Revista FUERZA NUEVA, nº 500, 7-Ago-1976
(extraído del artículo “José María Pi Suñer, abogado del caos” por Jaime Tarragó)
(…) Se viene formando [1976] el estúpido mito de que el Estatuto de Cataluña de 1932 fue una maravilla de orden, de realizaciones, de cultura, de administración ejemplar. ¿No es hora ya de que se desmonte toda esa inmensa confabulación de mentiras históricas y de grotesca falsedad respecto del Estatuto de Cataluña, falsificación en todos los órdenes de la verdadera catalanidad?
Comencemos por decir que el plebiscito del Estatuto fue una engañifa monumental. Lo afirmó Miguel Maura, que había sido ministro de la Gobernación, en un acto celebrado en el cinema de la Opera, el 10 de enero de 1932:
“El plebiscito del Estatuto es una de las más grandes farsas nacionales… No es verdad que la Esquerra Catalana represente a Cataluña; no es verdad que en este momento Maciá represente a Cataluña. La Esquerra Catalana es una pandilla de amigos que se ha adueñado del poder en Cataluña”.
Y, asimismo, “El Socialista”, en 4 de agosto de 1931, decía:
“En recta doctrina de derecho político, en consideración de avanzada pulcritud ética, el plebiscito amañado por la Generalidad carece en absoluto de validez para basar en él su virtualidad autonomista”.
Es más, el cardenal Vidal y Barraquer, quien consecuente con su táctica de las dos barajas había felicitado a Francisco Maciá “por el éxito del plebiscito del Estatuto de Cataluña”, pocos días después notifica a la Secretaría de Estado del Vaticano, en 12 de agosto de 1931, esta información que deja en tan mal lugar a la pureza democrática:
“El domingo, día 2 de los corrientes, fue votado por plebiscito el proyecto de Estatuto Catalán, del cual le dejé copia. Alcanzó más de las tres cuartas partes de votos, si bien hay que confesar que no había oposición ni control en las mesas electorales”.
Recordando el Estatuto de 1932
Pero todo esto perdería volumen, si no se considera el fracaso total del Estatuto, a pesar de la brevedad de su vigencia. Jaime Miravitlles ha recordado que “si sumamos los días normales, desde el 15 de septiembre de 1932, fecha de la aprobación del Estatut, hasta el 18 de julio de 1936, llegaríamos a muy pocos meses”. Pues, con este tiempo corto, el Estatuto fue un desastre para Cataluña, que no tiene comparación con ninguna plaga, ni retroceso, ni desgracia en toda su historia. Subrayando que el Estatuto no terminó el 18 de julio de 1936, sino el 1 de abril de 1939. De julio de 1936 a 1 de abril de 1939, el Estatuto alcanzó sus cotas más altas, sangrientas y elocuentes de lo que era.
Sin llegar a esta última época, recordamos diferentes facetas del Estatuto de 1932, con juicios sobre el mismo. Enrique de Angulo, en su libro «Diez horas de Estat Catalá», apuntaba:
“(Resultaría) de una gran ejemplaridad que el pueblo catalán y los del resto de España vayan conociendo las cuentas que reflejan la administración de la Esquerra, aunque el total conocimiento de tales cuentas es absoluta y rotundamente imposible. No hay en Cataluña nadie capaz de desentrañar esas cuentas. Recuérdese que cuando se inauguró el Parlamento catalán los diputados de la Lliga pidieron insistentemente que la Esquerra rindiese cuenta de su gestión durante el primer año de República. No hubo manera de conseguirlo. Maciá se sintió gravísimamente ofendido y alegaba que el pueblo, al darles de nuevo sus votos, les otorgó su confianza y quedaban relevados de la humillación de dar explicaciones acerca de la inversión de fondos. Y así nos quedamos sin saber a cuánto habían ascendido los gastos de aquellas partidas importantes, como la propaganda del Estatuto; el banquete de gala a Azaña, con los viajes, hospedajes y dispendios del numeroso acompañamiento; la lujosa instalación de la residencia oficial del presidente de la Generalidad” …
Una cita necesaria
El diario “El Matí”, republicano y órgano de la Unió Democrática de Catalunya, el 21 de octubre de 1934, resumía bastante bien el balance de la República y del Estatuto. El testimonio no es recusable. Decía “El Matí”:
“La revolución que acabamos de padecer tiene aspectos tan absurdos, tan horriblemente ilógicos, que, a medida que el espíritu se va serenando, aquella noche del 6 de octubre se nos presenta como una pesadilla o como un ataque de fiebre o de locura colectiva de muchos sectores de la vida peninsular.
Primeramente aparece el grupo de unos hombres que se apoderan de la República del 14 de abril de 1931, la plasman en una Constitución, se llaman sus defensores extremos y en seguida se vuelven contra ella y pretenden destrozarla por la única razón de que se constituyó un Gobierno mayoritario en unas Cortes elegidas según la Constitución aprobada por ellos.
En segundo lugar, otro grupo de hombres, que, teniendo a la mano un sistema autonómico de Cataluña, que han defendido y propugnado, se lanzan a una trágica aventura contra aquel sistema y contra aquella autonomía.
Sabían muy bien que su esfuerzo había sido mínimo para la obtención del Estatuto, que éste había ido a sus manos más que por esfuerzo propio por razón de circunstancias y, con todo, ponen en peligro la autonomía y juegan a una sola carta los derechos de nuestra tierra. ¿Por qué y en nombre de quién?
Pero es muy cierto que en el fondo de todo no hay más que una sola razón, y sería infantil buscar otras: la razón destructora de la sociedad existente, de nuestra religión cristiana. ¿Quién puede dudar a estas horas de que la revolución pasada ha sido un movimiento esencialmente soviético? ¿Quién se atreverá, pensando juiciosamente, a mezclar con estos hechos el nombre sagrado de Cataluña? Los vandalismos del Norte [Asturias], que ahora nos horripilan, se habrían producido en nuestra tierra de la misma manera, si el hecho revolucionario hubiese durado más tiempo. Si sólo con un predominio de horas pudieron ser arrasadas las iglesias de Villanueva y Villafranca, incendiada la de Morel, asesinado el párroco de Navás, herido el de Morell, asesinado el propietario señor Bruguera, destruidas joyas arquitectónicas como la catedral del Panadés, encarceladas centenares de personas dignísimas, encontradas listas de futuras víctimas en casi todos los pueblos, ¿qué no habría sucedido si el movimiento hubiese durado unas cuantas horas más? Horroriza el pensarlo. Nuestra tierra se habría anegado en sangre, nuestra riqueza habría sido destruida y un borrón vergonzoso nos habría caído encima, cosa difícil de borrar durante algunas generaciones de catalanes.
Seguramente que muchos hombres que desataron el movimiento no debieron prever este resultado. Pero, ¿quién contiene a la fiera una vez desatada? Desde hace tres años [1931] en Cataluña no había más que una política demagógica; no se oían más que discursos, no de políticos ni de hombres de gobierno, sino de revolucionarios enloquecidos; nuestras juventudes se educaban entre el olor de la pólvora y deseo de sangre y de llamas; los que tendrían que gobernar no tenían un gesto de autoridad para hacer frente a esta avalancha de perturbación y de miseria moral; y de todo esto, ¿qué podía salir, sino lo que todos hemos podido contemplar con el consiguiente dolor? Se dice públicamente que ciertos dirigentes de los destinos públicos de Cataluña se resistieron hasta última hora a llevar a cabo el acto subversivo del rompimiento de relaciones con el Gobierno de Madrid, y lo creemos. Pero, ¿estos hombres, qué concepto tenían de la política y de la lógica? ¿No hacía un trienio que ellos daban impulso a lo que ahora ha explotado? ¿Cómo querían que, una vez calientes las cabezas y llenos de odio los corazones, y todos con armas en la mano no sucediese la tragedia? (…) Es preciso no olvidar que en muchos ayuntamientos ondeó durante la noche la bandera roja, que con su resplandor siniestro ya había eclipsado la tenue luz de le estrella solitaria, bajo cuyo signo decían hacer la revolución los gobernantes de Cataluña”. (…)
Por el hilo se saca el ovillo
(…) La masonería tuvo mucho que ver, tanto en los protagonistas como en la represión del 6 de octubre de 1934. Juan Tusquets, en su obra “Masones y pacifistas”, comenta:
“Dios y el Ejército decidieron la suerte de España. López Ochoa, dispuesto pocas semanas antes a sublevarse, se vio obligado a vencer la revolución en Asturias. Batet, absolutamente controlado por los masones, tuvo que reprimirla en Cataluña. Pero en el Ministerio de la Guerra hubo alguien que amenazaba y urgía: el general Franco… En Cataluña actuó desde el primer instante el mandilesco Pozas. Del interés que puso en su tarea son muestras algunos incidentes que todos recordamos, y otros menos conocidos. Todos recordamos, por ejemplo, el desenfado de Pérez Farrás, “Han de salvarme mis hermanos”, dijo al verse detenido. Y le salvaron, en efecto. Mas para ello fue preciso la desaparición de muchos documentos comprometedores de su expediente judicial y la presencia del hermano Demófilo del Buen en el Tribunal Supremo… Así se desarrolló la represión en Barcelona. Las actas del Parlamento hablan todavía de la increíble debilidad con que el Gobierno perdonó a los verdaderos culpables y se vengó en cuatro infelices.
La masonería logró todos sus objetivos. Deshonró la represión, conservó a los dirigentes, creó una galería de “héroes” para la próxima sesión revolucionaria y consiguió que la impunidad acreciese los humos del populacho… La secreta cordialidad que unió entonces a todos los masones debe hacernos recelar del poderío de la secta. La interesada debilidad de algunos partidos derechistas y regionalistas tiene que servirnos de aviso para no imitarles”.
La mayoría de los jerifaltes de la Generalidad detenidos, Companys, Pérez Farrás y otros, eran masones. Manuel Portela Valladares, masón de alta categoría, por encima de toda actuación judicial, asegura ya la impunidad –que se realizó- de los crímenes y delitos de aquellos delincuentes máximos. (…)
El pasado y el futuro
El Estatuto de 1932 fue la máxima opresión para Cataluña. Un autor catalanista irrecusable, como José Pla, en su “Historia de la Segunda República Española”, en su tomo segundo, páginas 346-347, escribe:
“La instauración del Estatuto de Cataluña no sólo debilitó enormemente al Estado, y en definitiva a España, sino que contribuyó a acentuar todos los defectos ancestrales de la mentalidad catalana sin contribuir a subrayar ninguna de las grandes virtudes de Cataluña. La Generalidad se convirtió en un puro instrumento de anarquía social y política. De una manera oficial se proyectó sobre el campo catalán –tradicionalmente estable-, y por razones puramente electorales, un fermento anárquico que tomó formas destructoras. Las autoridades –sobre todo el gobernador de Barcelona, señor Moles, personaje nefasto que sembró el desorden desde los elevados cargos que tuvo durante la República- sirvieron, con una frivolidad de puros primarios todos los instintos antisociales de la masa. Fue en esta época cuando los elementos socialmente conservadores de Cataluña se dieron cuenta de que el Estatuto era un simple instrumento de una política de clase que se convertiría, en un plazo de tiempo más o menos largo, en un instrumento contra Cataluña misma. Lo que impidió que esta corriente no cristalizara fue la política de la Lliga, que cloroformizó con profecías de grotesco optimismo a la parte responsable del país” (…)
Maldito quien
(…) Mozuelos decrépitos y ancianos inmaduros preconizan hoy el Estatuto de Cataluña, con altas anuencias, sonrisas y convenios. El Estatuto de 1932 fue el definitivo fracaso de la Esquerra y del catalanismo izquierdista, como la Mancomunidad lo era de la Lliga y de los capitalistas. Ante tanto caos, se me ocurre que quizá se puede aplicar la cuarta de las trece maldiciones del capítulo veintisiete del Deuteronomio: “Maldito quien lleve al ciego fuera de su camino”.
Jaime TARRAGÓ
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