3 - El lenguaje de arte: moderación en su empleo. El neologismo: helenismos, latinismos, italianismos; repugnancia al galicismo. El uso. La metáfora. El nuevo Español frente al viejo Castellano: arcaísmos. La lengua española como la mejor entre las modernas.

Respecto del lenguaje del Arte –sobre todo del neologismo y la metáfora- los escritores de entonces no se cansan de recomendar moderación. El neologismo es lícito si se emplea con prudencia, es decir, si se inventan o aceptan no por capricho, como en tiempos de Juan II, sino por ornamento y necesidad a la vez, como Valdés decía. Y esa necesidad era entonces cuando verdaderamente existía, puesto que España irradiaba sobre el mundo una cultura moderna que necesitaba de términos nuevos y universales. En realidad, según Valdés, “no nos faltan vocablos con que esprimir los concetos de nuestros ánimos, porque si algunas cosas no las podemos esplicar con una palabra, esplicamoslas con dos o tres, como mejor podemos” (13).

El griego, el latín y el italiano les proporcionan entonces los elementos necesarios al nuevo lenguaje:
Del griego pasan, por ejemplo, paradoxa, tiranizar, idiota, ortografía, voces propuestas por Valdés.

Del latín toman, naturalmente, la mayoría de las nuevas voces: por ejemplo, todas las que Valdés proponía se introdujeran: ambición, ecepción, dócil, superstición, objeto, decoro, paréntesis, insolencia, jubilar, temeridad, persuadir, estilo, observar. Eran aquellos los momentos más propicios para la adopción de latinismos pues con ellos el Renacimiento, en España y fuera de ella, iba dando expresión adecuada a las ideas de la civilización moderna, recuperando así el español y las demás lenguas de Europa algo de su primitiva uniformidad, por el retorno a su origen latino.

Del italiano, Valdés propone dinar, entretener, discurrir y discurso, servitud, novela, cómodo y martelo. En el verso –que tanto entonces debía a Italia- la influencia es todavía mayor: Garcilaso gusta de introducir italianismos en sus poesías: delgadeza, domestiqueza, selvatiquez, viso etc. Además Italia nos proporcionó fachada, medalla, soneto, terceto, madrigal y escorzo; entre las militares, recordemos centinela, señalada por Hurtado de Mendoza en su “Guerra de Granada”. Arias Montano pone de relieve la influencia del italiano en la juventud española en un poema: “Italico accentu crepitant...”

Del francés, desde luego, no se concibe entonces traer vocablo alguno. Garcilaso mismo evita los galicismos y sólo en alguna ocasión en que hace burla de las cosas de Francia los emplea intencionadamente por donaire: recordemos lo que le dice a Boscán en 1534, a raíz de su viaje a Italia pasando por Francia:

“donde no hallaréis sino mentiras,
vinos acedos, camareras feas,
varletes codiciosos, malas postas,
gran paga, poco argén, largo camino” (14)

El mismo criterio tendría Valdés, cuando, hablando tanto sobre el neologismo, guarda absoluto silencio sobre toda posible relación entre el español y el francés.

No olvidaban además los escritores de entonces las advertencias de los clásicos respecto de los neologismos: en Roma, como en Toledo, los términos nuevos no podrían adquirir carta de naturaleza dentro de la lengua, mientras no lo quisiera el uso, árbitro, juez y norma del lenguaje. Es verdad que a veces son “durillos”, pero “conociendo que con ellos se ilustra y enriquece la lengua –dice a Valdés uno de sus interlocutores-, todavía los admitiré y, usándolos mucho, poco a poco los ablandaré”. De todas maneras, la discreción en el empleo del neologismo se impone siempre y el consejo horaciano no lo olvida nadie.
El que Boscán no fuese un neologizante es para Garcilaso una de las cosas más admirables en la traducción de “El Cortesano”. Porque Boscán –según Garcilaso- “usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oídos, y no desusados de la gente”.

En cuanto a la metáfora, es indudable que desde entonces, a tal tipo de expresión se le da en le lenguaje escrito, sobre todo, una importancia excepcional, además que para ésta tenían los españoles una singular predisposición. De nosotros, decían los italianos que éramos “más perspicaces en el uso de la metáfora que ningún otro pueblo”. El propio Valdés aseguraba que “la mayor parte de la gracia y gentileza de la lengua castellana consiste en hablar por metáforas”.
El escritor que consagró la metáfora en nuestra lengua es Garcilaso; sus expresiones fueron aprendidas con entusiasmo por los poetas posteriores. Discípulos directos suyos son los mejores líricos de España: Fernando de Herrera, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz y Luis de Góngora.

He aquí, pues, cómo se forjó la nueva lengua del Imperio; tan nueva, que a todos era ya sensible su honda diferencia con el castellano del medievo: había, por ejemplo, que decir exército y no “huestes”, confianza y no “fiuzia”, fatiga y no “cuita”, placer y regocijo y no “solaz”, esperar y no “atender”, contender y no “barajar”, preguntar y no “pescudar”, fácil y no “raez”, harto y no “asaz”, vez y no “vegada”, abaxo y no “ayuso”, arriba y no “suso”, debajo y no “so”, aunque y no “maguer”, otro y no “al”, cuando y no “desque”, siempre y no “cadaque”, último y postrero y no “cabero” ni “zaguero”.
Ninguna de estas expresiones, desautorizadas por Valdés, empleará ya su íntimo Garcilaso.
Bien que ciertas formas, aunque viejas –pensaba Valdés-, son tolerables en el lenguaje poético: puede usarse “membrar” en vez de acordar, o la forma “so”, en vez de soy; por eso Garcilaso dice “estó” en lugar de estoy.
En resumen, una civilización moderna había hecho envejecer muchas palabras para que floreciesen otras nuevas porque, tal como las hojas de los árboles, también las voces antiguas iban cayendo en desuso.

Conseguida ya la reforma de la Lengua y puesto de relieve su inmenso valor, especialmente mediante los estudios del Refranero, el orgullo por la lengua nacional se reaviva en la conciencia de los españoles. Claro es que no sólo fuimos nosotros los que nos dedicamos a exaltar y dignificar una lengua vulgar, fuéronlo también otras naciones que se pusieron a imitar la actitud de Nebrija.
Sobre todo, Italia, donde Petro Bembo había defendido la lengua toscana en su “Prose della volgar lingua” (1525).

Dedicadas, pues, varias naciones a exaltar sus lenguas respectivas, no es extraño que se suscitase la cuestión de competencia sobre cuál de todas ellas era la mejor. En la disputa, la lengua española –“noble, entera, gentil y abundante”, al decir de Valdés- es entonces considerada como la primera del mundo entre todas las modernas. Y lo creen así, no sólo los españoles, sino también muchas gentes de fuera: el viejo siciliano Lucio Marineo Sículo asegura, en un libro escrito precisamente para Castiglione, que “la lengua española haze ventaja a todas las otras en elegancia y copia de vocablos, y aun a la italiana, sacando la latina y la griega” (15).

“Y la causa de ser muy más perfecta que todas las otras lenguas vulgares –añade Marineo- es por la conformidad que tiene con la latina, a la cuales tan semejante que se hallan cartas escriptas en romance, y el mismo romance es también latín”. Y en efecto, desde tiempos ya de los Reyes Católicos, desde que, en 1498, el padre de Garcilaso de la Vega pronunció en el Vaticano su famosa oración, compuesta en un latín que resultaba a la vez castellano (que más adelante reproducimos), fueron muchos los que, con el mismo propósito, se dedicaron a componer en prosa o en verso textos que resultaban a la vez castellanos y latinos. (Ver E. Buceta, Composiciones hispano latinas en el siglo XVI, RFE, XIX).

Bien es verdad que la doctrina sobre la preeminencia del castellano no se sostuvo sin discusión; pero la polémica acabó por mantenerse tan sólo con los italianos, cuya lengua toscana tenía, según Valdés, “muchos más vocablos enteros que la castellana, y la castellana muchos más vocablos, corrompidos del latín, que la toscana”.
No dejó tampoco de existir, finalmente, quien equiparase la lengua castellana con la latina y aun quien la considerase superior a ella. Menéndez Pelayo en sus Orígenes de la Novela, III, copia estos versos de Proaza, insertos en “Las Sergas de Esplandián”:

“Aquí se demuestran, la pluma en la mano,
los grandes primores del alto decir,
las lindas maneras del bien escrebir,
la cumbre del nuestro vulgar castellano;
al claro orador y cónsul romano
agora mandara su gloria callar,
aquí la gran fama pudiera cesar
del nuestro retórico Quintiliano.”

Y el licenciado Juan Antonio Herrera escribía elogiando a Ximénez Patón:

“Ya en la lengua antiquísima romana
nuestro vulgar no della decendiente
en el ser admitida de la gente,
en riqueça y ornato se la gana”.


(13) Consideran además lícito el neologismo por la autoridad que les ofrece Cicerón u Horacio, introductores de vocablos nuevos. Y así en cuanto al neologismo por derivación o composición, “acordaos –dice Valdés- con cuanta modestia acrecienta Cicerón la lengua latina algunos vocablos como son qualitas, visum que significa fantasía y comprehensibile, aunque sin ellos no podía esprimir bien el conceto de su ánimo”. Y en cuanto al neologismo por transplantación de otras lenguas, acordaos también de Cicerón –exclama Valdés- “cuando usa y aprovecha de vocablos griegos”, cosa que hace –añade- con mucha mayor licencia, pues en este caso, “no cura de demandar perdón, antes él mesmo se da licencia para usar dellos, como veis que los usa, no solamente escritos con letras griegas, pero con latinas como son asotus, idea, atomus etc”.

(14) Varlet es el moderno francés valet, criado, y argén es argent, dinero, usado ya por Berceo y por el Arcipreste de Talavera.

(15) Lucio Marineo, “De las cosas memorables de España”. También Giovanni Miranda (“Della Lingua) concede la supremacía al español: “Entre las muy copiosas, yentiles, esplicables, y nobles lenguas el primiero lugar tiene la castellana, por ser ella copuesta de las dos muy puras de todas las otras, que son la latina, y la italiana y a mi iuyzio por ser ya el mundo todo (y más que no duuiera) hecha habitación de nación española.”

En el siglo XVIII, Masdeu (Historia crítica de España, 1783) atribuye la opinión de la superioridad de la lengua española a varios célebres escritores: “La Martiniere, Botero, Merula, Trevisano, Bentivoglio, Moreri, Erasmo también y Escalígero, y hasta los celebrados enciclopedistas, autores que he citado, todos reconocen la superioridad de la lengua castellana por la admirable propiedad de sus metáforas y por la singular energía de sus expresiones”. En la misma época Vargas Ponce (1793) la atribuye también a Vosio, Juan Zahn, etc.

No deja de haber, sin embargo, quien negase la supremacía del español: Bataillon (“Erasme et l’Espagne”) habla de Furio Ceriol, quien en 1556 concedía la palma al italiano y al francés).