Franco en los altares
13 febrero 1937
No diré dónde para no herir la sensibilidad de los autores de esta beatificación; pero yo he visto días pasados en un pueblecito castellano próximo a la raya de rojos, cómo en un apoteosis de cruces y de banderas, de niños escolares y de todo un vecindario endomingado, avanzaba el alcalde por la nave central de la iglesia, llevando la imagen de Jesús que, al terminar la Misa iba a ser escoltado de otros dos concejales, portador uno de una pintura de la Virgen y el otro de un retrato del Generalísimo que, seguidamente, fue instalado en el Altar Mayor, del lado de la Epístola.
¡No andaban descaminados, no, los munícipes sencillos y españolísimos que tal homenaje idearon! El pueblo ha comprendido el valor mesiánico del Ejército, personificado en Franco, y ha comprendido, sobre todo, el valor espiritual de esta contienda con los enemigos del Espíritu. En su libro reciente Por qué vencerá Franco, nos lo dice, con su estilo claro y penetrante –el buen estilo francés-, Pierre Hericourt: “En cinco años, nuestros vecinos habían descendido cada vez más rápido, la pendiente resbaladiza que comienza con el pecado contra el espíritu, contra los principios seculares del Gobierno de los pueblos y que conduce inevitablemente a la anarquía, a la ruina, a la muerte”. Y este es el modo de pensar de los mil quinientos intelectuales de la dulce Francia, que ya firmaron en octubre de 1935 su célebre manifiesto en favor de la defensa de Occidente cuando, con pretexto de la campaña de Abisinia, se pretendió “lanzar a los pueblos europeos contra Roma”. No prevaleció, afortunadamente, entonces, la maniobra de la Masonería continental, ni ha prevalecido ahora a costa nuestra, en una Europa que cada día que pasa afirma más sus fueros sobre su enemigo entronizado en Ginebra y que nos deberá siempre la sangre que vertimos, de nuevo, en la defensa de un ideal común.
Pero lo que no se puede hacer a estas alturas es ignorar de qué lado de los bandos en lucha está la Justicia; lo que no se puede tolerar es que en nombre de una democracia, que ya está desahuciada del Continente, se trate de equiparar la cultura con la barbarie y de conceder iguales derechos que a la tradición civilizadora de mundos, a la improvisación salvaje de una horda que no tiene otra bandera que la de conquista de las delicias de la materia para unos cuantos elegidos, individuos o pueblos. En una palabra: que es absurdo el que ante el planteamiento del gravísimo problema español, se preste oídos a los apóstoles falaces de cosas tan falsas e imposibles como son el orden democrático y la coherencia y la estabilidad parlamentaria, a que alude Maurrás en su prólogo a la obra de Hericourt, y que califica de “puras cuadraturas del círculo”. Por eso el ilustre pensador de la Enquete sur la Monarchie, hoy encarcelado, como lo está la verdadera Francia, protesta una vez más, contra la obsesión igualitaria que, tras de haber desatado la revolución en el mundo pretende ahora en el caso de España enturbiar las aguas para que los culpables escapen a la sanción definitiva que merecen. Hay que tomar partido entre el bien y el mal, escribe: hay que desear que el bien triunfe y que el mal muerda el polvo, y continúa haciendo votos por la grandeza de nuestra Patria, porque ésta se reconstruya para bien de la cultura de Occidente con arreglo a su cara fórmula de autoridad y libertades, para que pronto pueda establecer sobre su territorio inviolable “esa magistratura de la Unidad que es la Monarquía”, exorcista de la Discordia y arquitecto que en la ejecución de la obra orgánica sabe aunar la precaución con el arte…
Todo esto lo ha comprendido España, la España que nace de sus propias cenizas. Y todavía, con ese sabor amargo en la boca de que nos habla el Evangelio, con un sentimiento que es mezcla del espanto de lo pasado y de la alegría de lo venidero y a un tiempo humillación por el error sufrido y vanidad candorosa por el reencuentro de la verdad nacional, contempla con emoción a su salvador, le aclama y le lleva a los altares.
EL MARQUÉS DE QUINTANAR
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