Revista FUERZA NUEVA, nº 150, 22-Nov-1969
José Antonio, poeta y capitán
Al recordar el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera, Blas Piñar escribió en ABC de Madrid, el 20 de noviembre de 1960, el artículo que a continuación reproducimos.
Cuando esta mañana, como muchas veces, me he detenido a contemplar la figura inolvidable de José Antonio, le he visto -ojos claros, grandes, soñadores, y frente ancha, despejada y serena- como le vieron, sin duda, los escuadristas que acertaron a seguirle, poeta y capitán.
La política que él fue haciendo y practicando tuvo desde el instante mismo de su comienzo el aire seductor de la poesía y la exacta precisión del mando.
“Está alzada la bandera, dijo, y ahora vamos a defenderla poéticamente”. La frialdad del cálculo, la precisión rigorista del programa y el aplomo en la elección del método, son imprescindibles al quehacer político; pero una bandera alzada con esa trilogía, sin la asistencia y el calor emocionado de un pueblo, se vendría abajo como un armatoste de circo en una noche de vendaval.
El movimiento que José Antonio iniciaba era, precisamente, por su honda autenticidad política, un movimiento poético. La invocación del endecasílabo sirvió de apoyo alguna vez a la limpia dialéctica joseantoniana, y su afirmación clave de que a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, resume la firme convicción de que, frente a la poesía que destruye, debe alzarse la poesía esperanzada que promete.
En ese afán, José Antonio entendió siempre que aquella bandera perseguía una “España armoniosa”, forjada como un sistema poético y preciso de autoridad, de jerarquía y de orden, levantada frente al “caos ruidoso, confuso, cansado, estéril y feo” de la España “con roña, caduca, oprimida, chata y triste, sin ambición histórica y sin justicia social”.
La España que el movimiento joseantoniano pretendía como empresa, había de ser “rítmica y clara, tersa y tendida”, es decir, una España-verso, recreada en cada instante por el amor intelectual que supera -doliendo- la imperfección, para buscar lo perfecto de la “eterna e inconmovible metafísica de España”.
Con esa enjundia poética, José Antonio pudo decir: “nuestro movimiento asume un sentido femenino de la existencia”, porque el amor abnegado que califica a la mujer, de tal modo completa al varón transformándole en hombre, que sólo el que conjuga las virtudes masculinas y femeninas llega a realizar en sí aquella semejanza que del hombre predica la divinidad en el momento de la creación”.
Al hablar José Antonio del amor sensual como efímero y pasajero y estimar el amor a la patria como una suma de amores permanentes tendidos “como líneas sin peso y sin volumen hacia el ámbito eterno donde cantan los números su canción exacta”, nos enseña la gran verdad del “patriotismo de la misión”, frente al engaño del patriotismo vegetal de la tierra.
José Antonio vivió y murió en busca de la “armonía universal”, de tal modo que él mismo, al preguntar e inquirir sobre la vocación en general, pero preocupado por la vocación propia, se atrevió a escribir que “sólo son felices los que saben que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a iluminar la tarea justa que les está asignada en la armonía del mundo”.
Él, a pesar del llamamiento a la celda recatada y a la luz recoleta del estudio, sabía, en el fondo, que había acertado “con la primera nota en la música misteriosa de su tiempo y que no podía eximirse de ningún modo de acabar la melodía”.
José Antonio atinó a ver que el pueblo entiende algo más que lo zafio y lo chabacano, y le entregó al pueblo poéticamente su mensaje político, y como es verdad que los “hilos que comunican al conductor con su pueblo no son escuetamente mentales, sino también poéticos”, el pueblo le siguió, seducido por la gallardía resuelta de su mensaje.
Mas si toda política se apoya en el alumbramiento de una gran fe, ¡qué imponente gravedad la del instante en que se acepta una misión de capitanía!, en que se atesora y “lleva sobre sí la ilusión de un pueblo”.
La jefatura, nos dirá José Antonio, es la suprema carga, y los conductores ni tienen disculpa si desertan, ni tienen derecho al desaliento. El capitán tiene que fabricarse una guarda interior contra toda cobardía, y con aquel patriotismo de misión, estar siempre a punto de pronunciar la voz profética y de mando, sin la cual el pueblo, a la intemperie, estaría impedido para seguir la marcha.
Esa voz de mando, José Antonio no la expresó con gritos preventivos e histéricos para rebaños remolones y asustadizos, sino con gestos ejecutivos e históricos para juventudes enardecidas y militantes. Su voz de mando no hizo nunca acopio de contradicciones, sino alarde de afirmaciones, al igual que “en los siglos en que fue madurando lo que iba a culminar en Imperio”. Entonces -escribió José Antonio- no se decía “contra los moros” -como ahora se dice anticomunismo-, sino “¡Santiago y cierra España!”, que es un grito de fuerza y de ofensiva.
Lo militar, en José Antonio, era algo sustantivo. Al estilo lacónico -nunca reñido con el tono literario y la elegancia intelectual, que defendiera siempre- alude desde el alba del movimiento. En lo castrense, como un modo entero y serio de entender la vida, cifraba él la idea de servicio, concebida como un esfuerzo artesano lleno de dignidad y de gloria.
Si “el ser caudillo tiene algo de profeta”, la capitanía de José Antonio resulta evidente. Su “hay que servir” no admitía dilaciones ni reservas, ni siquiera la de la muerte, pues con ella había que contar “como un acto de servicio”.
José Antonio consumó, fiel al “sentido militar de la vida”, el “sacramento heroico de la muerte”. Su entrega fue poética y total, “hasta agotarse en frustración generosa”, sin una mueca amarga, ni un ademán exagerado, que ninguna muerte es más pacífica que aquella que se ofrece con la seguridad plena de que “nunca se dilapida el sacrificio”.
“Por luchar por el amor le ha matado el odio”, pudo decirse ante su cuerpo desvencijado. Pero el amor, que empuja y alienta la poesía del patriotismo, lleva en su hado el triunfo sobre el odio y sobre la muerte. Así lo expresan, muy cerca de su lecho final, “junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas”, guardianes de “un paraíso difícil”, donde no se puede estar tendido en la holganza y en el sopor de la siesta, sino en actitud vertical, operante y emprendedora.
Hoy (1960), al cumplirse un nuevo aniversario de tu muerte, me he detenido, José Antonio, a contemplar tu figura inolvidable y he visitado la basílica de tu reposo. Había sobre el lecho cinco rosas. ¡Que tus cenizas -poeta y capitán- nos siguen oliendo primavera.
Blas Piñar
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