Revista FUERZA NUEVA, nº 581, 25-Feb-1978
¿Confesionalismo?
El desconcierto o confusión religioso-político-moral que nos paraliza o nos hace desvariar, según los casos, a los católicos, indudablemente es debido a un fallo garrafal del Magisterio y del Gobierno eclesiásticos. No sabemos bien los católicos cómo hemos de comportarnos en la vida pública, en las actividades políticas, económicas y, en general, sociales. No sabemos bien si el Estado debe o no debe ser confesional ni por qué. Hasta se da el caso de que, en España, los católicos -el Gobierno del Estado- negocian con los católicos -el Gobierno de la Iglesia-(1978) un nuevo concordato o una serie de “concordatículos” y ni siquiera saben los católicos cómo debe ser el status de la Iglesia respecto al Estado.
Lo que ocurre es que el Magisterio eclesiástico (Pablo VI y la Conferencia Episcopal Española) o no sabe o no quiere enseñarnos lo debido. Y si lo sabe es que carece de autoridad y de voluntad para que ese saber pase a la vida política, a través de la conciencia y de la actuación pública de los seglares católicos.
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Nos encontramos ahora (1978), en España, como en Italia, enfrascados en la cuestión de si el Estado debe ser o no ser confesional, desde el punto de vista de la doctrina católica. Y, sin embargo, el Magisterio eclesiástico, como si fuera los “perros mudos” del pueblo de Dios que profetizara Isaías, parece haber cambiado de doctrina respecto a la confesionalidad del Estado y no nos explica por qué razones ha cambiado.
Hasta el Concilio Vaticano II inclusive, el Magisterio eclesiástico venía enseñando que, en un país de mayoría católica, el Estado debe de ser confesionalmente católico, por una razón de derecho natural y de lógica, hasta si se quiere por imperativo de las reglas de juego democráticas. Después de todo, la dimensión religiosa es una realidad como otra cualquiera de las considerables y atendibles desde el punto de vista civil.
En cambio, de un tiempo a esta parte, el Magisterio eclesiástico hace caso omiso del Derecho natural y del derecho público eclesiástico tradicional en este punto y propone que la confesionalidad católica, liberal o marxista del Estado sea decidida conforme a la criteriología atea, liberalista, es decir, conforme al sufragio universal, sin intervención ninguna de los imperativos religiosos enunciados en el Vaticano II: que ha de rendirse culto público a Dios según la religión verdadera, que es (*) la Católica, sin perjuicio de respetar civilmente la libertad de los ciudadanos para practicar la religión de sus preferencias o de no practicar ninguna.
Nos está pues fallando el papa Pablo VI, que debiera escribirnos una amplia y profunda encíclica sobre este punto tan decisivo. Nos están fallando nuestros obispos y nuestros teólogos, queno nos explican nada o lo explican de manera anodina y nada convincente.
Y el caso es que la cuestión “confesionalismo, por qué no?” está reclamando una respuesta por parte del Magisterio de la Iglesia, ya que siguen teniendo consistencia las abundantes y sólidas razones por las que antes el Magisterio respondía a la cuestión de “confesionalismo católico, ¿por qué sí?”
No ignoro que “L’Osservatore Romano” publicó en enero de 1976, el extracto de un discurso del cardenal Colombo contra el confesionalismo. Pero tampoco ignoro las objeciones que a esta tesis se le hicieron por Sandro Maggiolini (en “L’Osservatore Romano”) y por Lector (en “L’Osservatore della Domenica”). Y yo también tengo que hacerle una objeción.
Las palabras del cardenal Colombo eran éstas: “El Estado moderno no puede ser “confesional” en ningún sentido: ni en sentido religioso, por ejemplo, cristiano; ni en sentido materialístico y ateo, por ejemplo, marxista; y ni siquiera en sentido laicista, si por laicismo entendemos -como a menudo encontramos de hecho- una particular concepción del mundo y del hombre de inspiración inmanentística o iluminística, que niega los valores trascendentales o los confina en el secreto de la conciencia individual. El Estado, tal como ha venido configurándose históricamente, debe ser laico: su fin es la promoción de los bienes temporales comunes, comprendidos los aspectos religiosos; es la tutela de toda libertad, comprendida la libertad religiosa. Afirmando la justa y sana laicidad del Estado, no se quiere, en efecto, afirmar que el Estado deba ser indiferente frente a la verdad y al error y desvinculado de toda norma ética. La obligación de la verdad y de la moralidad compromete también al Estado laico”.
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Mi objeción al cardenal Colombo consiste en señalar el intelectualismo, idealismo o platonismo de esa pretensión, por él mismo desmentida. En efecto, si bien en el plano ideal puede pensarse la laicidad del Estado, distinguiéndose “ratione” (con la razón) del Laicismo del Estado, en la realidad, laicidad y laicismo del Estado se confunden: no se ha hecho ni puede hacerse realmente un Estado y una constitución laicos, que no sean al mismo tiempo laicistas. No hay término medio entre elaborar una constitución como si Dios no existiera y elaborar una Constitución y fundar sobre ella un Estado como si Dios existiera. La Constitución o bien es atea (o agnóstica, tanto da) o bien es creyente en Dios; o bien se elabora teniendo en cuenta la concepción del hombre y de la sociedad que Dios ha revelado o bien se elabora prescindiendo de las Revelaciones de Dios.
Por lo demás, si al Estado laico le asigna el cardenal Colombo “la promoción de los bienes religiosos”, eso no es un Estado laico, sino creyente en lo religioso. Y si el Estado debe atenerse a la verdad y a la moral, como dice el cardenal, ¿quién podrá descubrirle con certeza esa verdad y esa moral si no se la descubre la Iglesia Católica? Luego el cardenal Colombo, implícita e inconscientemente, está propugnando la confesionalidad católica de la Constitución y del Estado.
Eulogio RAMÍREZ
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