... LA HORA DEL IMPERIO Y LA DE LA DERROTA
España culmina a mediados del siglo XVI. Recogía entonces las ventajas de haber hecho su unidad
nacional. Había descubierto América y realizado en gran parte su conquista. Tenía las instituciones más
eficaces de la época. Disponía de una tarea gigantesca, formulada a base de conjugar los dos más poderosos
resortes de la Historia: la fe religiosa y el Imperio. España descubría y conquistaba territorios con la cruz en la
mano y los ganaba para la fe católica, contribuyendo ésta luego a hacer sólidas las conquistas y a nacionalizar
a los nuevos súbditos con el sello profundo de la fe.
El espectáculo que ofrece España desde 1492 a 1588 es de una grandeza difícilmente lograda por
pueblo alguno en ninguna época. Se produjo en nuestro suelo una revolución auténtica. La que hizo posible el
paso de un pueblo particularista, recién salido de un largo pleito local como en realidad fué la Reconquista, a
un pueblo de preocupación universal, navegante, colonizador, ambicioso. El Imperio de Carlos I hizo posible,
no sin grandísimo esfuerzo, toda esa enorme trasmutación. Tuvo que producirse en España el hecho de venir
de fuera de ella un joven Rey, enraizado de una parte con la tradicional dinastía de Castilla, pero revestido a la
vez de características profundamente extrañas, para que el pueblo español adoptase el perfil imperial y
poderoso que requerían los tiempos.
La España comunera—con muchas pequeñas razones de su parte—fué la manifestación reaccionaria
que se produjo contra el hecho verdaderamente revolucionarioy magnífico del Imperio. Triunfó, no sin superar
humillaciones y dolores: el episodio de la rapacería de los primeros acompañantes del César, la añoranza de
las viejas libertades, etc., etc.
Pero eso es la entereza y el precio que pide y exige la Historia a aquellos a quienes encarga que actúen
de impulsores, de conductores y creadores mundiales. Si triunfan los comuneros en Villalar e imponen a Carlos
I un reinado "nacional" y estrecho, todo el gran siglo XVI español se hubiera quizá frustrado. No habría podido
llevarse a cabo la obra de los conquistadores, y menos aún,claro, hubiera existido proyección victoriosa de
España sobre Europa. La pugna entre los comuneros y el concepto imperial de Carlos V, es quizá el primer
hecho que se produce en nuestra Patria representativo de una profunda dispersión, de una ruptura nada
fácilmente soldable, entre dos porciones de España por una distinta manera de entender el destino histórico de
los españoles.
Todo lo grande, rápida y triunfal que fué la elevación de España, fué luego también de vertical su
descenso. Porque no se crea que éste se efectuó a lo largo de una decadencia de vasta duración. No. La
decadencia se produjo en las instituciones dirigentes—Monarquía e Iglesia—a comienzos del siglo XVII y
alcanzó al espíritu y al ánimo del pueblo muy poco más tarde. Desde entonces hasta hoy, en España no ha
habido decadencia propiamente dicha, sino más bien ausencia, apartamiento real de la Historia.
Y hasta deberá quizá decirse, camaradas, que no es tampoco el de decadencia el término que
corresponde a la hora descensional de España. Al hablar de un pueblo que decae parece indicarse que eso le
acontece y ocurre en virtud de causas internas, procedentes de él, y como un fenómeno en cierto modo natural
de vejez. Conviene reaccionar contra este juicio aplicado a eso que se ha llamado la decadencia de España.
Nuestra Patria, y esto, lejos de convenir que sea ocultado, creo por el contrario que conviene repetirlo mucho,
FUE VENCIDA. En la historia de España desde el siglo XVII acá no hay nada raro ni difícil de entender:
ESPAÑA FUE DERROTADA, VENCIDA, POR IMPERIOS RIVALES. Esos imperios tenían un doble signo:
económico, comercial, material. Uno, el de Inglaterra. Moral, espiritual, cultural, otro: el de la Reforma. ¿Pero
se le ocurriría a alguien la actitud criminal de dar la razón a los vencedores?
España, por las causas que fueren, no consiguió atrapar el imperio complementario a aquel que era su
fuerza y su gloria durante el siglo XVI. Ese imperio complementario, y que si ella no lo conseguía tenía
necesariamente que caer en manos de otros, era el de ser el pueblo impulsor de la revolución económica que
ya entonces se preveía. Perdió España la oportunidad de ser el pueblo pionero de la nueva economía
comercial, burguesa y capitalista, y ello la desplazó asimismo del predominio, dejándola sin base nutricia, sin
futuro.
Pues no se manejan impunemente ciertos instrumentos, y lo que conduce de la mano a España a la
derrota es su casi exclusiva vinculación a valores de índole extramaterial e incluso extrahistórica. Desde la gran
reforma de la Iglesia hecha por los Reyes Católicos, España, el poder español, utiliza la fe religiosa como uno
de sus instrumentos más fértiles. España pagó en buena moneda los servicios que el catolicismo prestó a su
Imperio. Pues gracias a España, al genio español, visible y eficaz tanto en el Concilio de Trento, con sus
teólogos, como en los campos de batalla, bajo el pendón de la cruz católica, el catolicismo ha sobrevivido en
Occidente, esperando en Roma una nueva coyuntura de aspiración a la unidad espiritual del mundo. Sin
España, sin su siglo XVI, el catolicismo se habría quizá anegado, y la vida religiosa de Europa estaría
representada en su totalidad por un conjunto de taifas nacionales más o menos cristianas.
España, repito, fué vencida. Sólo se alcanza la categoría de vencido después de haber luchado, y eso
distingue al vencido del desertor y del cobarde. Después de su derrota histórica, España no ha tenido que
hacer en el mundo otra cosa que esperar sentada. Se ha vivido en liquidación, pues la hora culminante fué
también próvida en riquezas espirituales y territoriales, que sirvieron luego a maravilla para una larga
trayectoria de generaciones herederas y dilapidadoras. Poco a poco el imperio territorial fué naturalmente
desintegrado, restituido el pueblo a su pobre vida casera, apartado de las grandes contiendas que en el mundo
seguían desarrollándose. El pueblo ha seguido en su sitio, fiel a su nacionalidad, que defendió en la Guerra de
la Independencia contra los ejércitos más poderosos de Europa, y extraño a otra ilusión que la de que se
administrasen bien sus últimos y misérrimos caudales. No perturbó lo más mínimo el proceso liquidador con
revolución alguna. Siguieron las instituciones. Bastante hicieron quizá éstas, en medio de las dos centurias de
depresión, con conservar intacto el solar de la Península. No sin peligros.
A mediados del siglo XVII, ya corría por Europa un plan de desgajamiento y balcanización del territorio peninsular.
Europa tiraba de Cataluña. Llegó a haber allí virreyes franceses. Se logró no obstante vencer ese proceso canceroso
y se conservó la unidad de España. Ha sido la única victoria desde la culminación del Imperio. Aunque empalidecida
en el Oeste con la no asimilación de Portugal y avergonzada en el Sur con Gibraltar en manos de Inglaterra...
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