Durante el siglo XVII, la lengua española fue objeto de importantes estudios. En 1606, el malagueño Bernardo de Aldrete (1560-1641), canónigo de Córdoba, admirado por Lope, publica su obra “Del origen y principio de la lengua castellana o romance que hoy se usa en España”, primera historia científica de los orígenes remotos de nuestra lengua.
La obra toda ella está orientada hacia el fin de demostrar el origen latino del español, pues había quien, como Gregorio López Madera, alto personaje de la Corte, sostenía la peregrina teoría de que nuestra primitiva lengua fue ya el español, al que no pudieron exterminar los romanos.

Aldrete sienta por vez primera, con mayor o menor precisión las leyes fonéticas que rigieron la evolución del latín español, comparando además la estructura de nuestro idioma con otros romances. Aldrete, hoy olvidado, es por eso, el precursor de la moderna filología, no ya sólo en España sino en toda Europa.
Es más, Aldrete, aunque con las naturales deficiencias de todo precursor, ha concebido su estudio de la lengua, considerando a ésta, no como un fenómeno puramente fisiológico, cual lo hace la moderna filología, sino también como una faceta de la Literatura y de la Cultura, que no es visible científicamente si no se la estudia en un todo armónico.
La obra de Aldrete tuvo eco en el siglo XVIII y primeros años del XIX, cuando Mayans, Sarmiento, Garcés, Vargas Ponce y Martínez Marina insisten en el estudio de la Lengua.

Obra importantísima en la historia de la filología fue también el Tesoro de la lengua castellana o española, el más antiguo diccionario etimológico de nuestro idioma, que, en 1611, dio a la estampa, en Madrid, Sebastián de Covarrubias.

Estimación especial entre los otros estudios relativos a la Lengua, que por entonces se publicaron, merecen asimismo los que versaban sobre la ortografía, materia muy debatida a la sazón, pues existían sobre ella dos tendencias: una, propia de los que seguían el consejo de Nebrija: “Tenemos que escribir como pronunciamos e pronunciar como escribimos”; otra, la que Juan de Robles, en 1631, formulaba en estos términos: “La etimología enseña con qué letras se ha de escribir... las mismas que los vocablos que los engendraron, para que vayan siempre conservando la memoria de su nacimiento y de sus progenitores”.
Atendiendo al primer criterio, muchos escribían, como la mayoría de las gentes del anterior siglo XVI, ecelso, conceto, escritor, ojeto, efeto, dotrina, dotor, letor, dino, es decir, tal como pronunciaban, y sin hacer caso de la etimología.
El más acérrimo defensor de la escritura fonética fue el catedrático de Salamanca y colector de refranes, Gonzalo de Correas, quien pretendió imponer una ortografía fonética. La portada de su obra basta para darnos idea de cual era su intento, pues todo el libro iba compuesto de la siguiente manera: Ortografía kastellana nueva y perfeta. Dirixida al Prinzipe Don Baltasar... i la tabla de Kebes al Konde Duke, traduzidos de griego en kastellano, por el Maestro Gonzalo Korreas, Katedrátiko... en la Universidad de Salamanka etc...

En cambio, los culteranos, atendiendo al latín, restablecían los grupos de consonantes xc, pt, bj, ct, gn, y escribían, y hasta decían algunos: excelso, concepto, objeto, efecto, digno.
Sin embargo, en algunas palabras análogas, la reacción cultista no acabó surtiendo efecto: luto decimos y no lucto; fruto y no fructo; escrito y no escripto. Casos hay también en que la palabra se ha desdoblado, ej: signo y sino.

En ambos criterios se inspira, por cierto, nuestra moderna ortografía, aunque sin sujetarse a ninguno de ellos de manera rigurosamente científica, pues escribimos abogado con b, viniendo de advocatum con v, y reproducimos, por ejemplo, con una misma letra g dos sonidos bien distintos, como gente y gasa.
Un último criterio existe en la ortografía de hoy, que es el de la costumbre: por tradición ponemos en algunas palabras h, que no es etimológica, puesto que en tal caso sería f, ni es fonética, ya que no reproduce la h aspirada de antaño. El valor principal de nuestra actual ortografía se funda, finalmente, en su estabilización, no conseguida hasta nuestros días. Por eso, todo intento de reforma tiene que ser contraproducente.

La difusión del castellano continuó durante esta época, especialmente en los medios cultos de Europa, donde su aprendizaje se imponía, aunque sólo fuera como instrumento para conocer nuestra Literatura, que en el primer tercio de aquel siglo se mantenía en todo su apogeo.
Mas en ninguna nación se puso tan en boga el estudio de nuestra lengua como en Francia, cuando en 1615 se efectuaban las bodas de Ana de Austria, hija de Felipe III, con Luis XIII, y de Isabel de Borbón, hermana del rey de Francia, con el que había de ser nuestro Felipe IV. El mismo rey francés infundía en sus súbditos la afición a las cosas de España, pues “el día que quiere hacer ostentación de su grandeza al mundo –observaban entonces- se honra y autoriza con todo lo que viene de España: si saca un hermoso caballo, ha de ser de España; si ciñe una buena espada, ha de ser española; si viste honradamente, el paño ha de ser de España; si bebe vino, ha de venir de España...” (Carlos García, “La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la tierra, Paris, 1617). Y no menos entusiasmo mostraba por nuestra lengua, que estudiaba con afán meses antes de casarse con la infanta española (A. Lefranc, Louis XIII a-t-il appris l’espagnol? Paris, 1930).
Nada de extraño tenía, por tanto, que la corte francesa se españolizase hasta tal punto, que Balzac dijese entonces de los cortesanos : s’ils eussent été nés a Madrid ou à Toledo, ne pouvaint être meilleurs espagnols”.

En aquel ambiente, nuestra literatura se difundió con profusión y hasta llegó a nutrir y modelar a la francesa. El teatro francés (que luego la posterior España del siglo XVIII tomaría como patrón) se desarrolló imitando el de España, genial creación, principalmente, de Lope de Vega, “Fénix de los ingenios”, “Monstruo de la Naturaleza”, el poeta quizá que más ha escrito en el mundo.
A la inmensa cantera de nuestras comedias acudieron los dramaturgos franceses, unos para imitarlas y otros para hacerlas suyas. Corneille compuso “Le Cid”, después de inspirarse en “Las Mocedades”, de Guillén de Castro; para “Don Sanche” se inspiró también en el “Palacio confuso”, de Lope, y hasta “Horace” y “Heraclius” proceden de fuentes españolas. Molière escribió conociendo profundamente nuestro teatro, aunque a través de traducciones italianas; y Rotrou, Scarron, Quinault, Tomás Corneille y otros muchos saquearon a placer el repertorio escénico de España.

Nuestras comedias llegaron a ser representadas, en Francia, en la propia lengua original, por compañías españolas, que después de recorrer Italia, Cerdeña y Flandes, hacían estancias en Paris. En fin, hasta para dar autoridad a una comedia, nada era mejor que fingir su origen español, como lo hacía Brecourt en “Le jaloux invisible” (1666).
Y no sólo a Francia nutrió nuestro Teatro, sino que llenó también los de Alemania, Holanda, Italia, donde lo traducía Cicognini, e Inglaterra, sonde Shirley se inspiraba en Tirso de Molina, y Massinger copiaba “Los Baños de Argel”, de Cervantes.

Otra creación española, la novela, fue de la misma manera admirada e imitada: Mlle. de Scudery y Mme. La-Fayette, para escribir sus novelas, se inspiraron en “Las Guerras de Granada”, de Pérez de Hita. Y la Diana, de Jorge de Montemayor, imitaron, al redactar las suyas, Desportes y Honoré d’Urfé. Muchísimas fueron además las traducciones de novelas: las de Cervantes, en francés podíanse leer ya en 1618; lo mismo que las novelas picarescas, sobre todo el “Lazarillo”, desde 1561.

Muy leídos fueron también nuestros místicos, cuyas obras son en aquel siglo repetidas veces traducidas por toda Europa. Sólo en Inglaterra, diez veces fue traducido Fray Luis de Granada, durante el siglo XVII. Las infinitas ediciones en castellano, fuera de España impresas, las muchas traducciones de nuestra Literatura, sobre todo francesas, seguían, pues, difundiendo una cultura que el mundo tomaba por modelo.

A esta difusión correspondía, naturalmente, la del estudio del español, propagado de manera tan intensa que, según decía Cervantes, “en Francia, ni varón ni mujer deja de aprender castellano”. Esta observación que el glorioso escritor hacía en su “Persiles y Sigismunda”, no parece exagerada si se tiene en cuenta la fecha en que está escrito, 1616, o sea un año antes de las bodas reales, cuando quizá por eso estaba más en boga lo español. En 1636, Ambrosio de Salazar (“Espejo general de la Gramática”, Rouen) reducía a una “tertia parte” el número de “cortesanos que saben hablar castellano sin auer estado en España”.

Uno de los hispanistas franceses que más contribuyó a la difusión del castellano fue César Oudin, secretario e intérprete de Enrique IV, autor de una gramática de resonancia universal. Las imprentas de París, a principios del siglo XVII, no cesaban de lanzar ediciones de esta obra, nunca suficientes para satisfacer el afán de los franceses por conocer nuestro idioma. En una quinta edición (1619), Oudin se lamenta de las muchas impresiones fraudulentas que de su obra se habían hecho, eso sin contar-escribe- “las impresas en Bruselas y en Alemania y los innumerables resúmenes que corren por aquí y por allá”. Este y otros trabajos de Oudin, entre ellos su “Tesoro de las dos lenguas francesa y española”, revelan un profundo estudio de nuestro idioma y literatura.
Otro profesor célebre de español fue el murciano Ambrosio de Salazar, tipo original por su vida aventurera, que enseñaba el castellano en Rouen y escribió varias obras en español para su enseñanza. (Véase : Morel-Fatio, “Ambrosio de Salazar et l’etude de l’espagnol en France sous Louis XIII, paris, 1901).

Tan grande afición por nuestro idioma fue causa de la introducción en el francés de algunas voces españolas, como algarade, caramel, capitan, cassolette, camarade, creôle, castagnette, embargo, duegne, galon, guitarre...; en total algo más de doscientas cincuenta palabras.