¡Y viva la Pepa!
JUAN MANUEL DE PRADA
Las celebraciones peperas (por la Pepa y el PP) del bicentenario de la Constitución de Cádiz no han tenido el boato y el relumbrón de los grandes fastos; en lo que debemos volver a agradecer los efectos benéficos de la crisis. La Constitución de Cádiz, afirman sus turiferarios, señala el nacimiento de la "nación española"; a lo que podríamos oponer la afirmación famosa de cierto gobernante de infeliz memoria que, si bien tenía por boca una cornucopia de insensateces, en aquella ocasión tuvo más razón que un santo: "La nación es un concepto discutido y discutible". En efecto, pocos conceptos han provocado tanto debate y controversia en el pensamiento político como el de nación; pero, por muy discutidores que nos pongamos, nadie podrá negar que en aquella Constitución de Cádiz se formuló por vez primera, en un texto legislativo español de rango máximo, el concepto de nación liberal, indisolublemente ligado al concepto de soberanía; así lo recoge expresamente su artículo tercero: "La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales".
Pero, ¿qué es la nación? Para Renan, un plebiscito cotidiano; para Maistre, el alma colectiva de un pueblo; un conjunto de socios que viven bajo una ley común para Siéyès; y así podríamos seguir hasta llenar mil folios. A la postre, llegamos a la conclusión que la nación es el falso Dios de la modernidad; y su sustancia seudodivina (idolátrica) se la otorga la soberanía. El Diccionario de la Real Academia prueba una definición que recoge a la perfección la dependencia mutua de ambos conceptos -nación y soberanía-, según la formulación liberal: "Colectividad humana asentada sobre un territorio definido y una autoridad soberana que emana de sus miembros, constituyendo por tanto un Estado". En realidad, es el concepto de "autoridad soberana" lo que instila su veneno a la nación que nace de las revoluciones liberales; y contra ese veneno no se ha encontrado antídoto, por la sencilla razón de que no lo tiene. Pues soberanía es un poder absoluto que no conoce ninguna autoridad superior, ni humana ni divina; de donde se desprende que basta que cualquier "colectividad humana asentada sobre un territorio definido" se proclame soberana para que surja una nación. Esto, ni más ni menos, es lo que pretenden nuestros nacionalistas vascos o catalanes, que consideran que las regiones de Cataluña o el País Vasco (territorios definidos) pueden constituirse en naciones si así lo deciden sus pobladores, o sus representantes, mediante un acto soberano de voluntad; en lo que nadie podrá negar que son los hijos más granados de aquellas Cortes de Cádiz, celebradas hace doscientos años.
Es, en efecto, la noción liberal de nación, constituida mediante un acto de soberanía, la que alienta los procesos nacionalistas que desde entonces se han multiplicado en Europa. Y también la que ha rebajado la entidad de nuestro patriotismo, en el que la lealtad que se debe a la propia patria -resultado de un proceso histórico de hermanamiento de pueblos vecinos- se sustituye por la lealtad a unas leyes emanadas de una voluntad soberana y, por lo tanto, cambiantes y sometidas a veleidades políticas. A esto lo llaman "patriotismo constitucional", que entre las gentes suscita aproximadamente el mismo entusiasmo que el sistema métrico decimal.
Y este proceso, en fin, es el que celebramos en estos días, lo que bien mirado es como si el sifilítico celebrase el aniversario del día que le contagiaron la espiroqueta. ¡Y viva la Pepa!
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