EL TESORO DE MI PATRIA
«… La Historia de México no comienza con las peregrinaciones de las tribus indígenas, como no comienza tampoco en la unión de razas, que lleva a cabo el Cristianismo en la Península Ibérica al despedazarse el Imperio Romano; nosotros no somos ni aztecas o mayas, ni españoles tampoco; la raza indígena nos legó su tierra, que tiene la exuberancia de los trópicos y la placidez de las alturas, y la raza española nos heredó su lengua y su cultura y la religión también: ambas nos dieron su sangre.
La Historia de México empieza cuando se percibe entre el fragor de la conquista el aleteo del ángel tutelar de mi Patria, que, enviado por Dios, baja de los Cielos, extiende sus enormes alas tricolores hasta cubrir con su sombra la esmeralda de nuestras costas Oriental y Occidental y se detiene en el Tepeyac; baja entonces del trono, que aquellas alas formaban, la Reina de los ángeles y pone sus virginales pies, los que quebrantaron la cabeza del dragón infernal, en nuestra propia tierra, que florece a su contacto y con el rocío de la hierba da un beso de amor a aquellas plantas vencedoras. María habla al indio un lenguaje de Madre, le hace promesas amorosas, se declara Protectora, Madre y por consiguiente Soberana de México, y deja la tosca tilma un retrato pintado por los ángeles, que forman su corte. Esta imagen celestial es el tesoro de mi Patria, más precioso que la plata o el oro de sus entrañas; es el emblema de mi pueblo, más querido que el águila vencedora de su escudo, es el título de nobleza de mi raza, pues coloca a una indita – a una Virgen Criolla, símbolo de nuestra raza y de Nuestra Nación, a las que anunciaba proféticamente – sobre los coros de los ángeles y sobre los altares de los hombres; es la proclamación que hace Dios de los destinos gloriosos de mi raza, que baña el sol y viste de estrellas; es el grito que lanzó el Empíreo sobre Anáhuac proclamando la Soberanía del Hijo de aquella morenita queridísima y la evangelización de los indios, consecuencia de la aparición guadalupana, fue la respuesta que dio México a aquel grito de los Cielos, fue su primera aclamación a Jesucristo. Las rosas que llevó Juan Diego a Zumárraga fueron la sonrisa de México, que florecía en invierno para saludar agradecido a María; pero fueron también símbolo de las generaciones mexicanas, que la Madre de Dios, al aparecer en el ‹ayate›, hacía caer a los pies de la Iglesia, a las plantas de Cristo Rey…»
Obispo Aux. de Zamora D. Salvador Marinez Silva en la Fiesta de Cristo Rey (1928) .
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