetrar, sino el propio pensamiento, lo que es lo mismo que decir, no lo que ha encontrado en las Escrituras, sino lo que ha encontrado en sí mismo, como si estuviera en ellas» (Epistula 143, n. 7, PL 33, col. 588).
Hace un siglo, el Papa León XIII se hacía eco de ese consejo en su Encíclica Providentissimus Deus:
«Dado que la verdad no puede de ninguna manera contradecir a la verdad, podemos estar seguros de que un error se ha introducido, sea en la interpretación de las palabras sagradas, sea en otro lugar de la discusión» (Leonis XIII Pont. Max. Acta, vol. XIII, 1894, p. 361).
El Cardenal Poupard nos ha recordado también que la Sentencia del año 1633 no era irreformable, y que el debate, que no había dejado de desarrollarse, se concluyó en 1820 con la concesión del imprimatur a la obra del Canónigo Settele (cf. Pontificia Academia Scientiarum, Copernico, Galilei e la Chiesa. Fine della controvesia (1820). Gli atti del Sant´Ufficio, publicado bajo la dirección de W. Brandmüller y E. J. Greipl, Florencia, Olschki, 1992).
10. A partir del Siglo de las Luces y hasta nuestros días, el caso de Galileo ha constituido una especie de mito, en el que la imagen de los sucesos que se ha creado estaba muy lejos de la realidad. En esta perspectiva, el caso de Galileo era el símbolo del supuesto rechazo del progreso científico por parte de la Iglesia, o del oscurantismo “dogmático” opuesto a la búsqueda libre de la verdad. Este mito ha desempeñado un papel cultural notable; ha contribuido a infundir en muchos científicos de buena fe la idea de que existe incompatibilidad entre el espíritu de la Ciencia y su ética de la investigación, por un lado, y la Fe cristiana, por otro. Una trágica y recíproca incomprensión ha sido interpretada como el reflejo de una oposición constitutiva entre Ciencia y Fe. Las aclaraciones aportadas por los estudios históricos recientes nos permiten afirmar que ese doloroso malentendido pertenece ya al pasado.
11. Del caso de Galileo se puede extraer otra enseñanza que sigue siendo actual con respecto a situaciones análogas que se presentan hoy y pueden presentarse mañana.
En tiempos de Galileo era inconcebible imaginar un mundo que estuviese privado de un punto de referencia físico absoluto. Y como el cosmos entonces conocido, por así decir, se hallaba contenido totalmente en el Sistema Solar, no se podía situar ese punto de referencia más que en la Tierra o en el Sol. Hoy, después de Einstein, y en la perspectiva de la cosmología contemporánea, ninguno de esos dos puntos de referencia reviste la importancia que tenía entonces. Esta observación, como es obvio, no se refiere a la validez de la posición de Galileo en el debate; pero indica que, con frecuencia, por encima de dos visiones parciales y contrastantes, existe una visión más amplia que las incluye y supera a ambas.
12. Otra enseñanza que se extrae es el hecho de que las diversas disciplinas del saber requieren métodos diversos. Galileo, que fue quien inventó prácticamente el método experimental, había comprendido, gracias a su intuición de físico genial y apoyándose en diversos argumentos, por qué sólo el Sol podía desempeñar la función de centro del mundo, tal como entonces se conocía, es decir, como Sistema planetario. El error de los teólogos de entonces, cuando sostenían que el centro era la Tierra, consistió en pensar que nuestro conocimiento de la estructura del mundo físico, en cierta manera, venía impuesto por el sentido literal de la Sagrada Escritura. Pero es necesario recordar la célebre afirmación atribuida a Baronio: «Spiritui Sancto mentem fuisse nos docere quomodo ad coelum eatur, non quomodo coelum gradiatur» [El propósito del Espíritu Santo fue enseñarnos cómo se va al Cielo, no cómo van los cielos].
En realidad, la Escritura no se ocupa de detalles del mundo físico, cuyo conocimiento está confiado a la experiencia y los razonamientos humanos. Existen dos campos del saber: el que tiene su fuente en la Revelación, y el que la razón puede descubrir con sus solas fuerzas. A este último pertenecen las ciencias experimentales y la Filosofía.
La distinción entre los dos campos del saber no debe entenderse como una oposición. Los dos sectores no son totalmente extraños el uno al otro, sino que tienen puntos de encuentro. La metodología propia de cada uno permite poner de manifiesto aspectos diversos de la realidad.
13. Vuestra Academia realiza sus trabajos con esa actitud de espíritu. Su tarea principal consiste en promover el desarrollo de los conocimientos, según la legítima autonomía de la Ciencia (cf. Gaudium et spes, 36, 2), que la Sede Apostólica reconoce expresamente en los Estatutos de vuestra institución.
En una teoría científica o filosófica, lo que importa, ante todo, es que sea verdadera o que esté al menos seria y sólidamente fundada. Y el objetivo de vuestra Academia es precisamente discernir y dar a conocer, en el estado actual de la Ciencia y dentro de su campo propio, lo que se puede considerar como verdad adquirida o se halla al menos dotado de tal probabilidad que resultaría imprudente e irrazonable rechazarlo. Así se podrían evitar conflictos inútiles.
La seriedad de la información científica será, de este modo, la mejor contribución que la Academia puede aportar a la exacta formulación y a la solución de los apremiantes problemas a los que la Iglesia, en virtud de su misión, debe prestar atención: problemas que no atañen sólo a la Astronomía, la Física y las Matemáticas, sino también a disciplinas relativamente nuevas como la Biología y la Biogenética. Muchos descubrimientos científicos recientes y sus posibles aplicaciones tienen un influjo más directo que nunca sobre el hombre mismo, sobre el pensamiento y su acción, hasta el punto de que parecen amenazar los cimientos mismos de lo humano.
14. La humanidad cuenta con dos tipos de desarrollo. El primero abarca la cultura, la investigación científica y técnica, es decir, todo lo que pertenece a la dimensión horizontal del hombre y de la creación, y que se incrementa con un ritmo impresionante. Si no se quiere que este desarrollo quede totalmente exterior al hombre, es necesario llevar a cabo al mismo tiempo una profundización de la conciencia, así como de su actuación.
El segundo modo de desarrollo atañe a lo que hay de más profundo en el ser humano, cuando, trascendiendo el mundo y trascendiéndose a sí mismo, el hombre se vuelve hacia el Creador de todas las cosas. En definitiva, esta dimensión vertical es la única que puede dar todo su sentido al ser y al actuar del hombre, pues lo sitúa entre su origen y su fin.
En estas dos dimensiones, la horizontal y la vertical, el hombre se realiza plenamente como ser espiritual y como homo sapiens. Pero se observa que el desarrollo no es ni uniforme ni rectilíneo, y que el progreso no es siempre armonioso. Eso pone de manifiesto el desorden que afecta a la condición humana. El científico que toma conciencia de este doble desarrollo y lo tiene en cuenta, contribuye al restablecimiento de la armonía.
Quien se dedica a la investigación científica y técnica admite como presupuesto de su itinerario que el mundo no es un caos, sino un “cosmos”, es decir, que existen un orden y unas leyes naturales, que se dejan captar y pensar, y que tienen, por tanto, una cierta afinidad con el espíritu. Einstein solía decir: «Lo que en el mundo hay de eternamente incomprensible, es el hecho de que sea comprensible» (en The Journal of the Franklin Institute, vol. 221, n. 3, Marzo de 1936). Esta inteligibilidad, atestiguada por los prodigiosos descubrimientos de la Ciencia y de la técnica, remite en definitiva al Pensamiento trascedente y originario, cuya huella llevan todas las cosas.
Señoras y Señores, al concluir este encuentro, formulo los mejores votos para que vuestras investigaciones y vuestras reflexiones contribuyan a ofrecer a nuestros contemporáneos orientaciones útiles para construir una sociedad armoniosa en un mundo más respetuoso de lo humano.
Os doy las gracias por los servicios que prestáis a la Santa Sede, y pido a Dios que os colme de sus dones.
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