Revista FUERZA NUEVA, nº 600, 8-Jul-1978
COMBATE POR EUROPA
(Discurso pronunciado por Blas Piñar, en la “Mutualité” de París, el día 27 de junio de 1978)
Camaradas y amigos: Hoy es un día grande. Otra vez, franceses, italianos y españoles y por eso mismo europeos, nos congregamos para hacer en público una profesión de amor y de fe: de amor a nuestras patrias y de fe en la patria común que se llama Europa.
A nuestro lado y entre nosotros hay europeos de otras naciones: de la Europa que se denomina libre, aunque está subyugada por fuerzas ocultas, y de la Europa que perdió su libertad, esclavizada por la tiranía marxista.
Para quienes aquí, y en este acto, de alguna manera representáis a tantas naciones hermanas, un saludo fraterno, y con ese saludo, una esperanza: que los movimientos de signo nacional, que combaten por la misma causa que los nuestros, se incorporen pronto a este Frente de lucha por y para Europa; y que los pueblos sojuzgados por los ejércitos comunistas de ocupación recobren, con el coraje y las ayudas que precisan, su independencia, su soberanía y su libertad.
Para nuestros hermanos de la Europa comunista que sufre, de la Europa ausente, olvidada silenciada, y sacrificada; para los que agonizan en los campos de trabajo, en las comunas penitenciarias, en los islotes monstruosos del inmenso Archipiélago Gulag o en los manicomios, creados y mantenidos como cárceles de disidentes; para los que sueñan con el derribo del muro de la vergüenza de Berlín o la desaparición del Telón de Acero, vaya también nuestra mano levantada, como un gesto amigo; nuestra palabra fervorosa, como señal de aliento, y nuestra oración a Cristo, como una prenda de victoria.
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Este acto de afirmación europeo lo celebramos en París, como ayer lo celebrábamos en Nápoles (Italia) ante una inmensa multitud entusiasmada, con plenitud de conciencia histórica y, como, Dios mediante, lo celebraremos en Madrid -si nuestro Gobierno democrático no lo prohíbe- el 18 de julio, que no es sólo aniversario del Alzamiento nacional español, sino aniversario de la puesta en marcha de una doctrina que abanderó a Europa y al mundo; porque fue esa doctrina, hecha acción y combate, la que levantó a un pueblo, le dotó de una mística, le hizo recobrar su propia alma, alumbró todas sus energías espirituales y ganó al marxismo la primera, y quizá por ello, la más decisiva de las batallas.
Me consta que permanece vivo en el corazón de Europa lo que aquella Cruzada tuvo de ejemplar y de trascendente; y ello no sólo por el heroísmo deslumbrante de sus gestas y por el martirologio de sus víctimas, sino porque la razón última de aquel enfrentamiento se ha planteado en términos existenciales y visibles, sin escamoteo ni veladura, a escala universal.
Y ante este enfrentamiento ineludible no cabe, aunque se pretenda y se quiera, el neutralismo. Vuestro mariscal Pétain lo dijo con palabra certera: “La vida no es neutral: consiste en tomar partido arduamente. No hay neutralidad posible entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, entre la salud y la enfermedad, entre el orden y el desorden”.
Son cosas y valores imponderables y sagrados los que están en juego. De su conservación depende el curso inmediato de la Historia, el concepto mismo de la vida humana y la configuración de la comunidad política.
José Antonio, con claridad meridiana, lo precisó para todos: “La revolución socialista es el triunfo de un sentido materialista de la vida y de la Historia; es la sustitución violenta de la Religión por la irreligiosidad, de la Patria por la clase cerrada y rencorosa; de la libertad individual por la sujeción férrea a un Estado que no sólo regula nuestro trabajo, como un hormiguero, sino también (e) implacablemente nuestro descanso. Es la venida impetuosa de un orden destructor de la civilización occidental y cristiana; es la señal de clausura de una civilización que nosotros, educados en sus valores esenciales, nos resistimos a dar por caducada”.
Y porque en Europa había hombres y grupos en idéntico estado de alerta, y porque esa revolución socialista entendió lo mucho que en nuestro país se jugaba, acudieron a medir sus fuerzas en la punta suroccidental del continente las brigadas internacionales, mezcla de idealistas engañados, como Malraux, y de criminales como Marty, pero también los voluntarios de Alemania, de Italia, de Irlanda, de Portugal, de Rumanía y de Francia.
Y Europa, la auténtica Europa, venció con España en España. Nuestro pueblo, como Juana de Arco. supo escuchar y obedecer las voces profundas, y como Teresa de Jesús, subir por el castillo interior hasta la séptima morada del místico desposorio, donde la cruz del sacrificio y la sangre de todas las llagas consigue la redención.
¡Cómo no recordar en París, corazón de Francia, a los amigos franceses, a los que se enrolaron en el Ejército Nacional y a aquellos que, con su pluma brillante y valiente, se constituyeron en adalides de nuestra causa! Y entre ellos a Pierre Hericourt que, en su libro “Pourquoi Franco vaincra”, profetizó el triunfo del Caudillo; a Charles Maurras, que escribió, con su estilo polémico, “L’Espagne de Franco c’est l’Espagne qui a raison”; a Paul Claudel, que escribió aquel emotivo y escalofriante poema a nuestros mártires, y a Robert Brasillach, el poeta joven, fusilado en el fuerte de Montrouge por el simple delito de haber amado y servido a Francia.
Robert Brasiliach, con Henri Massis –el famoso autor de “Defense de l’Occident”- escribe “Los cadetes del Alcázar” y luego, con su cuñado Maurice Bardeche publica su “Histoire de la guerre d’Espagne”.
Importa que resaltemos hoy aquí la figura señera -cuyas proporciones crecen por días- de Robert Brasillach. En él concurren tales características, por la sangre española que corría por sus venas, por su juventud, por su muerte trágica, por su exquisita y a un tiempo varonil sensibilidad, por su entendimiento fecundo y no sólo fotográfico, de la hora en que vivió, que bien vale la pena estudiarlo a fondo y proclamarle europeo de primera línea.
Para Brasillach, España transformó “en combate espiritual y material a la vez, en cruzada verdadera, la larga oposición que lucha en el mundo moderno. Por todo el planeta, los hombres sentían (esta guerra) como su propia guerra”. Por eso, Brasillach concluía: “Los hombres de nuestro tiempo habrán encontrado en la España de estos años magníficos el lugar de toda audacia, de toda grandeza y de toda esperanza”.
Fue una guerra civil universal, que libró en España su primer capítulo clamoroso y estremecedor, ardiente y macabro, entre lo sublime y lo miserable, entre el ángel y la bestia, la que marcó para siempre a los espíritus selectos. Maurice Bardeche lo reconoce así, y me parece que su testimonio, por muchas razones, hay que estimarlo de peso: “Nunca se dirá bastante cuanta fue la importancia capital de la guerra de España para nuestra generación. En julio de 1936 acaecieron cosas que marcarían vidas enteras. Una nueva manera de vivir y de sentir estaba en vías de nacer”.
Pues bien, uno de los hombres tocados, traspasados más bien, por la dimensión espiritual y cósmica y por las perspectivas de futuro de aquel enfrentamiento, fue Brasillach. De aquí que, cuando los españoles venimos a Francia para hablar de Europa con los amigos franceses, la biografía intelectual y política y el pensamiento de Brasillach deben iluminarnos.
Porque Brasillach , que conoció la Europa de su tiempo, que estudió la filosofía y el talante de los movimientos nacionalistas europeos, se sentía admirador de la doctrina, pero atraído y como imantado por las figuras gemelas del capitán de la Legión de San Miguel Arcángel, Cornelio Zelea Codreanu y por José Antonio Primo de Rivera.
Le subyuga su destino idéntico, en el que veía reflejado el suyo, y pensando en ellos, y quizá en sí mismo, escribió en “Los Siete colores”: “Aquellos que mueren poco después de la treintena no son consolidadores sino fundadores”.
Estamos, pues, en la línea de los fundadores. Adriano Romualdi, un italiano que se nos fue en sus años treinta, nos dirá, recogiendo más tarde la tarea fundacional en la Europa de hoy: “La idea de Patria no ha muerto, se ha transformado. Hoy nuestra Patria ya no es Italia, es Europa”.
Para lograrla, será necesario un hombre nuevo, una “metanoia”, una “renovatio”, una purificación interna, sin la que será imposible construir la sociedad humana según el modelo de la “Civitas Dei”.
La tradición no basta sin la misión, la historia no sirve sin la voluntad de hacer. No se trata de conservarlo todo, sino de vivir de aquello que ha de conservarse siempre por su valor de eternidad.
No importa que hoy por hoy nuestra época se nos haga dura e insoportable; que nos dé náuseas. Adriano Romualdi, con palabra dura, proclama: “Lo que no perdono a mi tiempo no es su vileza, sino que trate de cubrirla difamando a los héroes”.
Porque ahí está el mayor grado de envilecimiento: que no es otro que el que coincide con una conciencia acusadora de la propia vileza, con un complejo de inferioridad que reprende, y con un caudal arrollador, pero sucio por la envidia, que trata de eliminar el contraste y la acusación de la santidad y del heroísmo adversario.
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Nosotros, por ello mismo, debemos afianzar nuestro propósito de mantenernos allí donde somos invencibles, en aquella cota donde la santidad y el heroísmo resplandecen, porque sólo el heroísmo y la santidad vencen al mundo, no por aplastamiento, desde fuera, sino por elevación, desde dentro.
La Europa vital que no se resigna a morir, ni por la gangrena de la corrupción moral, ni por el embrujo alienante de las falsas ideologías, ni por la hostilidad de quienes con los dispositivos atómicos a su servicio, la amenazan, nos envía, desde su alma metafísica, un mensaje íntimo, acucioso, de espiritualidad y de ascetismo.
El Duomo de Milán, Notre Dame de París, la catedral de Burgos, son, en Italia, en Francia y en España, huellas de ese alma metafísica de Europa -de la Europa nuestra-, como lo son el Camino de Santiago, las Cruzadas, Lepanto, el sitio de Viena, Goethe, Dante, Moliere, Cervantes, Gabriel D’Annunzio, Charles Peguy y Marcelino Menéndez Pelayo.
Todo ello, cosas y gestas, trabajos y hombres -cuya sola enumeración sería interminable-, son nuestros; constituyen nuestro patrimonio común, material y espiritual, fruto diverso de gentes diversas de una Europa unánime en su más alta vocación; esa vocación que adquiere virtudes escalofriantes en el Alcázar de Toledo, en la defensa de Dien-Bien-Fu (Indochina) y en ese drama horrendo, desconocido, algodonado para que se ignore, de la guerra civil que sacudió a las naciones del continente apenas terminada la segunda guerra mundial: desde Croacia hasta Polonia, desde Grecia hasta Francia.
¡De qué forma tan penetrante, tan desgarrada, nos ha legado Brasillach lo que significó este nuevo y cruento dolor acumulado sobre Europa!
“Señor, he aquí la sangre de nuestra raza, sangre de combate guerrero, sangre de guerras civiles, sangre de negros hogares que cualquier llama borra, sangre de los que son fusilados en los fosos de nuestras ciudades”.
Vuelven a nosotros, en este acto de afirmación europea, las palabras y el aliento de Brasillach. Y es lógico, porque las ideas no sirven si no se encarnan, y sobre todo, si no adquieren a la luz del supremo sacrificio la capacidad de sugestión y de arrastre que necesitan para su triunfo.
Y Brasillach iluminó la idea con su vida y con su muerte; como lo hicieron Codreanu y José Antonio. La Europa que no ha renegado de sí misma busca esa luz para seguir caminando, sus voces para continuar la marcha, su entrega total para hacer suyo aquel joven dios que un francés ilustre, aunque adverso, Eduardo Herriot, llamó “coraje”.
Codreanu -que nos trae el eco de la Europa fronteriza-, preso en la cárcel de Jilava, en vísperas de su fusilamiento en el bosque de Tancabesti, escribe ante la muerte próxima:
“Me entristece profundamente. Pero he combatido la tristeza con la lectura de los cuatro Evangelios. Me he tranquilizado. Estoy aquí por la voluntad de Dios. Ha descendido la serenidad sobre el tormento de mi alma. He recobrado la fe, la esperanza y el amor”.
Y tanto que, líricamente apunta cómo, al amanecer, ha volado el primer polluelo de gorrión del nido colgado en la ventana de su celda.
José Antonio también, dos días antes de ser fusilado, redacta su testamento así:
“En cuanto a mi próxima muerte, la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela, Dios Nuestro Señor, en lo que tenga de sacrificio, para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Deseo (pues) ser enterrado conforme al rito de la Religión Católica Apostólica y Romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz”.
Y Brasillach, en verso, nos dejó su última voluntad, que yo leo con lágrimas, seguro de que en la hora germinal en que nos hallamos, las lágrimas vienen a los ojos como un don del Espíritu Santo.
“En premier mon âme est laissée
A Dieu qui fut son Créateur,
Ni sainte ni pure, je sais,
Seulement celle d’un pécheur”.
Y luego de legar todo lo que tiene, que no es oro ni plata, agrega:
“Et maintenant, à toi, Maurice
A toi, frère de ma jeunesse,
Que te donnerai-je qui puisse
N’être à toi de ce que je laisse ?
Voici Paris qui fut à nous,
Voici Florence qui se dresse,
Et, sur les chemins secs et roux,
Voici notre Espagne sans cesse”.
***
(…) ¡No desmayemos, no nos acobardemos, hombres y mujeres de Europa! La luz, la voz, el sacrificio de Codreanu, de José Antonio, de Brasillach, nos enardece. Si somos capaces de asimilar su doctrina y su ejemplo, nada puede impedir la liberación de Europa. Una fuerza imparable, la del genio y la audacia, una fuerza irresistible, la de la verdad y la del amor; una fuerza divina, la que fluye de los elegidos, arrancará todas las cadenas de Europa.
Es cierto que, como exclamaba Adriano Romualdi, “hoy, en el horizonte de Europa, es solsticio de invierno, un interminable invierno de servidumbre y de vergüenza. Pero nosotros creemos, nosotros queremos creer en la inminente aparición de la aurora”.
¿Y cómo no, ante las figuras de estos jóvenes adalides de Europa? Los rayos del sol naciente irisan sobre ellos, diamantes duros y limpios, arrancados a las entrañas de la inmortalidad.
Cuentan que monsieur Isorni recogió una gota de sangre que corría sobre la frente de Robert Brasillach. Esa gota de sangre, ha escrito René Pellegrin, nos pertenece a todos, como nos pertenece la sangre de Codreanu y la de José Antonio y la de quienes, en todas las latitudes y meridianos de Europa, creyeron en los mismos ideales, combatieron por ellos y obedecieron hasta la muerte; en muchas ocasiones, muertes más ignominiosas que la muerte de la cruz.
¡Vanguardia de la Europa en peligro! ¡Soldados civiles de la mayor contienda de la Historia universal! ¡Adelante! Digámoslo sin miedo, con José Antonio, “la función del político es religiosa y poética”, “el sentido entero de la política es como una ley de amor”.
Sólo así podemos abandonar nuestro pequeño mundo confortable, vencer la tentación de quedarnos en casa, rechazar el susurro cómodo y egoísta del mal menor y del pacto cobarde con el gran enemigo. Sólo así quedará transida nuestra existencia, fiel a las tradiciones nacionales, del sentido de misión creadora. Sólo así podremos situarnos y contemplarnos a nosotros mismos como instrumento de Dios en la obra entera del Universo. Sólo así, y entonces, sabremos, como señalaba José Antonio, que “en las más humildes de nuestras tareas diarias, estamos sirviendo a la par que a nuestro modesto destino individual, al destino de España, de Europa y del mundo, el destino total y armonioso de la Creación”. (…)
Con San Miguel como alférez, alcemos nuestros banderines de enganche por todas las ciudades de Europa. Sin lucha, ni siquiera el cielo se pudo librar de las huestes del padre de la mentira. Pero, con Mi-ka-el al frente, “volverán victoriosas las banderas al paso alegre de la paz”.
“¡Reirá de nuevo la primavera
que anuncian a los cielos todas las campanas.
Arriba, legiones, corred a la victoria,
un alba nueva se eleva sobre Europa!”
(Con estos versos y una ovación prolongada y cerrada terminó su discurso el presidente de Fuerza Nueva)
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