El artículo de L´Osservatore Romano reproducido en el mensaje anterior citaba la edición italiana del libro del que está sacado el texto de la conferencia de 1990 del entonces Cardenal Ratzinger.
Reproduzco a continuación la parte del texto relacionada con el tema, tal y como está redactada en la edición castellana de ese libro. En concreto, traemos el contenido del subapartado La crisis de la fe en la ciencia, perteneciente al conjunto del texto que aparece con el título de La fe y las convulsiones socio-políticas contemporáneas. Con respecto a este texto, decía el entonces Cardenal Ratzinger en una nota a pie de página (la página 111 de la edición que estamos citando) lo siguiente:
El primer borrador de este texto fue presentado en Rieti, el 16 de diciembre de 1989, bajo la impresión aún fresca de los acontecimientos en Europa del Este, como intento de una primera aproximación a las causas y consecuencias de lo ocurrido. La versión aquí ofrecida sirvió el 15 de febrero de 1990 para una conferencia en la universidad romana La Sapienza. Con motivo de la celebración del Aniversario 1400 del Concilio de Toledo, presenté, en Madrid, el 24 de febrero de 1990, una versión modificada de acuerdo con las circunstancias.
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Fuente: Una mirada a Europa. Iglesia y modernidad en la Europa de las revoluciones, Joseph Ratzinger, Ediciones Rialp, Madrid, 1993, páginas 127 – 130.
La crisis de la fe en la ciencia
En el último decenio, la resistencia de la Creación a ser manipulada por el hombre, se ha convertido en un nuevo componente de la situación espiritual. La pregunta sobre los límites de la ciencia y las medidas a las cuales ésta debe atenerse se ha hecho ineludible. Me parece particularmente significativo del cambio en el clima intelectual el giro que se ha producido en el modo de juzgar el caso Galileo.
Este hecho, poco resaltado en el siglo XVII, fue elevado en el siglo siguiente a mito del Iluminismo. Galileo aparecía como la víctima del oscurantismo medieval conservado en la Iglesia. Bien y mal se oponen divididos por un corte tajante. Por una parte encontramos la Inquisición, el poder que encarna la superstición, el adversario de la libertad de conciencia. Por la otra, la ciencia natural, representada por Galileo, como el poder del progreso y de la liberación del hombre de las cadenas de la ignorancia, que lo mantenían impotente frente a la naturaleza. La estrella de la modernidad brilla en la noche del oscuro medievo [7].
Curiosamente fue Ernst Bloch, con su marxismo romántico, uno de los primeros en oponerse abiertamente a tal mito, y en ofrecer una nueva interpretación de lo ocurrido.
Según Bloch, el sistema heliocéntrico –al igual que el geocéntrico– se funda sobre presupuestos indemostrables. En esta cuestión desempeña un papel importantísimo la afirmación de la existencia de un espacio absoluto, cuestión que actualmente la teoría de la relatividad ha desmentido. Éste escribe textualmente: «Desde el momento en que, con la abolición del presupuesto de un espacio vacío e inmóvil, no se produce ya movimiento alguno en éste, sino simplemente un movimiento relativo de los cuerpos entre sí, y su determinación depende de la elección del cuerpo asumido como en reposo, también se podría, en el caso de que la complejidad de los cálculos resultantes no mostrara esto como improcedente, tomar, antes o después, la Tierra como estática y el sol como móvil» [8].
La ventaja del sistema heliocéntrico con respecto al geocéntrico no consiste entonces en una mayor correspondencia con la verdad objetiva, sino simplemente en una mayor facilidad de cálculo para nosotros. Hasta aquí, Bloch expone sólo una concepción moderna de la ciencia natural. Pero resulta sorprendente la evaluación que nos ofrece de ella: «Tras quedar fuera de toda duda la relatividad del movimiento, un sistema de referencia humano –o un antiguo sistema de referencia cristiano– no tiene derecho alguno de inmiscuirse en los cálculos astronómicos y en sus implicaciones heliocéntricas; sin embargo, sí tiene el derecho metódico de preservar las relaciones de significación humana en esta Tierra y de organizar el mundo [en] relación con cuanto ha ocurrido y ocurre sobre la Tierra» [9].
Si aquí ambas esferas metódicas se reconocen claramente diferenciadas, en sus límites y en sus respectivos derechos, mucho más drástico aparece un juicio sintético del filósofo agnóstico y escéptico P. Feyerabend. Éste escribe: «La Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y sólo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión» [10].
Desde el punto de vista de las consecuencias concretas de la obra galileana, C. F. von Weizsäcker, por ejemplo, da un paso adelante cuando ve un «camino directísimo» que conduce desde Galileo hasta la bomba atómica. Para mi sorpresa, en una reciente entrevista sobre el caso Galileo, no se me formuló pregunta alguna del tipo: «¿Por qué la Iglesia ha pretendido obstaculizar el desarrollo de las ciencias naturales?», sino precisamente la opuesta: «¿Por qué la Iglesia no ha asumido una posición más clara contra las consecuencias negativas que tendrían por fuerza que producirse una vez que Galileo abrió la «caja de Pandora»?».
Sería ingenuo construir, sobre la única base de estas afirmaciones, una apresurada apologética. La fe no crece a partir del resentimiento y de la refutación de la racionalidad, sino de su afirmación fundamental, y de su inscripción en una racionalidad más amplia. Sobre esto volveremos más adelante. Ahora deseo recordarlo sólo como un caso sintomático que evidencia hasta qué punto el autocuestionamiento de los modernos, que abarca también la ciencia y la técnica, es profundo.
[7] Cfr. W. BRANDMÜLLER, Galileo y la Iglesia o el derecho al error, Madrid, Rialp, 1987.
[8] E. BLOCH, El principio de la esperanza, Frankfurt, 1959, p. 920; cfr. F. HARTL, El concepto de lo creado. Introducción a la dialéctica en E. Bloch y F. v. Baader, Frankfurt, 1979, p. 110.
[9] E. BLOCH, op. cit., p. 920 y ss. F. HARTL, op. cit., p. 111.
[10] P. FEYERABEND, Contra la opresión del método, Frankfurt, 1976, 1983, p. 206.
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