Revista FUERZA NUEVA, nº 521, 1-Ene-1977
EL FONDO DE LA CUESTION DE LA REFORMA POLÍTICA APROBADA
Un proyecto que se basa en un error
“Consummatum est”. A trancas y barrancas, un poco por las buenas y un tanto por las malas, ya está aprobado el proyecto de reforma política que el Gobierno Suárez -inspirado, sin duda, en sospechosas fuentes ideológicas- se ha sacado de la manga. El tal proyecto tiene a todas luces un tufillo liberal que produce náuseas y, por tenerlo, más tarde, o más temprano ofrecerá a los españoles sus venenosos frutos. Se debatió, un tanto apresuradamente, el proyecto: intervinieron los ponentes y los enmendantes; respondieron los ponentes haciendo como que contestaban, pero ni en las intervenciones, ni en la duplica, ni en la réplica, se ha tratado para nada del verdadero fondo de la cuestión, por lo que parece prudente que meditemos un poco sobre él para, tras la meditación, estar en condiciones de predecir si el rumbo que, al parecer, va a tomar España, conduce a buen puerto o sí, por el contrario, la nave hispana lleva camino de estrellarse contra las rompientes de la costa.
Bien pudiera ocurrir que nuestra voz no pasará de ser “vox clamantis in deserto”. Puede, pero no importa. Creemos en conciencia que tenemos el deber moral de decir a los españoles la verdad y la diremos (...)
Sabido es que cada cosa genera según su especie, de donde se sigue que del error sólo pueden derivarse errores. Sí, pues, conseguimos demostrar que el proyecto de Reforma política está concebido erróneamente, la consecuencia lógica será que de su aprobación sólo podrán derivarse errores y, de los errores, incontables males.
El problema se plantea, por tanto, así: ¿está o no está concebido erróneamente el proyecto de Reforma política? Si no lo está, apruébese y realícese en buena hora; mas si lo está, la única conducta sensata es enviarlo al cesto de los papeles. Y como nosotros pensamos que esto es lo que se debería hacer, trataremos de demostrar que el proyecto está erróneamente concebido.
Dónde radica el error
La base, el fundamento o la raíz del proyecto de Reforma está en afirmar que “el pueblo es soberano” o, dicho de otro modo, que “la soberanía reside en el pueblo”. Así, al menos, lo ha afirmado el presidente Suárez, y en esa frase altisonante y halagadora está precisamente el error, porque lo cierto es que ni el pueblo es soberano, ni tiene autoridad ni cosa que se le parezca.
Habrá quien, al leer lo que antecede, se mese los cabellos o rasgue sus vestiduras. Pues sentiremos que pierda sus guedejas o se quede “in puribus”, pero la verdad es ésa, cómo vamos a demostrar.
Supongo, lector, que usted estará conforme en que ningún hombre, como tal hombre, tiene soberanía ni autoridad sobre otro. Yo, lector, no tengo autoridad alguna sobre usted, ni usted sobre mí, y aunque nos juntemos diez como yo, veinte como yo, o cien como yo, como ninguno de los diez, de los veinte o de los cien tiene autoridad sobre usted, la suma de ellos tampoco la tiene, por la sencilla razón de que la suma de todos los ceros que usted quiera sigue siendo cero. De aquí se desprende, sin lugar a dudas, que los treinta y cinco millones de españoles juntos no tenemos autoridad alguna sobre usted. ¿Me va entendiendo?
Si ningún hombre es, como tal hombre, soberano de otro, ¿será acaso cada hombre soberano de sí mismo? Tampoco, porque el hombre no es hombre porque él haya decidido ser hombre, sino que lo es porque su ser le ha sido dado sin intervención suya. Ningún hombre tiene el ser por sí mismo; lo tiene siempre por participación. El único ser que es por sí mismo es Dios (...) Ninguno es soberano de sí mismo; todos dependen de Dios, y el hombre, también. (...)
Si ningún hombre es soberano de sí mismo; si ningún hombre es soberano de otro hombre, ¿de dónde puede salir la soberanía del pueblo? De ningún sitio, por la evidente razón de que la muchedumbre de seres no puede tener una cualidad que no reside en ninguno de ellos. Esto es pura lógica elemental.
Un galimatías liberal
A quienes afirman que el pueblo es soberano, les preguntamos: “¿Qué clase de soberanía es esa que, según ustedes, tiene el pueblo, si luego resulta que el pueblo no la puede ejercer y tiene que delegarla? Porque, ¿cómo puede ejercer el pueblo directamente su soberanía y cómo puede directamente tener autoridad y gobernar? ¿Qué clase de galimatías se organizaría si tal cosa se intentara? Todo el mundo -y ustedes, señores liberales, los primeros- admite que el pueblo tiene que delegar su soberanía en alguien -sujeto individual o plural- que será quien ejerza la soberanía y ostente la autoridad. Y, para salvar ese escollo, sostienen que el sujeto en quien se delega ejerce la soberanía y ostenta la autoridad “en nombre del pueblo”, pero yo digo que, cuando más, desempeñara todas esas funciones “en nombre de aquella fracción del pueblo que haya delegado en él”, porque si es verdad -como afirman los liberales- que la soberanía reside en el pueblo, yo, que soy parte de ese pueblo, tendré parte de esa soberanía, y si yo no he delegado en quien dice que va a ejercerla, seguro estoy de que en mi nombre no la ejerce. ¿Adónde ha ido a parar, entonces, mi parte alícuota de soberanía? Si sigue en mí porque no he querido o no me ha sido posible delegarla en alguien, ¿para qué me sirve?
Para contestar a está incontestable pregunta, los liberales han inventado la “ley de la mayoría”, según la cual yo tengo que aceptar que los que han sido designados por la mayoría para ejercer esa autoridad delegada la ejercen también en mi nombre; pero a eso contesto que yo -que soy libre- no tengo por qué aceptar esa ley, y que si se me obliga a aceptarla, mi soberanía y mi libertad vivirán en un régimen de opresión y de tiranía y, en tal caso, ¡adiós los derechos del hombre de los que tanto se habla... sin saber lo que se dice!
Como los liberales, pese a su inconmensurable ignorancia se dan cuenta de la existencia de esta grave dificultad, para “orillarla” han hecho un segundo invento: “el pacto social”, que, en el fondo, no es otra cosa que las reglas del juego del contubernio político, pero a este descubrimiento se puede responder que si, como en el caso anterior, yo no estoy dispuesto a aceptar ese “pacto”, por mucho que se me diga que ésas son las “reglas del juego”, el hecho real será que mi libertad y mi soberanía siguen estando tan sometidas a la tiranía y a la opresión como lo estaban antes de descubrir el “pacto social”. Y como ante esta realidad, no hay escape posible, se puede afirmar -y afirmo- que la democracia, tal y como la conciben los liberales, se resuelve siempre en la constitución de un régimen opresivo, despótico y tiránico con relación a cierta parte del pueblo que recibe el nombre genérico de “minorías”. Y no importa que pueda ocurrir, y de hecho ocurra, que la “mayoría” de hoy sea mañana “minoría”, porque, con tal cambio, lo único que se ha conseguido es que los déspotas de ayer sean los oprimidos de mañana y viceversa.
Contestación a una pregunta
Si la soberanía y la autoridad no residen en el pueblo, porque no pueden residir en él, según acabamos de ver, ¿en quién residen y en dónde están? He aquí la pregunta crucial que vamos a contestar para conocimiento, sosiego y tranquilidad del lector. Y, para más claridad, pondremos un ejemplo analógico:
El hombre es un ser compuesto de “cuerpo” y “alma”, “materia” y “espíritu”. En el mismo momento en que un nuevo ser es engendrado, Dios crea un alma que es la que va a hacer que ese nuevo ser llegue a convertirse en hombre. Los padres del nuevo ser formaron la “materia” y Dios puso el “espíritu”. Ellos dieron lo que podían dar: la materia. Dios puso lo que en su omnipotencia puede crear y otorgar: la forma.
De similar manera, el hombre, que es social por naturaleza, por naturaleza propende a constituirse en sociedad, en la que una vez organizada, Dios pone y otorga lo que el hombre no puede poner ni otorgar: la autoridad. “Nulla potestas nisi a Deo”. En este caso, la sociedad organizada viene a ser la materia, y la autoridad viene a ser la forma que Dios pone en ella. De esta manera, ya estamos en condiciones de contestar a la pregunta que nos formulamos más arriba: ¿dónde residen la soberanía y la autoridad? En Dios, y nada más que en Dios. Decir que reside en el pueblo es un crasísimo error de los liberales -por muy halagador que parezca- que procede de que quien se abraza con el liberalismo se hace incapaz de conocer la verdad.
Obsérvese que hemos escrito que Dios otorga autoridad a la sociedad “organizada”, pero no a la muchedumbre anónima de los hombres; de donde se sigue que es condición previa y “sine qua non” la existencia de esa sociedad “organizada” y la designación del sujeto -individual o plural- en quien Dios va a poner la autoridad. Según esto, lo primero es “organizar” la sociedad; mas ¿cómo debe organizarse esa sociedad?
La contestación casi, casi, podría ser. “como ustedes quieran”, porque aquí, entra de lleno la libertad humana, pero, en todo caso, la sociedad que se organice habrá de estar sometida a las siguientes condiciones:
*tener muy presente que la sociedad civil está tan absolutamente sometida a Dios y tan absolutamente dependiente de Él cómo lo está cada una de las personas que componen esa sociedad, y
*no olvidar jamás que los fines de esa sociedad, cuando alcanza la categoría de sociedad civil, no pueden ser otros que los que concuerdan con la ley moral y con la ley natural, que se resumen en lo que se conoce como bien común.
Los fines del hombre
Es decir, que los hombres no pueden, moralmente, constituirse en sociedad civil para actuar conjuntamente como se les antoje, sino para procurar, conjuntamente, que se haga en la tierra la voluntad de Dios. Esa sociedad civil podrá constituirse adoptando para ella la forma que mejor parezca a quienes la componen, pero, a semejanza de lo que ocurre con el hombre individual, pecará si se olvida de Dios y conculca su ley. Podrá hacerlo, podrá pecar, al igual que peca el hombre, pero, si lo hace, no podrá escapar al justo castigo que le impondrá la justicia divina. Y téngase en cuenta que ese castigo lo tendrá. que soportar y padecer aquí, en la tierra; cosa que no ocurre con el hombre, pues sabido es que éste -el hombre- puede delinquir aquí sin experimentar, al parecer, y a veces, daño alguno, pero así puede suceder porque ya sentirá el peso de la sanción el día en que, tras su muerte sea juzgado.
Volviendo a nuestro tema, hora es ya de preguntar: ¿es así que la ley de Reforma política está fundada sobre un principio -el de la soberanía del pueblo- que no está conforme con la verdad emanada de Dios? Luego la sociedad civil que va a regirse por ella el día de mañana tendrá un pecado de origen y lo tendrá que pagar más tarde o más temprano. La cuestión no tiene vuelta de hoja, y quiere decir que, sin remedio, se avecinan para España días de tristezas, de amarguras y de lágrimas, y que, si no se cambia de orientación y conducta, la nave hispana naufragará irremediablemente, al igual que va camino del naufragio todo ese desdichado mundo occidental que suele decir que cree en Dios y que es cristiano, pero que no hace otra cosa que actuar en contradicción con la ley de ese Dios en el que dice que cree.
J. M. BONELLI
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