Fuente: Brújula, Número 19, 6 de Diciembre de 1975, páginas 20 – 23.



FRANCO: LA CATOLIZACIÓN PARA LA ESPAÑOLIZACIÓN


Como la verdadera religión, es decir, lo que antes se llamaba culto interno o genuina religación –si lo expresamos como Zubiri–, es algo íntimo, una simbiosis, o, mejor dicho, una participación en la vida divina, de la que sólo Dios tiene conocimiento y medida, nadie de tejas abajo será capaz de juzgar cómo ha sido verdaderamente a lo largo de su vida la religión o religiosidad de Franco. Los propios doctores del catolicismo enseñan que «de las cosas internas ni siquiera la Iglesia juzga»: la Iglesia, como los hombres, sólo puede juzgar del fuero externo, de las apariencias, de lo menos religioso, si bien se mira, puesto que cualquiera puede simular una religión y un culto que no siente.

Pero existe algún dato que permite intuir que la religión o el catolicismo de Franco no era, al principio del Movimiento Nacional, ni muy profunda, ni muy ilustrada o sólida. Franco era un hombre de su tiempo, un hombre de acción, poco dado a la actitud contemplativa en la que se entra en la intimidad de Dios y en el gusto por las cosas místicas.


FRANCO, «LIBERAL»

Un dato, para mí revelador de la religiosidad de Franco al comenzar nuestra guerra, es éste que me relató Monseñor Don Marcelino Olaechea, siendo ya Arzobispo Dimisionario de Valencia, un mes antes de su muerte. El dato es éste, que alguna vez habrán de verificar los historiadores.

Residía, como es sabido, cabe Pamplona, apenas comenzada nuestra guerra, el Cardenal Don Isidro Gomá, Arzobispo Primado de España. Y, estando en Navarra, se entrevistó con Monseñor Olaechea, a la sazón Obispo de Pamplona. En la entrevista, el Cardenal Gomá, llorando, le hizo leer al Prelado pamplonés una carta del Generalísimo Franco, en la cual –no sé exactamente en qué términos– comunicaba al más representativo y distinguido de los Obispos españoles que no se hiciera demasiadas ilusiones, porque él, Francisco Franco, «era liberal».

«Ser liberal», en aquel tiempo, como en todos, viene a ser algo así como ser indiferente en religión, o, en el mejor de los casos, relegar la religión a la vida privada. Cuando en la Historia de la Iglesia aparecieron los primeros liberales católicos –Lamennais, Montalembert, Lacordaire, etc.–, al fin desautorizados por la Iglesia, el distinguido periodista Louis Veuillot sostenía y demostraba, en «L´Illusion libérale», que, el católico liberal, ni es liberal ni es católico: si bien se mira, no se puede servir a dos señores, al señor Mammón (dios del liberalismo) y al señor Jesús, fundador del cristianismo. Cuando, después, un Marc Sangnier quiso de nuevo restaurar el movimiento liberal-católico llevándolo a sus últimas consecuencias, se encontró con la condenación de San Pío X, el mismo que le hizo concebir esperanzas e ilusiones.

No hay, evidentemente, razones ni hechos que abonen la apreciación de que Francisco Franco fuese un «liberal católico» inspirado en el doctrinarismo de los mentados políticos franceses. Las circunstancias lo único que autorizan a pensar es que el General Franco, al comenzar la guerra española, era no más que un católico practicante, que ha sido bautizado en la Iglesia oficial, que ha contraído matrimonio conforme al rito y en el seno del mismo catolicismo, pero que no se distingue por ser eso que se llama vulgarmente un «beato», ni siquiera un militante.

Si se considera que la Iglesia, en aquellas calendas, por un conjunto de circunstancias, en el detalle de las cuales no vamos a entrar ahora, aparecía solidaria de los españoles más conservadores, más adinerados y más reaccionarios, por más que comenzase el conato de crear un catolicismo popular y un populismo católico, confesarse Franco, entonces, liberal, ante el Cardenal Gomá, apenas comenzada la guerra, querría decir, más bien, sentirse, por un lado, más identificado con el ala izquierda, justiciera y reformista de entre las que provocaron el Movimiento, y, por otro lado, reivindicar su independencia frente a un eventual clericalismo por parte de la Jerarquía eclesiástica.


FRANCO SE ALZÓ EN CUANTO MILITAR

Más claramente: parece averiguado que Franco no se sumó al Alzamiento militar del 18 de Julio de 1936 por motivaciones estrictamente religiosas, sino por razones principalmente profesionales, entendiendo que su honor militar y su conciencia civil imperaban la salvación del Estado y la pervivencia de España, mediante las armas.

Franco comprendió y supo que una gran parte del Ejército iba a hacer armas legítimamente contra el despotismo rojo incipiente. Y, con recta conciencia, con cristiana conciencia, con la clara intuición de lo que se jugaba, tomó el partido y el bando en el que creyó encontrar los más altos, los más nobles ideales, en la continuidad de las esencias nacionales.

El militar español había sido educado en el culto a la Patria, y no podía dejar de rebelarse contra aquéllos que hacían almoneda de todos cuantos valores históricos, morales y culturales constituían el patrimonio de España.

Unos ciudadanos de la II República española, habiéndose apoderado de los resortes del Parlamento y del Gobierno en España, más o menos arteramente, habían decidido romper con nuestro glorioso pasado y comenzar sobre nuestro suelo una empresa no sólo diferente, sino históricamente contraria de la que nos había venido caracterizando como «unidad de destino en lo universal».

El ciudadano número uno de la II República española el 18 de Julio de 1936, Manuel Azaña, había decidido, ya desde las Constituyentes de 1931, que España había dejado de ser católica, porque los eclesiásticos, por entonces, habían dejado de producir y de mover la cultural literaria, filosófica, jurídica, etc., o remedo de cultura, que se producía en España.


EL CATOLICISMO DE FRANCO

Ciertamente, Franco no tenía una religión ni tan vivaz, ni tan ilustrada, ni tan arraigada como Víctor Pradera, o como Ramiro de Maeztu, y, ni siquiera, como José Antonio Primo de Rivera. Pero Franco, como éstos, y como tantos otros españoles educados después en las organizaciones juveniles del Movimiento Nacional, va a encontrar en su patriotismo y en su nacionalismo, primero, motivaciones políticas para interesarse por el catolicismo, y, en último término, para conocer y para vivir más intensamente ese catolicismo, a medida que lo conoce y lo practica.

Algún escrito blasfemo y cínico que pasea por el extranjero su nombre español y su antifranquismo profesional y altamente lucrativo, ha escrito días pasados, en un semanario francés derechista, un artículo tan falso y tan descabellado que sólo sirve para acentuar la afección por Franco de todos aquéllos que aman la verdad más que cualquier otra cosa. Pues bien, en este artículo del renegado español, devoto de Pan, se hace mofa de una presunta reliquia de Santa Teresa, Patrona de España, que había acompañado a Franco a lo largo de lo que habría de convertirse en verdadera Cruzada.


LA «CONVERSIÓN» REALISTA DE FRANCO

Sea como fuere, lo que sí es evidente que se le fue haciendo patente a Franco desde el principio de la guerra es el enorme potencial aglutinante y galvanizador de unos combatientes, como los requetés, que daban su vida heroicamente bajo el signo y por mor de la Cruz que llevaban a manera de enseña del más sublime de los ideales.

Si Stalin comprendió y aceptó en plena Segunda Guerra Mundial –por más ateo que fuese– el formidable potencial guerrero que portan el patriotismo y el nacionalismo, y la religión como alma de ese nacionalismo, ¿cómo no lo iba a comprender y a explotar Francisco Franco, que era un creyente católico?

Franco, al que nadie le podrá negar ya hoy su condición de gran estadista, su gran sentido del Estado, comprendió bien pronto que, para ganar la guerra, sería menester re-españolizar a los hombres que debía gobernar, era indispensable catolizarlos, re-catolizarlos y re-catolizarse él mismo. Luego, si la Iglesia, perseguida a muerte por el Gobierno rojo de Madrid, dinamizó la España nacional sancionando con el nombre de Cruzada aquella contienda que, desde el bando nacional, se empeñaba en restaurar los derechos de Dios, de la Iglesia y de la Cristiandad sobre España; y si, además, las más decisivas victorias de esa Cruzada se obtuvieron precisamente coincidiendo con la festividad de Santiago, Patrón de España y devoción de todo gallego, y Franco nació en El Ferrol, uno y otro hecho pueden interpretarse como motivaciones importantes, pero secundarias, en la forja de un propósito o designio ya decidido: el de restaurar ésa que Menéndez Pelayo, en el epílogo de los «Heterodoxos», describía como nuestra única grandeza, la de haber figurado en primera línea de todas las hazañas cristianas en el mundo.

España era una vieja pero recia encina, oculta y aparentemente sofocada por la hiedra, como veía Ramiro de Maeztu al comenzar su «Defensa de la Hispanidad»; y, apenas desbrozada de la hiedra, aparecía ese tronco católico sustentáculo de toda la grandeza española, de la que no había por qué renegar, cuando se quería hacer una España más justa, más grande y más libre, como pretendían los quijotes de las JONS, y después los de FET y de las JONS.

Franco comprendió, o intuyó, bien pronto, lo que luego va a hacer suyo el Cardenal Gomá, en su Pastoral «Catolicismo y Patria»:

«Por fortuna nuestra –como decía un pensador– el carácter español, fecundado por la Iglesia, y hasta por condiciones nativas especiales, que Ella ha sabido desarrollar en el espíritu de nuestra raza, no admite creencias opuestas a la creencia católica; todas ellas se agostan y perecen aquí antes de que puedan arraigar».


LA GUERRA ESPAÑOLA FUE UNA CRUZADA

A la convicción de que la guerra española era una Cruzada le lleva a Franco, no sólo las Instrucciones Pastorales de los Obispos de Vitoria y Pamplona desde principios de Agosto de 1936, sino la Carta Pastoral del Obispo de Salamanca –después Cardenal Pla y Deniel, Primado de España– de Septiembre de 1936, en la que las tropas nacionales aparecen como la Ciudad de Dios luchando contra la Ciudad de Satán. Esta misma idea será corroborada por la Carta Pastoral colectiva del Episcopado Español, de 1 de Julio de 1937, refrendada por multitud de Obispos de todo el mundo. Y, por si fuera poco, los Papas Pío XI y Pío XII, de una u otra manera, proclamarán o reconocerán que el Ejército de Franco consumó una verdadera Cruzada contra el marxismo, que quería desarraigar de España la religión y, por consiguiente, desnaturalizarla.

Por eso, Francisco Franco, al dar gracias el 11 de Abril de 1939 al Cardenal Primado por su carta de felicitación tras la victoria, le manifestaba:

«Y porque nuestra lucha tuvo caracteres de Cruzada, en la que cayeron, jalonando etapas, Prelados eminentes…, es por lo que quiero subrayar esa asistencia espiritual que, producida en instantes de máxima incomprensión, daba al mundo noticia de nuestras reservas espirituales y del verdadero sentido del Movimiento Nacional».


LA ESPADA DE FRANCO, EXVOTO DE LA CATEDRAL PRIMADA

Como reconocimiento público, oficial y solemne de estos hechos, el Caudillo hizo entrega de su espada a la Santa Iglesia Catedral Primada de España, de lo cual se da fe en el escrito que el mismo Cardenal Gomá dirigió al Cabildo de la Santa Iglesia Catedral Primada, que es perfectamente significativo de cómo Franco comprendió la necesidad de re-catolizar España, para mejor españolizarla, es decir, para tonificar y fomentar los ingredientes constitutivos de esa «quasi-persona» que, según García Morente, es toda nación a través de la Historia.

Decía, en efecto, el Cardenal Gomá, Arzobispo Primado de España, al Cabildo Catedralicio toledano:

«En la magnífica e histórica ceremonia religiosa que tuvo lugar en la Iglesia de Santa Bárbara, en Madrid, el día 20 del pasado Mayo, para dar gracias a Dios por la feliz terminación de la Cruzada, en que fueron vencidos el comunismo ateo y los seculares enemigos de la España inmortal, el genio vencedor, Generalísimo de nuestro glorioso Ejército y Jefe del Estado español, Excelentísimo Señor Don Francisco Franco Bahamonde, tras de la hermosísima confesión de fe cristiana, expresada en su «oración», en la que reconoció la ayuda de Dios durante la sagrada contienda de treinta y dos meses, y formuló votos para que Jesucristo sea reconocido como Hijo de Dios vivo, y luego de recibir la «bendición» que Nos, en nombre de la Santa Iglesia, de todo corazón le dimos, consagró, con visibles muestras de profunda emoción, su espada victoriosa al Dios de las victorias, poniéndola en nuestras manos, que la aceptamos alborozado y agradecido para su custodia en nuestra Santa Iglesia Catedral Primada, a fin de que, en el correr de los días y de los siglos, pueda ser admirada como testimonio elocuente de la fe de nuestro católico pueblo tan dignamente representado por su Caudillo en aquel momento culminante y trascendental de nuestra historia patria».


SALVAR LA IGLESIA Y ESPAÑA

Como refrendo o corroboración del escrito de la Cabeza visible o más representativa de los Prelados españoles, le contestaba Franco el 13 de Julio de 1939:

«Al testimoniaros mi reconocimiento por el depósito que acertadamente se encomienda a tan celosos guardadores, son mis fervientes deseos que cuantos contemplen el exvoto puedan comprender el enorme sacrificio del pueblo español para salvar, con los principios inconmovibles de un Credo, los inmortales de su propio destino, sirviendo al par de aleccionadora experiencia a los que, entregados a la paganía o al positivismo, olvidan las máximas de amor y justicia entre los hombres».

Estamos, como se ve, en el apogeo de lo que algunos, como el que habría de ser Obispo, José María Setién, y el que todavía es canónigo, José María González Ruiz, critican hoy como nacionalcatolicismo, aun cuando el Cardenal Tarancón, luego de haber asistido al último Sínodo Romano, con los Obispos africanos, se ufanaba de que el Evangelio fuese ya africano en África. ¿Por qué no puede cohonestarse, ayer y hoy, el nacionalcatolicismo en España, y puede exaltarse el nacionalcatolicismo africano hoy?

España había llegado, en 1936, al borde de su disolución como país, escindido en Taifas, en banderías políticas, en luchas de clase a muerte, en «dos ciudades» –como estableció en 1936, siendo Obispo de Salamanca, el que habría de ser sucesor de Gomá en la Sede Primada de España, el Cardenal Pla y Deniel– si el caso lo consideramos desde el punto de vista imaginado por San Agustín, inspirándose en el Evangelio: la Ciudad de Dios y la Ciudad de Satán.


LA UNIDAD RELIGIOSA, BASAMENTO DE LA UNIDAD NACIONAL

Pero, ya se sabe, tanto los Reyes Católicos, como Lenin y Stalin, y también Franco, expresa o tácitamente, todos consideran que la nación es, no sólo la existencia de glorias comunes en el pasado, sino un proyecto de vida en común para el futuro, un proyecto que, platónica, idealísticamente, pueden creer, con Rousseau, los liberales, que es necesariamente y siempre pactado, positivamente querido, pero que basta con que sea consentido, soportado, aguantado.

Los Reyes Católicos españoles, como los ingleses a partir de Enrique VIII, o como Calvino, o como Stalin, o como Franco, concienzuda o intuitivamente comprendieron lo que va a erigir en dogma político la Reforma protestante de la Edad Moderna: «Cuius regio, eius religio» –cada país ha de tener como única la religión de su rey–, un dogma regular en toda verdadera religión, incluso en la musulmana: es impolítico tolerar que el hereje, el disidente, divida el Estado, porque «todo reino dividido contra sí mismo perecerá», como dijo Jesucristo. Cuando Franco alabe la hazaña del primer «sputnik» ruso, en efecto, lo verá como una proeza de la unidad de un pueblo, como el soviético, siquiera sea forzada.

Cuando los hombres se constituyen en Estado, es precisamente para evitar y prohibir la lucha y neutralización de unos individuos frente a otros, de unas clases frente a otras, de unas regiones frente a otras. Al Estado y al estadista les cabe la honra y el deber de obligar civilmente a los ciudadanos a trabajar juntos en una empresa común, cuando ellos no quieren hacerlo espontáneamente. Después de todo, la libertad es el poder de cumplir con el deber. Y si el ciudadano no cumple espontánea, libremente, con su deber –al menos con su deber civil– menoscabando con ello los derechos de sus conciudadanos, el hombre de Estado, la autoridad civil, tiene el derecho natural a obligar civil o legalmente a tales ciudadanos a que cumplan con sus deberes, a menos que esos ciudadanos prefieran convertirse en Robinsones, para no vivir a costa de los ciudadanos que espontáneamente quieren cumplir con el deber de coadyuvar a la empresa nacional común.


AL PATRIOTISMO POR EL CATOLICISMO

En resolución, Franco advirtió bien pronto el valor insustituible del catolicismo para fomentar el patriotismo, sin el que era imposible ganar la guerra. Y Franco comprendió, además, el valor insustituible del catolicismo para progresar en la justicia, en la paz, en el bienestar social y en la unidad nacional.

Por eso, Franco no cejó hasta conseguir que el Estado español fuera reconocido por la Sede Apostólica como un Estado confesionalmente católico, mediante un Concordato, y hasta verlo proclamado como tal, asimismo, en las Leyes Fundamentales del Régimen.

Por lo mismo, no es extraño que, además, Franco aumentara y acrecentara su catolicismo personal e íntimo por razones no ya políticas –como hicieron Charles Maurras o un Maurice Barrès– sino incluso por razones religiosas. Es un axioma evangélico: cuando se busca el Reino de Dios y su justicia ante todo, lo demás –la justicia temporal, el progreso en el bienestar y en la paz íntima o personal y social– sobreviene por añadidura. Y Franco, por eso, buscó y encontró en el país seglares, religiosos, sacerdotes y Obispos –y Papas fuera del país– dispuestos a coadyuvar en la empresa histórica de re-catolizar España.


ILIMITADAS FACULTADES Y FACILIDAD OTORGADAS A LA IGLESIA POR FRANCO

No es propio de este momento ni de este lugar –porque es obvia– la tarea de reseñar la cantidad inaudita de posibilidades con que la Iglesia ha contado en España para evangelizar en extensión y en profundidad a los españoles, como medida la más acertada para rehacer, engrandecer y pacificar España.

Sin un mínimo de unidad, ningún país es capaz de hacer nada en la Historia. Cuando no se cultiva y fomenta la unidad nacional, acaba perdiéndose, víctima de esta tendencia ínsita en todo sustrato humano, sea personal, sea social, a la que Eugenio d´Ors denominó el «eón de Babel».

Y para acentuar esa unidad nacional, nada mejor que procurar la unidad religiosa. Esto es cosa que lo supieron, como los reyes extranjeros, cristianos, judíos o musulmanes, también los reyes españoles, y, asimismo, nuestros Obispos, desde los Concilios de Toledo hasta el Concilio Vaticano II inclusive, el día de cuya clausura bien claramente lo subrayaron colectivamente en Roma, basándose en palabras de los Papas Juan XXIII y Pablo VI, por no citar a sus antecesores.


INDEPENDENCIA DE FRANCO Y DE LOS OBISPOS

Si, ahora, los Obispos y los clérigos y laicos, disintiendo de la doctrina tradicional y de la reafirmada en el Vaticano II, declaran y toleran que se propugne la descatolización o la desconfesionalización, la culpa no es de Franco, que ni ha sido en esto dictador, ni ha sido más papista que el Papa, como se ha hecho patente en las cartas cruzadas entre él y Pablo VI, a propósito de la renuncia a privilegios de la Iglesia sobre el Estado español –grandes– y del Estado español sobre la Iglesia católica –mezquinos–.

Franco ha sido no menos español que católico. Las autoridades religiosas han sido en España más independientes y libres de lo que algunos pretenden. Y las autoridades civiles han estado menos mediatizadas por las religiosas de lo que algunos afirman gratuitamente. Muchos saben que el Cardenal Pla y Deniel –no menos que el Cardenal Segura, tenido por celoso defensor de los fueros eclesiásticos–, aseguraba que, cuando algún día se investigaran sus archivos, encontrarían cómo a veces hubo de amenazar con la excomunión a ciertas autoridades como se empeñaran en hacer tal o cual cosa. Como, acaso, se encuentren también manuscritos de Obispos testimoniando cuántas veces y de qué manera fueron, como ciudadanos calificados, a exponer al Jefe del Estado español, respetuosamente, demandas legítimas del pueblo en el orden temporal, que no encontraban otros cauces. Yo mismo he podido escuchar, en audiencia privada, de Monseñor Don Casimiro Morcillo –¡venerable Prelado que, con sus confidencias del díscolo y rebelde Eulogio, hizo un obediente y dócil Eulogio, reconocido a su pastor!–, cómo en ocasiones las discretas visitas a Franco de una Comisión de Obispos consiguieron de él, en diálogo sereno y amistoso, lo que no han conseguido las más soberbias y demagógicas Pastorales de los Obispos llamados post-conciliares, que más parecen medievales, por el tufo que tienen a Bula «Unam Sanctam» de Bonifacio VIII, creyentes en que la espada que el brazo secular de Franco portaba no era más que «un gladio» al servicio del poder falible de la Iglesia progresista.


LOS TRES GRANDES ERRORES DE LA IGLESIA ESPAÑOLA

Como dijo muchas veces el Cardenal Pla y Deniel, nunca hubo en la época de Franco confusión entre los poderes civil y eclesiástico en España; hubo «colaboración sin confusión»; dicho con palabras del Vaticano II («Gaudium et Spes»), «sana cooperación».

Demuestra, a su manera –aunque a mí no me convenza–, Giuseppe Prezzolini, en el volumen «Cristo e/o Machiavelli», cómo, según Maquiavelo, y según San Agustín, la política tiene siempre leyes propias, específicas, ajenas por completo a la moral, y, por tanto, al cristianismo.

Quienes parecen darle la razón son los que, como los demócratas cristianos actuales (como Ruiz-Giménez, como Marcelino Oreja, como Gil-Robles, como Luis María Anson, como Manuel Fraga, como José María de Areilza, etc.), abogan hoy por la desconfesionalización del Estado español, es decir, por su secularización, por el secularismo condenado por Pablo VI.

Ignoran lo que señala el protestante Jacques Ellul en «Les nouveaux possédés»:

«En toda la Historia de la Iglesia ha habido fundamentalmente tres errores fenomenales de los cuales ha dependido todo. Hablo de errores más fundamentales que las herejías, que eran diferencias de explicación del dato revelado. Se trata de errores sobre la relación entre la Iglesia y el mundo, sobre la situación de la Iglesia en el mundo…

El primero de estos errores puede ser catalogado como constantinismo. A condición de no ver en él solamente la aceptación del Estado, el pacto con el poder, sino la orientación tendente a ganar para el cristianismo los ricos, los poderosos, las esferas dirigentes –lo cual necesitaba la creación de un neo-cristianismo–.

El segundo de estos errores puede ser considerado como el error cultural, a saber: la integración en el cristianismo de todos los valores culturales; el cristianismo, al convertirse en receptáculo de todas las civilizaciones pasadas, instaurador de cultura, síntesis de filosofías, lo que necesitaba era la elaboración de otro cristianismo.

El tercero de estos errores es el que nosotros cometemos actualmente, creyendo que hemos de situarnos en un mundo laico, secularizado, científico, racional, y que hemos de construir un neo-cristianismo en función de esto».

Cualquiera puede pensar que la Iglesia en España actualmente está incurriendo en esos tres errores fenomenales, al mismo tiempo, so pretexto de huir del constantinismo, antes inexistente si se habla con rigor: los Obispos, hoy, no son más independientes y más libres que los de ayer en España; son dependientes de otra cosa, de otro bando, de otras servidumbres. Para ello, basta con leer «Demain l´Espagne» de Santiago Carrillo.


¿NO SIGUE SIENDO CONSTANTINISTA NUESTRA IGLESIA?

Si se entiende el constantinismo como lo entiende el Profesor de Instituciones Políticas en la Universidad de Burdeos, Jacques Ellul, y si se consideran las observaciones del académico y ex Ministro de Cultura con Pompidou, Maurice Druon, en su famoso artículo de «Le Monde», «Esa Iglesia que se equivoca de siglo», habría que ver si la Iglesia en España no ha intentado cambiar de bando, al creer que el Poder público y social está a punto de cambiar de bando.


¿NO ESTÁ LA IGLESIA ACEPTANDO PRINCIPIOS DE CULTURAS FALSAS?

Habrá que considerar, igualmente, si la Iglesia española no está inculcando ese nuevo cristianismo, y falso, que ha asimilado los principios del luteranismo, del liberalismo, del marxismo y del modernismo, sin que oficialmente y colectivamente denuncien nuestros Obispos esta infiltración de culturas extrañas en el acervo doctrinal de la Iglesia.


¿NO CLAUDICA ANTE EL SECULARISMO LA IGLESIA?

En tercer lugar –tercer error fenomenal de la Iglesia española–, conforme a la estimación de Ellul, habrá que ver si esa desconfesionalización, esa descatolización, esa separación de la Iglesia y del Estado, abonada por algunos católicos eclesiásticamente investidos de representación y no denunciada por nuestros Obispos (que tampoco denuncian el caso de los “Cristianos por el Socialismo”, sino que, en algunos casos, los protegen), no constituye un conato de secularismo, o, al menos, una pasividad ante el secularismo que ciertos católicos propugnan.


FRANCO: UNA CATEDRAL ENTRE DOS CATACUMBAS

Es históricamente verificable lo que registraba Ernesto Renan en el pasado siglo: la Iglesia católica, o es protegida o es perseguida por el Estado; el Estado liberalista, como el marxista, crea un clima en el que se inhibe y perece el cristianismo, según reconoce el actual Obispo de Córdoba, Monseñor Cirarda.

El pasado más inmediato nos persuade que, antes de Franco, la Iglesia excavaba sus catacumbas; en la época de Franco, ha levantado o ha restaurado un catolicismo de catedral en España. Parece que, después de Franco, y a causa de que la Iglesia no ha sabido aprovechar lo que Monseñor Cantero llamó «La hora católica de España», lo que nos espera aquí a los católicos es la vuelta a las catacumbas, dada la política vaticana actual.



EULOGIO RAMÍREZ