... "Amarga andadura para los católicos" (II)


Revista FUERZA NUEVA, nº 592, 13-May-1978

LA AMARGA ANDADURA… (II)

Por D. Elías (sacerdote)

Desgraciadamente, el católico de filas, quiérase o no, mayoría entre nosotros, al tratarse de la Constitución, no sabe de “qué va”. Con esto no ofendemos a nadie, porque muy pocas personas, aparte de las que viven de la política, conocen los entresijos reales de la futura Constitución. Pero no somos profesores de Derecho Político ni nuestros hipotéticos lectores son en su mayoría universitarios dedicados al Derecho. Los políticos profesionales tienen un léxico especial cuando pretenden obtener un voto sin que el votante sepa en realidad lo que vota. Por eso, y en honor de nuestros hipotéticos lectores que mañana van a votar la Constitución, continuamos aclarando puntos oscuros (…)

En la república africana de Kenia, el Gobierno ha dispuesto que se enseñe en todas las escuelas del Estado la religión cristiana, previo acuerdo de protestantes y católicos (“Osserv. Rom”, 29-4-78). Pues bien, en España, católica desde hace siglos, es posible que, si Dios no pone remedio, en las escuelas del Estado no se enseñe la religión católica, o como sucede ahora en muchas privadas, la religión que se enseña se parezca muy poco a la católica. No hablamos de imaginación.

Una Constitución ambigua que no deja nada claro, ignoramos para qué pueda servir, si no fija los cauces por los que han de discurrir los sucesivos legislativos y los sucesivos gobiernos. Si cada legislatura ha de tapar un hueco o puede dar diversas interpretaciones un artículo constitucional, nos preguntamos qué diferencia hay entre ella y una simple declaración de principios o de propósitos.

Entre los derechos de la persona humana está el de que se facilite su formación espiritual, por cuanto el hombre no es pura materia. Pero sobre todo, para quienes han de decir SÍ o NO a la Constitución, hay algo tan fundamental que sin ello ya nace muerta: los derechos de Dios. Los derechos de Dios son objetivamente indiscutibles en sí mismos, y exigibles por parte de todos los ciudadanos creyentes. El ciudadano creyente debe ser justo, y no lo será si no hace justicia a Dios por encima de todas las personas y todas las cosas.

Y no nos vengan ahora con la monserga del Derecho comparado, porque el creyente no necesita mirar lo que hacen otros creyentes, sino lo que le dice su conciencia iluminada por la fe y orientada por el supremo magisterio de la Iglesia. Al decir Iglesia no decimos opiniones particulares de éste o aquel obispo o teólogo, sino de los documentos pontificios.

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“Non es potestas nisi a deo”, nos dice el libro de la Sabiduría; y quien ejerce la “potestas” debe reconocer explícitamente el origen de su poder. En una nación como la nuestra, de gran mayoría creyente (1978), es una estafa política radicar ese poder en la ley del número. Los mandatarios de los ciudadanos no pueden ignorar las conciencias de sus ciudadanos, que aceptan la realidad de la Ley de Dios, aunque la desobedezcan muchas veces en sus actos personales.

La ley del número será válida en la medida en que sea un eco de la Ley de Dios, natural o positiva. La suma de poderes personales individuales ni crea ni puede crear un superpoder que obligue a quienes no han entregado todo o parte del suyo: sería inmoral e injusto. La obediencia de los ciudadanos será exigible en la medida que lo mandado sea un eco de la ley natural, común a todos; pero no será exigible en cuanto quebrante esa ley suprema y obligue al hombre a hacer contra sí mismo.

El creyente consciente debe hacer un esfuerzo mental y captar el hilo que une a Dios con la comunidad humana en que él se mueve, para, en la medida de sus fuerzas, exigir que la normativa social de esa comunidad humana sea un eco de la normativa de Dios.

Hemos leído en el diario vaticano calificar de “inicua ley sobre el aborto” la que se discute en el Senado italiano (1978), como “verdadera y propia ley de muerte”. Usurpando poderes divinos, unos hombres declaran moral lo inmoral, haciendo añicos el derecho a la vida de un viviente inocente; más tarde se negará el derecho de la vida a los ancianos improductivos; tal vez después se hará moral el incesto.

Y no debemos asustarnos de nada si es la “ley del número manipulado” la que ejerce la soberanía con desprecio de la Ley de Dios. “Corruptio optimi, pessima”, y cuando el hombre corrompe su mente todo es lícito: desde el crimen de Estado hasta el Gulag, y no digamos la destrucción de la familia, la anticultura y los lavados de cerebro. Con humor casi negro, podríamos decir que el hombre queda reducido a un “bípedo implume” con derecho a comer y escarbar, y como mucho a reproducirse en la medida que se lo permita la ley del número.

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Nos parece perfectamente lógico que el no creyente acepte la ley del número, porque no conoce otra, y sea consecuente con ella; pero el creyente no la puede aceptar, y al rechazarla no hace agravio al no creyente, que buena lógica personal debe aceptar lo que quiere la mayoría de los creyentes: es lo justo.

El creyente debe analizar cuidadosamente la trascendencia de su decisión, y exigir al mandatario suyo que Dios ocupe el lugar que en justicia le corresponde, o rechazar en su totalidad el complejo legal que le presenten.