La Iglesia en el plan del Pacto sinárquico (1920-1939)
Nacimiento del movimiento sinárquico
En 1922 nace en Francia el Movimiento Sinárquico, al mismo tiempo que nace en Viena su equivalente “movimiento Pan-Europeo”. Ambos obedecen a la misma inspiración, modelos de organización para la difusión discreta de los principios del “nuevo orden”; en primer lugar en el seno de las masonerías; a continuación en el mundo profano.
Esa revolución silenciosa, pero real y total, debía ignorar la defensa de los privilegios eclesiásticos, burgueses, tradicionales”, lo mismo que la “ciega subversión para la instauración de privilegios proletarios”.
En el terreno internacional, el federalismo; en el orden económico un socialismo tecnócrata, nos evitarán la revolución de la calle; la revolución en las mentes se realizará mediante la reducción de todos los valores a otro común denominador: el Nuevo Humanismo o el Humanismo Integral, que ocultará los tradicionales objetivos satánicos de la “Contra-Iglesia”.
Pero la puesta en marcha del sistema suponía, antes de la integración de los elementos sociales y culturales debidamente amasados, la desintegración de los cuadros tradicionales (como en el adagio rosacruciano: “Solve, coagula).
Sin embargo, las bajas masonerías, Gran Logia de Francia y Gran Oriente de Francia) no están preparadas para ello, aún; seguían dedicadas aún a una furiosa ofensiva contra la Iglesia.
Así, la tarea más ardua era la de hacer comprender a esas masonerías el juego sutil de la integración de la Iglesia en el sistema; lo que planteaba, a la vez, la necesidad de desunir a los católicos mientras se tendía la mano a la Iglesia. Así incumbía a la Sinarquía hacer desaparecer la legítima desconfianza que pesaba sobre la masonería, a fin de favorecer los futuros contactos que se creían fructíferos.
Con razón el Maestro Saint-Yves d’Alveydre había escrito en “Misión de los judíos”:
“Si se dejara en manos de los albañiles y de los mirones el plan arquitectónico y su ejecución, el monumento no se terminaría nunca”
Por lo tanto, la táctica se elabora en el círculo cerrado de las sectas, como el Martinismo; o de las Masonerías de altos grados, como el Consejo Supremo de Francia. Habrán de transcurrir algunos años antes de que surjan las grandes líneas del sistema bajo la forma de la política internacional del pacto de Locarno que, desde el punto de vista religioso, propugnará un espiritualismo ecuménico “más allá” de las religiones.
Pero el trabajo subterráneo continúa de acuerdo con el doble método de la dislocación de los acercamientos. El satánico progresismo anunciado por Roca va a erguirse frente a la Tradición.
Desde entonces, en 1921, circulaba bajo cuerda en los medios modernistas un memorial anónimo, “Memorial sobre la Sapinière”, que va a convertirse en caballo de batalla de los católicos apasionados por un Orden nuevo, en nombre del cual se deploraban los atrasos de la Iglesia y se insistía en la urgencia de ponerla al día, de acuerdo con el sentido de la Historia. En aquel memorial se descubre por primera vez la existencia de un complot “integrista”, según unas fotocopias. La historia es suficientemente conocida para que nos detengamos en ella.
Pero es significativo que, dos años más tarde, al ser publicado dicho memorial en una revista recién creada por el abate Lugan, su amplia difusión en los ambientes eclesiásticos provoca no sólo una corriente de simpatías hacia la izquierda, sino también una reagrupación de los modernistas prácticos. Éstos, sin abordar ya de frente las tesis condenadas por San Pío X aportan su esfuerzo en favor de la democracia cristiana contra los seguidores de Nicolas Fontaine, en su obra “Santa Sede, Católicos Integrales y Acción Francesa”, a los que tildan de enemigos del progreso y opresores retrógados de la Iglesia.
“La Masonería es un mito”
El abate Lugan, antiguo colaborador de Paul Vulliaud (el mismo que a la vez que multiplicaba sus profesiones de fe católica, pronunciaba conferencias de esoterismo cristiano y gnóstico), insertaba en su propia revista, en 1923, el “Memorial sobre la Sapinière” dirigido contra un importante objetivo: Monseñor Jouin y su docta “Revista internacional de las Sociedades secretas”, que desde 1912 no cesaba de denunciar el complot –éste verdadero- de la Masonería contra la Iglesia y sus infiltraciones en los medios católicos.
He aquí, justificadas las tentativas de acercamiento entre la Iglesia y la Masonería... “calumniada”.
Dentro del círculo del “Memorial” se movía un jesuíta, el padre Berteloot; sus habituales contactos con Hermanos de diversas Logias le habían hecho creer que no todos los masones eran unos sectarios anticlericales; que muchos se extraviaban de buena fe en el idealismo humanitario y que algunos tendrían derecho incluso a ciertos miramientos.
Al igual que todos los eclesiásticos descarriados, el padre Berteloot alimentaba la ilusión de la utilidad de la reconciliación de la Iglesia con la Masonería; ignorando que el secreto de grado a grado permite a la Masonería ocultar, incluso a sus miembros los designios de los más altos directores.
¿Ingenuidad? En parte. Pero también irónica obsesión de una Iglesia más grande, pactando con el socialistas, demócratas y espiritualistas al modo de Oswald Wirth o del Mahatma Ghandi...
Paralelamente a la degradación en la anarquía progresista, las simpatías del padre Berteloot por el rito escocés de la Gran Logia de Francia, añadidas al difamatorio descrédito lanzado sobre Monseñor Jouin y su “Revista internacional de las Sociedades secretas”, crearon ya el prejuicio favorable entre los católicos, y los Altos Grados esperaban que ese giro de la opinión se tradujera en un próximo éxito de su plan.
En 1924, “La vie Catholique” publicaba un artículo firmado por Francisque Gay en el cual, entre otras cosas, increíblemente, ya se podía leer esto:
“La masonería es un mito. No creo en ella más que en las tenebrosas conjuras de la Congregación de la época de Carlos X, o en el tiro al blanco de los jesuitas en las cuevas de Montrouge”.
Las conversaciones de Aix-la-Chapelle
“La Vie Catholique” iniciaba su carrera engañando a sus lectores con un soberano desprecio por las encíclicas papales y la realidad; apenas dos años después de aquel artículo, la gran idea del acercamiento entre la Iglesia y la masonería al hacerse pública, iba a conformar unas informaciones más antiguas.
Desde hacía mucho tiempo, el padre Gruber, jesuita, pasaba por ser uno de los especialistas mejor informados sobre asuntos masónicos: pero aunque en el caso “ Leo Taxil “, el padre Gruber había negado la extravagante sospecha de sortilegios diabólicos en las Logias, no imaginaba siquiera la política seguida ya entonces por las Sociedades secretas, confiando sólo en los documentos que ellas publicaban.
Por ello, se comprende el desacuerdo que le manifestó Monseñor Jouin: que fueran las que fueran las intenciones apostólicas del padre Gruber, aquella insólita confianza en las Altas Masonerías, lamentablemente y sin protesta, permitía que éstas vocearan que la Iglesia estaba cambiando de actitud frente a la Masonería.
En 1928, y a través de la “Frankfurter Zeitung”, se informó de que, desde 1926, se celebraban en Aix-la-Chapelle unas Conferencias sobre acercamiento católico-masónico entre Altos Dignatarios y los padres jesuitas Gruber y Mukermann. En ellas se trataba de poner fin a las polémicas entre católicos y masones, e incluso de colaborar en la lucha contra el comunismo.
Según el Gran Maestre, el H. Reichl, la cosa iba a ser algo más que un simple “alto el fuego”. Y lo mismo opinaba el H. Brenier, presidente del Gran Oriente de Francia, quien afirmaba, en 1929:
“Durante dos siglos, nuestra enemiga más peligrosa ha sido la Iglesia; pero ahora parece dispuesta a reconocer que se equivocó de camino”.
Pero, más que en el contenido de aquellas conversaciones, debemos fijar la atención en los interlocutores reunidos en Aix-la-Chapelle. Por un lado, el H. Curt Reichl, miembro del consejo supremo de Austria; el H. Eugene Lennhoff, Gran Maestre de la Gran Logia austríaca y el H. Ossian Lang, secretario general de la Gran Logia de Nueva York, representando a 340.000 miembros; enfrente de ellos los Padres Gruber y Mukermann, los cuales dieron, sin duda, la impresión de creerse provistos de un mandato, ya que el H. Lantoine, secretario de la Gran Logia de Francia, se apresuró a explotar su presencia a su manera:
“No vayamos a creer que el padre Gruber, en su carta lo mismo que en su encuentro con los masones en Aix-la-Chapelle, ha obedecido a su inspiración personal. Un jesuita no se permite ni puede permitirse tales iniciativas. Tiene detrás de él a los jefes de su Orden y, me atrevo a esperarlo, a una autoridad más elevada aun. En efecto, lejos de desautorizar una tal política, la “Civilta Cattolica” de Roma y los “Etudes” de Paris la apoyaron con el tacto que exige la profesión”
(“Carta al Soberano Pontífice”, p. 61)
En todo caso, es evidente que en aquella época la iniciativa del movimiento de acercamiento corresponde a un grupo de Padres de la Compañía de Jesús y a unos altos dignatarios de la masonería del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. A los Padres Gruber y Mukermann había que añadir al P. Gierens y al P. Macé, cuyas declaraciones a la prensa son como un eco de las conversaciones de Aix-la-Chapelle.
Enfrente de ellos, los tres representantes de los Consejos Supremos agitaban el argumento de su obediencia al Gran Arquitecto del Universo, fetiche polivalente para todas las religiones, y aluden continuamente a la “Biblia” al modo de los altos iniciados.
Una vez hechas públicas, aquellas gestiones no dejaban de impresionar al mundo profano; el H. Marc Rucar confiaba así en un próximo apaciguamiento entre los católicos y el Partido Radical (que era el partido casi oficial de la masonería en Francia).
De momento, ya podía hablarse de una novedad en apariencia poco importante, aunque significativa, del impulso dado al movimiento: se trataba de la “Unión de los librepensadores y librecreyentes”, en la cual eran de notar los HH Buisson y Pécault, dos veteranos del laicismo agresivo y milagrosamente suavizados, junto con A. Gide, Guignebert y los HH Lantoine, del Rito Escocés y Lebey, antiguo presidente del Gran Oriente de Francia. No asombra ver en su compañía al abate Lugan, al abate Viollet y a Marc Sangnier.
Como por casualidad, aquella “Unión” se formó tras la aparición, en 1926, de un libro del H. Izoulet, titulado: “Paris, capital de las Religiones”. En aquel libro, Izoulet preconizaba la formación de un “Reglamento de las creencias”.
Llegamos, pues, a un momento en que las advertencias pontificias acerca de la Masonería, la vigilancia católica, el vigor de los principios y el espíritu de las concesiones futuras, estaban mezclándose en una especie de visión progresista, de “fundido-encadenado”:
“Entre nosotros se prepara un “Locarno de las conciencias” que no será el resultado de una batalla implacable que deja detrás de ellas a unos vencedores y a unos vencidos, sino un acuerdo leal a través del cual los beligerantes de ayer... sellarían de un modo definitivo el pacto de apaciguamiento y de liberación”
(“La Croix”, 11 de septiembre de 1929)
¿Qué es lo que pensaba el abate Desgranges al firmar esas líneas?
El camino quedaba libre para la ofensiva sinárquica, cuyo pacto fundamental iba a dar la fórmula del Nuevo Orden tecnócrata e integracionista.
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