Negación del Sacrificio Eucarístico
Cuando tuve las primeras informaciones sobre las reuniones catecumenales pensé que tales originalidades rituales tan sólo consistían en libertades litúrgicas, en parte tolerables, en parte corregibles. Jamás me hubiera imaginado que tuvieran por lo contrario semejante término tan gravemente heterodoxo. Ahora también comprendo por qué hubo tanta resistencia a los recursos a la autoridad para conformar sus ritos a las normas litúrgicas prescritas. Tales actitudes de autonomía y de deformidad referentes a las normas prácticas comunes se enlazan doctrinal y psicológicamente oposiciones de fondo. Se pretende abiertamente «redescubrir» la verdadera eucaristía, pues lo hemos «menospreciado y empobrecido todo».
La Eucaristía no sería más que «la memoria de la Pascua de Jesús, o sea, su paso de la muerte a la vida, del mundo al Padre, acontecimiento que ensalza y en el cual nos formamos la experiencia de la resurrección de la muerte», es decir, «la proclamación de nuestro perdón y de nuestra salvación», pues esto es «el carro dé fuego que viene a trasla­darnos a la gloria».
La esencia de la Misa como sacrificio se niega claramente al modo luterano: «Las ideas sacrificiales han entrado en la eucaristía por condescendencia para con la mentalidad pagana»: «la masa de paganos (que irrumpió después de Constantino) vio la liturgia cristiana según sus conocimientos religiosos vueltos hacia la idea del sacrificio»; «en el edificio que Dios construyó, las ideas sacrificiales que había tenido Israel, y que se habían superado por el mismo Israel en su liturgia pascual, eran las fundaciones: ahora que el edificio se ha construido, se ha vuelto a tales fundaciones, o sea, a las ideas sacrificiales y sacerdotales del paganismo»; «las discusiones medievales acerca del sacrificio concernían en cosas que no existían en la eucaristía primitiva, ya que no habla entonces sacrificio cruento alguno, ni nadie que se sacrificara, Cristo, el sacrificio de la cruz, el Calvario, sino nada más que un sacrificio de alabanza por comunión con la Pascua del Señor: dicho de otro modo, con su paso de la muerte (bajo la especie del pan) a la resurrección (el cáliz)».
Por estas últimas afirmaciones, mientras el sacrificio está ajusto título excluido del altar, con todo igualmente queda excluido el sacrificio incruento de Jesús sacramentalmente presente: se excluye pues la actualidad sacrificial de la Misa.
Esta exclusión, por otra parte, es plenamente coherente con la exclusión ya citada de la inmolación cruenta y salvífica de Jesús, proclamada para nuestra salvación Una vez excluidos los méritos redentores del Calvario, su aplicación por medio del calvario místico del altar no tendría sentido alguno para los catecumenales. Dolorosamente también coherente su hostilidad alas numerosas, repeticiones de Misas, ya que su fruto impetratorio se ignora por ellos como se ignora por Lutero.
También se oponen rotundamente a toda la parte del ofertorio. Si es Dios quien lo hace todo, quien «pasa como carro de fuego y arrastra a toda la humanidad», ¿para qué aceptar las ofrendas? «Ofrecer las cosas a Dios para serle propicio? ¡Qué lejos estamos de la Pascua!»; «es idea pagana la de aportar ofrendas para aplacar a Dios»; «se llega a la enormidad diciendo: ¡Con la hostia pura, santa e inmaculada, ofrécete tú mismo y tu trabajo y la jornada que comienza!»; «en la Eucaristía no ofrezcas nada: es Dios absolutamente presente quien da lo máximo: la victoria de Jesucristo sobre la muerte»; «las procesiones, las grandiosas basílicas, ... los ofertorios... llenan la liturgia de ideas unidas a una mentalidad pagana». Todas estas tesis son tristemente coherentes con la negación de que Jesús se inmola y se ofrece sacramentalmente: toda otra ofrenda no puede concebirse más que en unión con la suya.
Se elimina así todo movimiento ascensional hacia Dios y todo coloquio íntimo con Jesús en el Santísimo Sacramento, como si no hubiera aquí más que humillación «estática» de la Eucaristía, que no debiera ser más que exultación para el «descenso» de la divina intervención y, al contrario, la proclamación de la victoria ya obtenida. «Hemos transformado la Eucaristía, que era canto a Cristo resucitado, en divino prisionero del Tabernáculo»; hemos hablado, como en las «primeras comuniones», de un «Jesusillo que nos metemos en el pecho cuando lo queremos... siendo la Eucaristía todo lo contrario... es Dios quien pasa y quien arrastra a la humanidad».
Negación de la presencia real
Aquí ya se dibuja el oscurecimiento de la verdad fundamental de la presencia real, pues una vez admitida ésta, debiera al contrario aparecer el precio del Tabernáculo y de la presencia en quien ha comulgado así como el precio de la íntima conversación. Pero este oscurecimiento se manifiesta gravísimo y más directo en otras afirmaciones: oscurecimiento que manifiestamente se extiende al hecho de la consagración y a la naturaleza y valor de los poderes sacerdotales: «El sacramento, esto es el pan, el vino y la asamblea: es de la asamblea de la que surge la Eucaristía». Estas palabras se adecuarían para un rito puramente conmemorativo, pero en modo alguno para el sacramento eucarístico ni para los poderes sacerdotales. Y con ostentación presuntuosa de superioridad sobre toda la teología y la práctica católica, acosada hasta la ironía: «La Iglesia Católica se ha vuelto obsesa por causa de la presencia real, hasta tal punto que, para ella, la presencia real es todo»; (esto es falso: la considera no como el todo, sino como el fundamento del todo); «las discusiones teológicas obsesivas sobre la cuestión de saber si, de hecho, Cristo está presente en el pan y en el vino hacen reír»; «en cierto momento fue necesario insistir contra los protestantes acerca de la presencia real, pero ahora ya no es más necesario y no hay que insistir más en ello» (visto el desorden teológico y litúrgico actual, es, por lo contrario. más necesario que antes); «inútiles tentativas filosóficas se efectuaron para explicar cómo está presente Cristo, con sus ojos o sin ellos, físicamente, etc., o por la transfinalización holandesa... se ha pretendido explicar el misterio por la transubstanciación » (no explicarlo sino más bien precisarlo esencialmente, determinarlo, como lo hicieron, comprometiéndose en lo máximo, el Concilio de Trento y todo el Magisterio consecuentemente, menospreciados por los catecumenales); la indiferencia en cuanto a la presencia «física», que va a la par, en sentido inverso, con la transfinalización holandesa, revela en todo por lo menos la incomprensión de la verdadera presencia. Una vez excluido todo aspecto de sacrificio, y que todo se ha reducido á «banquete» de exultación (he aquí una concepción de los catecumenales, verdaderamente obsesiva, la que se incita hasta recibir la comunión sentados y a considerar como «inconcebible que alguien no comulgue, ya que a la cena pascual justamente se va para comer»), «todos los valores de adoración y de contemplación, extraños a la celebración del banquete, se eliminan» ; «el parí y el vino, no se conciben para que estén expuestos, pues así se echan a perder (!)»; la inquietud por las «migajas». que caracteriza a quien cree en la presencia real, se pone en ridículo: «no es cuestión de migajas, sino del sacramento de la asamblea»; «el Tabernáculo, el Corpus Christi, las exposiciones solemnes, las procesiones, las adoraciones, las genuflexiones, la elevación, las visitas al Santísimo Sacramento, todas las devociones eucarísticas, ir a Misa para comulgar y llevar a Jesús en el corazón, dar gracias después de la comunión, las misas privadas... (todo eso) minimiza la Eucaristía... y está muy lejos del sentimiento de la Pascua».
Otras continuas afirmaciones procuran devaluar el problema de la presencia, que es por lo contrario el fundamento de todo lo demás: «Lo importante no consiste en la presencia de Jesucristo en la Eucaristía... sino en su meta: en la Eucaristía en tanto en cuanto es misterio de Pascua». Así multiplican afirmaciones evanescentes: «Así como Dios estaba presente en la Pascua, es decir en la liberación que fue la salida de Egipto, del mismo modo Jesús está presente por su espíritu resucitado de la muerte» (¿es la presencia de la acción sin la presencia de la persona?); «en lugar de poner el problema de la presencia de Cristo en la Eucaristía, hay que pensar que Cristo es realidad viva que realiza la Pascua y que arrastra a la Iglesia» ; «la presencia de Cristo es otra cosa. Es el carro de fuego que viene a llevarnos para la gloria, a hacernos pasar de la muerte a la resurrección».
Negación de la resurrección
Esta misma evanescencia, justamente en los puntos que exigirían la máxima determinación, aparece también con respecto a la resurrección de Jesús: «El memorial que nos deja es su espíritu, resucitado de la muerte» ; «¿Cómo vieron los apóstoles a Cristo resucitado? ¿Cómo un fantasma? No, lo vieron en sí mismos... constituido Espíritu vivificante». Esta última expresión se repite a menudo. Ciertamente Jesús envió su Espíritu. Pero la resurrección concierne al cuerpo real de Cristo.
Superficialidad - Presunción - Astucia
Tal evanescencia corresponde a la gran confusión teológica y bíblica y a la superficialidad, unida a presunción de sutileza y de ahondamiento crítico sin hablar de la presunción carismática. Como ya lo he dicho, no hay verdad teológica ni bíblica que no se haya deformado, entre otros motivos porque esos catequistas laicos carecen de toda sólida formación teológica y bíblica de base, dependen de un pequeño número de textos. escogidos de entre los menos seguros, los más atrevidos (por ejemplo la revista Concilium). Esa inconsistencia y esa confusión se encuadran luego en la doctrina catecuménica fundamental. que hemos visto al principió, acerca del anuncio pascual de la salvación, nebulosamente presentada, sin precisión alguna, inconsistente en cuanto al dogma de la redención.
El método, simplista y astuto, de esos maestros no preparados e improvisados, para eludir toda inquisición seria, toda discusión teológica. es procurar despreciarla desde el punto de partida y reemplazarla por afirmaciones categóricas. Su método, para evitar las condenaciones y la ruptura con los superiores, consiste en la recomendación del secreto. la nebulosidad de ciertas expresiones (cortinas de humo) y la protesta de sumisión al magisterio, insertado acá v allá (como si fuera polvareda que enceguece), pero que continuamente se contradice por el contexto.
Conclusión
Nos hallamos, para concluir, en presencia de un deplorable y muy nocivo lavado de cerebro, de tipo fanatizante, en el plano doctrinal, práctico, litúrgico, usado en grupos de fieles, de los que algunos quizá estén animados de mejores intenciones, pero víctimas de ilusiones y desviaciones del recto camino de seguridad ascética, del ejemplo de los santos, y sobre todo de la ortodoxia.
Entre la gente sencilla, tales grupos suscitan la admiración, confrontados como es­tán con ciertos ambientes tan grises y apáticos, porque se presentan como generosos y com­prometidos. Parecen presentarlo auténtico, lo diferente, lo sumo, frente a tanta grisalla. Pero lo que es «diferente» se entiende... como re­pulsa de la madurez doctrinal y práctica de la Iglesia desde Constantino, retomo obsesivo á la Iglesia primitiva (inexactamente interpretada), aversión a las estructuras jerárquicas; en las reuniones la presidencia dada al sacerdote es ficticia, pues la dirección real es de los catequistas, aun en las reuniones bíblicas.
Las interpretaciones literales despojadas de espíritu crítico de la Santa Escritura, por ejemplo para vender todos los bienes propios, la absoluta pasividad no violenta, la misma perspectiva de morir por los demás, pueden dar la impresión de grande y admirable fervor. Pero si esto puede estar equilibrado y ser real entre algunos, en conjunto refleja un falso proceso de fanatización y falaz construcción en la arena, con gran perjuicio del abandono doctrinal y disciplinar. También Valdo, el iniciador de los valdenses, se lanzó, guardada toda proporción, y lanzó a sus catequistas laicos empezando por la puesta en práctica de «vende lo que tienes», y suscitó discípulos fervientes, pero acabó en la rebelión y en la herejía.
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