Re: Virreinato del Río de la Plata
El Bicentenario y el mito del origen
Para no ser menos que los demás países latinoamericanas, también aquí conmemoraremos con pompa y boato nuestro bicentenario. Al parecer en 2011 se cumplen doscientos años de unos episodios que merecen celebrarse por todo lo alto. Da la impresión, sin embargo, de que el inminente ritual abocado a afirmar nuestra incierta singularidad fuera más importante que arrojar luz sobre los acontecimientos históricos que dieron origen a este país.
No sería un mal comienzo preguntarnos de qué se cumplen esta vez doscientos años en este país. Nada sencilla debe de resultar la respuesta cuando la propia comisión oficial del Bicentenario inicia la justificación de su creación contándonos que en 1811 se inició “el Proceso de Emancipación Oriental” –con las mayúsculas de rigor– y concluye naufragando en las procelosas aguas de la identidad colectiva y los valores nacionales cuyas actas de nacimiento hasta ahora nadie ha tenido la osadía de fechar.
Tan complicado resulta rastrear los orígenes de nuestra nacionalidad (me refiero aquí a un Estado uruguayo independiente, distinto al de las Provincias Unidas del Río de la Plata, no a la ruptura con el poder colonial) que desde que se comenzó a hablar del Bicentenario se han mencionado las fechas más extravagantes para celebrarlo. Desde la del ex presidente Sanguinetti, que propuso hacerlo en 2013, cuando se cumplirán doscientos años de las famosas Instrucciones del Año XIII, que al parecer condensan el pensamiento político de nuestro héroe nacional, José Artigas, hasta la de otro ex presidente, que –no estoy bromeando– propuso datar el año cero de la uruguayeidad en ese instante fecundo en el que un espermatozoide del padre de Artigas terminó encontrándose con un óvulo de la madre, hasta las más razonables de hacerlo en mayo de 2010, año del bicentenario de la Primera Junta de Buenos Aires, un movimiento autonomista al que estuvo inequívocamente subordinado el levantamiento en la Provincia Oriental. Curiosamente nadie ha propuesto celebrar el bicentenario de la declaración de independencia (del imperio brasileño)* el 25 de agosto de 1825, con la que, salvo noticia en contrario de última hora, seguimos machacando a nuestros escolares.
La dificultad para encontrar un consenso reside, en mi opinión, en que los entusiastas de la celebración del bicentenario están más pendientes de su significación político-cultural actual que del apego a la “verdad histórica” (sea el que fuere el estatuto, siempre discutible, de esa verdad).
Toda comunidad política es portadora de un relato sobre sus orígenes; relato que guarda una vaga relación con el de los historiadores, porque su propósito no es acercarse a alguna forma de verdad sobre el pasado, sino dotar a la propia comunidad política de un mito fundacional, esto es de por qué nosotros, los ciudadanos de este bendito país, por ejemplo, formamos una comunidad política diferenciada de nuestros vecinos. Esa narración debe estar, pues, expurgada de cualquier referencia factual que la contradiga, de todo lo que no queremos recordar, de las vergüenzas sobre las que se erigió el Estado, y en general de todo aquello que pone en entredicho nuestra supuesta singularidad. El mito del origen, el mito fundacional incluye, pues, y en lugar privilegiado, lo que algunos han llamado el narcisismo de la diferencia: constituimos hoy una comunidad política separada de las demás porque somos diferentes, porque siempre fuimos diferentes. (“Nunca tan pocos fueron capaces de semejante hazaña”, dijo nuestro presidente a propósito de nuestra independencia). A esa narración no le bastan las vicisitudes y contingencias de la historia para explicar el origen de la propia comunidad política. Le parecen poca cosa, tal vez porque en eso todas las historias nacionales se asemejan. Necesita apelar a una voluntad primigenia, prepolítica, anterior a la formación de esa comunidad política. Es decir, necesita una ficción que dé cuenta, que explique y legitime, los poderes constituidos (porque esa voluntad es un genial invento del acuerdo que dio nacimiento a la comunidad política). Ficciones son la soberanía del pueblo, de la nación o la voluntad general invocadas por todas las constituciones modernas, que presuponen esa soberanía y esa voluntad general, cuando en verdad las crean en el acto mismo de su fundación para dotarse de una legitimidad inhallable en otra parte. Son, pues, ficciones políticamente necesarias.
La historia oficial de este país, la que se enseña en las escuelas y liceos, es una fábula para dotar a este país de su propio mito del origen. Lo preocupante no es, sin embargo, el carácter mitológico o fabuloso de esa historia (después de todo, también en esto nos parecemos a los demás pueblos de la Tierra), sino que buena parte de la academia no se atreva a impugnar los tabúes patrióticos. Dos grandes nombres de nuestra historiografía nacional así lo confirman. José Pedro Barrán polemizó en su momento con Sanguinetti sobre el justificado rechazo de éste a celebrar el 25 de agosto de 1825 alegando que los líderes políticos deben “respetar y asumir las tradiciones y los mitos”. Y Juan Pivel Devoto no tuvo remilgos en reconocer que “no estoy dispuesto a dar elementos que socaven a los grandes héroes que han contribuido a crear la nacionalidad […]. De esos elemento no doy datos, aunque los conozca”.
La ficción tiene dos ingredientes infaltables en todo relato sobre los orígenes nacionales, la fecha del nuevo comienzo y un héroe que personifica la voluntad de ser independientes. Su propósito inocultable, desargentinizar (verbo que tomo prestado de Guillermo Vázquez Franco) la historia uruguaya. No me ocuparé esta vez de José Artigas, ese caudillo algo brutal que estaba condenado a ser en su contexto histórico y que la historiografía autóctona se ha empeñado en convertir en un Thomas Jefferson de las Pampas. Me referiré únicamente a las otras justificaciones de las inminentes celebraciones del Bicentenario que se ciernen, amenazantes, sobre nosotros.
Pretender que 1811 fue el año cero de la independencia uruguaya, sólo puede atribuirse a la porteñofobia propia de los uruguayos, al empeño, como digo, de desargentinizar nuestra historia, una de cuyas iniciativas más notables consiste en separar el inicio del “Proceso de Emancipación Oriental” del resto de las Provincias Unidas, que comenzó un año antes… si es que un proceso puede fecharse.
El problema con el farragoso palabrerío de la comisión del Bicentenario es que los sentimientos y la voluntad independentistas de los orientales son inhallables en el año escogido como coartada del bicentenario (1811). No hay ninguna continuidad, sino más bien ruptura, entre aquellos episodios y la independencia uruguaya. Sencillamente porque los caudillos de extensas haciendas que se levantaron aquel año de este lado del río Uruguay contra el imperio español podían estar llenos de fantasías pero ninguna de ellas incluía convertir a esta llanura, poblada por unas decenas de miles de habitantes mayoritariamente analfabetos, en un Estado independiente.
La independencia no figuraba ni remotamente como hipótesis de este incipiente movimiento. No figuraba en la proclama de Mercedes (1811) ni en el discurso de abril de 1813 (Congreso de Tres Cruces, convocado, conviene no olvidarlo, para mandatar a los delegados orientales al Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas reunido en Buenos Aires). En su discurso de Tres Cruces Artigas no deja dudas: “esto ni por asomo se acerca a una separación nacional” (citado por Vázquez Franco en el libro sobre Francisco Berra). Las maneras que siguió luego para resolver sus discrepancias con Buenos Aires acerca de la dirección de la guerra contra Montevideo, el último bastión colonial en el Río de la Plata, o sus inciertas ideas federalistas no deberían confundirse, como hace interesadamente la mitología patria, con un espíritu independentista. Son el mismo federalismo y las mismas discrepancias que mantendrían con Buenos Aires provincias como Entre Ríos o Santa Fe.
Miguel Barreiro, secretario personal del caudillo y gobernador delegado de Montevideo, designado para tal cargo por el propio Artigas (quien jamás vivió en Montevideo, porque detestaba la vida urbana) escribió el 27 de diciembre de 1816 a Juan Martín Pueyrredón, director supremo de las Provincias Unidas; “es muy claro que nosotros [los orientales] no podemos caer en el delirio de constituir solos una nación”.
“Nunca fue la Banda Oriental menos feliz que en la época de su desgraciada independencia”, dirá unos años más tarde Fructuoso Rivera, primer lugarteniente de Artigas, sobre el período en el que su jefe reinó sobre esta provincia (la cita también la tomo de Vázquez Franco).
En fin, no hay historiador serio que aporte un solo dato significativo en defensa de la indemostrable hipótesis de que en 1811 se inició el “Proceso de Emancipación Oriental” como pretende la comisión del Bicentenario, salvo que se lo entienda pura y exclusivamente como separación de la Península. Pero si ese proceso refiere, tal como sugiere pero no dice explícitamente el mito fundacional, a la constitución de esta provincia en Estado separado de las Provincias Unidas del Río de la Plata, la confederación precursora de la República Argentina, entonces ingresamos de lleno en la ficción.
La ventaja que tiene la elección de 1811 para la leyenda patria consiste en que cualquier otra hubiera resultado mucho más embarazosa, sino lisa y llanamente destructora de los pilares en los que se basa. Repasemos las alternativas a disposición de nuestra comisión oficial.
La declaración de la Independencia por la Sala de Representantes de esta provincia de agosto de 1825, feriado nacional desde tiempos inmemoriales y motivo de celebraciones en todos los centros escolares, con los preceptivos discursos, banderas e himnos, fue olímpicamente desechada como alternativa. Resultaba demasiado vulnerable para el mito de la fundación nacional. Esa declaración incluía dos leyes: la de independencia, que comienza por declarar “írritos, nulos, disueltos y de ningún valor para siempre, todos los actos de incorporación, reconocimientos (…) arrancados a los pueblos de la Provincia Oriental por la violencia de la fuerza, unida a la perfidia de los intrusos poderes de Portugal y el Brasil, que han tiranizado sus inalienables derechos” y cuyo artículo segundo afirmaba que esta provincia “se declara de hecho y de derecho libre e independiente del rey de Portugal y el emperador de Brasil”. En suma, la declaración de independencia refería sin ningún género de dudas a Portugal y a Brasil, cuyos ejércitos ocuparon esta provincia en la década previa a su impensable e impensada independencia. Todos los escolarizados en esta comarca conocemos muy bien esta declaración de intenciones (no más que eso, pues de hecho la provincia tardaría tres largos años en hacerla efectiva), por habérsenos horadado la mente con su constante mención desde nuestra más tierna infancia.
El mito fundacional, sin embargo, oculta piadosamente la segunda ley aprobada en aquella ocasión, la Ley de Unión, que sostiene que “su voto general, constante, solemne y decidido es, y debe ser, por la unidad con las demás Provincias Argentinas a que siempre perteneció por los vínculos más sagrados que el mundo conoce. Por tanto, ha sancionado y decreta lo siguiente: ‘Queda la Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de este nombre por ser libre y espontánea voluntad de los pueblos que la componen’”. Esta página fue extirpada de los manuales escolares, tal como lo fue esta provincia de la confederación argentina cuando en 1828 Brasil, Argentina y Gran Bretaña fraguaron una independencia artificiosa e inimaginada por sus habitantes. Decididamente el 25 de agosto de 1825 resultaba contraindicado para el empeño desargentinizador de nuestra historia oficial. Aún hoy, nuestro mayor desvelo sigue siendo cómo no ser confundidos con los argentinos. Un escritor mexicano, Jorge Volpi, fue el que halló la mejor definición de los uruguayos: ser uruguayo es no ser argentino.
Meses antes de aquella declaración, cuando se produjo el celebérrimo desembarco de los llamados treinta y tres orientales en la playa de la Agraciada (financiados por, y armados en, Buenos Aires, y que en rigor, no sabemos si eran 33, aunque sí sabemos que no todos eran orientales, pues había argentinos de otras provincias), con el propósito de expulsar al ocupante luso-brasileño, la proclama de su jefe, Juan Antonio Lavalleja, a los residentes de la provincia hace una y otra vez referencia al gentilicio “argentinos orientales” y en una de ellas, “argentinos orientales, las provincias hermanas sólo esperan vuestra presencia para protegeros”, y en otra “La gran Nación argentina de la que sois parte…”.
Tres meses después, el Congreso Nacional Constituyente reunido en Buenos Aires (no hace falta aclarar que el adjetivo nacional siempre estaba referido a Argentina), aprueba “con el voto uniforme de las Provincias del Estado, y con el que deliberadamente ha reproducido la Provincia Oriental por el órgano legítimo de sus representantes en la ley de 25 de agosto del presente año, el Congreso General Constituyente, a nombre de los pueblos que representa, la reconoce de hecho reincorporada a la República de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a que por derecho ha pertenecido y quiere pertenecer. En consecuencia, el Gobierno encargado del Poder Ejecutivo Nacional proveerá a su defensa y seguridad”. Era, de hecho una declaración de guerra al ocupante brasileño, que “enseguida se hizo popular y todos aceptaron con sus dolorosos sacrificios en nombre de la integridad nacional”, según Bartolomé Mitre, citado por Vázquez Franco.
La reacción de Lavalleja es exultante: “¡Pueblos! Ya están cumplidos vuestros más ardientes anhelos; ya estamos incorporados a la Nación Argentina”. ¿Puede quedar alguna duda acerca de los propósitos de quien es considerado –¡ay!– uno de los precursores de nuestra independencia? A ese Congreso prestó “su reconocimiento, respeto y obediencia” el gobierno provisorio de la Provincia Oriental.
Lavalleja y Rivera fueron premiados por la victoria de Sarandí con la banda de generales de la República Argentina y al menos hasta 1882 el gobierno argentino pagó los sueldos de todos los militares (argentinos u orientales) o a sus descendientes, que hicieron la campaña contra Brasil entre 1825 y 1828.
Una razonable alternativa disponible para los entusiastas de las celebraciones era mayo de 1810, pero –ya ha sido dicho– en ese caso “nuestro” bicentenario hubiera quedado adherido al argentino, que aunque más apegado a los hechos históricos, es precisamente lo que nuestros celebradores quieren evitar.
Queda, por fin, la verdadera fecha de la independencia (cabría decir de la amputación de esta provincia de sus hermanas argentinas), el 27 de agosto de 1828 con la firma de la Convención Preliminar de Paz en Rio de Janeiro entre las Provincias Unidas y el Imperio de Brasil, y la experimentada mediación de Inglaterra. Demasiado tardía para la ansiedad oficial, demasiado vergonzosa para el mito fundacional, erigido pacientemente, ficción a ficción, censura a censura, a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Empantanada la guerra entre las dos potencias sudamericanas, persuadido el imperio brasileño de que el Río de la Plata era su frontera natural, impermeable el gobierno de Buenos Aires a la posibilidad de ceder una de sus provincias a su gran vecino y rival, la independencia apareció como la única alternativa para destrabar el bloqueo. En ese contexto hace su irrupción la diplomacia británica, la más interesada en poner fin a una guerra que amenazaba con hacerse interminable y que conspiraba contra el desarrollo del comercio. El canciller George Canning y las artes persuasivas (y las presiones) de su enviado al Río de la Plata, lord Ponsonby, hicieron el resto.
De las negociaciones para la firma de la Convención de Paz en Río de Janeiro no participaron orientales, sino representantes del emperador brasileño y de la República de las Provincias Unidas y el mediador lord Ponsonby. A los orientales se les comunicó tras la firma que estaban condenados a encabezar un Estado independiente. El texto de la Convención sostiene que tanto el emperador como el gobierno de las Provincias Unidas no reconocen, sino que declaran, la independencia de la Provincia de Montevideo.
Dice el historiador Guillermo Vázquez Franco: “Los propios argentinos (hablo del medio millón largo, incluidos los setenta u ochenta mil orientales, obviamente) ni siquiera se enteraron de que, entre gallos y medias noches, con el artero negocio de la Convención Preliminar de Paz, se cercenaba de un plumazo el territorio nacional y, por ese acto, celebrado en Río de Janeiro, a la sombra tutelar de Ponsonby, orientales y entrerrianos, separados por unos metros, pasaban a ser (y lo seguirán siendo hasta la actualidad) formalmente extranjeros entre sí cuando, hasta el día anterior –26 de octubre- habían sido, como siempre, compatriotas”.
Pero temiendo que los orientales repitieran el trámite de 1825 y además de declararse separados de cualquier potencia extranjera, utilizaran su independencia para reunificarse con las Provincias Unidas, la Convención resuelve para qué declara separada a la provincia: “para que pueda constituirse en Estado libre e independiente” y no para otra cosa.
Por si fuera poco, ambas potencias se reservaban el derecho de intervenir en los años siguientes en la recién independizada provincia en caso de que disputas internas amenazaran la seguridad de cualquiera de ellas. Si algo pone en evidencia la naturaleza de la citada Convención es que la primera Constitución del futuro Estado soberano debía ser analizada y ratificada por las partes signatarias.
En un pasaje del “Manifiesto de la Asamblea General Constituyente y Legislativa” que redactó la primera constitución de este país en 1830 puede leerse que ”por un tratado entre la República Argentina y el Gobierno del Brasil, debía elevarse el suelo de nuestros hijos al rango de Nación libre e independiente”.
¿Y qué dice el Preámbulo de aquella Constitución? Que “nosotros, los representantes de los pueblos situados en la parte oriental del río Uruguay (ni siquiera tenía nombre el país), que en conformidad con la Convención Preliminar de Paz celebrada entre la República Argentina y el Imperio del Brasil […] debe componer un estado libre e independiente, reunidos en asamblea general, usando de las facultades que se nos han concedido cumpliendo con nuestro deber […] acordamos establecer y sancionar la presente Constitución”.
Para desilusión y contrariedad de las almas inflamadas por el patriotismo, la Convención Preliminar de Paz de agosto de 1828 es la única fecha cierta de nuestra independencia.
* Nota para el lector no uruguayo: la Provincia (o Banda) Oriental estuvo ocupada en los últimos ocho años antes de su independencia por tropas portuguesas primero y brasileñas después.
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Última edición por Michael; 05/06/2013 a las 07:36
La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.
Antonio Aparisi
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