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Tema: El revolucionario rey Don Javier traicionó al legitimismo

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    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: El revolucionario rey Don Javier traicionó al legitimismo

    Bueno. Continuo trayendo otro testimonio más que aboga por la interpretación exculpatoria de Don Javier (recayendo la reponsabilidad, por tanto, en Carlos Hugo) en los hechos de sus últimos años.

    En este caso se trata de un legitimista del que no se puede sospechar que pudiera caer en la tentación de una "idolatría" o una "canonización" (por utilizar las expresiones de ALACRAN) de Don Javier, pues se trata del que aparece firmando en primer lugar las cartas, transcritas en un mensaje anterior, en las que se reconoce la ilegitimidad de ejercicio en que incurre Carlos Hugo. Me refiero a Raimundo de Miguel.

    Reproduzco a continuación un escrito suyo, pero sin antes matizar y puntualizar que no es correcto afirmar, como dice Raimundo de Miguel, la deserción de toda la Dinastía. Pues, como el mismo De Miguel reconoce (dicho sea de paso) hubo miembros de la Dinastía que continuaron fieles a Don Javier y a la Tradición y al 18 de Julio (Don Sixto Enrique, Doña Magdalena, Doña Francisca, etc...). Por lo tanto más correcto sería hablar de deserción de parte de la Dinastía, pero no de toda.

    Y en cuanto a lo que afirma de que Don Sixto Enrique no es regente ni heredero, eso es una afirmación gratuita suya, pues viene ejerciendo hasta hoy como Regente como mínimo desde que recogió, con el apoyo de su Padre Don Javier, la Bandera de la Legitimidad y la Tradición en 1975 (tomando medidas para la reorganización de la Comunión, nombrando a D. Juan Sáenz Díez como Jefe Delegado, etc. etc...).



    Artículo de Raimundo de Miguel

    (Fuente: “Boletín Informativo del Círculo Cultural Aparisi Guijarro”. Noviembre 1980. Nº 28.) Visto en la web del partido politico CTC


    EL CARLISMO Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS


    III. LA DESERCIÓN DE LA DINASTÍA

    Por Raimundo de Miguel


    Era éste un evento para el que no estaba preparado el Carlismo. En su larga historia había sufrido y superado derrotas militares, traiciones horrendas, escisiones dolorosas, ingratitudes y desprecios sensibles, desventuras sin cuento. Pero el bloque granítico de pueblo y dinastía identificados en un ideal común, resistía imperterrito y volvía a la lucha política, con mayor coraje, si cabe, que antes, enardecido por la adversidad. Y con experiencias y anticuerpos para afrontar nuevos avatares.

    La lealtad carlista a sus reyes, precisamente por estar en el destierro y sufrir las mismas humillaciones y pobrezas que su pueblo, se había quintaesenciado y significaba la única compensación, la del honor de la fidelidad a la legitimidad proscrita, que permitía continuar encendida la llama de la fortaleza y el entusiasmo. Como no había la distancia que produce la presencia material en el trono, nuestros reyes, eran de verdad amigos, sus fotografías estaban en todos los hogares, había comunicación epistolar y personal y como de familia era el amor que se les profesaba.

    Era impensable que la Dinastía Legítima, la Dinastía Insobornable, claudicase; que renegase de su ideario y de su historia, que olvidase la sangre por ella derramada, que abandonase a sus leales y se pasase a las filas enemigas. ¡Eso nunca!. Pero pasó y el desconcierto dura todavía y no hemos sabido reponernos de sus perniciosos efectos.


    DON JUAN, EL PADRE DE CARLOS VII


    Se dice, sin embargo, que sí, que ya había acaecido algo semejante con D. Juan, el padre de Carlos VII, que se manifestó como liberal y reconoció a Isabel II. Pero el parecido es muy remoto y no sólo en el tiempo. Porque D. Juan obró con cierta gallardía; consideró que su conciencia no le permitía acaudillar a los veteranos de su padre D. Carlos Mª. Isidro, ni a los de su hermano el Conde de Montemolín y así lo declaró públicamente con sus palabras y con su conducta, desentendiéndose del Partido Carlista, de tal manera que nadie pudo llamarse a engaño. El que quiso, le siguió (y la historia no registra desplazamientos detrás de él), pero el que quiso, también quedó claramente enterado de la postura inequívoca de D. Juan, desde el primer momento. Pero aunque el daño no fue pequeño, el carlismo en masa supo a qué atenerse y así se volcó en su hijo Carlos VII, que levantó la bandera de la legitimidad y de la tradición.


    EL PRINCIPE D. CARLOS-HUGO


    No sucedió así en los tiempos que hemos tenido la desgracia de vivir. Me duele mucho hablar de este tema, por el gran afecto que profesé al hoy Duque de Parma, la íntima colaboración política de muchos años y las atenciones y deferencias con que honró mi modesta persona. Pero es mayor mi amor a la verdad y la necesidad de tener que tratar de este desagradable asunto en bien del Carlismo; aun cuando quiera pasa sobre él, como sobre ascuas.

    Ahora el Carlismo fue sometido a una deliberada demolición interior. Fue utilizada la lealtad a la Dinastía, para proyectar su empuje contra el Ideario, lo que necesariamente iba a dar lugar a su autodestrucción. Si esto fue lo directamente querido, sólo Dios lo sabe, aunque yo creo que no; pero el resultado no podría ser inevitablemente más que ése. ¿Cómo pudo pues llegar a producirse?

    Porque la maniobra fue efectuada subrepticiamente, en el transcurso de muchos años y nunca declarando el propósito verdadero, si es que había uno determinado desde el principio, o más bien, como el aprendiz de brujo, fueron desencadenadas fuerzas que no pudieron detenerse y arrastraron al autor a término en el que inicialmente no pensó llegar. Lo cierto es que solo se proclamó sin rebozo el llamado socialismo autogestionario, en el momento en que se consideró que toda resistencia doctrinal había sido barrida o borrada. Mientras tanto se mantuvo la cáscara, la apariencia del carlismo, al que se le estaba desnucleando en el interior.

    Si aquello hubiese sido dicho sinceramente al pueblo carlista, cuando empezaron a aparecer los primeros síntomas de alarma seguidos de las respetuosas protestas, la reacción hubiera sido inmediata y total en sentido contrario; pero no sólo no fue así, sino que se dieron toda clase de seguridades a quienes, mostrando disconformidad, pidieron explicaciones. Se habló de táctica política, de expresiones puramente verbales, de adaptaciones de léxico, de extralimitaciones particulares, etc., etc., fácilmente creíbles, aunque no gustosas y molestas, porque el amor a la Dinastía, cegaba el juicio y alejaba la sospecha como imposible, de que el Príncipe desembocase en la negación del Ideario y pretendiese arrastrar tras él a sus seguidores.


    EL PROCESO DE MUTACIÓN


    Visto desde las alturas del tiempo presente el camino seguido aparece muy claro; más difícil era verlo incursos en su desarrollo y mucho más, cuando el corazón se resistía a admitir las advertencias de la cabeza.

    Todos hemos sido testigos de la aplicación del análisis marxita (procedimiento de interpretación filosófico-política proclamado públicamente más tarde por D. Carlos-Hugo) a la historia del Carlismo, lo que significaba que éste era explicado desde dentro, con el mismo punto de vista que sus declarados enemigos; y como consecuencia el obscurecimiento de sus glorias más preclaras, el como pedir excusas por su conducta histórica, el renegar de su tradición política y hasta de la sangre derramada en cuatro guerras; el lanzar pelladas de barro sobre sus figuras más nobles y representativas,…; pero al mismo tiempo, eso sí, aprovecharse del prestigio político adquirido a costa de abnegaciones durante más de un siglo, utilizar la boina, los himnos y las banderas (hasta que considerados como no útiles ya a la nueva situación, fueran abandonados con vilipendio) y exaltar, al mismo tiempo y de manera paradójica para quienes se calificaban de demócratas, la lealtad; pero concebida no como la obsequiosa reverencia del hombre libre e independiente, sino como la adhesión puramente personal e incondicionada a un Príncipe.

    El carlismo así entendido, no era la comunión ideológica en unos principios inamovibles; era un “partido” más, una facción de comprometidos con una persona para colocarle en el Poder. El medio utilizado o los comportamientos exigidos, podrían ser todo lo cambiantes que las circunstancias exigieran para conseguir ese único objetivo. Por lo tanto había que prescindir de los principios para moverse en la praxis. De aquí que fueran presentados como no carlistas, como tibiamente afectos a la dinastía, si no como embaucadores o traidores en la historia pasada y en el momento presente, todos aquellos que ponían como norma de su conducta el ideario y no el sometimiento personal; los que condicionasen la obediencia a los imperativos de su conciencia; sin caer en la cuenta de que fueron los Reyes de la Dinastía carlista y muy especialmente D. Alfonso Carlos (de quien la rama Borbón-Parma traía su derecho) los primeros en obrar así y crear un magisterio.

    Luego, ya se arrumbó las tramoya y descaradamente se renunció al Dios, Patria y Rey, por el que lucharon nuestros padres, para aliarse con separatistas y marxistas en común resentimiento y proclamar la “nueva línea” del carlismo, en esa contradicción en los términos de socialismo en libertad.

    Es hecho comprobado en la historia, que tanto D. Carlos Mª. Isidro, como Carlos VII, pudieron haberse sentado en el trono de España con sólo haber hecho, no renuncia, sino silencio sobre sus convicciones políticas; pero el alto concepto que tenían de su honor, se lo impidió.

    Y como triste final de esta triste relación, D. Carlos Hugo, declinando de su carácter de sucesor de los derechos históricos de D. Javier (que dijo haber recibido por su abdicación) al de Presidente del Partido Carlista (ahora ya ex) no llegó a alcanzar ni un acta de diputado; ya no había carlistas que le votasen y tampoco lo hicieron sus recientes amigos ideológicos en democracia y socialismo.


    EL DOLOROS DEBER


    No he hecho más que bosquejar alguna de las partes del proceso y sin mencionar el periodo anterior de un indiscreto intento de colaboración con el régimen establecido, pero podría escribirse un libro. Quizá para un futuro sea necesario; pero para el propósito de hoy basta y sobra, porque todos lo hemos vivido y no es cosa de hurgar en la herida más allá de lo necesario.

    Llegó un momento en el que el desenlace no podía ocultarse por más tiempo a los prudentes y con él el de tomar una decisión. El marcharse ante los primeros síntomas de incomodidad o desagrado para retirarse al narcisismo de un carlismo de complacencia interior, no parece que fuera la conducta más adecuada. El permanecer dentro de las filas, desde donde se pudiese actuar y contrarrestar el mal, a pesar de la hostilidad y la amargura, considero que era lo verdaderamente político y carlista. Era posible soltar maroma al barco para que quedase sujeto a puerto, aunque fuese arriesgada la maniobra, mientras humanamente quedase cabo que agarrar desde tierra y soltarle sólo en el momento preciso, para no dejarse arrastrar con la embarcación a las quebrantas.

    Por otra parte la legitimidad es una doctrina de exigencias muy serias, si se la profesa conscientemente. La lealtad carlista no es una caprichosa adhesión, sino un imperativo de conciencia. Y la convicción monárquica obliga, cuando el rey se desvía gravemente del ejercicio de sus deberes, a oponerle razones, a elevarle peticiones, a formularle protestas, a pedir a Dios el remedio, a soportar con paciencia la adversidad y sólo, cuando agotadas sin fruto todas estas medidas, es cuando resulta legítima la rebeldía.

    Esta requiere la prueba cierta de la ilegitimidad sobrevenida (en este caso la negación del Ideario y la aceptación del contrario) y la repudiación real, como el único medio para restaurar el derecho.

    Ello exige un largo proceso de maduración porque no es remedio que pueda adoptarse precipitadamente. Contribuyó también a la dilación, la realidad de que no era propiamente D. Javier quién seguía la conducta equivocada sino su hijo (aunque captada su anciana voluntad, se amparase en él) y que las repetidas desgracias que sobre el carlismo sobrevinieron en aquellos tiempos (deserciones de amigos; destierro de D. Carlos-Hugo y de D. Javier; proclamación de D. Juan Carlos, por Franco) hacían que se fuese demorando una decisión, para no multiplicar el daño o hacerla aparecer como interesada o comprometida con alguno de los hechos indicados, enmascarando a ojos malévolos o ignorantes, su pureza y quitando así, eficacia a la misma.

    Faltaba además la autoridad de una Princesa de Beira que, como en tiempos de D. Juan, pudiese cortar con acierto y limpieza el nudo gordiano de la difícil cuestión.


    LA REPUDIACIÓN DEL PRÍNCIPE


    Éramos los carlistas los que teníamos que resolver el problema con nuestros propios medios y creo que la Providencia divina dispuso los acontecimientos de manera que, la formulación solemne del derecho de la Comunión a la rebeldía de la Dinastía, viniese a coincidir, no deliberadamente, con la abdicación de D. Javier en D. Carlos-Hugo, con lo que la cuestión se presentaba más sencilla: no se hería al “viejo rey” y el príncipe heredero, si no juraba los principios inmutables del carlismo, venía a declararse a sí mismo incapaz de asumir la continuidad dinástica.

    Afortunadamente también y para situaciones que en cierta manera pudiéramos calificar de semejantes, D. Alfonso Carlos en su Decreto de 23 de Enero de 1936, dejó señalados –para que no cupiera duda alguna sobre los mismos– los cinco puntos intangibles del Ideario carlista (confesionalidad católica, constitución orgánica, federación regional, monarquía tradicional y tradición política española) que habría de profesar quien pretendiese ostentar la titularidad dinástica carlista.

    Cualquier carlista estaba autorizado para pedir la pública proclamación de estos principios sin paliativos, a cualquier príncipe que pretendiese la sucesión, alegase legitimidad titular y le pidiese fidelidad. Tanto más un grupo –ciertamente no numeroso, por las dificultades gubernativas de convocatoria y reunión, pero sí de cierta significación– que formalmente, por el conducto fehaciente del Notario de Valencia D. Daniel Beunza, hizo saber a D. Carlos-Hugo, la obligada necesidad de este juramento antes de poder reconocerle como rey.

    Ante su significativo silencio, por el mismo medio, se le recordó la frase de la Princesa de Beira a su hijo D. Juan:

    “Ni el honor, no la conciencia, ni el patriotismo, permiten a ninguno reconocerle como rey” y que no se trataba de separarse del carlismo que él pretendía dirigir, sino que era él mismo quién se apartaba, mientras que el pueblo carlista permanecía con su historia y sus banderas, continuando la trayectoria política de la Comunión Tradicionalista, que constituía. Esta última carta lleva fecha de 10 de julio de 1975.


    CARA AL PRESENTE


    La Comunión con este paso había salvado su honor ante la historia, dando una prueba de coherencia y vigor, que ninguna otra agrupación política había sabido ofrecer antes, ni ha acertado a dar después.

    Pero esta gallardía no hacía disminuir en nada la grave situación creada. A la imposibilidad jurídica y política de continuidad en la Dinastía carlista y la misma de aceptar la que Franco había designado (continuadora de la liberal y sanada con aguas democráticas más tarde) se encontraba en situación de tensa contradicción interna: la de una Comunión esencialmente monárquica, sin Dinastía en que apoyarse. Y además con la desaparición de su organización como grupo político.

    Se ensancha el ánimo dejando volar la fantasía de lo que hoy hubiera podido ser la Comunión Tradicionalistas como fuerza política, sin la deserción de D. Carlosh-Hugo. La única que hubiera podido afrontar con unos cuadros, una organización y un pueblo detrás, la nueva situación política, con el prestigio de su historia, la garantía de su conducta, la pureza de sus principios, su no contaminación con el régimen precedente y la esperanza de un ideario sin fracasos.

    Hubiera sido una aglutinante de la España sana y sin duda alguna la mayor agrupación política del país y el medio por el cual, la Patria renaciese; si es que no hubiese impedido el que llegara a caer tan bajo.

    Pero esto no es más que un sueño. La triste realidad es, que no hemos sabido remontar el bache y como dije al principio, la herida producida por D. Carlos-Hugo al carlismo, ha sido tan grande, que aún está sin fuerzas e incapaz de una reacción eficaz.

    Cierto es que el Infante D. Sixto (apoyado por su augusta madre, Dña. Magdalena, a quién debemos tributo de recuerdo, agradecimiento y amor los carlistas y yo me complazco en enviarle el mío desde aquí) recogió la bandera que su hermano mayor abandonara, para no hacer dejación del compromiso histórico de la familia Borbón-Parma y que su gesto reforzó la postura de la Comunión en aquél momento crítico, situándose al lado de ella y al mismo tiempo quitó todo equívoco sobre traspaso de lealtades que quizá alguien pudo abrigar, no sabiendo interpretar el alcance que la interrupción sucesoria en la dinastía carlista significaba verdaderamente.

    D. Sixto es un príncipe carlista y como tal, goza de un primado de honor y consideración en la Comunión Tradicionalista; pero no puede resolver el problema, porque no es rey, ni regente, ni heredero.

    La Comunión Tradicionalista (reorganizada legalmente en su continuidad histórica en documento público de 17 de Diciembre de 1976) se enfrenta sola con la situación que presintiera Carlos VII en su testamento político, “apuradas todas las amarguras” y extinguida la Dinastía, los carlistas tendrían que suplirla por ellos mismos.


    MONARQUICOS SIN REY


    La paradójica frase de Ossorio y Gallardo, viene a cobrar realidad –aunque en sentido muy diverso– en la postura actual de la Comunión.

    Hay ciertos principios de filosofía política que, cualquiera que sea la situación concreta en un momento determinado de la nación, se imponen a la mente y son indeclinables. La ventaja de la monarquía como la más acertada fórmula de expresión del poder político, que se manifiesta por sus cualidades de unidad, continuación e independencia, no puede desconocerse; como tampoco el arrastre histórico de la tradición política patria a su favor. Hay una coincidencia en la consideración teórica y en la realidad práctica, que están por encima de pasajeras circunstancias y hacen que el Carlismo no pueda abdicar de su convicción monárquica. Sin ella desaparecería como tal.

    Pero ello nos exige una extremada depuración de nuestras concepciones políticas, para que pueda sostenerse el principio, sin persona que le encarne. Si el Carlismo pudo resistir casi siglo y medio a la corrosión que le rodeaba, hay que atribuirlo, casi de manera exclusiva a la existencia de una Dinastía que hacía visible, amable y emotiva la convicción interna.

    La primera consecuencia de esta difícil posición será, la de que haya que reafirmar la solidez de nuestros principios para que permanezcan y perduren, así como reforzar la organización política, para que su coherencia interna, sirva de autoapoyo a la actividad externa, ya que el pilar dinástico ha desaparecido. Por todos los caminos volvemos a la misma conclusión, que es la que también nos falta: ingreso, colaboración y acción dentro de la unidad de organización que supone la Comunión Tradicionalista. Ya no se puede ejercer el carlismo por cuenta propia.

    No quiero decir con esto que hayamos de mantener esta tensión indefinidamente. En política hay muchos imponderables y sorpresas y la solución, impensable hoy, puede aparecer mañana como premio a la constancia.

    Extinguida humanamente nuestra dinastía, el Carlismo puede presentarse ante España, aún si cabe, con más desprendimiento que antaño, porque hoy vuelve a ser verdad que “desde que murió el último Rey carlista, el tradicionalismo no tiene vinculación alguna personal” (Manifestación de los Ideales Tradicionalistas al Jefe de Estado. 10 de Marzo 1939). D. Alfonso Carlos dejó escrito: “A las grandes causas nunca les falta su Caudillo y aunque se extinguieran todas las legitimidades posibles, hay un derecho que jamás prescribe en los pueblos y es el supremo derecho que la Tradición española conoció más de una vez, de otorgarse Príncipe que sepa representar dignamente la causa de la Patria…” Caudillo que en tales circunstancias tampoco puede imponerle un Partido (aquí sí es lícito el empleo de esta palabra al referirse a la Comunión) sino la nación reunida en Cortes.

    A nosotros nos queda ejercitar las virtudes de la fortaleza y de la esperanza.


    CONSIDERACIONES DOCTRINALES


    La deserción de la Dinastía plantea otro problema político serio y es el de los efectos retroactivos de la repudiación de D. Carlos-Hugo en el aspecto doctrinal y operativo. ¿Hasta dónde, hasta qué fecha, puede sentirse vinculada la Comunión Tradicionalista por la actuación del Príncipe, dado que hay necesariamente un tiempo desde que la ilegitimidad aparece, hasta que se declara formalmente?

    Porque evidentemente no podemos proceder como si los años no hubiesen transcurrido para la Comunión desde el de 1952, fecha en la que D. Javier, con ocasión del Congreso Eucarístico de Barcelona asumió la carga de la representación dinástica carlista. Y aunque nos aproximáramos a años más cercanos, lo que no puede hacerse, sin negar la tradición que es marcha hacia adelante, adaptación, depuración y progreso, es detenerse en un punto caprichosamente sin razones sólidas y positivas que lo justifiquen.

    Si miramos desde la altura del tiempo en la que estamos (que ya sabemos el resultado final) todo el pasado pudiera parecer sospechoso. Pero eso sería tanto como hacérsenos los dedos huéspedes, cuando en realidad hay muchas cosas asimilables y enriquecedoras en la política de apertura y renovación de D. Javier, que respondían a una nueva necesidad creada por el régimen de Franco, que suponían aplicaciones de la doctrina tradicional a cuestiones que se planteaban como nuevas.

    Para mi criterio considero válidos todos los Manifiestos y Declaraciones de D. Javier, hasta la de 6 de Diciembre de 1970 de Arbonne, ésta inclusive. Aunque en ella se silencia con cuidado toda alusión al lema de Dios, Patria, Fueros, Rey (lo que motivó mi dimisión como Presidente del Consejo Real) sin embargo su contenido no puede ser serenamente rechazado. ¡Ojalá todo no hubiese pasado de ahí! Pero desde entonces las cosas se precipitaron de manera que ya resultaban inaceptables, por muy buena voluntad de comprensión que se pusiese.

    Quiero recordar a este respecto que yo, publiqué a seguido, en este mismo Boletín Aparisi Guijarro, nada menos que seis artículos sucesivos comentando esta Declaración y demostrando su interpretación y entronque con la doctrina tradicional y cómo así resultaba cierta una de las frases del documento: “No se cambia nada. Se perfecciona. Se avanza en la dinámica política”. Lo que quiere es hacerse más asequible al vulgo político, simplificando los conceptos y empleando una terminología no consagrada, pero más usual y corriente.

    Y otros dos más, a continuación, en “Esfuerzo Común” haciendo ver cómo la Declaración, anterior a la Carta Pastoral “Octogessima Adveniens” de Pablo VI, se anticipaba a ésta al señalar la vía política cristiana, entre el liberalismo y el marxismo; al mismo tiempo que podía encontrarse una cierta correspondencia en la Carta, a la triple representación: regional, sindical y política, que la Declaración propugnaba.

    Por mi parte fue el último intento de retener, dentro de términos aceptables, algo que se intuía como una futura ruptura y que resultó a pesar de los esfuerzos de todos, inevitable.

    No es cuestión de repetir aquí lo que allí dije y a lo que me remito; sino simplemente indicar que todo lo que vino después no es de recibo y que por lo tanto de la Declaración de Arbonne en adelante, a la Comunión Tradicionalista no puede serle imputada cualquier manifestación de D. Javier o de D. Carlos-Hugo, que ya no hablaban en nombre de ésta ni la representaban legítimamente, sino en el de un partido que había roto con la tradición política española y sólo retenía por puro oportunismo el apellido carlista.

    Allí es pues, a mi juicio, donde se produce la solución de continuidad política y en donde hay que enlazar con el pasado, porque el llamado partido carlista era rama muerta, desprendida del tronco de la Tradición.


    Madrid, 25 Marzo 1980.
    Última edición por Martin Ant; 03/07/2014 a las 13:01

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