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Tema: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

  1. #21
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 19

    Actas que recogen las prescripciones previas adoptadas por la Sagrada Congregación del Índice y el Papa para la elaboración de la edición del Index publicada en 1835


    20 de Mayo de 1833 [Nota]

    El dicho día, el Padre Secretario [de la Sagrada Congregación del Índice] se reunió en audiencia con el Santísimo [Padre] para presentarle la nueva edición del Índice según la orden del Eminentísimo Prefecto de 29/01/1833 y obtener el permiso. Al mismo tiempo, presentó a Su Santidad la siguiente Memoria.

    Para la nueva edición del Índice de Libros Prohibidos

    Visto que, el Miércoles 11 de Septiembre de 1822, la Suprema Congregación del Santo Oficio emitió un Decreto autorizando las obras que traten «de la movilidad de la Tierra y de la inmovilidad del Sol, según la común opinión de los astrónomos modernos», Decreto que fue comunicado al Eminentísimo Vicario de Roma, al Eminentísimo Prefecto del Índice y al Reverendísimo Padre Maestro del Sacro Palacio, con la aprobación expresa de Pío VII, de Santa Memoria, el 25 de Septiembre del mismo año; [y visto que] este Decreto ha sido significado, fuera de Roma, por la dicha Sagrada Congregación, a los Obispos que la interrogaron sobre este asunto, el Padre Secretario creyó pertinente hacer mención de él en el nuevo Índice; ahora bien, el lugar apropiado es en una adición al Índice de Benedicto XIV debajo del título de “Decretos sobre libros prohibidos no citados nominalmente en el Índice”, al final del §II “Libros prohibidos sobre temas determinados”, poniendo la nota siguiente.

    Adición

    Los libros que tratan de la movilidad de la Tierra y de la inmovilidad del Sol, según la común opinión de los astrónomos modernos, están permitidos según el Decreto de la Sagrada Congregación del Santo Oficio del Miércoles 11 de Septiembre de 1822.


    El Padre Secretario creyó, asimismo, muy bien si, al artículo “Galileo Galilei, Dialogo sopra i due massimi Sistemi del Mondo, Tolemaico et Copernicano, Decreto de 23 de Agosto de 1634” se le hiciera esta [otra] adición: “permitido, sin embargo, en la edición de Padua, 1744, Decreto del Santo Oficio del 09/10/1741”, adición que ha sido omitida erróneamente en el Índice del año 1758 y en los siguientes.









    20 de Mayo de 1833 [Nota]

    Su Santidad, habiendo leído este Informe, ha ordenado, en respuesta al Padre Secretario, que se omitan en la nueva edición a los autores que tratan de la movilidad de la Tierra y de la inmovilidad del Sol, [a saber], Galileo, Copérnico, etc., pero sin adjuntar Ningún juicio [concerniente] al asunto; en cuanto a la edición del Índice que le fue presentada, ordenó que se haga diligentemente, y que aparezca.

  2. #22
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 20

    Encíclica Providentissimus Deus, de 18 de Noviembre de 1893, del Papa León XIII


    Hay que luchar, en segundo lugar, contra aquéllos que, abusando de sus conocimientos de las ciencias físicas, siguen paso a paso a los Autores Sagrados para echarles en cara su ignorancia en estas cosas y desacreditar así las mismas Escrituras. Como quiera que estos ataques se fundan en cosas que entran por los sentidos, son peligrosísimos cuando se esparcen en la multitud, sobre todo entre la juventud dedicada a las letras; la cual, una vez que haya perdido sobre algún punto el respeto a la Revelación Divina, no tardará en abandonar la Fe en todo lo demás. Porque es demasiado evidente que, así como las ciencias naturales, con tal de que sean convenientemente enseñadas, son aptas para manifestar la gloria del Artífice Supremo, impresa en las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del alma los principios de una sana Filosofía y de corromper las costumbres cuando se infiltran con dañadas intenciones en las jóvenes inteligencias. Por eso, el conocimiento de las cosas naturales será una ayuda eficaz para el que enseña la Sagrada Escritura; gracias a él podrá más fácilmente descubrir y refutar los sofismas de esta clase dirigidos contra los Libros Sagrados.

    No habrá ningún desacuerdo real en el teólogo y el físico mientras ambos se mantengan en sus límites, cuidando, según la frase de San Agustín, «de no afirmar nada al azar y de no dar por conocido lo desconocido» [S. Aug., In Gen. op. imperf., 9, 30]. Sobre cómo ha de portarse el teólogo si, a pesar de todo, surgiere discrepancia, hay una regla sumariamente indicada por el mismo Doctor: «Todo lo que en materia de sucesos naturales pueden demostrarnos con razones verdaderas, probémosles que no es contrario a nuestras Escrituras; mas lo que saquen de sus libros contrario a nuestras Sagradas Letras, es decir, a la Fe católica, demostrémosles en lo posible, o por lo menos creamos firmemente, que es falsísimo» [S. Aug., De Gen. ad litt., 1, 21, 41]. Para penetrarnos bien de la justicia de esta regla, se ha de considerar, en primer lugar, que los Escritores Sagrados, o mejor, «el Espíritu Santo, que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas cosas (la íntima naturaleza o constitución de las cosas que se ven), puesto que en nada les habían de servir para su salvación» [S. Aug., ibíd., 2, 9, 20]; y así, más que intentar en sentido propio la exploración de la naturaleza, describen y tratan a veces las mismas cosas, o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquéllos tiempos, que aún hoy rige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos. Y como en la manera vulgar de expresarnos suele ante todo destacar lo que cae bajo los sentidos, de igual modo el Escritor Sagrado –y ya lo advirtió el Doctor Angélico– «se guía por lo que aparece sensiblemente» [S. Thom., I, q. 70, a. 1, ad 3], que es lo que el mismo Dios, al hablar a los hombres, quiso hacer a la manera humana para ser entendido por ellos.

    Pero de que sea preciso defender vigorosamente la Santa Escritura no se sigue que sea necesario mantener igualmente todas las opiniones que cada uno de los Padres o de los intérpretes posteriores han sostenido al explicar estas mismas Escrituras; los cuales, al exponer los pasajes que tratan de cosas físicas, tal vez no han juzgado siempre según la verdad, hasta el punto de emitir ciertos principios que hoy no pueden ser aprobados. Por lo cual es preciso descubrir con cuidado en sus explicaciones aquello que dan como concerniente a la Fe o como ligado a ella y aquello que afirman con consentimiento unánime; porque, «en las cosas que no son de necesidad de Fe, los santos han podido tener pareceres diferentes, lo mismo que nosotros», según dice Santo Tomás [S. Thom., In 2 Sent., d. 2, q. 1, a. 3]. El cual, en otro pasaje, dice con la mayor prudencia: «Por lo que concierne a las opiniones que los filósofos han profesado comúnmente y que no son contrarias a nuestra Fe, me parece más seguro no afirmarlas como dogmas, aunque algunas veces se introduzcan bajo el nombre de filósofos, ni rechazarlas como contrarias a la Fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de despreciar nuestra doctrina» [S. Thom., Opusc. 10]. Pues, aunque el intérprete debe demostrar que las verdades que los estudiosos de las ciencias físicas dan como ciertas y apoyadas en firmes argumentos no contradicen a la Escritura bien explicada, no debe olvidar, sin embargo, que algunas de estas verdades, dadas también como ciertas, han sido luego puestas en duda y rechazadas. Que si los escritores que tratan de los hechos físicos, traspasando los linderos de su ciencia, invaden con opiniones nocivas el campo de la Filosofía, el intérprete teólogo deje a cargo de los filósofos el cuidado de refutarlas.

  3. #23
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 21

    Decreto Lamentabili sine exitu, de la Suprema Congregación de la Sagrada Inquisición, sobre los principales errores del modernismo, 3 de Junio de 1907


    1. La ley eclesiástica que prescribe someter a la previa censura los libros referentes a las Divinas Escrituras, no se extiende a los cultivadores de la crítica o exégesis científica de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento.

    2. La interpretación de los Libros Sagrados hecha por la Iglesia no es ciertamente despreciable, pero está sometida al juicio más depurado y a la corrección de los exégetas.

    […]

    4. El Magisterio de la Iglesia no puede determinar el sentido genuino de las Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.

    5. Conteniéndose en el depósito de la Fe solamente las verdades reveladas, bajo ningún respecto pertenece a la Iglesia juzgar acerca de las aserciones de las ciencias humanas.

    6. En la definición de las verdades, de tal modo colaboran la Iglesia discente y docente, que nada queda a la docente sino sancionar las opiniones comunes de la discente.

    7. La Iglesia, al proscribir errores, no puede exigir de los fieles que se adhieran con asentimiento interno a los juicios por Ella pronunciados.

    8. Se han de juzgar inmunes de toda culpa los que en nada estiman las condenaciones emanadas de la Sagrada Congregación del Índice o de las otras Congregaciones Romanas.

    9. Los que creen que Dios es verdaderamente el autor de la Sagrada Escritura manifiestan simplicidad excesiva o ignorancia.

    10. La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consistió en que los escritores israelitas transmitieron doctrinas religiosas bajo un aspecto poco o nada conocido de los paganos.

    11. La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura de tal modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.

    12. El exégeta, si quiere dedicarse útilmente a los estudios bíblicos, debe apartar, ante todo, cualquiera preconcebida opinión sobre el origen sobrenatural de las Sagradas Escrituras, e interpretarlas no de otro modo que los demás documentos meramente humanos.

    […]

    19. Los exégetas heterodoxos han expresado el verdadero sentido de la Escritura más fielmente que los exégetas católicos.

    […]

    57. La Iglesia se muestra hostil a los progresos de las ciencias naturales y teológicas.

    58. La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, puesto que evoluciona con él, en él, y por él.

    […]

    61. Puede decirse, sin paradoja, que ningún Capítulo de la Escritura, desde el primero del Génesis hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina completamente idéntica a la que la Iglesia profesa sobre los mismos puntos, y, por lo tanto, ningún Capítulo de la Escritura tiene para el crítico el mismo sentido que para el teólogo.

    62. Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían la misma significación para los cristianos de los primeros tiempos que tienen para los cristianos de nuestros días.

    63. La Iglesia se muestra incapaz de defender eficazmente la moral evangélica, porque está obstinadamente adherida a doctrinas inmutables que no pueden conciliarse con los progresos modernos.

    64. El progreso de las ciencias pide que se reformen los conceptos de la doctrina cristiana sobre Dios, sobre la Creación, sobre la Revelación, la Persona del Verbo Encarnado, y la Redención.

    65. El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera Ciencia, a no ser que se transforme en cierto cristianismo no dogmático, esto es, en un protestantismo amplio y liberal.

  4. #24
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 22

    Encíclica Pascendi Dominici Gregis, de 8 de Septiembre de 1907, del Papa San Pío X


    […] Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser atea […].

    Con lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la Fe y la Ciencia, bajo la cual comprenden también la Historia. Ante todo, se ha de asentar que la materia de la una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la Fe versa únicamente sobre un objeto que la Ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la Ciencia trata de fenómenos en los que no hay lugar para la Fe; ésta, al contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la Ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión: que no hay conflictos posibles entre la Ciencia y la Fe; porque, si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por tanto, contradecirse.

    […]

    A pesar de eso, se engañará muy mucho el que creyese que podía opinar que la Fe y la Ciencia por ninguna razón se sujetan la una a la otra; de la Ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la Fe, que no sólo por uno, sino por tres capítulos se ha de afirmar que está sometida a la Ciencia.

    […]

    Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual, el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la Fe con la Ciencia, de modo que no disienta de la idea general que da la Ciencia de este mundo universo. De lo que se concluye que la Ciencia es totalmente independiente de la Fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la Ciencia, debe sometérsele.

    Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la Filosofía, en lo que atañe a la Religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo en virtud de un obsequio racional; no escudriñar la alteza de los misterios de Dios, sino reverenciarle pía y humildemente» [Pío IX, Breve ad Episc. Vratislaw., 15 Junio 1857]. Los modernistas invierten sencillamente los términos; a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de vanidad, se empeñan en traspasar con profundas novedades [Prov. 22, 28] los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de la página sagrada (…) a la doctrina de la Filosofía racional, no para algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la Ciencia. (…) Ésos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas [Hebr. 13, 9], hacen de la cabeza cola y fuerzan a la reina a servir a la esclava» [Gregorio IX, Epistola ad magistros theol. Paris., 7 Julio 1223].

    [..]

    Igualmente, estribando en el principio de que la Ciencia de ningún modo depende de la Fe, al disertar acerca de la Filosofía, Historia y Crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los preceptos católicos, Santos Padres, Concilios Ecuménicos y Magisterio eclesiástico, no horrorizándose de seguir las huellas de Lutero, y, si de ello se les reprende, quéjanse de que se les quita la libertad. Confesando, en fin, que la Fe se ha de subordinar a la Ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; pues, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.

    […] Se trata, pues, de conciliar la Fe con la Ciencia, y eso de tal suerte que la una se sujete a la otra.

    […]

    A esto, poco más o menos, se reduce en realidad la teología de los modernistas: pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante al que mantenga que la Ciencia debe ser siempre y en todo obedecida.

    […]

    Así, pues, venerables hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual sentencia les precedieron aquéllos de quienes nuestro predecesor Pío IX ya escribía: «Esos enemigos de la Revelación Divina, prodigando estupendas alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo en la Religión Católica, como si la Religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda perfeccionarse» [Enc. Qui Pluribus, 8 Noviembre 1846].

    Cuanto a la Revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus de Pío IX, y enunciada así: «La Revelación Divina es imperfecta, y por lo mismo sujeta a progreso continuo e indefinido que corresponda al progreso de la razón humana» [Syll., Prop. 5], y con más solemnidad en el Concilio Vaticano, por estas palabras: «Ni, pues, la doctrina de la Fe que Dios ha revelado se propuso como un invento filosófico para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De aquí que se han de retener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás hay que apartarse de él con color y nombre de más alta inteligencia» [Const. De Filius, c. 4]; con esto, sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la Fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo Concilio Vaticano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia» [L. c.].

    […] Sin embargo, quien les oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros Sagrados, en los que es dado descubrir tantas incongruencias, creerá que casi ningún hombre antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi infinita de doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de vida, los ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos sapientísimos doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas Escrituras, que cuanto más íntimamente las estudiaban, mayores gracias daban a Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores no estudiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los modernistas! Esto es, no tuvieron por maestra y guía a la filosofía que reconoce su origen en la negación de Dios, ni se eligieron a sí mismos por norma de criterio.

    […]

    Siendo esto así, podría sorprender en gran manera que entre católicos prevaleciera este linaje de crítica. Pero esto se explica por una doble causa: la alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión; además, la grandísima audacia con que todos unánimemente elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de ellos profiere y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían.

    […]

    Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la Religión católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de buena gana haber en ella muchas cosas que pueden ofender los ánimos. Y aun llegan a decir públicamente, con cierta mal disimulada delectación, que también en materia dogmática se hallan errores y contradicciones; aunque añadiendo que estas cosas no sólo admiten excusa, sino que se profirieron justa y legítimamente: afirmación que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de error; pero dicen que allí no se trata de Ciencia o de Historia, sino sólo de la Religión y las costumbres. Las Ciencias y la Historia son allí a manera de una envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño, de otra Ciencia o Historia más perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza son religiosos, necesariamente viven una vida; mas su vida tiene también su verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y hasta de un orden enteramente diverso, es a saber: la verdad de la adaptación y proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida, como al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar, sin ninguna atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo.

    Nosotros, ciertamente, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como «escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor» [Concilio Vatican., De revel., c. 2], aseguramos que todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agustín: «Una vez admitida en tan alta autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte de aquellos Libros que, si a alguien le parece, o difícil para las costumbres, o increíble para la Fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al propósito o a la condescendencia del autor que miente» [S. Agustín, Epist. 28]. De donde se seguirá, como añade el mismo Santo Doctor, «que en aquéllas (es a saber, en las Escrituras) cada cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no quiera».

    […] Quieren que se renueve la Filosofía, principalmente en los Seminarios: de suerte que, relegada la Escolástica a la Historia de la Filosofía, como uno de tantos Sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos la Filosofía Moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros tiempos.

    Para renovar la Teología, quieren que la llamada racional tome por fundamento la Filosofía Moderna, y exigen principalmente que la Teología positiva tenga como fundamento la Historia de los Dogmas. Reclaman también que la Historia se escriba y enseñe conforme a su método y a las modernas prescripciones.

    Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la Ciencia y la Historia.

    […]

    Las Congregaciones romanas deben, asimismo, reformarse, y, principalmente, las llamadas del Santo Oficio y del Índice.

    […]

    Con razón escribió Gregorio XVI, predecesor nuestro: «Es muy deplorable hasta qué punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento de novedades, y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe buscar la verdad fuera de la Iglesia Católica, en la cual se halla sin el más mínimo sedimento de error» [Enc. Singulari Nos].

    […]

    Tres son principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la Tradición, el Magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y desprecian la Filosofía y Teología escolástica, y, ya hagan esto por ignorancia, o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico, y no hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que comenzar a aborrecer el método escolástico. Recuerden los modernistas y sus partidarios la condenación con que Pío IX estimó que debía reprobarse la opinión de los que dicen: «El método y los principios con los cuales los antiguos doctores escolásticos cultivaron la Teología no corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni al progreso de la Ciencia» [Syll., Prop. 13].

    Por lo que toca a la Tradición, se esfuerzan astutamente en pervertir su naturaleza y su importancia, a fin de destruir su peso y autoridad. Pero esto, no obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del Concilio II de Nicea, que condenó «a aquéllos que osan (…), conformándose con los criminales herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier novedad (…), o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las legítimas tradiciones de la Iglesia Católica». Estará en pie la profesión del Concilio IV Constantinopolitano: «Así pues, profesamos conservar y guardar las reglas que la Santa, Católica y Apostólica Iglesia ha recibido, así de los santos y celebérrimos Apóstoles como de los Concilios ortodoxos, tanto universales como particulares, como también de cualquier Padre inspirado por Dios y Maestro de la Iglesia». Por lo cual, los Pontífices Romanos Pío IV y Pío IX decretaron que en la Profesión de la Fe se añadiera también lo siguiente: «Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y las demás observaciones y constituciones de la misma Iglesia».

    Ni más respetuosamente que sobre la Tradición sienten los modernistas sobre los santísimos Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen públicamente, como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente ignorantes de la Crítica y de la Historia: si no fuera por la época en que vivieron, serían inexcusables.

    Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y debilitar la autoridad del mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen, naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los adversarios contra ella. Cuadra, pues, al clan de los modernistas, lo que tan apenado escribió nuestro predecesor: «Para hacer despreciable y odiosa a la Mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los hijos de las tinieblas acostumbraron a atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza y la razón de los nombres y de las cosas, amiga de la oscuridad, fautora de la ignorancia, y enemiga de la luz y progreso de las Ciencias» [Motu Prop. Ut mysticam, 11 Marzo 1891].

    […]

    Sobre las Disciplinas Profanas, baste recordar lo que sapientísimamente dijo nuestro predecesor: «Trabajad animosamente en el estudio de las cosas naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas» [Alloc. 7 Marzo 1880]. Pero hagamos esto sin daño de los Estudios Sagrados, lo cual avisa nuestro mismo predecesor, continuando con estas gravísimas palabras: «La causa de los cuales errores, quien diligentemente la investigare, hallará que consiste principalmente en que, en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con que se cultivan las Ciencias Naturales, tanto más han decaído las disciplinas más graves y elevadas, de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; otras se tratan con negligencia y superficialmente, y (cosa verdaderamente indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas perversas y con las más audaces opiniones» [L. c.]. Mandamos, pues, que los estudios de las Ciencias Naturales se conformen a esta regla en los Sagrados Seminarios.

    […]

    Cualesquiera que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos; asimismo, los que descubierta o encubiertamente favorecen al modernismo, ya alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya censurando la Escolástica, o a los Padres, o al Magisterio eclesiástico, o rehusando la obediencia a la potestad eclesiástica en cualquiera que residiere, y no menos los amigos de novedades en la Historia, la Arqueología o los Estudios Bíblicos, así como los que descuidan la Ciencia Sagrada o parecen anteponerle las Profanas.

    […]

    Ni hay que formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres, por lo demás, sin mala intención; pero que, ignorantes de la Ciencia Teológica y empapados de la Filosofía Moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la Fe, pretendiendo, como dicen, promover la Fe por este camino. Tales escritos, que se leen sin temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores, tienen mayor peligro para inducir paulatinamente al modernismo.

  5. #25
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 23

    Encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de Septiembre de 1920, del Papa Benedicto XV


    Ahora bien: San Jerónimo enseña que con la divina inspiración de los Libros Sagrados y con la suma autoridad de los mismos, va necesariamente unida la inmunidad y ausencia de todo error y engaño; lo cual había aprendido en las más célebres escuelas de Occidente y de Oriente, como recibido de los Padres y comúnmente aceptado. Y, en efecto, como, después de comenzada por mandato del Pontífice Dámaso la corrección del Nuevo Testamento, algunos «hombrecillos» le echaran en cara que había intentado «enmendar algunas cosas en los Evangelios contra la autoridad de los mayores y la opinión de todo el mundo», respondió en pocas palabras que no era de mente tan obtusa ni de ignorancia tan crasa que pensara habría en las palabras del Señor algo que corregir o no divinamente inspirado [Ep. 27, 1, 1s.]. Y, exponiendo la primera visión de Ezequiel sobre los cuatro Evangelios, advierte: «Admitirá que todo el cuerpo y el dorso están llenos de ojos quien haya visto que no hay nada en los Evangelios que no luzca e ilumine con su resplandor el mundo, de tal manera que hasta las cosas consideradas pequeñas y despreciables brillen con la majestad del Espíritu Santo» [In Ez. 1, 15ss.].

    Y lo que allí afirma de los Evangelios confiesa de las demás «palabras de Dios» en cada uno de sus comentarios, como norma y fundamento de la exégesis católica; y por esta nota de verdad se distingue, según San Jerónimo, el auténtico profeta del falso [In Mich., 2, 11s.; 3, 5ss.]. Porque «las palabras del Señor son verdaderas, y su decir es hacer» [In Mich., 4, 1ss.]. Y así, «la Escritura no puede mentir» [In Ier., 31, 35ss.], y no se puede decir que la Escritura engañe [In Nah., 1, 9], ni admitir siquiera en sus palabras el solo error de nombre [Ep., 57, 7, 4].

    Añade, asimismo, el Santo Doctor que «considera distintos a los Apóstoles de los demás escritores» profanos; «que aquéllos siempre dicen la verdad, y éstos en algunas cosas, como hombres, suelen errar» [Ep., 82, 7 ,2]; y aunque en las Escrituras se digan muchas cosas que parecen increíbles [Ep., 72, 2, 2], con todo, son verdaderas; en esta «palabra de verdad» no se pueden encontrar ni cosas ni sentencias contradictorias entre sí, «nada discrepante, nada diverso» [Ep., 18, 7, 4; cf. Ep., 46, 6, 2]; por lo cual, «cuando las Escrituras parezcan entre sí contrarias, lo uno y lo otro es verdadero aunque sea diverso» [Ep., 36, 11, 2]. Estando como estaba firmemente adherido a este principio, si aparecían en los Libros Sagrados discrepancias, Jerónimo aplicaba todo su cuidado y su inteligencia a resolver la cuestión; y si no consideraba todavía plenamente resuelta la dificultad, volvía de nuevo y con agrado sobre ella cuando se le presentaba la ocasión, aunque no siempre con mucha fortuna. Pero nunca acusaba a los hagiógrafos de error, ni siquiera levísimo, «porque esto –decía– es propio de los impíos, de Celso, de Porfirio, de Juliano» [Ep., 57, 9, 1]. En lo cual coincide plenamente con San Agustín, quien, escribiendo al mismo Jerónimo, dice que sólo a los Libros Sagrados suele conceder la reverencia y el honor de creer firmemente que ninguno de sus Autores haya cometido ningún error al escribir, y que, por lo tanto, si encuentra en las Escrituras algo que parezca contrario a la verdad, no piensa eso, sino que, o bien el códice está equivocado, o que está mal traducido, o que él no lo ha entendido; y añade: «Y no creo que tú, hermano mío, pienses de otro modo; no puedo en manera alguna pensar que tú quieras que se lean tus libros como los de los Profetas y Apóstoles, de cuyos escritos sería un crimen dudar que estén exentos de todo error» [S. Aug., Ad Hieron., inter epist. S. Hieron., 116, 3].

    Con esta doctrina de San Jerónimo se confirma e ilustra maravillosamente lo que nuestro predecesor de feliz memoria León XIII dijo, declarando solemnemente la antigua y constante fe de la Iglesia sobre la absoluta inmunidad de cualquier error por parte de las Escrituras: «Está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad Suma, no sea autor de ningún error». Y después de aducir las definiciones de los Concilios Florentino y Tridentino, confirmadas por el Vaticano, añade: «Por lo cual, nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al Autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque Él de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que Él quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, Él no sería el Autor de toda la Sagrada Escritura» [Litt. Enc. Providentissimus Deus].

    Aunque estas palabras de nuestro predecesor no dejan ningún lugar a dudas ni a tergiversaciones, es de lamentar, sin embargo, venerables hermanos, que haya habido, no solamente entre los de fuera, sino incluso entre los hijos de la Iglesia Católica, más aún –y esto atormenta especialmente nuestro espíritu–, entre los mismos Clérigos y Maestros de las Sagradas Disciplinas, quienes, aferrándose soberbiamente a su propio juicio, hayan abiertamente rechazado u ocultamente impugnado el Magisterio de la Iglesia en este punto. Ciertamente aprobamos la intención de aquéllos que, para librarse y librar a los demás de las dificultades de la Sagrada Biblia, buscan, valiéndose de todos los recursos de las Ciencias y del Arte Crítica, nuevos caminos y procedimientos para resolverlas; pero fracasarán lamentablemente en esta empresa si desatienden las direcciones de nuestro predecesor y traspasan las barreras y los límites establecidos por los Padres.

    En estas prescripciones y límites de ninguna manera se mantiene la opinión de aquéllos que, distinguiendo entre el elemento primario o religioso de la Escritura y el secundario o profano, admiten de buen grado que la inspiración afecta a todas las sentencias, más aún, a cada una de las palabras de la Biblia, pero reducen y restringen sus efectos, y sobre todo la inmunidad de error y la absoluta verdad, a sólo el elemento primario o religioso. Según ellos, sólo es intentado y enseñado por Dios lo que se refiere a la Religión; y las demás cosas, que pertenecen a las disciplinas profanas y que sólo como vestidura externa de la verdad divina sirven a la doctrina revelada, son simplemente permitidas por Dios y dejadas a la debilidad del escritor. Nada tiene, pues, de particular, que en las materias físicas, históricas y otras semejantes se encuentren en la Biblia muchas cosas que no es posible conciliar en modo alguno con los progresos actuales de las Ciencias. Hay quienes sostienen que estas opiniones erróneas no contradicen en nada a las prescripciones de nuestro predecesor, el cual declaró que el hagiógrafo, en las cosas naturales, habló según la apariencia externa, sujeta a engaño.

    Cuán ligeramente y falsamente se afirme esto, aparece claramente por las mismas palabras del Pontífice. Pues ninguna mancha de error cae sobre las Divinas Letras por la apariencia externa de las cosas –a la cual muy sabiamente dijo León XIII, siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, que había que atender–, toda vez que es un axioma de sana Filosofía que los sentidos no se engañan en la percepción de esas cosas que constituyen el objeto propio de su conocimiento. Aparte de esto, nuestro predecesor, sin distinguir para nada entre lo que llaman elemento primario y secundario, y sin dejar lugar a ambigüedades de ningún género, claramente enseña que está muy lejos de la verdad la opinión de los que piensan «que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho»; e igualmente enseña que la divina inspiración se extiende a todas las partes de la Biblia sin distinción, y que no puede darse ningún error en el texto inspirado: «Pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el Autor Sagrado haya cometido error».

    Y no discrepan menos de la doctrina de la Iglesia –comprobada por el testimonio de San Jerónimo y de los demás Santos Padres– los que piensan que las partes históricas de la Escritura no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y hasta se atreven a deducirlo de las palabras mismas de León XIII, cuando dijo que se podían aplicar a las disciplinas históricas los principios establecidos a propósito de las cosas naturales. Así defienden que los hagiógrafos, como en las cosas físicas hablaron según lo que aparece, de igual manera, desconociendo la realidad de los sucesos, los relataron según constaban por la común opinión del vulgo o por los testimonios falsos de otros, y ni indicaron sus fuentes de información ni hicieron suyas las referencias ajenas.

    ¿Para qué refutar extensamente una cosa tan injuriosa para nuestro predecesor y tan falsa y errónea? ¿Qué comparación cabe entre las cosas naturales y la Historia, cuando las descripciones físicas se ciñen a las cosas que aparecen sensiblemente y deben, por lo tanto, concordar con los fenómenos, mientras, por el contrario, es ley primaria en la Historia que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente acaecieron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo podría quedar a salvo aquella verdad inerrante de la narración sagrada que nuestro predecesor, a lo largo de toda su Encíclica, declara deber mantenerse?

    Y si afirma que se debe aplicar a las demás disciplinas, y especialmente a la Historia, lo que tiene lugar en la descripción de los fenómenos físicos, no lo dice en general, sino solamente intenta que empleemos los mismos procedimientos para refutar las falacias de los adversarios y para defender contra sus ataques la veracidad histórica de la Sagrada Escritura.

    Y ojalá se pararan aquí los introductores de estas nuevas teorías; porque llegan hasta invocar al Doctor Estridonense en defensa de su opinión, por haber enseñado que la veracidad y el orden de la Historia en la Biblia se observa, «no según lo que era, sino según lo que en aquel tiempo se creía», y que tal es precisamente la regla propia de la Historia [In Ier. 23, 15s.]; In Mt. 14, 8; Adv. Helv. 4]. Es de admirar cómo tergiversan en esto, a favor de sus teorías, las palabras de Jerónimo. Porque, ¿quién no ve que San Jerónimo dice, no que el hagiógrafo en la relación de los hechos sucedidos se atenga, como desconocedor de la verdad, a la falsa opinión del vulgo, sino que sigue la manera común de hablar en la imposición de nombres a las personas y a las cosas? Como cuando llama padre de Jesús a San José, de cuya paternidad bien claramente indica todo el contexto de la narración qué es lo que piensa. Y la verdadera ley de la Historia para San Jerónimo es que, en estas designaciones, el escritor, salvo cualquier peligro de error, mantenga la manera de hablar usual, ya que el uso tiene fuerza de ley en el lenguaje.

    ¿Y qué decir cuando nuestro autor propone los hechos narrados en la Biblia al igual que las doctrinas que se deben creer con la fe necesaria para salvarse? Porque en el comentario de la Epístola a Filemón se expresa en los siguientes términos: «Y lo que digo es esto: el que cree en Dios Creador, no puede creer si no cree antes en la verdad de las cosas que han sido escritas sobre sus santos». Y después de aducir numerosos ejemplos del Antiguo Testamento, concluye que «el que no creyera en éstas y en las demás cosas que han sido escritas sobre los santos no podrá creer en el Dios de los santos» [In Philem. 4].

    Así pues, San Jerónimo profesa exactamente lo mismo que escribía San Agustín, resumiendo el común sentir de toda la antigüedad cristiana: «Lo que acerca de Henoc, de Elías y de Moisés atestigua la Escritura, situada en la máxima cumbre de la autoridad por los grandes y ciertos testimonios de su veracidad, eso creemos (…) Lo creemos, pues, nacido de la Virgen María, no porque no pudiera de otra manera existir en carne verdadera y aparecer ante los hombres (como quiso Fausto), sino porque así está escrito en la Escritura, a la cual, si no creyéramos, ni podríamos ser cristianos ni salvarnos» [S. Agust., Contra Faustum 26, 3s., 6s.].

    Y no faltan a la Escritura Santa detractores de otro género; hablamos de aquéllos que abusan de algunos principios –ciertamente rectos si se mantuvieran en sus justos límites– hasta el extremo de socavar los fundamentos de la verdad de la Biblia y destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres. Si hoy viviera San Jerónimo, ciertamente dirigiría contra éstos los acerados dardos de su palabra, al ver que, con demasiada facilidad, y de espaldas al sentido y al juicio de la Iglesia, recurren a las llamadas citas implícitas o a la narraciones sólo en apariencia históricas; o bien pretenden que en las Sagradas Letras se encuentren determinados géneros literarios, con los cuales no puede compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la Palabra Divina, o sostienen tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados, que comprometen y en absoluto destruyen su autoridad.

    ¿Y qué decir de aquéllos que, al explicar los Evangelios, disminuyen la fe humana que se les debe y destruyen la divina? Lo que Nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo piensan que no ha llegado hasta nosotros íntegro y sin cambios, como escrito religiosamente por testigos de vista y oído, sino que –especialmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere– en parte proviene de los evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, y en parte son referencias de los fieles de la generación posterior; y que, por lo tanto, se contienen en un mismo cauce aguas procedentes de dos fuentes distintas que por ningún indicio cierto se pueden distinguir entre sí. No entendieron así Jerónimo, Agustín y los demás Doctores de la Iglesia la autoridad histórica de los Evangelios, de la cual «el que vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis» [Jn, 19, 35]. Y así, San Jerónimo, después de haber reprendido a los herejes que compusieron los evangelios apócrifos por «haber intentado ordenar una narración más que tejer la verdad de la Historia» [In Mt. prol.], por el contrario, de las Escrituras canónicas escribe: «A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido escritas» [Ep. 78, 1, 1; cf. In Mc. 1, 13-31], coincidiendo una vez más con San Agustín, que, hablando de los Evangelios, dice: «Estas cosas son verdaderas y han sido escritas de Él fiel y verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos en la verdad y no engañados con mentiras» [S. Agust., Contra Faustum, 26, 8].

    Ya veis, venerables hermanos, con cuánto esfuerzo habéis de luchar para que la insana libertad de opinar, que los Padres huyeron con toda diligencia, sea no menos cuidadosamente evitada por los hijos de la Iglesia. Lo que más fácilmente conseguiréis si persuadiereis a los clérigos y seglares que el Espíritu Santo encomendó a vuestro gobierno, que Jerónimo y los demás Padres de la Iglesia aprendieron esta doctrina sobre los Libros Sagrados en la escuela del mismo Divino Maestro, Cristo Jesús.

  6. #26
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 24

    Encíclica Divino Afflante Spiritu, de 30 de Septiembre de 1943, del Papa Venerable Pío XII


    El primero y sumo empeño de León XIII fue exponer la doctrina de la verdad contenida en los Sagrados Volúmenes y vindicarlos de las impugnaciones. Así fue que, con graves palabras, declaró que no hay absolutamente ningún error cuando el hagiógrafo, hablando de cosas físicas, «se atuvo (en el lenguaje) a las apariencias de los sentidos», como dice el Angélico [Cf. q. 70, a. 1, ad 3], expresándose «o en sentido figurado o según la manera de hablar de aquellos tiempos, que aún hoy rige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos». Añadiendo que ellos, «los Escritores Sagrados, o, por mejor decir –son palabras de San Agustín [De Gen. ad litt., 2, 9, 20]–, el Espíritu de Dios, que por ellos hablaba, no quiso enseñar a los hombres esas cosas –a saber, la íntima constitución de las cosas visibles– que nada servían para su salvación» [Litt. Enc. Providentissimus Deus], lo cual «útilmente ha de aplicarse a las disciplinas allegadas, principalmente a la Historia», es a saber, refutando «de modo análogo las falacias de los adversarios» y defendiendo «de sus impugnaciones la fidelidad histórica de la Sagrada Escritura» [Litt. Enc. Spiritus Paraclitus]. Y que no se ha de imputar el error al Escritor Sagrado si «en la transcripción de los códices se les escapó algo menos exacto a los copistas» o si «queda oscilante el sentido genuino de algún pasaje». Por último, que no es lícito en modo alguno, «o restringir la inspiración de la Sagrada Escritura a algunas partes tan sólo, o conceder que erró el mismo Sagrado Escritor», siendo así que la divina inspiración «por sí misma no sólo excluye todo error, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad absoluta con la que es necesario que Dios, Verdad Suma, no sea en modo alguno autor de ningún error. Ésta es la antigua y constante Fe de la Iglesia» [Litt. Enc. Providentissimus Deus].

  7. #27
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 25

    Fuente: ABC, 20 de Octubre de 1965, páginas 42 y 45.



    LA IGLESIA Y GALILEO


    Con relativa frecuencia, aquí o allá, en libros, periódicos, revistas o conferencias, aparece la condenación de Galileo, y siempre como borrón y motivo de bochorno para la Iglesia, que, con ello, según sus detractores, se hizo acreedora de los más duros calificativos.

    Galileo es un genio; no se discute. Pero Galileo descubre el isocronismo de las oscilaciones del péndulo, las fases de Venus, la composición de Saturno, la constitución de la Vía Láctea, la rotación del Sol mediante la observación de las manchas solares, etcétera, etcétera; y, ni la Iglesia interviene en tales cuestiones científicas, ni pasa nada. El escándalo se origina cuando Galileo recoge la hipótesis de Copérnico, la hace suya, sostiene que la Tierra gira alrededor del Sol y al mismo tiempo sobre su eje, y busca toda clase de argumentos para defender su tesis.

    Lo primero que ocurre –antes de que la Iglesia intervenga– es que aparecen por doquier adversarios de su teoría, como aparecen siempre que un hombre genial viene a trastocar ideas y opiniones inveteradas; y Galileo viene a destruir las ideas peripatéticas que dominaban en este campo de la Física. Estos detractores surgen siempre que un innovador científico expone sus teorías: las academias continentales se opusieron a reconocer la gravitación universal de Newton; Louis Pasteur tropezó con la hostilidad oficial de París; y así podríamos multiplicar los ejemplos, sin olvidar que Anaxágoras tuvo que huir de Atenas, su patria, por haber dicho que la Luna era mayor que el Peloponeso.

    Así pues, Galileo no consigue convencer a sus contemporáneos de que existe el fenómeno de la rotación de la Tierra. Él –y esto es tan importante que conviene no olvidarlo– cree que la Tierra gira, pero “no puede demostrarlo”; porque él vive entre los años 1564 y 1642, y, hasta que Bradley, en 1728, no explica el fenómeno de la aberración de la luz, el sistema de Copérnico está sin demostrar experimentalmente; y, hasta que en 1851 Foucault hace su célebre experiencia bajo la cúpula del Panteón, en París, la rotación de la Tierra está sin demostrar.

    Galileo, por tanto, “no puede demostrar” su tesis porque no tiene prueba alguna que justifique el sistema heliocéntrico. Tiene una hipótesis, y nada más; y el hecho de que, posteriormente, se haya comprobado y demostrado su exactitud, no altera lo más mínimo la situación real de que, a principios del siglo XVII, la hipótesis de Galileo fuera rechazada por todos los “sabios” de la época. Y como Galileo trata de presentar “pruebas” que no resisten el más ligero examen, y como se siente objeto de burlas, humillado y vejado, se lanza, con notoria imprudencia, a buscar “pruebas” de su teoría haciendo una exégesis, “suya” y nueva, de la Sagrada Escritura.

    He aquí la bomba. Acordémonos de que la herejía protestante no estaba, ni mucho menos, lejana. Acordémonos también de la lucha que la Iglesia tenía que sostener contra el “libre examen”, y pensemos en el revuelo que tuvo que provocar Galileo con una exégesis “suya”. ¿Qué tiene de extraño que, entonces, la Iglesia intervenga en la disputa? Obsérvese que no interviene atraída por una cuestión científica, sino por una cuestión exegética de la Sagrada Escritura. Y como la interpretación del Génesis hecha por Galileo (del Pentateuco en general) es un puro desatino, la Iglesia “condena justamente” la conducta de Galileo.

    Lo lamentable y triste del caso está en que, como las pasiones andaban desatadas, quienes condenaron a Galileo no se limitaron a condenar tan sólo su conducta, sino que cometieron una falta de lógica, porque razonaron, poco más o menos, de la siguiente manera:

    “La Biblia, ni es un libro o conjunto de libros científicos, ni puede ser utilizada como tal; la Biblia no puede ser interpretada libremente. Es así que Galileo ha utilizado la Biblia como libro científico, y la ha interpretado libremente, tratando de fundamentar en ella su teoría… luego, Galileo, al utilizar la Biblia como libro científico, y al interpretarla libremente, ha cometido un error condenable, y su teoría es errónea”.

    La primera parte de la conclusión es cierta; pero salta a la vista que la segunda parte, que he subrayado, es falsa, porque, por una cuestión accidental o formalmente defectuosa, como es la licitud de las pruebas, no se puede enjuiciar una cuestión esencial o de fondo, como es la verdad o el error que contenga en sí misma la teoría que se defiende.

    Desgraciadamente, así se hizo, con menosprecio de la prudencia y olvido de la lógica; lo que nos enseña, una vez más, que ni siquiera los hombres que deberían ser más cabales están exentos de flaquezas. Por esta falta de cordura no se puede, ciertamente, felicitar a los jueces de Galileo, pero tampoco es prudente olvidar que los que así actuaron tenían que estar influidos, en mayor o menor grado, por el ambiente en que desarrollaban su tarea, y este ambiente era diametralmente opuesto a Galileo. ¿Acaso no gustaría hoy a muchos que los Padres Conciliares prestaran atención a la “opinión pública”, y, sobre todo, al “común sentir de los expertos”…? Pues piénsese que, en aquel entonces, el “común sentir de los expertos” estaba decididamente en contra de Galileo; y la “opinión pública”, cargada de pasiones y animada de recelos. ¿Es que ahora es válido el “común sentir de los expertos”, y entonces no lo era? ¿Es que la “opinión pública” de aquel siglo era lerda, y la de éste es sabia? Dejo al buen entendedor la contestación a estas preguntas.

    Lo que no admite dudas es que es justo reconocer que la Iglesia tuvo que intervenir en el asunto Galileo porque se vio forzada a ello; que no intervino por una cuestión científica, sino por un motivo doctrinal; y que hizo bien en afirmar y proclamar, una vez más, que, ni la Biblia es un conjunto de libros científicos, ni la Sagrada Escritura se puede interpretar al gusto de cada uno.

    Cabe, pues, decir que la postura de quienes, en nombre de la Iglesia, intervinieron en el proceso de Galileo, estuvo acertada en todo cuanto atañe al aspecto religioso de la cuestión; y también lo estuvo, en el aspecto científico, al declarar que aquellas “pruebas” presentadas por Galileo no probaban nada. Y tan sólo se cometió un error de lógica al enjuiciar la teoría basándose en la nulidad de las pruebas.

    ¿Por qué vituperar a la Iglesia aprovechando el “caso Galileo”, y no a los medios científicos oficiales de París por el “caso Pasteur”? Porque, si bien se mira, la Iglesia estuvo acertada en el terreno religioso, y cometió un error en el científico; pero en el “caso Pasteur” no había cuestión religiosa, era puramente científica, y los medios científicos oficiales de París no acertaron en nada. Sin embargo, se airea el “caso Galileo”, y se silencia el “caso Pasteur”. ¿Por qué esta falta de ecuanimidad al juzgar?



    Juan Bonelli

    Presidente de la Asociación de Ingenieros Geógrafos

  8. #28
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 26

    Fuente: Cruzado Español, Números 197 – 200, 15 de Julio de 1966, páginas 20 – 21.



    La Iglesia y Galileo

    Por E. Guerrero, S. J.


    Nunca me ha causado extrañeza, aunque sí gran dolor, que los enemigos de la Iglesia se aprovechen del lamentable suceso de la condenación de Galileo para combatir a la misma Iglesia y al Papa, desacreditando su Magisterio.

    Pero mayor pena me causa hoy que tantos católicos desorbiten la realidad histórica, interpretándola en un sentido que no tiene, escandalizándose ellos mismos por causa de esa falsa interpretación, y emocionándose hasta pedir mil perdones al Mundo de la Ciencia por la ofensa y el dolor inferidos a uno de sus más ilustres representantes…

    Si esos católicos se hubieran afanado algo más por conocer exactamente la acción condenatoria del Tribunal del Santo Oficio, esto es, su preciso significado, y, movidos del amor filial que deben tener a su Madre la Iglesia, hubieran decidido a toda costa no imputarle errores que no sean manifiestos e indiscutibles, no nos ofrecerían el espectáculo de estar contribuyendo a la injusta infamia del Magisterio con que Ella nos guía hacia la verdad de Cristo.

    En el § VI del Cap. III de un libro mío: «Disciplina social y obediencia cristiana», trato de poner en claro este asunto, y, como puede comprobar quien lo leyere, quedan allí bien afirmadas las conclusiones de Bonelli en su artículo de ABC, 20-10-65, transcrito en el nº. 22 del Boletín del CIO. Pero, a fin de precisar algo más algunas de ellas, me permitiré extractar la sustancia de mi razonamiento.

    1. Galileo no demostraba la tesis de Copérnico. Es cierto que exhibía como pruebas una explicación de las mareas, y de la parada y retroceso de los planetas, y del desplazamiento de las manchas solares. Pero su argumentación era casi unánimemente rechazada por los sabios del tiempo como ineficaz, y lo era en efecto. No podía, pues, considerarse más que como hipótesis la posición de Galileo sobre el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, no como verdad definitiva. Porque es contrario a la razón tener por cierto lo que como tal no se prueba, ni por intuición o evidencia inmediata, ni por apodíctica demostración. El mismo Galileo reconocía que sus argumentos no eran contundentes.

    2. En tal estado de opinión pública científica sobre la doctrina de Copérnico, meramente probable y no cierta, no era tampoco razonable tomarla como fundamento para dar a la Escritura un sentido contrario al tradicional y obvio, con carácter de único posible. Al revés, lo prudente era mantener como más aceptable el antiguo, por ser el obvio, mientras las pruebas favorables a la nueva astronomía de Copérnico y Galileo no fueran decisivas. Precisamente porque entonces no lo eran, los ases de la astronomía de aquel tiempo: Tycho Brahe, Alejandro Tassoni, Cristóbal Scheiner, Antonio Delfín, Justo Lipsio…, estimaban contraria a la Escritura la opinión de Galileo, o, a lo menos, temeraria, ya que la Escritura ha de ser entendida en su sentido natural y literal, mientras no conste con certeza otra cosa; y ese sentido era que el Sol se movía, puesto que, según dice, en el caso de Josué se paró: stetit itaque Sol

    3. Obraba, pues, contra la prudencia, y contra el respeto debido a la misma Sagrada Escritura, Galileo, cuando él, no teólogo, no escriturista, y aún no poseedor de argumentos científicos sólidos y decisivos, exigía que se interpretara la Escritura contrariando a su sentido literal, cuando aún no constaba que así lo exigiera la verdad objetiva científica. Amén de faltar a la prudencia, y al respeto de la Sagrada Escritura, faltaba a la obediencia, ya que la autoridad competente le había amonestado repetidas veces que siguiera buscando pruebas sólidas de su opinión astronómica, pero se abstuviera de condicionar con ésta el sentido de la Escritura mientras no las hallara. Y, en realidad, ese comportamiento imprudente, irrespetuoso y desobediente, es el que condenó el Santo Oficio. ¡Nada más!

    4. Que en las esferas eclesiásticas hubiera entonces la debida apertura para no oponerse al progreso científico, ni, en particular, a una plena victoria de Copérnico, lo muestran con evidencia textos memorables.

    Belarmino –nada menos que Belarmino– escribía a Foscarini:

    «Digo que, si existe una verdadera demostración de que la Tierra se mueve, será necesaria circunspección en la exégesis de los pasajes escriturísticos que parecen contrarios a este movimiento, y decir que no los entendemos, antes que declarar falso lo demostrado. Pero yo no creeré en la existencia de tal demostración antes de verla hecha; y, en caso de duda, no se debe abandonar la interpretación tradicional».

    Y concordaba el P. Grienberger, jesuita del Colegio Romano, escribiendo a Monseñor Dini, gran amigo de Galileo:

    «Que empiece Galileo por traernos pruebas convincentes (del movimiento de la Tierra alrededor del Sol), y en seguida podrá libremente hablar de la Sagrada Escritura».

    El. P. Honorato Fabri, también jesuita, Penitenciario de la Basílica Vaticana, escribía a cierto partidario de la doctrina de Copérnico:

    «Más de una vez se ha preguntado a vuestros corifeos si poseen alguna demostración del movimiento de la Tierra. Nunca se han atrevido a aseverarlo. Por tanto, nada impide que la Iglesia entienda aquellos pasajes de la Escritura en su sentido literal, y declare que así deben ser entendidos, mientras no se demuestre lo contrario. Pero si, por ventura, tal demostración excogitareis con el tiempo…, entonces no cavilará la Iglesia en declarar que los referidos pasajes deben interpretarse en sentido figurado, como aquel dicho del poeta: terraeque urbesque recedunt».

    Porque ya estaba vigente desde antiguo aquel sabio principio de hermenéutica expresamente formulado por San Agustín y Santo Tomás, a saber, que, de los fenómenos de la Naturaleza, la Escritura habla como hablan los coetáneos de los autores inspirados, y, por lo mismo, según las apariencias de las cosas y las ideas del tiempo, y no pretende darnos lecciones de Astronomía ni de ninguna otra ciencia, sino sólo de los misterios de la Redención y Salvación. Si las ideas astronómicas vulgares hubieran sido, al escribirse el libro de Josué, que la Tierra se movía y el Sol estaba fijo, en lugar de stetit itaque Sol… hubiera dicho: stetit itaque Terra…, porque se trataba de expresar que el poder divino maravillosamente alargó el tiempo de luz necesaria o útil para acabar felizmente la batalla de Bethoron.

    Tanto más cuanto que, como era bien sabido, podíamos tener las mismas experiencias vulgares moviéndose el Sol o moviéndose la Tierra, como ya reconocieron Santo Tomás y tantos otros escritores antiguos.

    Al condenar, pues, la Congregación del Santo Oficio, a Galileo, y prohibirle enseñar como cierta la doctrina de Copérnico, tomó una medida disciplinar justísima y necesaria, pero no definió ni enseñó formalmente la doctrina de la inmovilidad de la Tierra: sólo se condenó una conducta temeraria y rebelde, y se prescribieron normas de acción. Al aprobar el Papa aquellos Decretos, no les dio –él solo podía darles– carácter de una definición, ni de una formal enseñanza doctrinal. Las frases contenidas en los considerandos de la Sentencia, en que se expresa que la doctrina del movimiento de la Tierra es falsa y contraria a la Escritura, han de entenderse en el ambiente antes descrito, o sea, como expresión de que, mientras no se dieran razones apodícticas del movimiento de la Tierra, era imprudente todavía erigir la doctrina copernicana en norma de la interpretación de la Escritura.

    Ojalá esas frases hubieran sido sustituidas por otras; pero no incurramos en suma ligereza sacándolas de su contexto histórico, y convirtiéndolas en justificantes de estúpidas lamentaciones, y de hiperbólicos arrepentimientos de la Iglesia, que, a la verdad, en eso, bien poco tiene de qué arrepentirse.

    Me imagino que esos grandes hombres antes citados, y aun todos los del ambiente de aquella Roma de los tiempos de Galileo, en los trescientos cincuenta años de vida ultraterrena, habrán visto con especial claridad que la condenación de Galileo no debió dar juego, ni para las malignas interpretaciones y acusaciones de los enemigos de la Iglesia, ni para la confusión y turbación de tantos católicos. Si los unos hubieran sido menos apasionados, y los otros más cultos, jamás se habría formado ni mantenido la trágica leyenda; y el progresismo moderno carecería de un argumento más para cohonestar esas actitudes de humildad que, a veces, implican una injusta crítica de su Madre, la Santa Iglesia de Cristo.

    Consideraciones semejantes podrían hacerse sobre la aparatosa contrición con que algunos se golpean el pecho –y quieren que se lo golpee la Iglesia– por las guerras que, indiscriminadamente, llaman “de religión”, sin precisar jamás qué entienden por “guerra de religión”, y cubriendo con ese término equívoco nuestra Reconquista, las Cruzadas, las luchas contra los albigenses, contra los protestantes y contra los turcos, y aun las intervenciones armadas en la obra de colonización del Continente americano y de tantas regiones de Asia y de Oceanía.

    Como si no pudiera haber guerras justas en defensa de intereses religiosos, pudiendo haberlas para defender, servatis servandis, intereses materiales; y como si en las antes mencionadas no hubiera habido motivos económicos y políticos, y diversas razones que, independientemente de la religión en sí, fueron a veces su verdadera causa, y causa justificante… Lo único que en esta materia no es lícito, es tratar de imponer por la violencia coactiva la fe, aunque sea la verdadera, que ha de abrazarse por propia convicción y con plena libertad física. Pero, ¿cuándo la Iglesia Católica ha provocado o aprobado una guerra con esa finalidad?

  9. #29
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 27

    Vicisitudes en torno a la publicación del manuscrito del Obispo Pio Paschini, titulado Vita e Opere di Galileo Galilei, que fue terminado en 1945, y salió a la luz finalmente en 1964


    Juicio a la Historia. El Affair Paschini (1941 – 1979), en Polis, Revista Latinoamericana, 12/2005.


    Caso Paschini.pdf

  10. #30
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 28

    Discurso del Cardenal Paul Poupard, enunciando las conclusiones de la Comisión creada por Juan Pablo II para el estudio de los sucesos históricos en torno a la Iglesia y el copernicanismo



    Intervención del Cardenal Poupard, Presidente del Consejo Pontificio para la Cultura, como conclusión de los trabajos de la Comisión Especial instituida por Juan Pablo II, en la Asamblea Plenaria de la Academia Pontifica de Ciencias, 31 de Octubre de 1992



    Santísimo Padre:

    Hace trece años, al recibir a la Academia Pontifica de Ciencias, en esta misma Sala Regia, con ocasión del primer centenario de Albert Einstein, dirigió la atención del mundo de la cultura y de la Ciencia hacia otro sabio, Galileo Galilei.

    1. Deseaba que se llevara a cabo una investigación interdisciplinar acerca de las difíciles relaciones de Galileo con la Iglesia. Y para ello, el 3 de Julio de 1981, creó una Comisión Pontificia para el estudio de la controversia entre las teorías de Ptolomeo y Copérnico en los siglos XVI y XVII, en la que se insertaba el caso de Galileo, confiando al Cardenal Garrone la misión de coordinar las investigaciones. A mí me pidió que le redactara un Informe.

    Esta Comisión estaba constituida por cuatro grupos de trabajo, con los siguientes responsables: el Cardenal Carlo María Martini para la Sección Exegética; yo para la Sección Cultural; el Profesor Carlos Chagas y el Padre George Coyne para la Sección Científica y Epistemológica; y Mons. Michele Maccarrone para las cuestiones históricas y jurídicas. El Padre Enrico di Rovasenda fue nombrado Secretario.

    El objetivo de estos grupos consistía en responder a las expectativas del mundo de la Ciencia y de la cultura con respecto a la cuestión de Galileo, volver a analizar todo el caso, con plena fidelidad a los hechos históricos establecidos y de acuerdo con las doctrinas y la cultura de la época, así como reconocer lealmente, en el espíritu del Concilio Ecuménico Vaticano II, los errores y las razones, vinieren de donde vinieren.

    No se trataba de revisar un proceso, sino de llevar a cabo una reflexión serena y objetiva, teniendo en cuenta la coyuntura histórico-cultural.

    La investigación fue larga, exhaustiva y realizada en todos los campos involucrados. Y el conjunto de los estudios, memorias y publicaciones de la Comisión han suscitado, por lo demás, numerosos trabajos en diversos medios.

    2. La Comisión se planteó tres preguntas: ¿Qué sucedió? ¿Cómo sucedió? y ¿Por qué los hechos sucedieron así? Las respuestas a esas tres preguntas, fundadas en el examen crítico de los textos, esclarecen puntos importantes.

    La edición crítica de los documentos, y, en especial, de algunos textos conservados en el Archivo Secreto Vaticano, permite consultar fácilmente, y con todas las garantías deseables, el dossier completo de los dos procesos, y, en particular, los Informes detallados de los interrogatorios a que fue sometido Galileo.

    La publicación de la declaración del Cardenal Belarmino a Galileo, unida a la de otros documentos, esclarece el horizonte intelectual de ese personaje-clave de todo el asunto.

    La elaboración y publicación de una serie de estudios han esclarecido el contexto cultural, filosófico y teológico del siglo XVII, y han favorecido una mejor comprensión de las actitudes de Galileo con respecto a los Decretos del Concilio de Trento y a las orientaciones exegéticas de su tiempo, haciendo posible una apreciación ponderada de la inmensa literatura dedicada a Galileo, desde el Siglo de las Luces hasta nuestros días.

    El Cardenal Roberto Belarmino ya había expuesto, en una carta del 12 de Abril de 1615, dirigida al carmelita Foscarini, las dos auténticas cuestiones suscitadas por el Sistema de Copérnico:

    Primera: ¿La astronomía copernicana es verdadera, en el sentido de estar apoyada por pruebas reales y verificables? ¿O se basa sólo en conjeturas y verosimilitudes?

    Segunda: ¿Las tesis copernicanas son compatibles con las afirmaciones de la Sagrada Escritura?

    Según Roberto Belarmino, mientras no hubiera pruebas de que la Tierra giraba en una órbita en torno al Sol, era necesario interpretar con gran circunspección los pasajes bíblicos en que se insinuaba que la Tierra estaba inmóvil. Si alguna vez se demostrara con certeza que la Tierra seguía una órbita en torno al Sol, entonces los teólogos, en su opinión, deberían revisar sus interpretaciones de los pasajes bíblicos en apariencia opuestos a las teorías copernicanas, de forma que no se acusara de falsas las opiniones cuya verdad hubiera sido probada:

    «Afirmo que, si se demostrara claramente que el Sol es el centro del mundo y la Tierra estuviera en el tercer cielo, y que no es el Sol el que gira en torno a la Tierra, sino la Tierra en torno al Sol, sería preciso entonces actuar con mucha circunspección en la explicación de los pasajes de la Escritura que parecerían contrarios a esa afirmación, y más bien decir que no los entendemos, antes que decir que es falso lo que está demostrado».

    3. Galileo, en efecto, no había logrado probar de modo irrefutable el doble movimiento de la Tierra, su órbita anual en torno al Sol y su rotación diaria en torno al eje de los polos, aunque estaba convencido de haber encontrado la prueba en las mareas oceánicas, cuyo verdadero origen sólo Newton logró demostrar. Galileo propuso otro proyecto de prueba en la existencia de los vientos alisios, pero nadie poseía entonces los conocimientos indispensables para hacer las aclaraciones necesarias.

    Hicieron falta más de 150 años aún para encontrar las pruebas ópticas y mecánicas de la movilidad de la Tierra. Por su parte, los adversarios de Galileo no descubrieron, ni en su presencia, ni después, nada que pudiese refutar de modo convincente la astronomía copernicana.

    Los hechos se impusieron e hicieron que pronto se manifestara el carácter relativo de la Sentencia emitida en 1633; ésta no tenía un carácter irrevocable.

    En 1741, ante la prueba óptica de que la Tierra seguía una órbita en torno al Sol, Benedicto XIV hizo que el Santo Oficio concediera el imprimatur a la primera edición de las Obras Completas de Galileo.

    4. Esta reforma implícita de la Sentencia de 1633 se hizo explícita en el Decreto de la Sagrada Congregación del Índice, que eliminó de la edición de 1757 [sic] del Catálogo de libros prohibidos, las obras que estaban a favor de la teoría heliocéntrica.

    De hecho, a pesar de ese Decreto, fueron numerosos los que se mostraron reacios a admitir la nueva interpretación. En 1820, el Canónigo Settele, Profesor de la Universidad de Roma “La Sapienza”, cuando iba a publicar sus Elementos de Óptica y Astronomía, tropezó con el rechazo del Padre Anfossi, Maestro del Sacro Palacio, que no quiso concederle el imprimatur.

    Este incidente dio la impresión de que la Sentencia de 1633 no había sido reformada, porque se mantenía irreformable. El autor, censurado injustamente, apeló al Papa Pío VII, del que recibió, en 1822, sentencia favorable.

    Y es el Padre Olivieri, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, y Comisario del Santo Oficio, quien redactó un Informe favorable a la concesión del imprimatur a las obras que exponían la astronomía copernicana como una tesis, y no sólo como una hipótesis.

    La decisión pontificia debía encontrar su actuación práctica en 1846 [sic], cuando se publicó un nuevo Índice, actualizado, de los libros prohibidos.

    5. En conclusión, la relectura de los documentos de los archivos demuestra una vez más que todos los actores de un proceso, sin excepción, tienen derecho al beneficio de la buena fe, si no existen documentos extraprocesales contrarios.

    Las calificaciones filosóficas y teológicas que, de forma abusiva, se dieron a las teorías entonces nuevas acerca de la centralidad del Sol y la movilidad de la Tierra, fueron la consecuencia de una situación de transición en el campo de los conocimientos astronómicos, y de una confusión exegética en lo que respecta a la cosmología.

    Herederos de la concepción unitaria del mundo, que predominó universalmente hasta los albores del siglo XVII, ciertos teólogos contemporáneos de Galileo no supieron interpretar el significado profundo, no literal, de los pasajes de la Escritura que describen la estructura física del universo creado, y eso les llevó a trasponer indebidamente al campo de la Fe una cuestión de observación de la realidad.

    En esa coyuntura histórico-cultural, tan lejana de nuestro tiempo, los jueces de Galileo, incapaces de separar la Fe de una cosmología milenaria, creyeron, erróneamente, que la adopción de la Revolución Copernicana, por lo demás aún no probada definitivamente, podía echar por Tierra la tradición católica, y que tenían el deber de prohibir su enseñanza. Ese error subjetivo de juicio, tan claro para nosotros hoy, los llevó a una medida disciplinar por la que Galileo “tuvo que sufrir mucho”. Es preciso reconocer con lealtad esos errores, como usted, Santidad, lo ha pedido.

    Ésos son los frutos de la investigación interdisciplinar que usted pidió llevara a cabo la Comisión. En nombre de todos sus miembros, le agradezco el honor y la confianza que nos ha mostrado al dejarnos investigar y publicar sin limitaciones, con la total libertad que exigen los estudios científicos.

    Reciba, Santidad, nuestro ferviente y filial homenaje.

  11. #31
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    DOCUMENTO 29

    Discurso de contestación del Papa Juan Pablo II al discurso de conclusiones del Cardenal Poupard




    Discurso del Santo Padre a la Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias, 31 de Octubre de 1992



    Señores Cardenales; Excelencias; Señoras y Señores:

    1. La conclusión de la Sesión Plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias me ofrece la feliz ocasión de encontrarme con sus ilustres miembros, en presencia de mis principales colaboradores y de los jefes de las Misiones Diplomáticas acreditadas ante la Santa Sede. A todos dirijo mi cordial saludo.

    Mi pensamiento va en este momento al Profesor Marini-Bettòlo, que a causa de una enfermedad no ha podido estar entre nosotros. Formulo fervientes votos por su salud y le aseguro mi oración.

    Deseo saludar también a las personalidades que, por primera vez, forman parte de vuestra Academia; les doy las gracias por aportar a vuestros trabajos la contribución de su elevada competencia.

    Por otra parte, me complace saludar al Profesor Adi Shamir, docente en el “Weizmann Institute of Science” de Rehovot, Israel, condecorado con la medalla de oro de Pío XI, conferida por la Academia. Le ofrezco mi más cordial felicitación.

    Dos asuntos constituyen hoy el objeto de nuestra atención. Acaban de ser presentados con competencia, y quisiera manifestar mi gratitud al Señor Cardenal Paul Poupard y al Padre George Coyne por sus exposiciones.

    2. En primer lugar, deseo felicitar a la Academia Pontificia de las Ciencias por haber elegido tratar, en su Sesión Plenaria, un problema de gran importancia y actualidad: el que se refiere al emergencia de la complejidad en Matemáticas, Física, Química y Biología.

    Este tema de la complejidad, en la Historia de las Ciencias de la Naturaleza, marca probablemente una etapa tan importante como la que está vinculada con el nombre de Galileo, cuando parecía que se debía imponer un modelo unívoco del orden. La complejidad indica precisamente que, para dar cuenta de la riqueza de la realidad, es necesario recurrir a una multiplicidad de modelos.

    Esta constatación plantea una pregunta que interesa a los científicos, a los filósofos y a los teólogos: ¿Cómo conciliar la explicación del mundo –partiendo del nivel de las entidades y de los fenómenos elementales– con el reconocimiento de este dato de que “el todo es más que la suma de sus partes”?

    En su esfuerzo de descripción rigurosa y de formalización de los datos de la experiencia, los científicos suelen recurrir a conceptos metacientíficos, cuyo uso es casi exigido por la lógica de su procedimiento. Conviene precisar con exactitud la naturaleza de esos conceptos, para evitar que se produzcan extrapolaciones indebidas que vinculen los descubrimientos estrictamente científicos a una visión del mundo o a afirmaciones ideológicas o filosóficas que no son de ninguna manera corolarios suyos. Aquí se percibe la importancia de la Filosofía, que considera los fenómenos y también su interpretación.

    3. Pensemos, por poner un ejemplo, en la elaboración de nuevas teorías, a nivel científico, para explicar cómo surgió la vida. Con un método correcto, no se las podría interpretar inmediatamente, y en el marco homogéneo de la Ciencia. En particular, cuando se trata de ese ser vivo que es el hombre y de su cerebro, no se puede decir que esas teorías constituyan por sí mismas una afirmación o una negación del alma espiritual, o que proporcionen una prueba de la doctrina de la creación, o, por el contrario, que la hagan inútil.

    Es preciso un esfuerzo ulterior de interpretación, y ése es precisamente el objeto de la Filosofía, que consiste en la búsqueda del sentido global de los datos de la experiencia, y, por consiguiente, también de los fenómenos recogidos y analizados por las ciencias.

    La cultura contemporánea exige un constante esfuerzo de síntesis de los conocimientos y de integración de los saberes. Desde luego, a la especialización de las investigaciones se deben los éxitos que comprobamos. Pero, si esa especialización no se halla equilibrada por una reflexión atenta a descubrir la articulación de los saberes, se corre el gran riesgo de desembocar en una “cultura fragmentada”, que sería de hecho la negación de la verdadera cultura; pues ésta no se concibe sin humanismo y sabiduría.

    4. Impulsado por esas preocupaciones, el 10 de Noviembre de 1979, con ocasión de la celebración del primer centenario del nacimiento de Albert Einstein, expresé ante esta misma Academia el deseo de que

    «teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinen a fondo el caso de Galileo, y, reconociendo lealmente los desaciertos, vengan de la parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre Ciencia y Fe» (l´Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de Diciembre de 1979, p. 9).

    Con ese fin se constituyó una Comisión de Estudio el 3 de Julio de 1981. Y ahora, el año mismo en que se celebra el 350 aniversario de la muerte de Galileo, la Comisión presenta, como conclusión de sus trabajos, un conjunto de publicaciones, que aprecio sobremanera. Deseo manifestar mi sincera gratitud al Cardenal Poupard, encargado de coordinar las investigaciones de la Comisión en su última fase. A todos los expertos que han participado de alguna manera en los trabajos de los cuatro grupos que llevaron a cabo este estudio multidisciplinar, les presento mi profunda satisfacción y mi viva gratitud. El trabajo realizado durante más de diez años responde a una orientación sugerida por el Concilio Vaticano II y permite esclarecer mejor varios puntos importantes del problema. En adelante, no se podrá menos de tomar en cuenta las conclusiones de la Comisión.

    Tal vez pueda causar extrañeza a alguien el hecho de que, al término de una semana de estudios de la Academia sobre el tema de la emergencia de la complejidad en las diversas ciencias, vuelva yo sobre el caso de Galileo. ¿No está ya archivado desde hace tiempo ese caso? Y ¿no están ya reconocidos los errores cometidos?

    Ciertamente, así es. Con todo, los problemas subyacentes en este caso afectan a la naturaleza de la Ciencia, así como a la del mensaje de la Fe. No hay que excluir, por tanto, la posibilidad de que nos encontremos un día ante una situación análoga, que requiera de unos y otros una clara conciencia del campo y de los límites de sus respectivas competencias. El análisis del tema de la complejidad podría servirnos para esclarecer este aspecto.

    5. En el centro del debate surgido en torno a Galileo se hallaba una doble cuestión.

    La primera es de orden epistemológico, y se refiere a la hermenéutica bíblica. A este respecto, conviene destacar dos puntos. Ante todo, como la mayor parte de sus adversarios, Galileo no hizo distinción entre el análisis científico de los fenómenos naturales y la reflexión acerca de la naturaleza, de orden filosófico, que ese análisis por lo general suscita. Por esto mismo, rechazó la sugerencia que se le hizo de presentar como una hipótesis el Sistema de Copérnico, hasta que fuera confirmado con pruebas irrefutables. Ésa era, por lo demás, una exigencia del método experimental, del que él fue el genial iniciador.

    Además, la representación geocéntrica del mundo era comúnmente aceptada en la cultura de aquel tiempo como plenamente concorde con la enseñanza de la Biblia, en la que algunas expresiones, tomadas a la letra, parecían constituir afirmaciones de geocentrismo. Así pues, el problema que se plantearon los teólogos de entonces era el de la compatibilidad del heliocentrismo y la Escritura.

    De esta forma, la Nueva Ciencia, con sus métodos y la libertad de investigación que suponían, obligaba a los teólogos a interrogarse acerca de sus propios criterios de interpretación de la Escritura. La mayoría no supo hacerlo.

    Paradójicamente, Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto más perspicaz que sus adversarios teólogos.

    «Aunque la Escritura no puede errar –escribe a Benedetto Castelli–, con todo, podría a veces errar, de varias maneras, alguno de sus intérpretes y expositores» (Carta del 21 de Diciembre de 1613, publicada en Edizione nazionale delle Opere di Galileo Galilei, A. Favaro, 1968, vol. V, p. 282).

    Se conoce también su Carta a Cristina de Lorena (1615), que es como un pequeño tratado de hermenéutica bíblica (ib., pp. 307-348).

    6. Podemos ya aquí extraer una primera conclusión. La irrupción de una nueva manera de afrontar el estudio de los fenómenos naturales impone un esclarecimiento del conjunto de las disciplinas del saber. Y las obliga a delimitar mejor su campo propio, su ángulo de análisis, sus métodos, así como el alcance exacto de sus conclusiones. En otras palabras, esta aparición obliga a cada una de las disciplinas a tomar conciencia más rigurosa de su propia naturaleza.

    El viraje provocado por el Sistema de Copérnico exigió, así, un esfuerzo de reflexión epistemológica sobre las ciencias bíblicas, esfuerzo que produciría más tarde frutos abundantes en los trabajos exegéticos modernos, y que encontró en la Constitución Conciliar Dei Verbum una consagración y un nuevo impulso.

    7. La crisis que acabo de evocar no fue el único factor que tuvo repercusiones en la interpretación de la Biblia. Aquí nos referimos al segundo aspecto del problema: el aspecto pastoral.

    En virtud de su misión propia, la Iglesia tiene el deber de estar atenta a las incidencias pastorales de su palabra. Conviene aclarar, ante todo, que esta palabra debe corresponder a la verdad. Pero se trata de saber cómo tomar en consideración un dato científico nuevo, cuando parece contradecir alguna verdad de la Fe. El juicio pastoral que requería la teoría copernicana era difícil de emitir, en la medida en que el geocentrismo parecía formar parte de la misma enseñanza de la Escritura. Hubiera sido necesario, al mismo tiempo, vencer la forma común de pensar, inventando una pedagogía capaz de iluminar al Pueblo de Dios. Digamos, de manera general, que el Pastor debe mostrarse dispuesto a una auténtica audacia, evitando un doble escollo: el de la actitud de timidez, y el de un juicio apresurado, pues ambos pueden hacer mucho mal.

    8. Podríamos recordar aquí una crisis análoga a la que acabamos de citar. En el siglo pasado, y a comienzos del nuestro, el progreso de las ciencias históricas permitió adquirir nuevos conocimientos sobre la Biblia y sobre el ambiente bíblico. El contexto racionalista en que, por lo común, se presentaban las adquisiciones, pudo hacerlas aparecer como perjudiciales para la fe cristiana. Algunos, preocupados por defender la Fe, pensaron que había que rechazar conclusiones históricas seriamente fundadas. La obra de un pionero como el Padre Lagrange supo aportar el discernimiento necesario sobre la base de criterios seguros.

    Es preciso repetir aquí lo que ya dije antes. Los teólogos tienen el deber de mantenerse habitualmente informados acerca de las adquisiciones científicas para examinar, cuando el caso lo requiera, si es oportuno o no tomarlas en cuenta en su reflexión o realizar revisiones en su enseñanza.

    9. Si la cultura contemporánea está marcada por una tendencia al cientificismo, el horizonte cultural de la época de Galileo era unitario y llevaba impresa la huella de una formación filosófica particular. Ese carácter unitario de la cultura, que en sí es positivo y deseable aún hoy día, fue una de las causas de la condena de Galileo. La mayoría de los teólogos no percibía la distinción formal entre la Sagrada Escritura y su interpretación, y ello les llevó a trasladar indebidamente al campo de la doctrina de la Fe una cuestión que de hecho pertenecía a la investigación científica.

    En realidad, como ha recordado el Cardenal Poupard, Roberto Belarmino, que había percibido el verdadero alcance del debate, consideraba por su parte que, ante eventuales pruebas científicas de que la Tierra gira en torno al Sol, se debía «interpretar con una gran circunspección» todo pasaje de la Biblia que pareciera afirmar que la Tierra está inmóvil y «mejor decir que no lo comprendemos, en vez de afirmar que lo que se demuestra es falso» (Carta al Padre A. Foscarini, 12 de Abril de 1615; cf. o. c., vol. XII, p. 172).

    Antes que él, la misma sabiduría y el mismo respeto hacia la Palabra Divina habían inspirado a San Agustín cuando escribía:

    «Si a una razón evidentísima y segura se intentara contraponer la autoridad de las Sagradas Escrituras, quien hace esto no comprende y opone a la verdad, no el sentido genuino de las Escrituras, que no ha logrado penetrar, sino el propio pensamiento, lo que es lo mismo que decir, no lo que ha encontrado en las Escrituras, sino lo que ha encontrado en sí mismo, como si estuviera en ellas» (Epistula 143, n. 7, PL 33, col. 588).

    Hace un siglo, el Papa León XIII se hacía eco de ese consejo en su Encíclica Providentissimus Deus:

    «Dado que la verdad no puede de ninguna manera contradecir a la verdad, podemos estar seguros de que un error se ha introducido, sea en la interpretación de las palabras sagradas, sea en otro lugar de la discusión» (Leonis XIII Pont. Max. Acta, vol. XIII, 1894, p. 361).

    El Cardenal Poupard nos ha recordado también que la Sentencia del año 1633 no era irreformable, y que el debate, que no había dejado de desarrollarse, se concluyó en 1820 con la concesión del imprimatur a la obra del Canónigo Settele (cf. Pontificia Academia Scientiarum, Copernico, Galilei e la Chiesa. Fine della controvesia (1820). Gli atti del Sant´Ufficio, publicado bajo la dirección de W. Brandmüller y E. J. Greipl, Florencia, Olschki, 1992).

    10. A partir del Siglo de las Luces y hasta nuestros días, el caso de Galileo ha constituido una especie de mito, en el que la imagen de los sucesos que se ha creado estaba muy lejos de la realidad. En esta perspectiva, el caso de Galileo era el símbolo del supuesto rechazo del progreso científico por parte de la Iglesia, o del oscurantismo “dogmático” opuesto a la búsqueda libre de la verdad. Este mito ha desempeñado un papel cultural notable; ha contribuido a infundir en muchos científicos de buena fe la idea de que existe incompatibilidad entre el espíritu de la Ciencia y su ética de la investigación, por un lado, y la Fe cristiana, por otro. Una trágica y recíproca incomprensión ha sido interpretada como el reflejo de una oposición constitutiva entre Ciencia y Fe. Las aclaraciones aportadas por los estudios históricos recientes nos permiten afirmar que ese doloroso malentendido pertenece ya al pasado.

    11. Del caso de Galileo se puede extraer otra enseñanza que sigue siendo actual con respecto a situaciones análogas que se presentan hoy y pueden presentarse mañana.

    En tiempos de Galileo era inconcebible imaginar un mundo que estuviese privado de un punto de referencia físico absoluto. Y como el cosmos entonces conocido, por así decir, se hallaba contenido totalmente en el Sistema Solar, no se podía situar ese punto de referencia más que en la Tierra o en el Sol. Hoy, después de Einstein, y en la perspectiva de la cosmología contemporánea, ninguno de esos dos puntos de referencia reviste la importancia que tenía entonces. Esta observación, como es obvio, no se refiere a la validez de la posición de Galileo en el debate; pero indica que, con frecuencia, por encima de dos visiones parciales y contrastantes, existe una visión más amplia que las incluye y supera a ambas.

    12. Otra enseñanza que se extrae es el hecho de que las diversas disciplinas del saber requieren métodos diversos. Galileo, que fue quien inventó prácticamente el método experimental, había comprendido, gracias a su intuición de físico genial y apoyándose en diversos argumentos, por qué sólo el Sol podía desempeñar la función de centro del mundo, tal como entonces se conocía, es decir, como Sistema planetario. El error de los teólogos de entonces, cuando sostenían que el centro era la Tierra, consistió en pensar que nuestro conocimiento de la estructura del mundo físico, en cierta manera, venía impuesto por el sentido literal de la Sagrada Escritura. Pero es necesario recordar la célebre afirmación atribuida a Baronio: «Spiritui Sancto mentem fuisse nos docere quomodo ad coelum eatur, non quomodo coelum gradiatur» [El propósito del Espíritu Santo fue enseñarnos cómo se va al Cielo, no cómo van los cielos].

    En realidad, la Escritura no se ocupa de detalles del mundo físico, cuyo conocimiento está confiado a la experiencia y los razonamientos humanos. Existen dos campos del saber: el que tiene su fuente en la Revelación, y el que la razón puede descubrir con sus solas fuerzas. A este último pertenecen las ciencias experimentales y la Filosofía.

    La distinción entre los dos campos del saber no debe entenderse como una oposición. Los dos sectores no son totalmente extraños el uno al otro, sino que tienen puntos de encuentro. La metodología propia de cada uno permite poner de manifiesto aspectos diversos de la realidad.

    13. Vuestra Academia realiza sus trabajos con esa actitud de espíritu. Su tarea principal consiste en promover el desarrollo de los conocimientos, según la legítima autonomía de la Ciencia (cf. Gaudium et spes, 36, 2), que la Sede Apostólica reconoce expresamente en los Estatutos de vuestra institución.

    En una teoría científica o filosófica, lo que importa, ante todo, es que sea verdadera o que esté al menos seria y sólidamente fundada. Y el objetivo de vuestra Academia es precisamente discernir y dar a conocer, en el estado actual de la Ciencia y dentro de su campo propio, lo que se puede considerar como verdad adquirida o se halla al menos dotado de tal probabilidad que resultaría imprudente e irrazonable rechazarlo. Así se podrían evitar conflictos inútiles.

    La seriedad de la información científica será, de este modo, la mejor contribución que la Academia puede aportar a la exacta formulación y a la solución de los apremiantes problemas a los que la Iglesia, en virtud de su misión, debe prestar atención: problemas que no atañen sólo a la Astronomía, la Física y las Matemáticas, sino también a disciplinas relativamente nuevas como la Biología y la Biogenética. Muchos descubrimientos científicos recientes y sus posibles aplicaciones tienen un influjo más directo que nunca sobre el hombre mismo, sobre el pensamiento y su acción, hasta el punto de que parecen amenazar los cimientos mismos de lo humano.

    14. La humanidad cuenta con dos tipos de desarrollo. El primero abarca la cultura, la investigación científica y técnica, es decir, todo lo que pertenece a la dimensión horizontal del hombre y de la creación, y que se incrementa con un ritmo impresionante. Si no se quiere que este desarrollo quede totalmente exterior al hombre, es necesario llevar a cabo al mismo tiempo una profundización de la conciencia, así como de su actuación.

    El segundo modo de desarrollo atañe a lo que hay de más profundo en el ser humano, cuando, trascendiendo el mundo y trascendiéndose a sí mismo, el hombre se vuelve hacia el Creador de todas las cosas. En definitiva, esta dimensión vertical es la única que puede dar todo su sentido al ser y al actuar del hombre, pues lo sitúa entre su origen y su fin.

    En estas dos dimensiones, la horizontal y la vertical, el hombre se realiza plenamente como ser espiritual y como homo sapiens. Pero se observa que el desarrollo no es ni uniforme ni rectilíneo, y que el progreso no es siempre armonioso. Eso pone de manifiesto el desorden que afecta a la condición humana. El científico que toma conciencia de este doble desarrollo y lo tiene en cuenta, contribuye al restablecimiento de la armonía.

    Quien se dedica a la investigación científica y técnica admite como presupuesto de su itinerario que el mundo no es un caos, sino un “cosmos”, es decir, que existen un orden y unas leyes naturales, que se dejan captar y pensar, y que tienen, por tanto, una cierta afinidad con el espíritu. Einstein solía decir: «Lo que en el mundo hay de eternamente incomprensible, es el hecho de que sea comprensible» (en The Journal of the Franklin Institute, vol. 221, n. 3, Marzo de 1936). Esta inteligibilidad, atestiguada por los prodigiosos descubrimientos de la Ciencia y de la técnica, remite en definitiva al Pensamiento trascedente y originario, cuya huella llevan todas las cosas.

    Señoras y Señores, al concluir este encuentro, formulo los mejores votos para que vuestras investigaciones y vuestras reflexiones contribuyan a ofrecer a nuestros contemporáneos orientaciones útiles para construir una sociedad armoniosa en un mundo más respetuoso de lo humano.

    Os doy las gracias por los servicios que prestáis a la Santa Sede, y pido a Dios que os colme de sus dones.

  12. #32
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    Cita Iniciado por Martin Ant Ver mensaje
    DOCUMENTO 1

    Certificado de San Roberto Belarmino expedido a Galileo, de 26 de Mayo de 1616


    Nos, Roberto Cardenal Belarmino, habiendo oído que el Señor Galileo Galilei ha sido calumniado e imputado de haber abjurado en nuestra mano, y también de haberle sido, por esta razón, impuestas penitencias saludables; y habiendo sido interrogados acerca de la verdad, decimos que el referido Señor Galileo no ha abjurado, ni en nuestra mano, ni en manos de ningún otro, ni aquí en Roma, ni tampoco en otro lugar, que nosotros sepamos, de ninguna opinión suya o doctrina, ni tampoco ha recibido penitencias saludables, ni de otro tipo, sino sólo le ha sido comunicada la declaración hecha por Nuestro Señor [el Papa], y publicada por la Congregación del Índice, en la cual se dice que la doctrina atribuida a Copérnico, de que la Tierra se mueve en torno al Sol y de que el Sol está en el centro del mundo sin moverse de Oriente a Occidente, es contraria a las Sagradas Escrituras, y, por esta razón, no se puede defender ni sostener.

    Y en fe de esto, hemos escrito y firmado la presente [declaración] de nuestra propia mano, este día de 26 de Mayo de 1616.



    El mismo arriba mencionado,

    Roberto Cardenal Belarmino
    Que se sepa no hay otro NUESTRO SEÑOR que CRISTO JESÚS o JESUCRISTO, pero a la hora de seguir con del mismo mantra da lo mismo. Y es que usted le rezará a San Belarmino, pero yo no le reconozco tal santidad, porque esto aburre ya a las moscas.
    "He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.

    <<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>

    Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.

    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

    En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47


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  13. #33
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    Cita Iniciado por Valmadian Ver mensaje
    Que se sepa no hay otro NUESTRO SEÑOR que CRISTO JESÚS o JESUCRISTO, pero a la hora de seguir con del mismo mantra da lo mismo. Y es que usted le rezará a San Belarmino, pero yo no le reconozco tal santidad, porque esto aburre ya a las moscas.
    Pues en España siempre se habló de "el Rey Nuestro Señor" y hasta hace nada era muy común en las cartas escribir "Muy señor mío", sin que a nadie se le ocurriese pensar que decir esas cosas podía ser poco menos que... ¿blasfemo?

    Luego no entiendo el ataque ni la falta de respeto al forista Martin Ant, puesto que en este hilo se ha limitado a recoger interesantes documentos acerca de la postura de la Iglesia a lo largo del tiempo respecto al copernicanismo. No veo que haya calificado de no católicos o cosa por el estilo a los que no sostienen el geocentrismo.

    Por lo demás, no está de más recordar que la Sagrada Escritura es palabra de Dios, y por tanto no puede faltar un ápice a la verdad, por más que algunos pasajes requieran interpretación (la cual solo puede darla con autoridad la Iglesia).

    Lo que sin duda no es católico es negar santidad a quien está en los altares. Como tampoco lo es sostener que Dios no ha creado a una primera pareja de la cual procede todo el género humano (como dicen los darwinistas, que consideran inaceptable que en un momento del supuesto proceso evolutivo haya habido una sola pareja de la que descienda toda la humanidad) o afirmar que la vida se genera de manera espontánea y que, por tanto, por fuerza deba haber algún tipo de vida en algún otro de los innumerables planetas que hay en el universo.

    Quien prefiera quedarse con la ciencia atea (supuestamente "empírica" en teoría y elucubradora de innumerabes y extravagantes teorías no demostradas en la práctica) en lugar de la teología católica (que también es una ciencia), allá él. Pero solo esta última lleva el sello de la infalibilidad.
    Última edición por Rodrigo; 25/05/2019 a las 02:50
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  14. #34
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    Cita Iniciado por Rodrigo Ver mensaje
    Pues en España siempre se habló de "el Rey Nuestro Señor" y hasta hace nada era muy común en las cartas escribir "Muy señor mío", sin que a nadie se le ocurriese pensar que decir esas cosas podía ser poco menos que... ¿blasfemo?
    No es lo mismo decir "Muy Señor Mío" al inicio de un escrito, por puro formulismo, porque en España, como en otros países, a las autoridades ya sean reyes, señores feudales, cargos públicos civiles, que llamar "Nuestro Señor" a un Papa que es el representante de Cristo en el mundo. Vamos, como si al "senescal" del rey se le da tratamiento de "su majestad".


    Luego no entiendo el ataque ni la falta de respeto al forista Martin Ant, puesto que en este hilo se ha limitado a recoger interesantes documentos acerca de la postura de la Iglesia a lo largo del tiempo respecto al copernicanismo. No veo que haya calificado de no católicos o cosa por el estilo a los que no sostienen el geocentrismo.
    Ni hay ataque, ni falta de respeto, pero si hay crítica, porque ¿cómo se llama a colgar 74 páginas de textos sin dar oportunidad razonable de respuesta, o es que este asunto se va a convertir en un diálogo de sordos? Por otra parte, el tema del geocentrismo está más que debatido en el Foro de Ciencia entre este señor y yo mismo. Pero, de forma para mi intencionada, cada equis tiempo vuelve a la carga con la misma historia, y en esta ocasión en el Foro de Religión, ¡qué casualidad! Por supuesto, no califica de no católicos a quienes discrepamos abiertamente de semejante hipótesis pagana, desde Babilonia hasta Ptolomeo en su Almagesto,


    Por lo demás, no está de más recordar que la Sagrada Escritura es palabra de Dios y por tanto no puede faltar un ápice a la verdad, por más que algunos pasajes requieran interpretación (la cual solo puede darla con autoridad la Iglesia).
    Lo cual nadie ha negado, pero la Iglesia no se quedó en el Siglo XVII, sino que ha seguido viva y a tenor de los tiempos. Y eso, sin contar conque en esa misma Iglesia nunca hubo unanimidad en estos temas (bueno y en otros tampoco), tal como ha quedado sobradamente demostrado en los documentos aportados, y sus textos, en esos otros hilos que en el mencionado Foro de Ciencia ya trataron de este asunto. Y es que Iglesia somos todos los bautizados y que seguimos a Cristo, los de todos los siglos desde el I hasta hoy en día.

    Lo que sin duda no es católico es negar santidad a quien está en los altares.
    Pues ya se dirá que debemos pensar de quienes dudan de la santidad de Juan Pablo II, por ejemplo.

    Como tampoco lo es sostener que Dios no ha creado a una primera pareja de la cual procede todo el género humano (como dicen los darwinistas, que consideran inaceptable que en un momento del supuesto proceso evolutivo haya habido una sola pareja de la que descienda toda la humanidad) o afirmar que la vida se genera de manera espontánea y que, por tanto, por fuerza deba haber algún tipo de vida en algún otro de los innumerables planetas que hay en el universo.
    Tres cuestiones bien diferentes, y es que, por ejemplo, en los mensajes de Garabandal, lo mismo que se afirmó que hubo una creación de Adán y Eva, también que hay varios mundos en los que "hay gente". Lo cual no entra en contradicción alguna cuando se pueden leer pasajes como éste:

    "Enviará a sus ángeles, y juntará a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra hasta el extremo del cielo" (San Marcos 13, 27)

    Y no es la única referencia, hay diversas al respecto, también en el AT. No obstante, ese es otro tema que también se ha tratado con anterioridad, si bien ha pasado tiempo ya se encuentra en los fondos del sitio.

    Quien prefiera quedarse con la ciencia atea (supuestamente "empírica" en teoría y elucubradora de innumerabes y extravagantes teorías no demostradas en la práctica) en lugar de la teología católica (que también es una ciencia), allá él. Pero solo esta última lleva el sello de la infalibilidad.
    La Iglesia Católica ha hecho una gran aportación a la Ciencia (Metafísica, Ontología y Teología), y también a las "ciencias", aportaciones citadas exhaustivamente también en este mismo sitio, documentado todo ello, sobre lo mismo que defines como la ciencia atea (supuestamente "empírica" en teoría y elucubradora de innumerabes y extravagantes teorías no demostradas en la práctica (aparte de la hipótesis evolutiva, que requiere de revisiones y sobre la cual se ha tratado profusamente, deberías citar otras ciencias y sus teorías) como parte de una especie de elección personal: ¿o esto o lo otro? y es una manifestación abiertamente maniquea, porque resulta que hay un enorme número de investigadores católicos entre los científicos.

    Lo que si que no es cristiano, es reducir a Dios a un ente pequeño, canijo, hecho a la medida humana y limitando tanto su voluntad como su capacidad creadora. a luz de los conocimientos de pasadas épocas eran comprensibles muchas actitudes, pero ¿podemos suponer que esos mismos de vivir hoy pensarían igual? Entre los dones que Dios nos da, además de la fe, también está nuestra capacidad para conocer su obra y admirarlo y amarlo aún más, todavía más. Pero si hay quienes se alejan de Él a causa de tales conocimientos, allá ellos en el ejercicio de su libertad y en las cuentas que habrán de dar. Las banderas no matan, matan los hombres que las usan; la ciencia no va contra Dios, la ciencia algunos hombres la usan en su contra, lo que es muy diferente. Y, por último, no olvidemos en la parte de responsabilidad que pueda corresponder a ciertos miembros de la Curia, de entonces y de hoy, sobre la situación que se planteó a raíz de esta polémica, falsa en sus principios y que, sin embargo, ha llevado a esta ruptura -particularmente en el XIX-, cuando no tenía que haber sido así. La evidencia no se puede negar, se podrán discutir ciertos aspectos, pero nunca negar.
    "He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.

    <<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>

    Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.

    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

    En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47


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  15. #35
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    Re: El camino hacia la aceptación oficiosa en la Iglesia del copernicanismo

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Viene este asunto de Galileo al caso para poner negro sobre blanco gracias a la preocupación del actual Papa sobre el cambio climático. Ambos temas tratados en el Foro de Ciencia de este mismo sitio, el primero en forma especialmente abusiva, nos sirven para comprobar como la Curia, cuando se sale de lo que es su competencia y... misión pastoral para la que fueron encomendados, y quien no lo haga así debería colgar la sotana, no hace sino meter la pata en favor de aquello que se supone combaten. El siguiente artículo nos lo expone bien clarito y recuerda para no seguir insistiendo en los mismos errores.



    El Papa y el Cambio Climático

    Por Carlos Esteban | 28 mayo, 2019

    Si sale a la calle y pregunta a los viandantes, elegidos al azar, qué les parece que la Iglesia quemara en la hoguera a Galileo, dudo que haya uno de cada diez que le responda que Galileo, lejos de morir en la hoguera, lo hizo en la cama, después de recibir los santos sacramentos, huésped en el palacio de un prelado amigo. Hay, creo, consenso en que la jerarquía eclesiástica metió la pata hasta el corvejón con ese juicio, como se le recuerda regularmente, pero me parece que muy pocos entienden correctamente en qué consistió el error.

    No fue, como nos cuenta la ingenua fábula popular, un conflicto entre Ciencia y Fe. Como hemos visto, Galileo era tan creyente -incluso devoto- como los que le juzgaban, y por aquellos días el sacerdote Copérnico lograba el ‘Nihil Obstat’ para publicar su libro en el que defendía grosso modo la misma hipótesis. Y esa es la palabra que Copérnico tuvo la prudencia de usar, frente a la audacia de Galileo: hipótesis. Y es que, estrictamente hablando, era solo una hipótesis, imposible de comprobar con los medios de la época. Por su parte, el modelo que utilizaba la mayoría era perfectamente razonable para lo que se conocía entonces.

    Porque lo cierto es que el ‘Caso Galileo’ no enfrentó a los científicos con los hombres de fe, sino a la abrumadora mayoría de los científicos con un insolente que osaba destrozar el ‘consenso científico’ de la época, el modelo ptolemaico. Este modelo era el ‘estándar’ de la época y, como su propio nombre indica, precedía en dos siglos al cristianismo y no tenía nada que ver con la fe. Los científicos ‘del consenso’ se valieron del poder del momento, la Iglesia, para quitarse de encima al advenedizo audaz.


    Resumiendo: el error de las autoridades eclesiásticas en el ‘caso Galileo’ fue apoyar el ‘consenso científico’ del momento, lo que no es en absoluto su misión. La institución eclesial aprendió la lección, y en adelante evitó cuidadosamente meterse en esos berenjenales, dejando que los científicos se ocupasen de la Ciencia mientras ellos se centraban en la doctrina.

    Pero quiere una desafortunada ironía que quienes más vociferan contra la Iglesia por intervenir entonces a favor del consenso científico figuren entre los que más aplauden que Su Santidad se tome como verdad revelada el consenso científico de hoy.

    Leo: “Debemos actuar con decisión para poner fin a las emisiones de gases de efecto invernadero a mediados de siglo a más tardar y hacer más. Las concentraciones de dióxido de carbono deben disminuir significativamente para garantizar la seguridad de nuestro hogar común. También han oído que esto se puede conseguir a bajo coste utilizando energía limpia y mejorando la eficiencia energética”. Y me sorprende que estas sean palabras del Vicario de Cristo y que tenga tan clara una hipótesis científica como para urgir a acciones cuyas consecuencias nadie sabe realmente cuáles podrían ser, cuando para la misión que se le ha encomendado, confirmar a sus hermanos en la fe, parece preferir la ambigüedad y el silencio. Aún más, recientemente sugirió que es cosa nefasta en un católico pretender la claridad en temas de fe, y que el propio Cristo prefirió mantener a sus discípulos en la penumbra.

    Que Su Santidad diserte sobre climatología tiene tanto sentido como que el secretario general de las Naciones Unidas o el presidente de la Academia de Ciencias lo haga sobre la procesión trinitaria y el Filioque.

    Ayer abusábamos de la comprensión de nuestros lectores titulando que el Papa había ‘perdido’ las elecciones europeas. ¿Pero ya hay cisma de facto o no lo hay? Esas comillas simples querían decir que, naturalmente, entendemos que Su Santidad no se presentaba a ellas, pero que a menudo ponía más vehemencia e insistencia en transmitir sus preferencias en este campo que de aclarar las cada vez más frecuentes dudas doctrinales que surgen en su pontificado.

    La influencia que tenga el Papa, cualquier Papa, sobre el Mundo, sobre los no católicos, va a ser siempre muy limitada, por razones obvias. De hecho, ese es el drama íntimo de los clérigos progresistas, que complacen a unos ‘aliados’ ocasionales que nunca les devolverán la cortesía sino con persecución y desprecio.

    En cambio, el fiel normal y corriente, el que espera del Santo Padre que le hable solo de fe, queda frustrado y desconcertado por esta preocupación obsesiva por temas, para un cristiano, tan pasajeros y ajenos a su cometido.



    https://infovaticana.com/2019/05/28/...bio-climatico/
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    Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."

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