El artículo, inicial, tiene su importancia desde un punto vista del anglosajón, en menor medida, como se sabe, en la óptica castellano-sajona.
Nos aparece la imagen de Gálvez, general del Ejército Continental ( Continental Army ) que antes de la Independencia de EUA combatía a las tribus amerindias salvajes y criminales de indios y de blancos. Cuando se dijo algo relacionado ´ A la solución final ´ parece que ya quedó claro por algunas investigaciones alternativas que Hitler poseía más de 150.000 judíos en su Ejército Alemán, su chófer fue designado Ario Honorario del Año. Acaso la esposa de Goebbels -Iniciador de los Programas del Fomento de la Familia aria- era judía por parte de padre, donde había generales judíos y otros cargos militares de la SS también había gente de color ( negros y judíos ).
Alcanzando éste punto de vista amplio, debemos de reconocer que no se puede comprender la colonización con la evangelización, por de pronto los españoles no conquistaban en nombre de su raza o reyes, siempre en nombre de Roma, y sus dominios, como se sabe, eran Pronvincias, éstas con los mismos derechos que uno de Madrid ( que por aquel entonces era aldea, s. XV ).
Analizando algunos aspectos de la Historia, y al tratar éstos ciclos de la Humanidad, casi siempre aparece la mano insurrecta de la pluma materialista, que, sin extrañar acude a la llamada comparativa de sus intereses, en ello, otorgar unas observaciones de territorios que no disponían de las mismas protecciones universales que sí garantizaban los dominios de España.
¨ Un buen indio ¨ podría ser la ¨ Dama de Castilla ¨ en época de Cortés pero ésta no era Isabel de Castilla, aunque también reina, y vieron entonces ya en esos siglos la necesidad de que los españoles ¨ no hicieran sangre ¨ con lo que descubrían. Sabemos que los amerindios, determinados Imperios antes de la llegada de los españoles a Colombia ( América ) tenían esclavos y, que, éstos ( por los esclavos ) tenían a su vez esclavos, es decir : esclavos de esclavos. Algo insólito e innovador en la incertidumbre de lo inhumano. Naturalmente, éste tipo de cuestiones han sido censuradas por determinados gobiernos y épocas para eso mismo : ¨ No hacer sangre ¨ .
Tanto el Imperio Azteca como el Maya conocían el sacrificio* humano ( o inhumano ), pero antes de éstos -hablamos de varios siglos antes de la llegada de España al Nuevo Mundo, Las Indias- ya tenían ¡ esclavos de esclavos ! los amerindios en sus inmensas extensiones dominadas ( América ). No había ni un solo Imperio o pueblo amerindio que no fuere patriarcal y segregaba en la enseñanza a los sexos : desmontando la publicidad de políticas incipientes en Occidente y sus siglas de LGTB para el ejemplo de América y su sociedad precolombina, otra veces dijeron sociedad socialista precolombina, quedando descartada también dicha referencia lingüística ; porque, como se ha comprobado, el sistema general de los pueblos amerindios se basaba en lo que dijere el cacique y sus nobles jerárquicos so pena de asesinar a los que protestaban.
En realidad un buen indio sería el que llegó a partipar y ¨ contar ¨ las épicas de los españoles en Italia o en Flandes, durante siglos o de forma presencial en la propia batalla contra los que intentaban atacar a Cristo o a su brazo defensor.
La Masonería se encargaría, poco después de que España ayudase a EUA a liberarse, de destruir la gran labor de España en el Nuevo Mundo, acaso con las carnicerías de Simón Bolívar lo atestiguan ; asesinando a cerca de 1.000 soldados desarmados en un sólo día, incluyendo a mujeres y niños, era ¨ la guerra a muerte ¨ que quiere imitar, hoy, un tal Maduro y sus cuadros en pintura.
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Última edición por SignaSuperVestes; 09/12/2016 a las 08:03 Razón: tengo un teclado que no me quiere
'La tierra llora': la obra que desmitifica las sangrientas guerras entre Toro Sentado, Custer y compañía
El autor del libro narra el conflicto que se desarrolló entre el progreso y el viejo mundo a través del testimonio de los soldados alcoholizados, los guerreros impasibles, los colonos intolerantes o las incomprendidas tribus aliadas con el hombre blanco
CÉSAR CERVERA
@C_Cervera_M
Actualizado:01/12/2017 15:48h
Oso Flaco se levantó titubeante del suelo cuando el presidente Lincoln preguntó a la embajada de once jefes cheyennes si alguno tenía algo que decir. El 26 de marzo de 1863, el presidente invitó a la Casa Blanca al consejo del pueblo cheyenne encargado de velar por la paz en las Grandes Llanuras. No es que pretendiera escuchar sus quejas. El Gran Padre creía que un paseo por Washington y luego Nueva York, donde fueron expuestos en un museo como si fueran estatuas, convencería a los indios de lo inútil que era luchar contra el poderoso hombre blanco.
Rodeado de una nube de burócratas, Oso Flaco pidió, balbuceante al principio, que los soldados blancos se abstuvieran de realizar actos violentos contra el territorio indio de Kansas. Como explica Peter Cozzens en «La tierra llora» (Desperta Ferro), Lincoln respondió señalando con tono paternal en un globo terráqueo las numerosas naciones blancas que había en el mundo y, al final, la pequeña franja que eran las Grandes Llanuras incluso dentro de Norteamérica.
Luego, con gesto grave, el presidente aseguró a los pieles rojas que su raza podía llegar a ser «tan numerosa y próspera como la blanca, si cedían sus tierras y se dedicaban al cultivo». Sobre los pieles blancas que violaban los tratados y a veces se comportaban mal, Lincoln se justificó en que «un padre no siempre logra que sus muchachos se porten bien».
«No hay hombre blanco que no odie a los indios y no ha habido nunca un verdadero indio que no odiara a los blancos»
De vuelta a casa, Oso Flaco no pudo llevar consigo ninguna promesa seria de que acabarían las incursiones blancas. Volvió con las manos vacías, a excepción de una medalla de la paz de cobre bañado en bronce y de unos documentos en los que Lincoln renovaba su amistad con el pueblo cheyenne. Cuando un año después, el 15 de mayo de 1864, cuatro columnas de soldados a caballo se presentaron en las tierras de la tribu de Oso Flaco, el jefe indio se adelantó a sus hombres para hablar con el Ejército. Con la medalla de Lincoln visible sobre su pecho y los documentos de paz en la mano, Oso Flaco se dirigió a un sargento, que le saludó con fuego. Su cadáver fue destrozado a balazos.
Contra la leyenda negra
Desperta Ferro edita en castellano «La tierra llora», un libro que presenta la actuación de los estadounidenses en su lucha contra los nativos desde un punto de vista estrictamente histórico. Su autor, Peter Cozzens, ofrece un relato documentado de lo que fueron las Guerras Indias sin demonizar a los soldados, pero sin santificar tampoco a los indios. Este experto en temas militares se desmarca así de la leyenda negra que, a partir de 1970, mostró a los indios como las víctimas de un exterminio orquestado por el Gobierno de EE.UU. Una visión incompleta que caló en la opinión pública gracias a libros como «Enterrad mi corazón en Wounded Knee», de Dee Brown.
Fotografía de Toro Sentado
El autor «La tierra llora» narra el conflicto que se desarrolló entre el progreso y el viejo mundo a través del testimonio de los soldados alcoholizados, los guerreros impasibles, los colonos intolerantes o las incomprendidas tribus aliadas con el hombre blanco. Un esfuerzo de análisis para comprender las motivaciones que latían detrás del conflicto y liquidar las falsedades que ha extendido el romanticismo de los setenta y el cine patriótico americano.
Entre ellos, el mito de la unión nativa contra el Gobierno. Durante todo el conflicto reinó una gran división entre tribus, hasta el punto de que la verdadera obsesión de los grandes caudillos como Caballo Loco, Nube Roja o Gerónimo era masacrar a otros nativos antes que combatir a los blancos. El verano anterior a que el jefe Toro Sentado (una mala traducción de «Toro Búfalo se sienta») masacrara al 7.º Regimiento de Caballería de Custer en la batalla de Little Bighorn (1876), los lakotas había estado persiguiendo a sus enemigos shoshones. Sus largas cabelleras eran trofeos muy apreciados, frente al escaso pelo de los blancos, considerados soldados pésimos.
Solo el odio entre ambos mundos era compartido. «No hay hombre blanco que no odie a los indios y no ha habido nunca un verdadero indio que no odiara a los blancos», aseguraba el propio Toro Sentado.
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Fuente:
'La tierra llora': la obra que desmitifica las sangrientas guerras entre Toro Sentado, Custer y compañía
Última edición por Mexispano; 13/06/2018 a las 22:31
La misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla
Olive Oatman, de origen mormón, pasó su adolescencia con la tribu mohave y sus tatuajes serían el recuerdo de esta experiencia
En 1850 la familia Oatman comenzó una travesía por el desierto de Arizona siguiendo los pasos de su pastor mormón, James C. Brewster
Un grupo de yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente
Los mohave adoptarían a las niñas y para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules
Nidia García Hernández
- Santa Cruz de Tenerife 29/07/2017 - 18:05h
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Retrato de Olive Oatman. (DP)
Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: cherokees, apaches, quapaws, siouxs… infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.
La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.
En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.
Ocaso en el desierto de Arizona. (DP)
A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas. Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.
Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.
La aparición de los mohave
Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.
Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y, movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.
Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y no “esclavo” o “cautivo”.
Caravanas de pioneros. (DP)
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano. Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría.
Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.
De vuelta a la civilización
Olive tenía 19 años cuando un miembro de la tribu quechan se presentó en el poblado con un mensaje del gobierno. Las autoridades de Fort Yuma habían oído rumores acerca de una mujer blanca que vivía con los nativos, y el comandante exigía su devolución o conocer los motivos por los que ella no deseaba volver.
Retrato de Olive Oatman, a su vuelta a territorio del hombre blanco.
Oatman no sabía que durante años su hermano había estado batallando en California, pidiendo ayuda a cualquiera que se cruzase en su camino y exigiendo justicia a las autoridades locales. Pero nunca pasó nada. “Aprendí”, reflexionó Lorenzo, “que los hombres no van a través de las llanuras a rescatar cautivos entre los indios”. El hermano superviviente llegó a escribir una editorial en el periódico Los Angeles Star donde detallaba la tragedia y describía la indiferencia que había recibido.
La publicación llegó al Fort Yuma, en Arizona, donde un indio llamado Francisco afirmó conocer el paradero de la joven. Así, éste partió al poblado con la intención de negociar la liberación. La familia mohave se negó en un principio a entregar a Olive y trató de engañar a Francisco alegando que la chica no era blanca, sino de “una raza de personas muy parecidas a los indios, que vive lejos de la puesta de sol”. Habían tintado la piel de Olive con tierra y le pidieron que hablase en un idioma inventado. “Ellos esperaron a escuchar mi absurdo galimatías y presenciar el efecto convincente sobre Francisco. Pero hablé con él en inglés. Le dije la verdad y lo que me habían ordenado hacer”, explicaría Oatman posteriormente.
La tribu comenzó a sopesar su afecto por Olive frente al temor de las represalias por parte del gobierno de Estados Unidos, que había amenazado con destruir el poblado, si la chica no era entregada. Los mohaves terminaron por aceptar el trato y Olive inició el viaje de veinte días hasta Fort Yuma acompañada, eso sí, de Topeka (su hermana adoptiva). Al llegar al fuerte, fue rápidamente cubierta pues iba desnuda de cintura para arriba. Regresó a los vestidos victorianos, aquellos que no daban tregua a la piel, y a la vista sólo quedó el tatuaje azul de su barbilla como recordatorio de su tiempo con los mohaves.
El retrato que la inmortalizó fue tomado cuando tenía unos 20 años. El puritanismo de la época sólo permitía mostrar el tatuaje de su cara pero se simularon la líneas que Olive llevaba marcadas en brazos y piernas con los dibujos que cruzan las mangas y el bajo de la falda. La imagen aparecería en la portada de La cautividad de las niñas Oatman, el libro escrito por Royal B. Stratton, con el que la joven daría a conocer su experiencia. No obstante, tenemos que tener en cuenta la influencia de la estricta moralidad del momento, lo que convierte la lectura del libro de Stratton en una versión tergiversada de la realidad donde los nativos son descritos como unos “bípedos degradados”. El autor obvia el afecto que Olive sentía por su familia adoptiva y se centra en destacar las virtudes de la sociedad blanca respecto a la indígena, tachada de inútil, vaga y pagana. Al fin y al cabo, la historia de una blanca secuestrada por salvajes era el argumento perfecto para perpetuar la expulsión y matanza de los aborígenes que estaba teniendo lugar.
Retrato de miembros de la tribu yavapais y una integrante de la tribu mohave. (CA)
Susan Thompson, amiga de Olive, declararía años más tarde que parecía como si Oatman estuviese “en duelo” tras su regreso. Corrían rumores de que la joven tuvo varios hijos con los mohave pero ella siempre negó cualquier acercamiento sexual con los indios. Curiosamente, con el tiempo se descubriría que su apodo en la tribu era Spantsa, lo que se puede traducir como “vagina podrida” o “vagina rota”; una expresión de cariño, acorde al peculiar sentido del humor de la tribu. Los historiadores encuentran distintas teorías para el mote, pudiendo referirse a su falta de higiene entre colonos e indios (los últimos tenían la costumbre de bañarse todos los días), o bien al hecho de que era activa sexualmente. Posteriormente se ha especulado con la posibilidad de que el apodo hiciese referencia a su infertilidad, ya que aunque Olive se terminaría casando con un rico banquero, John B. Fairchild, nunca tuvieron hijos propios y terminaron adoptando una niña.
Retrato de Irataba, líder tribal de los mohaves. (DP)
Tampoco pareció olvidar a su tribu, y estando ya casada, no dudó en aprovechar la visita de Irataba a Nueva York. El líder tribal de los mohaves ejercía como orador representando a su pueblo y Olive acudió a reencontrarse con él. Éste le contó que su hermana adoptiva, Topeka, aún la echaba de menos y esperaba su regreso. Un acercamiento que fue descrito por la joven como “una reunión entre amigos”, desarmando por completo su papel de captores.
Oatman abandonó rápidamente el circuito de conferencias del libro y pasó las siguientes décadas de su vida luchando contra la depresión y sus crónicos dolores de cabeza. En las raras ocasiones que salía de casa, se cubría con velos para evitar ser reconocida por su tatuaje. Terminaría muriendo a los 65 años de un ataque al corazón y con su muerte, desapareció también la posibilidad de conocer la verdad de su historia. Dejó como única certeza la tragedia de haber perdido a su familia una y otra vez: primero, con la masacre de sus padres y hermanos por los yavapais, y después, al ser arrancada de su segunda familia, los mohaves. Actualmente, su apellido Oatman da nombre a una ciudad de Arizona que forma parte de la ruta 66, cerca del río Colorado y del lugar donde Olive, con mayor probabilidad, experimentó lo más parecido a la libertad.
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Fuente:
https://www.eldiario.es/canariasahor...670183304.html
Tecumseh, el jefe shawnee que intentó unir a todos los indios contra los colonos blancos
Imagen: Anthropology of Accord
En 1812, apenas veintinueve años después de que Reino Unido reconociera la independencia de EEUU por la Paz de Versalles, el nuevo país y su antigua metrópoli volvieron a chocar en una guerra que duraría tres años.
El conflicto supuso un verdadero problema para los británicos, que en esos momentos estaban inmersos en Europa en confrontación abierta con Napoleón. De hecho, fue ésta una de las razones principales del nuevo conflicto, debido a que la Royal Navy reclutaba forzosamente a los marinos norteamericanos y cuidaba de garantizar las restricciones al comercio con EEUU y Canadá.
Pero hubo un tercer factor: el apoyo de Londres -desde Canadá- a las tribus indias que se resistían a la expansión estadounidense y que llevó a un prestigioso jefe shawnee a firmar una alianza en ese sentido; se llamaba Tecumseh.
No se saben con exactitud ni su fecha ni su lugar de nacimiento, aunque se aventuran la primavera de 1768 y el estado de Ohio respectivamente. Su nombre significa algo así como puma que salta por el cielo porque la noche en que vino al mundo -o quizá alguna inmediatamente anterior- se había visto un cometa y este tipo de fenómenos se identificaban con ese animal.
Pero son realmente pocos e inciertos los datos sobre él, empezando por el hecho de que, al igual que pasó con Caballo Loco, no se conserva ningún retrato suyo, y siguiendo por la multitud de leyendas que surgieron al amparo de ese aura misteriosa: que si su madre fue una cautiva blanca, que si ella le educó en el cristianismo, que si llegó a ser francmasón…
Otro retrato hipotético/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
Cuando nació Tecumseh, los shawnee ya habían regresado a Ohio tras un exilio en el sur forzado por la temible Confederación Iroquesa durante la llamada Guerra de los Castores.
Luchar, no obstante, sería algo cotidiano en su vida, ya que su tribu tuvo que enfrentarse también a los blancos, primero franceses y después británicos; combatiendo contra éstos fallecería su padre en 1774 y, dado que su madre -la auténtica- era una creek que decidió regresar con lo suyos, el niño creció tutelado por su hermana mayor Tecumapese.
Tecumseh tenía once años cuando la victoria de los colonos de Virginia contra la resistencia que lideraba su fallecido progenitor forzó a la mayor parte de los shawneee a emigrar de nuevo, esta vez en dirección oeste, instalándose sucesivamente en zonas de lo que hoy son los estados de Indiana, Illinois y Missouri. Sólo un pequeño grupo, en el cual estaba incluido él, optó por quedarse y afrontar lo que viniera.
Y lo que se avecinaba no era nada prometedor, puesto que en 1775 empezaron los primeros movimientos independentistas coloniales y aunque aquella guerra en ciernes fuera entre blancos, parecía probable que les afectase de una u otra manera. Efectivamente, así fue y no para bien, ya que los poblados indios recibieron ataques de ambos bandos. Los shawnee tomaron partido por los británicos y, dada la evolución del conflicto, ello les obligó a emprender el exilio una vez más, siempre perseguidos por las milicias virginianas.
Para defenderse, los indios de Ohio e Illinois se unieron en la llamada Confederación de Wabash, que guerreó con los colonos incluso después de que éstos lograran la independencia: fue en la Guerra India del Noroeste, en la que Tecumseh participó ya como guerrero junto a su hermano, si bien nunca destacó especialmente en ninguna acción.
En la Batalla de los Árboles Caídos, que tuvo lugar el 20 de agosto de 1794, cerca de dos millares de indios fueron barridos por los mil hombres del general Anthony Wayne al abandonarles sus aliados británicos, teniendo que ceder la mayor parte de sus tierras.
Para entonces la vida de Tecumseh había dado un giro, ya que un día su hermano pequeño Lalawethika (El ruidoso), que era alcohólico, entró en un profundo trance durante el que, dijo después, había visitado al Señor de la Vida, quien le indicó que para restaurar el estado de felicidad que tenían los indios antes de la llegada de los blancos había que evitar el contacto con todo lo que ellos aportaban, desde las herramientas de hierro a la ropa, pasando por la bebida, etc.
La visión de Lalawethika incluía también la abolición de la brujería, la poligamia y la tortura, así como la necesidad de matar a todos los perros. El joven profeta pasó a ser rebautizado como Tenskwatawa (La puerta abierta) y, por si alguien no estaba convencido, su acertado vaticinio de un eclipse de sol en 1806 le otorgó el prestigio definitivo.
Tenskwatawa por George Catlin/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
Tecumseh, al parecer un gran orador, pasó a ser la voz de Tenskwatawa alentando la formación de una gran alianza de todas las naciones indias para frenar la rapacidad de los blancos, debiendo compartir la tierra entre sí en vez de luchar por ella y no cederla salvo acuerdo común. En ese sentido, en 1810 formuló la que se considera primera mención al concepto indio de Madre Tierra al decir que “la Tierra es mi madre y quiero descansar en su regazo”.
Sin embargo, el mensaje no tuvo demasiado éxito y en 1809, por el Tratado de Fort Wayne, las tribus de Indiana cedieron cerca de doce mil kilómetros cuadrados a cambio de dinero para los jefes y licor para todos. Tecumseh se opuso públicamente y encabezó una partida de cuatrocientos guerreros armados que se presentaron ante el gobernador exigiendo la marcha atrás, pero éste no quiso escucharles y la reunión estuvo a punto de degenerar en enfrentamiento, evitado por la mediación del jefe de los potawamatomi, que exhortó a los shawnee a irse asegurando que no le representaban.
La tensión no tardaría en eclosionar. Un cometa avistado meses después, llevó a Tecumseh a intensificar sus negociaciones con otras tribus para formar la ansiada unión, argumentando que era una señal. Sólo le escuchó la facción más belicosa de los creek, por lo que profetizó el final para todos salvo que se unieran contra el enemigo común. El 7 de noviembre de 1811, mientras él estaba ausente en el sur, en esa especie de gira, las fuerzas del gobernador William Harrison y las de Tenskwatawa se enfrentaron en la batalla de Tippecanoe.
El número de bajas fue similar por ambas partes pero el prestigio del visionario hermano se desmoronó porque había asegurado a los guerreros que no sólo saldrían victoriosos sino indemnes a cualquier arma enemiga. Los shawnee tuvieron que refugiarse en Canadá, donde entablaron alianza con los británicos y además un nuevo fenómeno natural, un violento terremoto, volvió a servir de crisol para unir a los indios desanimados.
La muerte de Tecumseh/Imagen: dominio páublico en Wikimedia Commons
El estallido de la citada Guerra Anglo-Estadounidense de 1812 alineó a la gente de Tecumseh con los casacas rojas, que tuvieron que adoptar una estrategia fundamentalmente defensiva sin poder tomar la iniciativa hasta la derrota de Napoleón en 1814, cuando entraron en territorio vecino e incluso tomaron algunas ciudades; una de ellas fue Detroit y en esa acción la mitad del ejército británico estaba compuesto por los hombres de Tecumseh.
Sin embargo, Gran Bretaña fracasó en los diferentes intentos de invasión llevados a cabo en Nueva York, Baltimore y Nueva Orleans, y en la batalla del Río Támesis, cerca de Ontario, los maltrechos británicos optaron por retirarse dejando solos a los indios. Era el 5 de octubre de 1813 y Tecumseh perdió la vida combatiendo: tanto el coronel que le mató, Richard Johnson, como el general al mando, precisamente el exgobernador Harrison, enarbolaron ese hecho como principal reclamo político de sus candidaturas a la presidencia de EEUU.
Los restos mortales de Tecumseh acabaron en una fosa común, alimentando así todo tipo de leyendas.
Fuentes:
Breve historia de los indios norteamericanos (Gregorio Doval Huecas)
/ Tecumseh. Vision Of Glory (Glenn Tucker)
/ The War of 1812. A Forgotten Conflict (Donald R Hickey)
/ Wikipedia.
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Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2017/...olonos-blancos
Ishi, el último indio yahi de Estados Unidos
Ishi con una reconstrucción de su vivienda/Foto: Jed Riffe Films
¿Recuerdan El último mohicano? La novela de Fenimore Cooper (o sus versiones cinematográficas) cuenta la tragedia de la extinción de esa tribu algonquina en la Costa Este de EEUU en el contexto de la Guerra de los Siete Años entre ingleses y franceses.
Aunque en realidad ese pueblo aún existe, si bien mezclado con el lenape bajo la denominación Stockbridge-Munsee Community, nos queda en la memoria la frase del viejo Chingachgook: “Cuando Uncas siga mis pasos, no quedará ya nadie de la sangre de los sagamores, pues mi hijo es el último de los mohicanos”. Lo verdaderamente triste es que esa situación se repitió más veces en las décadas siguientes con otros indígenas.
Hace unos días hablábamos en otro artículo de la Fiebre del Oro que sacudió California a mediados del siglo XIX, recordando cómo miles de personas en busca de fortuna se lanzaron al duro trabajo minero.
La mayoría de ellos no tuvo suerte pero durante un tiempo vivieron un sueño que se plasmó en la creación de enormes campamentos, auténticos pueblos improvisados, con todo lo que eso conlleva para el estímulo de una economía local en forma de transportes, aprovisionamiento, material, ocio, etc. Por supuesto, la sed de metal dorado no se detenía ante nada y si alguien salió perjudicado en aquel proceso fueron los indios, que de pronto se veían aplastados por la creciente presión demográfica y sus consecuencias.
En el caso de la región californiana, los yana vivían precisamente en Sierra Nevada, uno de los sitios donde aparecieron vetas auríferas y argentíferas. Pertenecían a la familia lingüística hokana, que se extendía por California y el norte de México, y estaban organizados en pequeños grupos de cazadores y pescadores que, a su vez, se repartían entre cuatro más grandes con su correspondientes dialectos (incluso había uno para hombres y otro para mujeres). Uno de esos grupos era el yahi, palabra que significa algo así como persona o ser humano. Los yana no eran nómadas como los indios de las praderas, por lo que sus poblados estaban formados por cabañas en vez de tiendas, sabiéndose realmente muy poco de su organización social.
Regiones auríferas de Sierra Nevada/Imagen: Hans van der Maarel en Wikimedia Commons
Aunque eran guerreros, como casi todas las tribus, no alcanzaban la belicosidad de otros. Quizá por eso su encuentro con los blancos, a los que generalmente procuraban rehuir, resultó nefasto. Como decíamos, un carpintero llamado James W. Marshall que tras arruinarse en el negocio ganadero había puesto un aserradero en el río Americano (en Coloma, California), descubrió oro por casualidad el 24 de enero de 1848. Fue el pistoletazo de salida para que una miríada de aventureros se lanzaran en pos del metal precioso. Entre ese año y 1855 se calcula que llegaron de todo el mundo y con ese objetivo hasta trescientas mil personas, y con ellas las enfermedades, los conflictos, las hambrunas, la destrucción medioambiental…
Los yana se perfilaban como víctimas potenciales. Para empezar porque eran muy pocos -las estimaciones apuntan a entre millar y medio y dos millares, como mucho, en el último cuarto del siglo XVIII- y aquella masiva invasión se llevaba toda la caza y la pesca, además de desviar el curso de los ríos y dejarles sin agua. Pero también porque el característico racismo de la época desató, una vez más, una matanza. Al incorporar casi la mitad del territorio de México a EEUU por el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, las pequeñas guarniciones ubicadas en California se encontraron de pronto con un vastísimo territorio que vigilar y, ante la ausencia de tropas que pusieran orden, los cada vez más frecuentes incidentes entre indios y blancos tendieron a solventarse mediante enfrentamientos armados que los historiadores agrupan bajo el epigrafe Californian Indian Wars; en plural porque se extendieron hasta 1873.
Algo que se agravó con la costumbre de los mineros, avalada por la Act for the Government and Protection of Indians -nombre bastante irónico, por cierto-, de hacer incursiones en los poblados indígenas para llevarse mano de obra esclava; normalmente exterminaban a los varones y se llevaban a mujeres y niños, siendo éstos educados en escuelas específicas donde se les sometía a un proceso de aculturización.
Matanza de indios/Imagen: End Genocide
Una de esas masacres fue la de Three Knolls, ocurrida en 1865 y resultado de la cual murieron cuarenta miembros de los yahi, quedando vivos la treintena que pudo escapar; no lo hicieron por mucho tiempo porque fueron perseguidos y sólo sobrevivió la mitad. Entre ellos estaba una mermada familia que logró ocultarse en las montañas y salir adelante a base de evitar el contacto con los blancos en lo sucesivo. Como el mohicano de Cooper, eran los últimos de su tribu, ya mermada por la falta de alimentos, las epidemias (viruela y sarampión) y los cincuenta centavos que se pagaban por cada cabellera india (o cinco dólares, si el trofeo era la cabeza entera). Paradójicamente, también eran indios los que llevaron a cabo el ataque, contratados ad hoc como represalia por la muerte de tres colonos.
En 1908, olvidado ya ese negro episodio de la Historia, saltó la noticia: un equipo de topógrafos se topó a una familia india que vivía en estado salvaje. Eran seis y al ser descubiertos huyeron excepto dos, una mujer enferma a cuyo lado se quedó su hijo -ya adulto, de unos cuarenta y siete años- para defenderla. Sin embargo la cosa no tuvo mayor trascendencia. Los intrusos se fueron, la mujer murió al poco y el hombre, según contó después, nunca pudo encontrar a sus familiares, por lo que pasó tres años en el monte en soledad absoluta hasta que en 1911 le sorprendieron rondando el pueblo de Oroville en busca de comida.
Encendiendo un fuego/Foto: Jed Riffe Films
Protegido de las miradas curiosas por el sheriff local, resultó ser un descendiente de aquellos que habían sobrevivido a Three Knolls. Dos antropólogos de la Universidad de Berkeley, Thomas Talbot Waterman y Alfred L. Kroebber, se lo llevaron para estudiarlo. La tarea no resultó fácil. Para empezar, nunca pudieron saber cómo se llamaba, ya que para los yahi era tabú decir su propio nombre o el de un difunto; él mismo explicó que ya no tenía, puesto que no quedaba ninguno de los suyos para pronunciarlo. Había que ponerle uno y eligieron Ishi, que en su lengua significa Hombre.
Ishi se alojó en las instalaciones universitarias, aunque luego Waterman le hospedó en su casa. Durante cinco años les fue desvelando todo lo relativo a la historia de los yana, así como su cultura, costumbres, religión, etc. La información era incompleta y algo confusa debido al aislamiento que había experimentado y la ausencia de convivencia social, pero lo que sí resultó muy valioso fue el aspecto lingüístico, que permitió a los filólogos conocer más a fondo los dialectos indios del norte de California.
De derecha a izquierda, Ishi, Alfred L. Kroeber y el intérprete yahi Sam Batwai/Foto: UCSF
Lamentablemente para Ishi, carecía de anticuerpos para las enfermedades propias de la civilización y al establecerse en San Francisco quedó expuesto a ellas, enfermando a menudo y requiriendo servicios médicos (el dr. Saxton T. Pope, que le atendía, llegó a establecer con él una estrecha amistad). Así, el 25 de marzo de 1916 falleció de tuberculosis y entonces se produjo una tensa polémica entre los antropólogos y los patólogos de la universidad; estos últimos hicieron caso omiso de los primeros y practicaron una autopsia al cadáver, a lo que los otros se oponían porque en la tradición yahi el cuerpo debe conservarse intacto. Al final, Ishi fue incinerado y sus restos se inhumaron, junto a sus primitivos objetos personales (arco, flechas, un cesto, una bolsa de tabaco, adornos, lascas de obsidiana…), en el cementerio de Mount Olivet.
Carcaj con flechas fabricadas por Ishi/Foto: dominio público en Wikimedia Commons
En realidad no todos sus restos: el cerebro se envió al Smithsonian, que lo conservó hasta que en el año 2000, siguiendo los dictados de la National Museum of the American Indian Act de 1989, fue entregado a los descendientes de las tribus Redding Rancheria y Pit River. No se sabe qué hicieron con él, aunque se supone que lo enterraron. ¿Era el punto final a la historia del último yana? No exactamente. En efecto, a principios del siglo XX se daba por extinguida a esa tribu porque en 1910 sólo había censados treinta y nueve. El censo del año 2000 registró cuarenta y dos yanas puros, veintidós mezclados con otros indios, veintiuno con otras razas y quince con una mezcla de estos dos últimos casos. O sea, un total de un centenar de individuos, la mayoría de los cuales presentaban mestizaje.
De hecho, hay investigadores que no ven clara la adscripción de Ishi como yahi, deduciéndolo de sus características morfológicas (rasgos faciales, altura…) y las características de esos objetos que le habían pertenecido, que al parecer son más típicos de otros pueblos como los nomlaki, los wintu o los maidu. Habría que determinar con exactitud si se trató de intercambio cultural o si, como proponen esos autores, Ishi no era un yahi puro en realidad. En cualquier caso, como se ve, tampoco era el último.
Fuentes:
Ishi the last yahi. A documentary history (Robert F. Heizer y Theodora Kroeber, ed)
/Ishi in three centuries (Karl Kroeber y Clifton B. Kroeber, eds)
/Ishi, el último de su tribu (Theodora Kroeber)
/Days of gold. The California Gold Rush and the american nation (Malcolm J. Rohrbough)
/The terrible Indian Wars of the West. A History from the Whitman Massacre to Wounded Knee 1846-1890 (Jerry Keenan)
/Historic spots in California (VVAA)
/Ishi in two worlds. Biography of the last wild indian in North America (Theodora Kroeber)
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Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2017/...estados-unidos
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Última edición por Mexispano; 05/09/2018 a las 20:28
El plan exterminador de los indios con coches de lujo, diamantes y criados blancos
CRÓNICA
PABLO PARDO
Washington
12 abr. 2018 03:04
Una de las fotografías antiguas que se conservan en el Osage Tribal Museum Osage Tribal Museum
Eran los Osage, de una tierra rica en petróleo en Oklahoma, los más acaudalados del mundo. Por eso un millonario blanco apodado 'el Rey' ideó una conspiración para aniquilarlos, que llevó a EEUU a crear el FBI
Antes, hasta fueron recibidos con honores en el Capitolio. Asesinos a sueldo fueron matándolos a tiros o haciéndolos desaparecer en "los felices años 20"
Ahora, una investigación, que el periodista David Grann convierte en libro, cuenta la masacre silenciada
¿Dónde se había metido Anna Brown? Era 24 de mayo y hacía tres días que su familia no sabía nada de ella. ¿Se habría montado otra de sus juergas que duraban días y en las que sólo se bebía y se bailaba en el campo y en el desierto, entre los cortados y las barrancas del norte de Oklahoma?
Probablemente. A sus 31 años, y desde su divorcio pocos meses antes, Anna bebía cada vez más. Encima, el alcohol que se tomaba era destructivo, porque era ilegal. En enero de 1920, o sea, 15 meses antes, había entrado en vigor la 18ª Enmienda de la Constitución de EEUU y el alcohol estaba prohibido. El 21 de mayo, antes de desaparecer, Anna se había presentado en una comida en casa de su hermana pequeña, Molly, y el esposo de ésta, Ernest Burkhart (sobrino de uno de los hombres blancos más ricos de la zona, William Hale, alias el Rey), completamente borracha. No era algo infrecuente. Un criado de Anna la había definido como alguien que bebía muchísimo y tenía «una moral muy relajada con los hombres».
Que Anna tuviera criados a su servicio habría noqueado a la mayoría de sus compatriotas en aquel mayo de 1921. Como también que sus dientes postizos fueran de oro. Porque Anna Brown era india. Eso la situaba en el escalafón más bajo. De hecho, un tercio de esa comunidad no eran ni siquiera ciudadanos.
Pero Anna tenía criados. Como su familia. De hecho, una de las sirvientas de la comida en casa de Molly y Ernest era blanca. Eso fue un motivo de humillación para la tía de este último, también blanca, que lamentó en voz alta que su sobrino se hubiera casado «con una piel roja». Que un blanco sirviera a un nativo era inconcebible. Como si un perro paseara a una persona con una correa al cuello por la calle.
La razón de la riqueza de Anna y Molly era su pertenencia a la tribu Osage, una comunidad cuyo colapso como cultura parecía haber quedado sellado en 1870, cuando tuvo que ceder a los descendientes de los europeos un territorio de una extensión similar a toda España que, a su vez, ella había arrebatado a otras comunidades cientos de años atrás. «Cuando los colonos blancos llegamos a un país, los indios tienen que irse», le explica Charles Ingalls a su hija Laura en el archifamoso libro La casa de la pradera, que se desarrolla en Kansas, el corazón del antiguo territorio osage.
Acosados por naciones indias que, con el apoyo de los blancos, querían llevar a cabo un ajuste de cuentas de dimensiones históricas, los Osage buscaron un sitio «en el que el hombre blanco no pueda arar», como dijo su entonces líder Wah-Ti-An-Kah. Y compraron el terreno más pobre: un área algo menor que la provincia de Pontevedra en el norte de lo que hoy es Oklahoma, y que entonces era el mayor gueto del mundo, el sitio en el que EEUU iba amontonando a las tribus que no habían sido exterminadas.
De la extinción a la riqueza
Diezmados por la viruela, sin recibir las ayudas prometidas por el Gobierno y obligados a practicar la propiedad privada -algo que no entendían y que fue usado para que los colonos blancos se quedaran con las mejores tierras a precio de ganga-, los Osage parecían abocados a la extinción cultural cuando, en 1895, el abogado de Kansas Henry Foster les compró los derechos de exploración del subsuelo. Un subsuelo en el que había petróleo. Mucho petróleo. En EEUU, el dueño de un terreno lo es también del subsuelo, al contrario que en España, donde es del Estado.
Osage Tribal Museum
El 10% de los ingresos por la venta del crudo fueron transferidos a la tribu. Y en una década los Osage pasaron de ser una sociedad tribal víctima de una limpieza étnica a la comunidad más rica de EEUU y, posiblemente, del mundo. Vivían en mansiones, se movían en coches de lujo, lucían diamantes... Incluso fueron recibidos en la Casa Blanca y el Capitolio. «Lo, el Pobre Indio», como llamaban las clases educadas a los indígenas, citando al poema Ensayo sobre el hombre de Alexander Pope, se convirtió en motivo de envidia nacional. «Lo, el Rico Indio», tituló la revista Harper's.
Pero ninguno de los cientos de artículos sobre los Osage citó a Anna Brown. Ni los cientos de asesinatos y desapariciones que se produjeron en aquellos años. Nadie se enteró de que estaban siendo exterminados por todos los medios posibles (a tiros, con bombas y con veneno) para que los colonos blancos se hicieran con la propiedad de los terrenos donde estaba el petróleo.
Las cifras oficiales recogen 24 asesinatos. En realidad, fueron centenares. Acaso uno de cada 20 miembros de la tribu murió de este modo en menos de una década. De haber afectado a cualquier grupo que no fuera indígena, las «muertes Osage», como se conoce a la silenciosa matanza, no habrían necesitado que uno de los periodistas más influyentes de EEUU, David Grann, las rescatara casi un siglo después en un libro que es la revelación del año y que en 2019 se transformará en una película de Hollywood dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Leonardo DiCaprio: Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI (Los asesinos de la flor de la Luna: las muertes de los Osage y el nacimiento del FBI). [El periodista de The New Yorker repetirá experiencia tras publicar la novela La ciudad perdida de Z: La última expedición en busca de El Dorado, sobre el explorador desaparecido en el Amazonas Percy Fawcett, convertida también en película].
Era como una epidemia. Una semana antes de que Anna Brown desapareciera, Charles Whitehorn, un osage de 31 años, se había despedido de su esposa para realizar un breve viaje y no había regresado nunca. El 28 de mayo, una cuadrilla de obreros que estaba montando un pumpjack (un pozo de petróleo) encontró su cadáver semienterrado con dos balazos en la frente.
Ese día, un padre y un hijo que estaban cazando ardillas se toparon en el cauce seco de un río con un cadáver de mujer en estado de descomposición. Era imposible reconocerla, hasta que llegó una caravana de borrachines, traficantes de alcohol, y Molly y Ernest Burkhart (la hermana de Anna y su marido). Los dientes de oro y las ropas dieron nombre al cuerpo: Anna Brown. Había sido asesinada con la misma arma que mató a Whitehorn.
Los Osage ricos estaban siendo exterminados, y sus derechos petroleros no siempre pasaban a sus herederos legales: muchos miembros de la comunidad eran legalmente «salvajes» y no podían gestionar su herencia sin la autorización de un hombre de origen europeo que actuara como lo que legalmente se llamaba «guardián del indio». En julio murió la madre de Molly, Lizzie. La familia pensó que la habían envenenado. Y también atribuyó al veneno el súbito fallecimiento de Minnie, la hermana pequeña de la familia a los 27 años. Su herencia pasó a ser administrada por un «guardián».
Los Osage se movilizaron, y emplearon sus recursos financieros para contratar a detectives privados que hicieran lo que los sheriffs locales no hacían: investigar. Los detectives combinaban las técnicas de investigación más avanzadas de la época con el soborno, el chantaje y el secuestro. Aun así, fueron asesinados uno a uno. Sus cadáveres aparecieron en la pradera. A uno lo tiraron de un tren en marcha.
Oklahoma era brutal. Apenas dos días después de que se descubrieran los cadáveres de Brown y Whitehorn, estallaron disturbios entre blancos y negros en Tulsa, a apenas 100 km de allí. Todo empezó cuando un limpiabotas negro entró en el ascensor de un edificio, algo prohibido a los de su raza. Cuatro días después, cuando la paz regresó a la ciudad, se habían producido 300 muertes, 6.000 afroamericanos habían sido arrestados y los blancos habían lanzado bombas sobre los barrios negros. Había demasiada violencia y corrupción como para que los asesinatos de indígenas preocuparan a las autoridades.
El nacimiento del FBI
La caza al osage continuó. En 1923 fue asesinado Henry Roan, primo de Anna, Molly y Minnie. El Consejo Tribal Osage pidió ayuda a una nueva agencia cuya tarea era controvertida, porque era la primera policía que cubría todo el territorio de EEUU y no dependía de los estados sino de Washington: el FBI.
Su director, J. Edgar Hoover, aceptó el caso por astucia política, según Grann. Necesitaba cimentar el prestigio político y administrativo de la organización, y los «asesinatos Osage» eran un caso perfecto. Hoover puso al frente de la investigación a un agente llamado Tom White, al que dio presupuesto ilimitado e hilo directo con Washington.
White necesitó esos recursos. Cuando llegó a Oklahoma en 1925, se encontró con que los investigadores ni tan siquiera habían interrogado a Molly y Ernest Burkhart. Tuvo que organizar su propio equipo infiltrando a agentes encubiertos por todo el territorio osage que se hicieron pasar por cowboys, vendedores ambulantes y empleados de las petroleras. Los intocables de Eliot Ness pero en el Oeste salvaje y persiguiendo a asesinos de indios en vez de a Al Capone.
Miembros de la comunidad Osage, con el presidente Calvin Coolidge en 1924. Osage Tribal Museum
En pocos meses, White y su red identificaron, si no a todos los culpables, sí al menos a parte de ellos. Concretamente, a los asesinos de Anna Brown y su hermana Minnie, que entonces estaban envenenando a la propia Molly. Las muertes habían sido planeadas por William Hale, el Rey, y ejecutadas por sus sobrinos, Bryan y Ernest Burkhart: el mismo Ernest Burkhart que estaba casado con Molly.
«Molly pensaba que él la amaba. Habían tenido dos hijos. Cuando descubrió que era uno de los asesinos, tuvo que estar presente en los juicios y enterarse de los secretos de su esposo, de esos asesinatos que habían tenido lugar dentro de su propia casa», ha declarado Grann.
Bryan nunca fue a la cárcel. Hale sólo fue condenado por el asesinato de Roan y quedó en libertad a los 19 años. Ernest estuvo en prisión 30 años. El desmantelamiento de la red tuvo un efecto inmediato: fue una señal de que se había terminado la carta blanca para matar indígenas. Pero para entonces el daño ya era enorme. Una cantidad considerable de hombres blancos tenían derechos sobre el petróleo. Fue, en cierto sentido, la última guerra india de EEUU. Y el resultado, el mismo que en las anteriores.
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Fuente:
El plan exterminador de los indios con coches de lujo, diamantes y criados blancos | Crónica
Los indios Osage, de la opulencia al exterminio
Publicado el 11 abr. 2018
Eran los Osage, de una tierra rica en petróleo de Oklahoma, los más acaudalados del mundo. Por eso un millonario apodado 'el Rey' ideó una conspiración para aniquilarlos, que llevó a EEUU a crear el FBI.
https://www.youtube.com/watch?v=h5CecusScwA
La historia oculta del Lejano Oeste: el letal regimiento de negros que arrancaba cabelleras a los indios
El Cuerpo de Intendencia militar proporcionaba habitualmente peores suministros y equipo a los soldados de esta raza. También los destinaban a los lugares más peligrosos, entre ellos la frontera de Texas, donde los civiles americanos insultaban y agredían sin consecuencia a los soldados que los protegían del acoso indio.
CÉSAR CERVERA
@C_Cervera_M
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Actualizado: 04/12/2017 11:01 h
Una de las razones por las que las guerras de EE.UU. contra los indios se enquistaron fue porque entre los soldados del Ejército se produjo un gran descenso de efectivos tras la Guerra Civil, tanto en número como en calidad. Como explica Peter Cozzens en «La tierra llora» (Desperta Ferro), además de «inútiles y holgazanes», que afirmaba la prensa de la época, también había una cantidad muy elevada de «indigentes, criminales, borrachos y depravados» entre los nuevos voluntarios. La mayoría obreros no cualificados y alcoholizados que planeaban desertar en cuanto llegaran al Oeste. La feliz excepción eran las unidades formadas por afroamericanos. Los soldados negros, en su mayoría antiguos esclavos, veían en aquel destino una oportunidad de demostrar la valía de su raza a un país que todavía los veía como poco más que animales. De ahí que fueran los mejores guerreros del Far West («Lejano oeste»).
«La ambición de ser todo lo que los soldados deberían ser no se restringe a un puñado de hijos de esta raza desafortunada. Tienen la idea de que la gente de color de toda la nación se ve, en mayor o menor medida, afectada por su conducta en el Ejército. Ahí reside el profundo secreto de su esfuerzo paciente», opinaba un capellán blanco de un regimiento negro. Los cadetes de esta raza no bebían en exceso ni planteaban problemas de indisciplina. Lo que convertían al 9.º y el 10.º de Caballería y el 24.º y el 25.º de Infantería, que agrupaba a los soldados afroamericanos, en las unidades más temidas en el combate por las huestes indias.
Los nativos aprendieron a temer a estos soldados, de modo que los cheyenes del sur y los comanches los apodaron Buffalo Soldier, por respeto a la unidad y por lo mucho que les recordaba al pelo oscuro rizado de este animal. Las «tropas negras» asumieron con orgullo el apodo y se convirtieron el la mayor pesadilla de los indios por contestarles con su misma moneda. Si a los indios les gustaba arrancar la cabellera de sus enemigos, preferiblemente otros nativos, a modo de trofeo; a los Buffalo Soldiers les gustaba también este tipo de mutilación.
Los soldados más temidos por los indios
Unidades formadas por afroamericanos, pero lideradas por oficiales blancos, que no dudaron en elogiar su buen papel y sus habilidades en la lucha, aunque eran incapaces de admitir la igualdad racial. Los envidiosos oficiales de otras unidades incluso achacaban sus méritos a que estaban bien dirigidos por blancos. Un capitán afirmó sobre el 10.º de Caballería que «la raza de color es un valioso recurso para el Ejército, pero tienen que estar dirigidos por blancos, de lo contrario no valen para nada».
Como recuerda Cozzens en su libro, a algunos blancos alistados les molestaba directamente recibir órdenes de sargentos negros e incluso hubo un coronel que se negó a que su regimiento desfilara al lado de las «tropas negras», a pesar de que ellos habían demostrado ser mejores soldados en el campo de batalla.
Todo este racismo mal camuflado se tradujo en que el Cuerpo de Intendencia militar proporcionaba habitualmente peores suministros y equipo a los soldados de esta raza. También los destinaban a los lugares más peligrosos, entre ellos la frontera de Texas, donde los civiles americanos insultaban y agredían sin consecuencia a los hombres que los protegían del acoso indio.
Durante la batalla de Beecher Island (1868), 21 soldados americanos quedaron heridos o muertos, atrapados en una isla en territorio cheyenne, a la espera de que el hambre y el clima extremo remataran a los supervivientes. Cuando creían que estaba todo perdido, el 25 de septiembre de ese año, los soldados vieron acercarse a una unidad de caballería. ¿Sería el mítico 7º. de Caballería de Custer? ¿Una tribu india que venía a acabar con los últimos soldados en pie? No, era el 10º. de caballería al mando de Louis H. Carpenter. Entre gritos de gozo y lágrimas de felicidad, los Buffalo Soldiers repartieron todas sus raciones a aquellos hombres hambrientos.
En otra batalla, la bautizada como Milk Creek (1879), en el noroeste de Colorado, también fue la propicia llegada de una compañía de Buffalos, la 9º de Caballería, lo que salvó al Ejército de registrar más bajas. Cuando los soldados afroamericanos atravesaron las barricadas en las que se protegían los soldados, los temidos utes no dispararon entre intrigados y asustados por su color de piel. Compartiendo el rancho y las barricadas con ellos, un soldado blanco afirmó de forma despectiva: «¡En serio! Permitimos a esos negracos que se metieran en las trincheras con nosotros. Les dejamos que durmieran con nosotros y ellos sacaron los cuchillos y cortaron tajadas de beicon por el mismo lado que nosotros».
«La raza de color es un valioso recurso para el Ejército, pero tienen que estar dirigidos por blancos, de lo contrario no valen para nada»
Conscientes de los desprecios que los Buffalo Soldiers sufrían a manos de sus camaradas blancos, los guerreros utes improvisaron en una ocasión una «copla» con el objetivo de burlarse de ellos:
«Soldados de rostro negro, vais a la batalla detrás de los soldados blancos; pero no os podéis quitar vuestros rostros negros, y los soldados de rostro pálido os hacen cabalgar tras ellos».
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Fuente:
https://www.abc.es/historia/abci-his...a&ns_fee=pos-1
Cuando los esclavos negros se rebelaron contra sus amos cherokee en 1842
6 noviembre, 2016
Esclavos trabajando una plantación / Foto Dominio público en Wikimedia Commons
A mediados de noviembre del año 1842, James Edwards y Billy Wilson atravesaban el Territorio de Oklahoma (no sería estado oficialmente hasta 1907) en dirección a los dominios de los choctaw, en el extremo suroeste de lo que se conocía como Territorio Indio.
Edwards era blanco y Wilson un indio lenape, pero ambos compartían el mismo feo negocio: la caza de esclavos. De hecho, en aquel momento llevaban a una familia fugada a la que habían conseguido capturar, tres adultos y cinco niños, cuando de pronto se abatió sobre ellos una veintena de atacantes que, para sorpresa de todos, eran de raza negra. Los dos esclavistas murieron en el enfrentamiento y la familia fue invitada a unirse al grupo, que resultó estar compuesto por esclavos que habían escapado de sus amos cherokee e intentaban llegar a México, país que tras independizarse de España había abolido la esclavitud.
Pese a lo que suele creerse, esta institución ya existía en América antes de la llegada de los españoles. Éstos introdujeron una versión más extrema y masiva, primero con los indios bravos que se sublevaban contra la Corona y luego, ante el dramático desplome demográfico que ponía en peligro la economía de ultramar, con africanos.
Sin embargo, la explotación del hombre por el hombre era algo generalizado en todo el mundo y las tribus indias no constituyeron una excepción. El régimen esclavista original de aquel continente era diferente, por supuesto, pero a medida que los blancos fueron expandiéndose, los indios fueron asimilando bastante su modelo.
Oklahoma y el Territorio Indio / Foto Kmusser en Wikimedia Commons
Así, entre los cherokee y otros pueblos de América del Norte era una práctica común esclavizar a los prisioneros de guerra para trabajar en el campo. No solían ser cantidades importantes porque la agricultura de subsistencia de los indios no requería muchos, pero a partir del siglo XVIII hubo cherokees que crearon grandes plantaciones en su territorio (correspondiente a partes de los actuales estados de Tennesee y Georgia) y adquirieron a los colonos blancos de los estados limítrofes (Texas y Arkansas) importantes remesas de esclavos negros para trabajarlas.
De esta forma, el esclavismo se incorporó de manera considerable a la economía de la tribu -o, al menos, de algunos de sus miembros-, por lo que en 1819 se hizo necesario desarrollar una legislación ad hoc: si bien los esclavos eran una propiedad y se castigaba a quien intentara huir, el régimen era mucho más laxo que el blanco, pues no se separaba a los miembros de una misma familia, no se les trataba violentamente… En la práctica, muchos convivían con las familias propietarias y adoptaban su estilo de vida.
Entre 1820 y 1830 muchos negros fueron trasladados a territorio indio, no sólo cherokee sino el de las Cinco Tribus Civilizadas (choctaws, chickasaws, creeks y semínolas, aunque estos últimos cambiaron de política), empleándose sobre todo en tareas agrarias pero también como porteadores en el tristemente famoso Sendero de las Lágrimas (el traslado forzoso de indios fuera de sus tierras), en minas y, en algunos casos, en trabajos de más cualificación (confección textil, fraguas…).
Se calcula en millar y medio el número de esclavos que tenían los cherokee hacia 1835, aunque en su mayor parte pertenecían a un reducido grupo de trescientas familias acomodadas, a menudo descendientes de blancos (mestizas, pues) y propietarias de grandes plantaciones de algodón, tabaco y otros cultivos, además de ganado. En cada una de estas haciendas podía trabajar hasta medio centenar de esclavos, aunque en algunos casos se registraron cantidades mayores.
El Sendero de las Lágrimas, por Robert Lindneux / Dominio público
Pero, al igual que pasó en la América española y portuguesa, o en las colonias anglosajonas después, los negros no siempre estuvieron resignados a asumir su cruel destino. Si en las primeras abundaron los cimarrones que escapaban de las encomiendas y se refugiaban en la selva o el monte fundando palenques, quilombos e incluso repúblicas, en este caso también hubo un curioso episodio que ocurrió el 15 de noviembre de 1842, cuando unos veinticinco esclavos decidieron huir de la plantación del cherokee Rich Joe Vann, probablemente el más acaudalado, pues llegó a tener doscientos negros en Webber Falls.
La fuga fue sonada porque los esclavos no se limitaron a irse sino que encerraron a sus dueños y asaltaron el almacén, robando armas, provisiones y caballos, aunque pudieron irse sin que nadie les hiciera frente; a la postre, las únicas víctimas fueron James Edwards y Billy Wilson, con los que se toparon en el camino hacia México y estaban en el lugar y el momento equivocado.
Cabalgando hacia la libertad, cuadro de Eastman Johnson / Foto Dominio público en Wikimedia Commons
Con la incorporación de la familia liberada y de otros quince esclavos que también habían escapado de una plantación creek, el grupo ya era demasiado grande para pasar desapercibido y moverse deprisa, así que sus perseguidores cherokee y creek no tardaron en alcanzarlos, produciéndose un enfrentamiento en el que hubo bajas por ambas partes. El resto de afroamericanos logró seguir su camino mientras los indios, inferiores numéricamente, regresaban a su tierra en busca de refuerzos. Dos días después, la Milicia Cherokee, una partida de cien guerreros aprovisionada y autorizada por el gobierno de Estados Unidos, salía a darles caza.
Los localizaron once días más tarde, junto al Río Rojo, donde yacían agotados por el cansancio y el hambre; sin fuerzas para poder ofrecer resistencia, todos fueron apresados y enviados de vuelta excepto cinco a los que se ahorcó, acusados de la muerte de los esclavistas.
Cherokee con su esclavo / Foto Vocativ
El caso de los fugados, magnificado de forma sensacionalista por la prensa (que dijo que eran cientos y convirtió una simple fuga en una rebelión), no cayó en saco roto e inspiró nuevas revueltas, de manera que varios centenares de esclavos lo intentaron en sucesivas fugas. Pocas tuvieron éxito porque para llegar a México o Kansas, tierras no esclavistas, había que cubrir enormes distancias y además los cherokee extremaron la rigidez del código, echaron a los libertos para que no fueran un ejemplo y crearon las llamadas compañías de rescate, dedicadas a cazar fugitivos; algunas de ellas estaban integradas, paradójicamente, por ex-esclavos.
Por tanto, los cherokee continuaron usando aquella mano de obra y en un censo hecho en 1860, víspera de la Guerra de Secesión, tenían alrededor de 4.600 esclavos, a los que había que sumar los 2.344 de los choctaws, los 1.532 de los creeks, 975 de los chickasaws y medio millar de los semínolas (el catorce por ciento de la población de aquellas tribus). La abolición posterior a la guerra acabó con ese episodio de la historia de Estados Unidos.
Fuentes:
Vann slaves remember (Murray County Museum)
/ Ties That Bind: The Story of an Afro-Cherokee Family in Slavery and Freedom (Tiya Miles)
/ Oklahoma Historical Society
/ Wikipedia
/ The Cherokee and the Slave (Samuel H. Johnson)
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Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2016/...erokee-en-1842
George Washington el auténtico genocida de los indios, y no el almirante Cristobal Colon
“la extensión gradual de nuestros asentamientos causará la retirada tanto de los lobos como de los salvajes, ambos bestias de presa aunque difieran en su aspecto”.
George Washington
Bajo estas líneas:
Mapas de la extensión de la corona de España en las indias (América)
% población mestiza/indígena en países americanos:
-Colombia 63%
-Venezuela 57%
-Bolivia 88%
-Ecuador 92%
-Guatemala 82%
-México 85%
-Honduras 96%
-Nicaragua 83%
-Perú 85%
-Estados Unidos 1%
Bajo estas líneas:
Mapas de la extensión de las poblaciones indias, considerados ciudadanos Españoles según las leyes de indias dictadas el 20 de Noviembre de 1542.
Obsérvese como en la zona de colonización franco anglófila los indios han sido exterminados, mientras que en los territorios de la corona de España permanecen.
la Corona Española promulgaba Las Leyes Nuevas, ¨para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios¨.
Fueron creadas para poner a los indígenas bajo la protección de la Corona española.
Los genocidas no fueron los españoles. Nosotros nos mezclamos con ellos.
DUCADO DE MOCTEZUMA:
El título de condado de Moctezuma es un título nobiliario español, otorgado por el rey Felipe IV el 13 de septiembre de 1627 para Pedro Tesifón de Moctezuma, bisnieto de Moctezuma II. Su nombre hacía referencia al monarca mexica.
Hasta nuestros días, el linaje del emperador azteca se mantiene vigente en España después de varios siglos de llevada a cabo la Conquista.
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Fuente:
https://laverdadofende.blog/2018/11/...vSaKxTqJuvVlek
Última edición por Mexispano; 28/11/2018 a las 21:30
Nativos durante la revuelta de Pontiac - Vídeo: ¿De verdad los españoles fueron tan malos en la conquista de América?
La gran vergüenza que esconde la Leyenda Negra: la matanza inglesa de indios con mantas envenenadas
Aunque a día de hoy existe controversia sobre el tema, varias misivas de la época desvelan que el británico Jeffrey Amherst propuso entregar mantas infestadas de viruela a los nativos que asediaban For Pitt en el siglo XVIII
Manuel P. Villatoro
@ABC_Historia
Seguir Actualizado: 26/11/2018 11:21h
Aunque sea difícil de creer, la guerra biológica no comenzó en 1914 cuando, durante la Primera Guerra Mundial, los franceses usaron bromoacetato de etilo para obligar a los alemanes a salir de sus trincheras. Según afirma Teri Shors (de la Universidad de Wisconsin-Oshkosh) en su dossier « Virus: estudio molecular con orientación clínica», su antigüedad se remonta al siglo VI, época en la que «los asirios envenenaban los pozos de agua de sus enemigos con cornezuelo de centeno» y «las tribus beligerantes catapultaban los cadáveres de animales enfermos sobre los castillos para infectar a sus contrarios».
Por tanto, no resulta extraño que los colonos que viajaron hasta el Nuevo Mundo utilizaran la guerra biológica para vencer a los nativos americanos. A veces, sin pretenderlo (como sucedió en muchos casos con los conquistadores españoles) o, en otras tantas, a propósito. En este sentido, el mayor exponente del uso de las enfermedades para someter a un pueblo fue un oficial inglés: Sir Jeffrey Amherst. Comandante en jefe de las fuerzas británicas en América del Norte durante el siglo XVIII, este militar se hizo tristemente famoso por haber propuesto a sus subordinados enviar a los nativos mantas infestadas con viruela para extender esta dolencia entre el pueblo que asediaba Fort Pitt en 1764.
A pesar de que la controversia sobre esta acción sigue todavía viva (existen multitud de investigaciones que dirimen si las mantas fueron o no entregadas), lo que sí está claro es que Amherst envió una carta a su subalterno, Henry Bouquet, en la que le instaba a usar armas bacteriológicas para diezmar a sus enemigos. Una misiva imposible de negar en la que el militar afirmaba que «harías bien en intentar infectar a los indios con mantas, o por algún otro método» para «extirpar a esta raza execrable».
Jeffrey Amherst
Esta práctica, sin embargo, fue también achacada a los hombres de Francisco Pizarro, como bien señalan el propio Shors y Charles Volcy (profesor de biología del departamento de la Universidad Nacional de Colombia) en « Lo malo y lo feo de los microbios». Sin embargo, expertos como Agustín Muñoz Sanz (jefe de la unidad de patología infecciosa del Hospital Infanta Cristina de Badajoz y profesor titular de Patología Infecciosa de la Facultad de Medicina de la Universidad de Extremadura) han negado a lo largo de los últimos años que aquella España que todavía no se había forjado apostara por extender las enfermedades de manera premeditada.
«Los ingleses y holandeses causaron estragos entre los nativos de la costa este americana (actual Massachusetts) infectándolos y matándolos con mantas contaminadas con el virus de la viruela. España no hizo lo que hoy llamamos guerra biológica, por muy pedestre que fuera entonces», explicaba, allá por 2012, el propio Muñoz Sanz en una entrevista concedida a la publicación « Sinc. La ciencia es noticia» (« La viruela y el sarampión fueron perfectos aliados en el éxito de conquista española de América»). En la misma, el experto añadía que, a pesar de lo que la Leyenda Negra ha tratado de expandir, la realidad es que las enfermedades que llegaron desde Europa fueron las que más nativos se llevaron a la tumba. Aunque de forma involuntaria.
Hacia las mantas envenenadas
Llegar hasta el momento en el que Amherst envió esta misiva requiere retroceder en el tiempo hasta el año 1760. Así lo afirma Alexis Diomedi (de la Unidad de Infectología del Hospital del Salvador) en su dossier « La guerra biológica en la conquista del Nuevo Mundo. Una revisión histórica y sistemática de la literatura». En el mismo explica que, hacia el año 1760, el líder de la tribu Ottawa Bwon-Diac (conocido hoy como Pontiac por una mala traducción) declaró la guerra a los colonos británicos y franceses que se habían establecido en los Grandes Lagos y el Medioeste norteamericano.
La contienda permitió a la tribu obtener un armisticio con los galos que se extendió varios años. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con las tropas inglesas, entonces a las órdenes de Jeffrey Ambherst, quien había arribado dos años antes hasta la actual Nueva York como comandante en jefe del ejército británico. Así lo confirma el propio Diomedi, quien es partidario de que estos europeos abusaron de los nativos hasta 1763. Ese año, doce tribus de amerindios entre las que destacaban los Ottawa, los Chippewas, los Shawnee, los Mingo y los Delaware se unieron para combatir contra los colonos «british» en Ohio.
A partir de entonces se generó un conflicto que, como señala el periodista, sociólogo y divulgador histórico Gregorio Doval en su popular « Breve historia de los indios americanos», destacó por su crueldad. El mal llamado Pontiac, que se había distinguido como militar a las órdenes de los galos poco antes, llevó a cabo una exitosa campaña mediante la que logró vencer a los ingleses en campo abierto en Point Pelée, a la altura del lago Erice. «Tras ello sitió Fort Detroit, donde mató a 56 blancos, y a 54 más en Bushy Run», añade el autor.
Representación de la viruela
A partir de entonces, y a pesar de que el gobierno inglés intentó delimitar las fronteras para evitar las continuas matanzas, las incursiones nativas se cobraron la vida de cientos de colonos.
Los repetidos ataques de los indios provocaron una respuesta todavía más brutal por parte de los ingleses. «Estos incidentes empujaron a la Asamblea de Pensilvania a volver a ofrecer recompensas a todo aquel que matase a cualquier indio enemigo mayor de diez años, incluidas mujeres, una práctica que había sido útil durante la Guerra de los Siete Años. La guerra fue brutal y el asesinato de prisioneros, el ataque a civiles y otras atrocidades fueron continuos en ambos bandos», añade Doval en la mencionada obra.
Fort Pitt
La conocida como «Rebelión de Pontiac» provocó que, a mediados de mayo, nueve de los once fuertes británicos en la región hubiesen caído en poder de los nativos. Y la situación no era mejor para los otros dos (Fort Pitt y Fort Detroit), que permanecían asediados. «El Fuerte Pitt, ubicado en la confluencia de los ríos Allergheny y Monongahela, se encontraba bajo el mando del capitán Simeón Ecuyer, quien reportaba su situación al Coronel Henry Bouquet en Filadelfia. Este a su vez informaba al General Amherst», añade Diomedi en su investigación.
Tal y como explica la historiadora Elizabeth Fenn en su artículo « Guerra biológica en la Norteamérica del siglo XVIII: más allá de Jeffery Amherst», Ecuyer informó el 16 de junio a su superior de que la situación era muy grave para los civiles y los comerciantes que se refugiaban dentro del fuerte. Ya no solo por los enemigos que acosaban sus muros y por el hambre, sino porque en el interior había un brote de viruela. Tras recibir esta misiva, Bouquet remitió la información a su vez a Amherst. Tal y como explicó, necesitaban refuerzos para poder sobrevivir y que la plaza no cayera en manos enemigas.
Esquema de Fort Pitt
A día de hoy está perfectamente documentado (la carta todavía se conserva) que Amherst propuso a sus subordinados utilizar esta enfermedad para socavar a los nativos, cuya resistencia a las dolencias europeas era mucho menor. Así lo recuerdan Juan F. Jiménez y Sebastián L. Alioto en su dossier « Políticas de confinamiento e impacto de la viruela sobre las poblaciones nativas de la región pampeano-nordpatagónica (décadas de 1780 y 1880)»: «El aislamiento de esas poblaciones con respecto a los habitantes del Viejo Mundo, hizo que enfermedades endémicas y de menor efecto letal del otro lado del océano devinieran epidémicas y altamente destructivas en tierras americanas. Los brotes de viruela, en especial -aunque no únicamente-, diezmaron a los nativos en forma periódica y recurrente».
La respuesta fue la siguiente, según recoge Patrick J. Kieger en su reportaje «¿Los colonos dieron mantas infestadas a los nativos americanos como guerra biológica?»:
«¿No podríamos ingeniárnoslas para contagiar con viruela a las tribus de indios descontentas? Debemos, en este caso, usar una estratagema para reducirlos».
La idea agradó a Bouquet, quien le hizo llegar la siguiente respuesta el 13 de julio:
«Voy a tratar de inocularlos con algunas cobijas que caigan en su poder, teniendo cuidado de no contraer yo mismo la enfermedad».
El 16 de julio, el comandante general envió otra misiva a su subordinado. El contenido, que varía dependiendo del experto al que se acuda, sería el siguiente según Diomedi.
«Harías bien en intentar infectar a los indios con mantas, como también trate de utilizar cualquier otro método que pueda servir para extirpar esa aborrecible raza».
Dudas razonables, epidemia real
A partir de este punto la historia se difumina. Una buena parte de los expertos afirman que la entrega de mantas se llevó a cabo por orden de Amherst. Sin embargo, Kieger es partidario de que el verdadero culpable fue un comerciante y capitán de milicias llamado William Trent. Este habría dejado escrito el 23 de junio que aprovechó el intercambio de regalos entre facciones durante la visita de dos altos dignatarios tribales al fuerte para entregar «dos mantas y un pañuelo» como presente envenenado. «Espero que tenga el efecto deseado», explicaba en su diario.
Fenn afirma que, días después, el mercader hizo llegar al ejército una factura por estos tres objetos «para reemplazar en especie los que fueron tomados de las personas en el hospital para transmitir la viruela a los indios». Sus superiores la aceptaron y le hicieron llegar el dinero. No obstante, para entonces Amherst ya había sido sustituido como comandante colonial por Thomas Gage. En cualquier caso, lo que sí está claro es que -ya fuera Trent o no- existe documentación que certifica que este plan fue orquestado. Aunque, según historiadores como Paul Kelton, no está claro a día de hoy si Bouquet dio órdenes a sus hombres de propagar la viruela o no.
Jeffrey Amherst
En este sentido, Diosmedi recuerda que, según varios autores, esta práctica no era extraña para los ingleses. «El ejército británico venía practicando sistemáticamente la propagación de viruela entre los indios desde 1755, a propósito del brote que diezmó en 1757 a los Potawatomis, a la sazón aliados de los franceses, sus adversarios en la colonización de Norteamérica», desvela. Más allá de las dudas, en los años posteriores al incidente una epidemia de viruela se extendió entre los nativos cercanos al Fuerte Pitt.
Así lo confirmó, en abril de 1764, Gershom Hick, un explorador capturado por las tribus locales apenas un año antes. «La viruela ha estado generalizada y furiosa entre los indios desde la primavera pasada y que treinta o cuarenta Mingos, Delaware y algún Shawneese han muerto de viruela desde entonces, que esto todavía sigue entre ellos». No obstante, otros tantos autores son partidarios de que la enfermedad pudo extenderse mediante otros focos. Otros tantos creen también que Trent se habría jactado en su diario de que su plan había funcionado en el caso de que hubiera tenido éxito.
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Fuente:
https://www.abc.es/historia/abci-ver...neral&ns_fee=0
Canadá: Iglesia e iglesias atacadas
Vigilia junto a tumbas indígenas encontradas cerca de la Escuela-Residencia de Marieval en Canadá. AFP
Publicado Por: LA ESPERANZA julio 2, 2021
OTTAWA, CANADÁ- En Canadá, desde hace unos años la Iglesia católica está sufriendo un ataque sin cuartel: difamaciones, injurias, vilipendios y denigraciones. Numerosas iglesias han sido dañadas, estatuas tiradas al suelo y decapitadas, templos profanados, pintadas obscenas en las fachadas y varias iglesias incendiadas.
En Canadá se respira y se vive un ambiente anticatólico y anticlerical.
Como promedio, ocho de cada diez artículos y programas de televisión y radio atacan a la Iglesia. En la página web de la CBC, el ente público canadiense de radiotelevisión, si uno escribe «Iglesia católica» (Catholic Church) para buscar noticias, se encuentra que los primeros 32 artículos son contra la Iglesia, o para presionar o porque tratan de noticias de ataques a iglesias, destacan aspectos negativos o tienen como fin menoscabar la reputación la Iglesia y la fe de los feligreses.
Del árbol caído todos hacen leña y, para más inri, la prensa no hace más que echar leña al fuego.
cementerio de la escuela y residencia para indios en St. Mary’s, Kenora (Ontario)
Ya en 2011, el periódico Winnipeg Free Press lanzó una campaña de acoso y derribo contra David Hood, director de una escuela católica, fiel creyente y practicante, por tan solo considerar que los alumnos pudieran rezar delante de una clínica donde se hacen abortos. La oligarquía izquierdista quiso dejar claro que la fe y moralidad católica no iban a ser toleradas. Los cientos de comentarios vulgares y groseros en la web del diario mostraron claramente que existe un odio contra la fe y la Iglesia católica.
El partido Liberal no permite que sus diputados promuevan o voten a favor de una legislación provida, algo que Justin Trudeau, el actual Primer Ministro, dejó claro en 2014, a pesar de ser católico.
En Winnipeg, al igual que en Edmonton, el Ayuntamiento inició en junio el proceso para quitar el nombre del gran y ejemplar obispo Grandin de una de sus principales avenidas por haber creado en el siglo XIX escuelas y residencias para educar, formar y transmitir la fe a miles de indios.
En junio de 2021, cuatro iglesias en reservas indias fueron incendiadas en dos semanas, iglesias pequeñas y de madera que formaban parte del patrimonio de las tribus indias. Se sospecha que fueron quemadas como revancha por las escuelas e internados que congregaciones religiosas (48 de ellas por los Misioneros Oblatos) construyeron y dirigieron en reservas indias desde el siglo XIX hasta 1969, cuando el Gobierno canadiense se hizo cargo de todos los colegios católicos y protestantes en esos territorios indios. Durante 130 años se escolarizó, evangelizó y cuidó a prácticamente 150.000 indios.
Desde el 28 de mayo de 2021, Canadá está atravesando por un paroxismo histriónico e histeria generalizada. La tribu india de Kamloops (Columbia Británica) hizo pública una nota de prensa diciendo que habían dado con 215 tumbas no identificadas en el antiguo cementerio de la escuela y residencia católica para indios de la reserva india compuesta de 34 tribus.
Tanto los indios como la prensa y los políticos han querido dar adrede al cementerio un tono macabro y siniestro. Lo que no se dice es que estos cementerios católicos formaban parte de las reservas indias desde mediados del siglo XIX, cuando se levantaron las primeras iglesias, escuelas y cementerios en las reservas en cuestión. En ellos fueron enterrados alumnos que murieron de las típicas enfermedades que asolaron al resto de la población, tales como la tuberculosis y la tosferina. Asimismo, se dio sepultura cristiana a sacerdotes y religiosos, al igual que a numerosos indios de diferentes tribus que vivían en la reserva. Todo ello está documentado en archivos oficiales.
Tampoco se cuenta que las tumbas tenían en su día cruces de madera (propio de la época y de la vida en la reserva india), indicando el nombre del fallecido y la fecha en que murió. Hay fotos de mediados del siglo XX e incluso de principios del siglo XX que dan fe de lo cuidado que estaban esos cementerios. Tras el cierre por parte del Gobierno a partir de los años 70 de dichas escuelas para indios, muchas de esas escuelas y residencias para alumnos fueron abandonas por el gobierno, destruidas o transferidas a las tribus indias. Los cementerios, en consecuencia, quedaron a la buena de Dios y, con el paso del tiempo, las cruces se cayeron y desaparecieron entre la maleza.
Alumnos rezando el Día de Difuntos las tumbas del cementerio de la escuela y residencia de indios de Fort George (Quebec)
El 26 de junio, una mujer manchó con pintura roja y en forma de manos una estatua de Juan Pablo II a la entrada de una iglesia de la comunidad polaca; una consecuencia más de tanta histeria e ignorancia.
Todo esto es continuación de numerosos ataques a iglesias a lo largo y ancho de Canadá durante muchos años. La diferencia es que ahora la prensa canadiense provoca e incita abiertamente a la inquina, animosidad, hostilidad y odio hacia la Iglesia.
Miles y miles de sacerdotes, religiosos y religiosas e innumerables fieles pusieron los cimientos de Canadá. Fueron los sacerdotes de la Compañía de Jesús los que trajeron la fe en 1611. Algunos fueron martirizados y son santos patronos de Canadá. Sus hazañas, heroísmo, sacrificios y labor misionera quedó plasmada en los famosos y voluminosos escritos Relaciones Jesuitas que relatan su labor evangelizadora entre los indios, al mismo tiempo que constituyen estudios etnográficos y valiosos documentos históricos. Los jesuitas escribieron las primeras gramáticas y diccionarios de lenguas indígenas. Ejemplares y abnegadas congregaciones religiosas crearon hospitales, hospicios, escuelas, iglesias, periódicos católicos, universidades, internados, arte, cultura, ciencia, idiomas, etnografía, evangelización, obras de caridad, talleres, iniciativas, cofradías, etc. en tantas y tantas poblaciones repartidas por estos yermos canadienses. Los católicos de hoy representan el 38% de la población entre casi 38 millones de almas.
A pesar del gran legado y herencia católica, la ignorancia que existe, unida a los prejuicios, sambenitos, insultos, escarnios, calumnias y atentados contra la Iglesia, clero y fieles por parte de políticos, dirigentes, periodistas y ciudadanos de a pie desacreditan, desprestigian y mancillan el nombre de Canadá. Que Dios les pille confesados.
AGENCIA FARO, J. A. Miguel
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Fuente:
https://periodicolaesperanza.com/archivos/6315
Canadá, "indios masacrados" e Iglesia. Conversando con Pablo Muñoz Iturrieta
Acerca de una actual acusación a la Iglesia, conversamos con Pablo Muñoz Iturrieta, residente desde hace años en Canadá.
En internet pueden seguirlo aquí: https://pablomunoziturrieta.com/ y aquí: http://youtube.com/c/pablomunoziturrieta
Fuentes utilizadas por el Dr. Pablo Muñoz Iturrieta durante el vivo:
https://fncaringsociety.com/sites/def...
Reporte Truth and Reconciliation: https://web-trc.ca/
https://www.youtube.com/watch?v=vfFnJlfwDF0
Sendero de las Lágrimas, la ruta del destierro de los indios norteamericanos
Por Jorge Álvarez
20 Sep, 2016
"Trail of Tears", cuadro de Robert Lindneux
Al entrar en la primera mitad del siglo XIX, las relaciones entre blancos e indios de América del Norte habían cambiado bastante respecto a períodos anteriores. Terminadas las guerras entre británicos y franceses, que habían involucrado a aliados indígenas (iroqueses y hurones respectivamente), las tribus se encontraron con la dura realidad de que ahora la cuestión era entre ellos y los estadounidenses ya independizados.
Mermados los pueblos de la costa este y aún algo alejados los de las praderas, muchos -sobre todo creeks- empezaron a dejar sus tierras tradicionales para instalarse en Florida, ocupando el hueco dejado por los extinguidos calusas, protegidos por la inaccesibilidad de selvas y pantanos. Por esa razón empezaron a ser conocidos como semínolas (es decir, «los que acampan fuera»).
Andrew Jackson, presidente de EEUU/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
Los semínolas fueron creciendo progresivamente al admitir entre ellos a todos los prófugos, indios y esclavos, lo que empezó a convertirles en un grupo bastante fuerte y, consecuentemente, juzgado peligroso por el gobierno. Así que en 1818 el presidente Andrew Jackson envió una expedición de castigo que de paso, a continuación, expulsó a los españoles de las ciudades que aún les quedaban en la península (luego se formalizó la cosa como una adquisición).
Pero los semínolas, aún derrotados, seguían siendo un problema, así que Jackson decretó que las Cinco Tribus Civilizadas (nombre que los pioneros dieron a semínolas, cherokees, choctaws, creeks y chikasaws porque les consideraban más avanzados y cultos), fueran trasladadas al oeste del río Missisipí, al llamado Territorio Indio.
En realidad, antes de 1820 cerca de cinco mil cherokees se habían marchado ya al oeste, a Arkansas; voluntariamente, conscientes de que ante el ansia de territorios de los blancos y su superioridad militar era mejor poner distancia de por medio. Pero, en 1830, el Indian Remove Act extendía la orden a todos, escalonadamente, y aunque los cherokees consiguieron bloquear la ley en los tribunales por un tiempo, al final empezó a aplicarse un año después manu militari: unos 4.000 choctaws tuvieron que ponerse en marcha hacia Oklahoma a pie, a caballo o en carro, llevando como máximo un peso de 15 kilos cada uno en pertenencias. Cientos de ellos murieron por el camino a causa del hambre, el frío, el agotamiento o las enfermedades.
Los siguientes fueron los creeks y chikasaws, en 1836, después de que su resistencia inicial fuera reprimida con dureza. A finales de 1838-principios de 1839 les tocó el turno a los cherokees, cuyo pleito fue desestimado pese a que contó con el apoyo de muchos blancos. Las tropas del general Winfield Scott reunieron a los 17.000 indios y sus 2.000 esclavos en Tennessee, desde donde empezaron un destierro de más de 1.600 kilómetros. De nuevo las condiciones del viaje acabaron con un gran número de ellos, aunque sobre la cifra exacta hay polémica: entre medio millar y 8.000 personas. Como anécdota, cabe apuntar que durante el traslado los cherokees solían entonar una versión en su lengua de Amazing Grace, el himno que los anglosajones cantan en Nochevieja.
Foto dominio público en Wikimedia Commons
Algunos indios, sin embargo, no se resignaron al exilio y optaron por evadirse. Así, grupos de choctaws se asentaron en zonas apartadas de Missisipí mientras que un millar de cherokees se escondió en las montañas de Carolina del Norte. Asimismo, muchos creeks se refugiaron en Florida uniéndose a los semínolas, que fueron los que opusieron la resistencia más tenaz: en 1835, el jefe semínola Osceola rasgó con su cuchillo el documento que le entregaron para que firmara el traslado y aplastó a los soldados en Withlacoochee, dando así inicio a dos nuevas guerras contra los blancos que continuaban la desarrollada entre 1817 y 1818. La primera duró hasta 1842, a pesar de que Osceola fue engañado y apresado en 1838 cuando habia aceptado reunirse para tratar la paz, falleciendo en prisión de malaria; la segunda fue entre 1849 y 1858 y terminó con el traslado forzoso a Oklahoma de una parte de los semínolas, aunque otra logró permanecer en Florida y nunca firmó el tratado.
Hoy en día hay unos 10.000 semínolas sumando ambos grupos, por algo más de 70.000 creeks, 158.000 choctaws y 20.000 chikasaws, siendo los cherokee los más numerosos de todo Estados Unidos con cerca de 300.000 personas. La ruta de aquel duro destierro se llama actualmente Trail of Tears National Historic Trail (Sendero Histórico Nacional Sendero de las Lágrimas), recorre 9 estados y se puede hacer como trayecto turístico-cultural. Parafraseando al personaje de Blade runner, las lágrimas se perdieron como gotas en la lluvia.
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Fuente
https://www.labrujulaverde.com/2016/...u4vNVFPvOXQHA8
Joel Elliott: el error que llevó al oficial más sádico del 7º de Caballería a ser mutilado por los indios cheyene
El 27 de noviembre de 1868, este oficial decidió perseguir a las mujeres y a los niños que huían de un campamento nativo aniquilado por el famoso regimiento estadounidense
Su sed de sangre llevó al militar a caer en una terrible trampa. Aislado, fue atacado por varias tribus cercanas. Su cuerpo fue hallado jornadas después congelado y mutilado
Interpretación artística del Séptimo de Caballería - Vídeo: La batalla en la que Caballo Loco aniquiló al sanguinario 7º de Caballería
Manuel P. Villatoro
@ABC_Historia
Actualizado: 23/01/2018 16:37h
«Dos agujeros de bala en la cabeza, uno en la mejilla izquierda, la mano derecha cortada, el pie izquierdo casi cortado […], una profunda herida en la ingle derecha, profundos cortes en las pantorrillas de ambas piernas, el dedo meñique de la mano izquierda cortado y la garganta cortada». La crudeza del forense a la hora de enumerar las barbaridades perpetradas por los indios contra el mayor Joel Haworth Elliott es sólo comparable al sadismo que este alto oficial del Séptimo Regimiento de Caballería destiló, de la mano del teniente coronel George Armstrong Custer (más conocido como «Cabellos largos» por las tribus locales), contra los nativos americanos a partir de 1867.
Y es que, aunque es cierto que Elliott no fue la cabeza visible de la estrategia del gobierno norteamericano para expulsar a los nativos de sus tierras a base de espada (ese triste honor correspondió a personajes como el presidente Andrew Johnson y el mismo Custer), sí atacó por orden de «Cabellos largos» varios campamentos de nativos como el ubicado en las cercanías del río Washita (en Oklahoma). De hecho, este oficial fue asesinado por los indios mientras perseguía a un grupo de mujeres y niños desarmados que huían del temible Séptimo de Caballería.
¿Justicia? ¿Barbarie? Bajo la perspectiva actual es difícil saberlo. Sin embargo, la realidad es que su trágica muerte conmocionó a la sociedad y justificó la estrategia del terror utilizada por el Ejército de los Estados Unidos contra los legítimos pobladores de Norteamérica.
Con todo, en Europa la historia de Elliott ha sido ensombrecida por la del propio Custer, cuyas decisiones llevaron a la virtual aniquilación del Séptimo de Caballería en la popular batalla de Little Bighorn (acaecida a finales de junio de 1876). La temeridad y las ansias de gloria de «Cabellos largos», quién buscaba el favor de sus superiores para auparse hasta la poltrona de la Casa Blanca, lograron que las peripecias de este oficial -un versado veterano de la Guerra Civil norteamericana- pasasen a un segundo plano.
Pacifista
Según afirma el Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos en su dossier « Washita Battlefield. Mayor Joel H. Elliott», nuestro protagonista vino al mundo el 27 de octubre de 1840 en Indiana en el seno de una familia cuáquera. Así lo corrobora también Dan L. Thrapp en su obra « Encyclopedia of Frontier Biography», donde especifica que «nació en Centerville, cerca de Richmond» y vivió en la granja familiar hasta «el 28 de agosto de 1861», día en que se alistó en la Compañía C del Segundo Regimiento de Caballería de Indiana. Así pues, accedió a la unidad (fiel al ejército de la Unión) como soldado raso apenas cuatro meses después de que comenzara la Guerra Civil norteamericana. Y todo, a pesar de que su familia le inculcó siempre unos valores pacifistas.
Elliott- HAWORTH ASSOCIATION
A partir de entonces, Joel Elliott combatió en varias de las batallas más famosas de la Guerra Civil. Entre ellas destacaron la de Shiloh en abril de 1862 (la cual se saldó con 23.000 bajas después de que los confederados atacasen por sorpresa a los unionistas cerca de Tennesse); la de Perryville en octubre de ese mismo año (con más de 7.000 bajas) o la de Stones River en diciembre (donde se produjeron unas 24.000 bajas). Durante este período sufrió dos heridas menores y una que a punto estuvo de costarle la vida. «En la batalla de Brice's Cross Road, el 10 de junio de 1864, una bala le impactó en el pulmón izquierdo en Guntown», explica la Haworth Association en su artículo « Joel Haworth Elliot».
Poco antes (en abril de 1863, atendiendo a la «Encyclopedia of Frontier Biography») nuestro protagonista había sido nombrado capitán del Primer Regimiento de Caballería de Indiana. Un cargo que le duró poco y que le catapultó poco después hasta el Séptimo Regimiento de Caballería de Indiana (diferente al futuro y popular Séptimo de Caballería de Custer). A esta unidad llegó como segundo teniente, pero fue ascendido rápidamente por su arrojo. «En la batalla de Verona, Mississippi, capturó 4.000 armas y destruyó mucho material. Todo eso le permitió acabar la guerra como capitán», se determina en la obra mencionada.
Contra los indios
Tras la Guerra Civil (1865), el destino de Elliott se vio ligado a la política del presidente Andrew Johnson. El mismo político que -tras conquistar o anexionarse territorios como Texas, México y Oregón- estableció que la expansión de los Estados Unidos se veía drásticamente frenada por los nativos americanos. Un pueblo que se asentaba en el centro del continente y que impedía la conexión por tierra de los dos extremos del país.
Decidido a unificar el territorio, el presidente ordenó al ejercito expulsar a los indios hasta reservas apartadas en las que no entorpeciesen los intereses de la nueva nación. Algo que, por descontado, no gustó ni una pizca a los hombres del penacho de plumas, que se armaron para resistir por las bravas el empuje de los hombres de las barras y las estrellas.
En el marco de esa tensa situación se creó el mítico Séptimo Regimiento de Caballería de los Estados Unidos. Una unidad cuya misión (entre otras tantas) era la de asegurar las fronteras y evitar que los nativos acabasen con los buscadores de oro y las caravanas que se adentraban en sus tierras. «Constituido el 28 de julio de 1866, el 7º Regimiento de Caballería se organizó formalmente el 21 de septiembre en […] Kansas», explican los autores de « The Encyclopedia of North American Indian Wars, 1607–1890. A Political, Social, and Military History». En la misma obra se señala que, desde sus inicios, la unidad fue conocida como « Garryowen» por adoptar esta marcha irlandesa como himno.
Mayor Joel H. Elliott - NPS.GOV
El mando del Séptimo de Caballería se le otorgó al mediocre Custer, ilustre a pesar de ser el último de su promoción y de haberse hecho tristemente famoso en la Guerra Civil por usar con demasiada ligereza a sus hombres para acabar con el enemigo a toda costa. No en vano, Ed Rayner y Ron Stapley le definen en su libro « El rescate de la historia» como un oficial «enérgico y nada escrupuloso […] que despreciaba a los indios y esperaba alcanzar una victoria espectacular sobre ellos para dar mayor impulso a su carrera».
«Cabellos largos», por su parte, llamó a filas a Elliott por considerarlo «un soldado curtido por una amplia experiencia en el campo del servicio».
No le faltaba razón a Custer, aunque los historiadores coinciden en que, bajo el liderazgo de «Cabellos largos», Elliott dejó salir de su interior toda la barbarie que atesoraba contra los nativos americanos. «En las llanuras demostró ser un oficial celoso y despreciable bajo las órdenes de Custer», explican los autores de «Encyclopedia of Frontier Biography».
«En las llanuras demostró ser un oficial celoso y despreciable bajo las órdenes de Custer»
Ejemplo de ello es que nuestro protagonista persiguió ferozmente, el 7 de julio de 1867, a un grupo de desertores hasta dar buena cuenta de ellos. «Siguió la pista de seis huidos a pie, uno murió, dos fueron heridos y el resto arrestados. Él informó de que el fallecido iba a disparar contra él, pero el resto afirmaron que el hombre estaba de rodillas pidiendo clemencia por su vida cuando fue asesinado por el segundo teniente William W. Cooke», añaden los autores de la mencionada obra.
Con todo, su experiencia permitió a Elliott hacerse con el mando del Séptimo de Caballería cuando Custer fue procesado y suspendido del mando (labor que comenzó entre agosto y octubre de 1867, atendiendo a las diferentes fuentes de información utilizadas).
Invierno sangriento
La campaña de presión del Ejército de los Estados Unidos, no obstante, se vio retrasada debido a dos factores principales que explica pormenorizadamente el historiador y periodista Jesús Hernández (autor del blog « ¡Es la guerra!») en su obra « Las 50 grandes masacres de la historia»: «Por entonces, los indios contaban con dos claras ventajas sobre el Ejército. Una era su táctica de guerrilla, favorecida por su gran conocimiento del terreno y su facilidad para vivir sobre él. La otra era su mayor movilidad; al ser capaces de trasladar sus campamentos con cierta agilidad, resultaba difícil capturarlos o perseguirlos».
Olla Negra
Por entonces el odio hacia los nativos americanos no conocía ya límites. Así lo demuestran afirmaciones como las del general William T. Sherman («Hay que actuar con fervor vengativo contra los sioux, incluso hasta la exterminación de todos sus hombres, mujeres y niños») o la más popular «El único indio bueno es el indio muerto» (atribuida a multitud de personajes).
De esta guisa, el general Philip Sheridan (gran valedor de Custer) se decidió a dar un golpe decisivo a los nativos que les obligara a retirarse a las reservas. «El general Sheridan creyó haber encontrado el Talón de Aquiles de su enemigo; al llegar el invierno, las tribus solían replegarse a unos campamentos fijos, ofreciendo así un blanco estable que el Ejército podría atacar de manera planificada. La “Estrategia invernal”; como se le denominó al plan de Sheridan, consistía en que los regimientos saliesen a buscar esos campamentos de invierno para destruirlos», explica Hernández en su libro.
Custer, el odiado y amado líder del Séptimo de Caballería - ABC
En su obra « Breve historia de los indios norteamericanos», Gregorio Doval corrobora esta afirmación: «El plan de Sheridan encaraba los dos mayores problemas del ejército. Primero, la dificultad de contrarrestar las tácticas de guerrilla de los indios […]. Segundo, su superior movilidad».
Para dirigir esta búsqueda y destrucción de los campamentos, Sheridan escogió a su preferido: Custer. Oficial al que le devolvió el mando del Séptimo Regimiento de Caballería. «Los ecos de las proezas de Custer durante la Guerra Civil aún resonaban, por lo que esa decisión fue considerada acertada. Aunque durante el conflicto logró ascender a general con tan solo veinticinco años, tras la guerra su graduación fue reducida a la de teniente coronel», completa Hernández.
Bajo la promesa de un ascenso rápido, «Cabellos largos» se dispuso a perpetrar la sangrienta «Estrategia de invierno» para ganarse el favor de Norteamérica. «Quería emprender cuanto antes su carrera política hacia la Casa Blanca y necesitaba con urgencia victorias militares que le avalasen», destaca Doval. Y todo ello, de la mano del mayor Elliott.
Batalla
A mediados de noviembre de 1868, con el frío sacudiendo sus casacas, Custer y Elliot partieron hacia las llanuras con su cruel objetivo en mente. Su «enemigo» (si es que puede llamarse así) no tardó en aparecer en forma de una pequeña tribu itinerante de indios cheyenes que se había instalado a orillas del río Washita. El poblado, dirigido por Cazo Negro (nombre traducido también como Caldera Negra u Olla Negra), estaba formado principalmente por mujeres y niños y no era hostil.
«Cazo Negro advirtió a los suyos de que no debían ser pillados por sorpresa […]. En lugar de esperar a que vinieran los soldados a por ellos, él acudiría a su encuentro al frente de una delegación para hacerles ver que el poblado cheyene era pacífico. La nieve era abundante y caía ininterrumpidamente, pero tan pronto como las nubes abandonaran el cielo, se pondría en marcha», explica Dee Brown en su documentada obra « Enterrad mi corazón en Wounded Knee».
Batalla de Washita - STEVEN LANG
Para su desgracia, desconocía la misión del Séptimo de Caballería. El 26 de noviembre, Custer y Elliott arribaron a las cercanías del campamento y prepararon el ataque. «La columna se dividiría en cuatro unidades, que atacarían desde cuatro ángulos distintos, convergiendo en el centro del poblado», añade Hernández. El asalto comenzó una hora antes del amanecer, y al son de «Garryowen» (pues Custer había hecho acudir a los músicos de la unidad para que la interpretaran mientras cargaban).
De nada valieron las banderas blancas y las señales de paz. En pocos minutos, y tras acabar con los pocos conatos de defensa con los que se toparon, el poblado quedó reducido a cenizas. «De los 103 indios que murieron en el ataque, tan solo 11 de ellos eran guerreros», completa el historiador español en su obra. Brown reduce este número a 10.
Error fatal
La crueldad del Séptimo de Caballería no se detuvo en la aniquilación del campamento cheyene. Ávido de sangre, Elliott dirigió a una veintena de sus hombres (las cifras varían entre 16 y 18 dependiendo de los historiadores) contra los hombres, mujeres y niños que habían logrado escapar de aquel desastre. Las fuentes también difieren a la hora de señalar si lo hizo o no con el consentimiento de Custer, aunque la teoría más extendida es la que recoge el Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos. Según desvela este organismo en su dossier sobre nuestro protagonista, «pidió voluntarios para perseguir río abajo a los indios que escapan de la aldea» sin contar con su superior.
Aquel fue un error que acabó con su vida. Tras una breve persecución, los pocos soldados de Elliott se toparon con decenas de guerreros de varios campamentos cercanos. «Custer cometió un error de tal calibre que sus consecuencias le persiguieron el resto de su vida. Como no se había molestado en hacer un reconocimiento de los alrededores del poblado, no se dio cuenta de que aquel solo era uno más de una serie de campamentos cheyenes. Cuando el mayor Joel Elliott salió a perseguir a los supervivienets con una pequeña partida de soldados, los guerreros de uno de estos campamentos le tendieron una emboscada», desvela Doval.
Custer y el Séptimo de Caballería en Little Bighorn
Usando una estrategia habitual, Elliott ordenó a sus hombres que descabalgasen y atasen sus caballos entre ellos. A continuación, los escasos soldados del Séptimo de Caballería formaron un semicírculo y se defendieron de sus innumerables enemigos.
¿Qué hizo Custer cuándo se percató de la contienda? Al parecer, nada. «El intercambio de disparos entre el grupo de Elliott y los indios fue escuchado en la lejanía por Custer, quien fue apremiado por sus hombres para que diese la orden de acudir en su auxilio. Pero Custer, que aún estaba paladeando la victoria, no quiso arriesgarse a entablar un choque con los indios de incierto desenlace», determina Hernández.
La mayoría de autores (entre ellos Doval, Brown o el organismo oficial estadounidense) corroboran que «Cabellos largos» prefirió recoger a los prisioneros que había hecho y olvidarse de su subordinado para no empañar su «gran victoria». Así pues, los arapajos (tribu a la que pertenecían los asaltantes, según se afirma en «Enterrad mi corazón en Wounded Knee») y los cheyenes dieron buena cuenta de los norteamericanos.
Venganza y controversia
Dos semanas después de aquella masacre, Sheridan y Custer hallaron los restos de Elliott y sus hombres dos millas corriente abajo. Todos ellos estaban terriblemente mutilados.
«El mayor tenía dos orificios de bala en el cráneo y otro en la mejilla; además le habían cortado los genitales, una mano, y el dedo meñique de la otra, y presentaba cortes de cuchillo en todo el cuerpo», señala Hernández. Los autores de «Encyclopedia of Frontier Biography» desvelan, por su parte, que uno de los torsos de los fallecidos soldados del Séptimo de Caballería jamás fue encontrado.
El Séptimo de Caballería se defiende en círculo de los nativos - The Encyclopedia of North American Indian Wars
Aquel descubrimiento prendió la mecha de la controversia en la sociedad estadounidense y dentro del propio Séptimo de Caballería. La unidad se dividió en dos: los que apoyaban la decisión de su superior, y los que le criticaban por haber abandonado a sus hombres.
«Cabellos largos», por su parte, se defendió ante sus compatriotas afirmando que había enviado a una partida a las órdenes del mayor Myers en busca del grupo, pero que regresó sin noticias. La puntilla a este incendio la puso el capitán Benteen, amigo de Elliott y enemigo del teniente coronel, al culpar a Custer de lo sucedido.
Más allá de esta controversia (que quedaría lapidada tras la derrota y muerte de Custer en Little Bighorn), el mayor fue inhumado irónicamente en la misma zona que odiaba. «Elliott fue enterrado en Fuerte Arbuckle, en territorio indio», añade el autor de «Encyclopedia of Frontier Biography». A día de hoy, su cruel gesta y su muerte son narrada en Oklahoma, donde se puede visitar el campo de batalla de Wishita.
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Fuente:
https://www.abc.es/historia/abci-joe...a&vtm_loMas=si
El asesinato a «bayonetazos» de Caballo Loco, el jefe indio que humilló al 7º de Caballería
El 5 de septiembre de 1877, el jefe indio que venció a los norteamericanos en Little Big Horn fue traicionado y murió a manos del Ejército de los Estados Unidos
Manuel P. Villatoro
@ABC_Historia
Actualizado: 11/06/2018 13:21 h
Caballo Loco - Vídeo: CAROLINA MÍNGUEZ
Un genio militar que logró vencer a Custer en Little Big Horn (una batalla acaecida el 25 de junio); un líder carismático que dirigió a sus hombres contra los «wasichus» (hombres blancos) que querían conquistar las tierras de los pieles rojas y, además, un bravo guerrero que se lanzaba contra sus contrarios al grito de «¡Hoka Hey!» («¡Hoy es un buen día para morir!»).
Caballo Loco fue un jefe indio que cambió la historia de los Estados Unidos al infligir al país una de las mayores derrotas del Siglo XIX. Sin embargo, no murió como un bravo guerrero debe y como él hubiera querido: combatiendo hasta desfallecer contra sus enemigos. Por el contrario, dejó este mundo un 5 de septiembre de 1877 después de que un soldado del ejército norteamericano le clavara una bayoneta a traición, y por la espalda.
El potro se hace caballo
Caballo Loco vino al mundo en los territorios que hoy ocupa Dakota del Sur (al norte de los Estados Unidos) en 1842. Su infancia fue controvertida pues, como explica el divulgador histórico Gregorio Doval en su obra « Breve historia de los indios norteamericanos», su madre falleció cuando él no era más que un niño. Fue entonces cuando su padre (un «hombre medicina» llamado también Caballo Loco) decidió tomar en matrimonio a su hermana para que el pequeño no creciese solo. Con todo, a nuestro protagonista no le afectó el destino de su progenitora y creció sano y fuerte. «Antes de cumplir los doce años ya había matado su primer búfalo y montaba su primer caballo», explica Doval.
Durante aquellos años fue testigo de algunas de las matanzas más cruentas que el ejército norteamericano perpetró contra los indios con el objetivo de que abandonaran los territorios en los que habían vivido desde siempre y se encerraran en reservas. «Con dieciséis años adoptó el nombre de su padre y participó por primera vez como guerrero en una incursión exitosa, pero en la que fue herido en una pierna», completa el experto. A partir de ese punto Caballo Loco se fue ganado la lealtad de su tribu a base de arco y hacha, pues demostró su valor y su valía como guerrero primero, y general después, en todo tipo de combates contra los norteamericanos.
Sin embargo, su gran victoria se sucedió en Little Big Horn (batalla cuyo aniversario se celebrará mañana). Aquel día, un Caballo Loco convertido ya en jefe de los siouxs oglala acabó, junto a Toro Sentado, con el Séptimo de Caballería del mal llamado general Custer (pues era teniente coronel). Un hombre enviado por los EE.UU. para obligar al jefe indio a pasar el resto de su vida lejos de territorios que, desde siempre, habían sido de su tribu. Con todo, lo cierto es que Cabellos Largos (como le conocían los nativos) no solo no consiguió vencer a aquellos pieles rojas, sino que murió con sus hombres tras lanzarse como un verdadero cafre con poco más de 200 jinetes contra 1.200 nativos.
La derrota tras la victoria
Sangre y balas para los indios que asesinaron a Custer. Tras la derrota de Little Big Horn Estados Unidos comenzó una campaña de venganza contra los nativos que habían acabado con la vida de Cabellos Largos. Una tormenta de muerte apoyada por la población, ávida de sangre, y realizada con la excusa de confinar a los nativos en reservas. Como ya había sucedido meses atrás, las persecuciones y matanzas de pieles rojas se generalizaron.
No importó demasiado a la ciudadanía -poco ducha en táctica militar- que el oficial se hubiese lanzado de bruces y sin ninguna posibilidad contra un poblado que superaba ampliamente a su Séptimo de Caballería. Los norteamericanos, el ejército. y el gobierno de las barras y estrellas querían derramar sangre para desquitarse. Por eso fue por lo que el gobierno ordenó a oficiales como el general George R. Crook o el Coronel Miles (más conocido como Chaqueta de Oso Miles) que se dedicasen a hostigar durante meses a todo aquel con penacho de plumas que se cruzara frente a sus fusiles.
Perseguidas y apaleadas, a muchas tribus indias no les quedó más remedio que marcharse de sus casas y convertirse en nómadas. Casi se podría decir que el remedio fue peor que la enfermedad pues, con la llegada del frío, se hizo imposible para jefes como Caballo Loco dar de comer a sus hombres, mujeres y niños. Gregorio Doval señala en su obra lo difícil que fue durante ese tiempo para los indios conseguir alimentos. El historiador estadounidense Dee Brown es de la misma opinión, la cual hace patente en « Enterrad mi corazón en Wounded Knee» al señalar que el «frío y el hambre se habían hecho insoportables».
La primera traición
Al final, la falta de un trozo de carne que llevarse a la boca, el insoportable viento gélido que en aquellas fechas les helaba los huesos, la escasez de municiones con las que enfrentarse a los contrarios, y las promesas de sus enemigos de que solo querían parlamentar, hicieron que Caballo Loco se dejase convencer por sus consejeros y aceptase reunirse con los casacones para pactar una solución a aquella persecución malsana que iba a acabar con su tribu. Para entonces, de hecho, no le parecía tan mala la idea de que les cediesen una reserva.
Lo cierto es que Caballo Loco no estaba del todo conforme con la decisión de parlamentar la posible retirada de su pueblo, pero no le quedó más remedio que hacerlo, por lo que se preparó para llamar a la puerta -bandera blanca en mano- del mismísimo campamento del coronel Miles. «Ocho fueron, entre jefes y guerreros, los que se prestaron voluntarios para acudir al fuerte con bandera de parlamento», explica Brown.
Expuesto y sabiendo que podía ser aniquilado, Caballo Loco se personó junto a sus hombres frente a las puertas de la plaza. Y todo parecía ir bien... hasta que unos mercenarios (indios como ellos, por cierto, pero a las órdenes de los «hombres blancos») les vieron llegar y les tirotearon como si se trataran de conejos. Cinco de los hombres del séquito se fueron con el Gran Espíritu (murieron baleados, vaya), pero nuestro protagonista tuvo suerte y logró salir ileso. A partir de ese momento, la poca fe que le quedaba a este jefe indio se esfumó. Aquellos bigotones no eran gente de fiar, por lo que decidió que lo que le tocaba era volver al campamento, hacer el petate, y poner pies en polvorosa.
Su última batalla
Pero Miles no estaba dispuesto a dejar escapar a Caballo Loco, un líder cuya importancia era crucial para la moral de los nativos, así que llamó a sus hombres para perseguir a los indios y acabar con ellos de una vez.
«El militar les dio alcance el 8 de enero de 1877 en Battle Butte. Caballo Loco apenas tenía munición para defenderse, pero contaba con algunos jefes guerreros extraordinarios que, recurriendo a sus argucias y audaces tácticas, lograron extraviar primero, y castigar después, a los soldados mientras el grueso de la fuerza india ponía tierra de por medio atravesando las Wolf Mountains», explica Brown.
Durante esa batalla, la última de este jefe indio, sus hombres lograron que el pomposo ejército de los Estados Unidos se retirase a base de arco, flechas e ingenio (pues la munición era algo escasa). Con todo, el frío también ayudó a que Miles saliese por piernas y se dirigiese hacia su campamento. Había sido traicionado por el hombre blanco pero, al final, Caballo Loco había salido victorioso.
La rendición de un héroe
Pie sobre pie, y todavía con 900 siouxs oglala junto a él, Caballo Loco logró llegar hasta el noroeste de los Estados Unidos, a las tierras del río Powder. Una zona que podría haber sido idílica para él de no ser porque el Ejército de los Estados Unidos andaba pisándole los talones descalzos. Las semanas siguientes continuaron entre el hambre, el frío y la desesperación para los nativos. Y todo ello, aderezado con los tejemanejes que se traía el general Cook quien, al ver lo que le estaba costando acabar con aquellos siouxs, ofreció grandes ventajas políticas a otros jefes indios a cambio de que convenciesen a Caballo Loco, de una santa vez, de que lo mejor era rendir las armas y retirarse a una reserva.
La efectividad de su llamada fue innegable, pues algunos líderes tribales como Cola Moteada o Nube Roja trataron de hallarle para convencerle de que, a pesar de todo, el hombre blanco no era tan malvado como parecía. Nube Roja fue el que encontró a Caballo Loco y le transmitió que, a pesar de que el general Crook estaba hasta el sombrero de él, le ofrecía una retirada honrosa en una reserva cerca del río Powder.
«Los 900 oglalas supervivientes se estaban muriendo de hambre […] los guerreros carecían de munición y los caballos parecían sacos de huesos. La promesa de una reserva en el territorio del Powder era todo cuanto hacía falta para que, por fin, Caballo Loco ofreciera su capitulación», explica Brown. La oferta fue demasiado tentadora para el líder indio, que terminó pasando por el aro y rindió el hacha el 5 de mayo de 1877 en Fort Robinson. «El último de los jefes guerreros de los sioux acababa de convertirse en un indio más de las reservas; desarmado, sin caballo, sin autoridad sobre los suyos y prisionero de un ejército que jamás había logrado vencerle en el campo de batalla», completa el experto. Lo cierto es poco más podía hacer.
La reserva debida
Capitular ante el hombre blanco no terminó con las penurias de Caballo Loco. Y es que, el paso de las semanas demostró al jefe indio que Crook no tenía demasiadas intenciones de darle, ni a él ni a su tribu, una reserva en la que asentarse en el territorio prometido. De hecho, el general terminó obligando a los siouxs oglala a asentarse en un campamento cercano a su fuerte para tenerles controlados.
Aún así, a partir de entonces el feroz guerrero se mantuvo fiel al acuerdo al que había llegado con aquel sujeto ataviado con tres estrellas y procuró que sus hombres no participaran en escaramuzas contra el ejército de los Estados Unidos. Con todo, de tonto no tenía una pluma del penacho y, en palabras de Doval, sus esperanzas de que el militar cumpliera con los dicho no tardaron en desvanecerse en el aire. «Caballo Loco hacía caso omiso de todo cuanto le rodeaba; él y sus hombres vivían solo pensando en el día en que Tres Estrellas Crook cumpliera su promesa», determina Brown.
La situación llegó a ser tan tensa que Crook (desconocemos si para ganar tiempo o no) ofreció a Caballo Loco viajar hasta Washington para entrevistarse con el presidente Rutherford B. Hayes. El tema a tratar: la cesión de la reserva. El jefe indio se negó.
«Él bien sabía cuanto ocurría a los jefes que acudían a la gran capital: volvían gordos y relucientes a causa de la buena mesa y del confort del gran padre blanco, y toda traza de bravura y temple había desaparecido de sus personas. Observaba los cambios experimentados por los mismos Nube Roja y Cola Moteada que, conscientes de aquello, sentían animosidad hacia el jefe más joven», destaca el experto. Esta falta de respeto al hombre blanco no hizo más que tensar unas relaciones que, ya de por sí, andaban más tirantes que la cuerda de un arco similar a los que habían utilizado en sus buenos tiempos los nativos.
Si los ánimos ya estaban candentes, terminaron por ponerse al rojo vivo en agosto. Fue entonces cuando llegaron noticias hasta Caballo Loco y sus hombres de que la tribu de los nez percés («narices agujereadas») había entrado en guerra con el ejército de los Estados Unidos. Aquello no era algo excesivamente raro, pero lo que sí lo fue es que los norteamericanos solicitaran a los oglalas que se alistaran en sus filas para servir como exploradores. El jefe indio, al que solo le quedaba el respeto de los miembros de su tribu, instó a que nadie participara en aquella absurda contienda generada por el hombre blanco. Sin embargo, el 31 de agosto su ánimo fue destruido cuando multitud de jóvenes guerreros pieles rojas decidieron vestir el uniforme azul de la caballería para servir a las órdenes del presidente.
Las incógnitas de su captura
A partir de este punto la historia de Caballo Loco es algo confusa y varía atendiendo a las fuentes a las que se acuda. Brown, por ejemplo, afirma que se sintió tan «asqueado» al ver como sus hombres le desobedecían y se unían al ejército norteamericano, que decidió abandonar sin permiso el campamento en el que vivía para regresar a sus tierras ubicadas en el río Powder.
«Cuando Tres Estrellas Crook se enteró de la nueva, por medio de sus espías, ordenó que ocho compañías se desplazaran inmediatamente al campamento de Caballo Loco, situado a pocos kilómetros de Fort Robinson, para hacerlo prisionero. Sin embargo, el jefe indio fue advertido por unos amigos, y los oglalas se dispersaron en todas direcciones», explica el experto. Según su versión, el jefe indio huyó hacia la reserva de un viejo amigo, Toca las Nubes. Un lugar en el que fue encontrado y capturado posteriormente.
No obstante, esta no es la única teoría sobre su captura. Doval afirma en su obra que Crook detuvo a Caballo Loco basándose en la idea de que estaba organizando una rebelión contra los Estados Unidos. «El general ordenó su arresto aprovechando que [Caballo Loco] había abandonado el fuerte para llevar a su esposa enferma junto a sus padres», determina el español.
Por su parte, la página web del gobierno de los EE.UU. dedicada a la memoria de este jefe indio aporta una versión totalmente diferente: «En 1877, Caballo Loco fue bajo bandera blanca a Fort Robinson. Las negociaciones con los líderes militares de los EE.UU. estacionados en el fuerte se rompieron. Los testigos culparon de ello a los traductores, que no transmitieron bien lo que quería decir Caballo Loco. El jefe fue detenido y llevado a la cárcel».
Una muerte a traición
La llegada al fuerte de Caballo Loco no es la única parte de la vida de este jefe indio que ha generado más controversia. Ese honor corresponde a su muerte, la cual se sucedió poco después de que fuera capturado por los estadounidenses. La versión más extendida sobre su fallecimiento es que corrió a cargo del ejército norteamericano y que sucedió a traición.
«Los soldados lo hicieron prisionero y le comunicaron que sería llevado a Fort Robinson para entrevistarse con Tres Estrellas. Una vez en el fuerte, le dijeron que era demasiado tarde para ver a Crook aquel día, de modo que se le puso bajo la vigilancia del capitán James Kennington y de uno de los policías de la reserva. Este no era otro que Pequeño Gran Hombre [su antiguo amigo]», explica el experto.
Siempre en palabras de este historiador, estos dos sujetos llevaron al jefe indio sin que este lo supiera hasta la puerta de una celda en la que nuestro protagonista inició un forcejeo. «El lance duró unos pocos segundos; alguien gritó una voz de mando y el soldado de guardia, William Gentles, hundió su bayoneta en el abdomen de Caballo Loco», completa. Al final, Caballo Loco falleció esa misma noche, el 5 de septiembre de 1877.
De esta teoría es partidaria también Victoria Oliver (autora de « Pieles rojas» -Edaf-), según explicó a ABC hace algunos meses: «Sospechaban de él y, a pesar de que estaba confinado y no tenía capacidad de actuación, decidieron eliminarlo. Para ello, le convocaron a una reunión en Fort Robinson (en Nebraska) con la intención de asesinarle. Él se presentó, en principio, sin recelo, pero pronto descubrió que le habían preparado una encerrona. Entonces se rebeló contra sus captores mientras le sujetaban y gritó “Otra trampa de los blancos, dejadme morir luchando”. Al final, un soldado le clavó su bayoneta por la espalda».
Otras teorías
Nuevamente, la web dedicada al memorial de Caballo Loco aporta una versión totalmente diferente. Los autores de esta página gubernamental son partidarios de que murió combatiendo arma en mano.
«Cuando se dio cuenta de que los comandantes estaban planeando encarcelarlo, luchó y sacó su cuchillo. Pequeño Gran Hombre, amigo y compañero guerrero de Caballo Loco, trató de detenerlo. Entonces, un guardia de infantería le dio una estocada exitosa con una bayoneta. Hirió de muerte el gran guerrero. Caballo Loco murió poco después de la herida. Hay diferentes teorías sobre la fecha de su muerte, algunos afirman que fue el 5 de septiembre de 1877, y otros, que el 6 de septiembre».
Lo que sí está claro es que el mayor jefe indio que conoció Estados Unidos falleció, como bien señala el historiador Thomas Powers en su obra « The killing of Crazy Horse» triste por ver en lo que se habían convertido las tribus indias.
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Fuente:
https://www.abc.es/historia/abci-ase...video.historia
El indio Gerónimo hablaba español
Las mentiras de las películas del Oeste conectan con otra maniobra de distracción: la que tapa a los responsables del exterminio nativo de EE UU
El líder apache Gerónimo conduce en 1904. Junto a él viajan otros tres hombres nativos. CORBIS / GETTY IMAGES
MARÍA ELVIRA ROCA BAREA
Es bastante fácil encontrar a un español o un mexicano que, si le preguntas quién es Gerónimo, no acierte a contestar algo. Esto con independencia de su nivel cultural o de que tenga estudios superiores. Como mínimo sabrá decir que es un indio que sale en las películas de vaqueros. O algo así. Pero va a ser muy difícil tropezar con alguien en uno u otro país que sepa que Gerónimo hablaba español y que conozca siquiera aproximadamente la verdadera historia de este apache y los bendokes, su tribu; de Cochise y los chiricaguas, de Mangas Coloradas, Victorio, Pósito Moragas, Irigoyen, Ponce… Todos ellos jefes indios en las guerras apaches contra Estados Unidos, uno de los conflictos más sangrientos en la historia de este país en su conquista del Oeste. Aunque en realidad la insurrección apache había comenzado antes, tras la independencia de México. Parece que en la época virreinal no hay conflictos destacables y que los apaches vivían razonablemente integrados dentro del imperio.
Para que el lector se ubique es necesario que sepa que más de un tercio de lo que hoy es Estados Unidos fue en algún momento de su historia parte del imperio español. Estados Unidos ocupó en 1848 el 52% del territorio mexicano. Estamos hablando de más de dos millones de kilómetros cuadrados, o sea, la superficie de España multiplicada por cuatro. En esa franja aproximadamente estaba la Apachería, que es como se denomina la región en la que se asentaron los apaches cuando atravesaron las fronteras del imperio español en el siglo XVIII buscando protección frente a las feroces incursiones de los comanches. Es una pena, pero el paraíso indígena no ha existido nunca más que en los libros. El primer documento que menciona la existencia de los apaches se escribió en Taos en 1702. En 1720 llega allí una embajada apache solicitando permiso para asentarse en el territorio, permiso que es concedido por el gobernador español. Sigue un largo y difícil proceso para acomodar a los apaches en una región donde ya había otros pueblos que no sentían mucha simpatía hacia ellos (El silencio tiene un precio, E. Roca, Revista de Occidente, septiembre de 2018).
Todo esto va dicho para explicar que la puesta en escena mil veces repetida en el wéstern según la cual los blancos avanzan con sus carretas desde el oeste, por territorio inexplorado y habitado por tribus hostiles que nunca han tenido contacto con el hombre blanco, es completamente falsa, porque obvia la existencia de la verdadera realidad con la que el blanco protestante se tropezó conforme ocupaba la mayor parte de los territorios: un mundo hispanomestizo donde había pueblos y se hablaba español, entre otras lenguas. Más o menos lo mismo que había en Arizpe (hoy, en el Estado mexicano de Sonora), donde Gerónimo nació el 1 de junio de 1821. La localidad fue fundada por el jesuita Jerónimo del Canal, por eso el nombre era frecuente entre los bendokes. Estaban bautizados Gerónimo y sus padres, y se conservan las partidas de bautismo recientemente descubiertas (Apaches. Fantasmas de Sierra Madre, M. Rojas, 2008). Eran sedentarios y productivos, es decir, no se dedicaban a las correrías depredatorias. Eso vino después, cuando entre las autoridades mexicanas y las estadounidenses no les dejaron otra opción para sobrevivir.
Acaba de publicarse en España Ahora me rindo y esto es todo (Anagrama), del mexicano Álvaro Enrigue. A medio camino entre la reivindicación y el homenaje, Enrigue intenta rescatar del olvido la vida de la Apachería, asombrado de haber descubierto un buen día que Gerónimo era “más mexicano que la salsa verde”. El novelista en cambio no parece asombrarse ni preguntarse por qué ha llegado a la edad adulta desconociendo esta parte de la historia mexicana, que yace en el olvido más profundo. No por casualidad. Se limita a culpar a los yanquis y al wéstern por haber ofrecido, popularizado y exportado una versión completamente falsa de la realidad. Y es cierto: el wéstern es una falsificación, desde La diligencia (1939) hasta Django Unchained (2012), pasando por Kung-Fu. Pero las razones por las cuales Enrigue y la inmensa mayoría de los mexicanos no sabe nada de Gerónimo ni de la verdadera historia de la Apachería no están solo en Estados Unidos. También están en el mismo México y tienen mucho que ver con la persecución implacable a que sucesivos Gobiernos mexicanos sometieron a estas gentes (véase Ignacio Almada Bay y Norma de León Figueroa, Las gratificaciones por cabellera. Una táctica en el combate a los apaches, 1830-1880, Intersticios Sociales 11, 2016, páginas 1-29 —muy interesante—) después de la independencia.
Puede parecer una exageración considerar que el wéstern forma parte de la leyenda negra, pero con ella comparte dos características esenciales. Primeramente falsifica la realidad histórica por medio de la ficción literaria (cinematográfica en este caso) y la propaganda, y además oculta lo que verdaderamente sucedió operando una gigantesca maniobra de distracción. En realidad, la leyenda negra es eso: una maniobra de distracción, simplona, pero tremendamente eficaz. En este sentido el wéstern conecta con lo que está sucediendo en California, donde le quitan las estatuas a Colón y destrozan las de fray Junípero Serra, una maniobra de distracción WASP (blanco, anglosajón, protestante, por sus siglas en inglés) para tapar a los verdaderos responsables del exterminio de las poblaciones nativas, que no fueron ni Colón ni fray Junípero ni los españoles, como prueba de manera irrefutable una investigación que acaba de ser publicada en la Universidad de Yale (An American Genocide. The United States and the California Indian Catastrophe [Un genocidio americano. Los Estados Unidos y la catástrofe india de California], Benjamin Madley, 2016). El trabajo de Madley es demoledor. Los grandes hombres cuya memoria se venera y se enseña a respetar en las escuelas son los verdaderos culpables. Al día siguiente de haberse incorporado a California a la Unión, el coronel John Frémont, uno de los padres del Estado californiano (tiene calle, plazas, escuelas y hasta una ciudad a la que nadie le quitará el nombre), presentó ante el Senado de Estados Unidos 10 proyectos legales cuyo objetivo era “transferir vastas extensiones de terreno californiano indio a no indios y al nuevo Gobierno estatal” y declaró allí (y así está registrado en el correspondiente diario de sesiones): “La ley española, de manera clara y absoluta, aseguraba a los indios sedentarios derechos de propiedad sobre la tierra que ocupaban. Esto está más allá de lo que este Gobierno puede permitir en sus relaciones con nuestras tribus domésticas” (página 163).
La verdadera tragedia hoy es que la población hispana compra esta mercancía averiada. Los WASP, cada vez más preocupados por la potencia demográfica hispana que pronto los dejará en minoría en el territorio (el muro de Trump no evitará esto), la fabrican para tapar fechorías y para hacer que estas caigan sobre otros. No es muy distinto de lo que ocurrió en otros siglos. Tiene la ventaja de que, como está sucediendo en vivo y en directo delante de nuestros ojos, quizás ayude a comprender a los que hablan español a un lado y otro del Atlántico cómo se falsifica la historia. Quizás.
FUENTE
Imperium Hispaniae
"En el imperio se ofrece y se comparte cultura, conocimiento y espiritualidad. En el imperialismo solo sometimiento y dominio económico-militar. Defendemos el IMPERIO, nos alejamos de todos los IMPERIALISMOS."
Categories Historia Posted on 25 Mar, 2017 21 Dic, 2018
El Incidente de Wounded Knee, la rebelión sioux en pleno 1973
Dos activistas del AIM/Imagen: PBS
El 27 de febrero de 1973 medio mundo en general y todo EEUU en particular se quedaba atónito ante la noticia de que los indios habían vuelto a desenterrar el hacha de guerra y ocupado un pueblo de Dakota del Sur.
La llegada del FBI supuso el enfrentamiento a tiros, algunas bajas y un estado de sitio que se prolongó más de dos meses hasta alcanzar un acuerdo para deponer las armas.
Fue el llamado Incidente de Wounded Knee, lugar elegido por los rebeldes por su carácter emblemático, ya que allí se había producido una cruenta batalla más de un siglo antes que supuso el final definitivo de la resistencia indígena.
Aunque las Guerras Indias que ensangrentaron la historia de la joven nación estadounidense ya declinaban en la última década del siglo XIX, con los pueblos nativos derrotados y recluidos en áreas concretas, persistía en el hombre blanco cierto temor a un nuevo brote.
Por ello enseguida se intentaba atajar lo antes posible cualquier signo que pareciera indicarlo. Por esa razón, la difusión entre varias tribus de una especie de movimiento religioso que prometía un resurgir de los pueblos indios y se manifestaba en ceremonias poco tranquilizadoras para los colonos, llevó a las autoridades a intervenir: Toro Sentado, que era el líder espiritual, acabó asesinado durante su detención y sus seguidores lakotas reconcentrados en el campamento de Wounded Knee, situado en la reserva de Pine Ridge, en el invierno de 1890.
El jefe sioux Pie Grande, herido y congelado en Wounded Knee, 1890/Foto: dominio público en Wikimedia Commons
El famoso Séptimo de Caballería se encargaba de su custodia. El 29 de diciembre, al proceder a incautarles las armas a los indios, un viejo guerrero sordo se negó a entregar su rifle. Éste se disparó durante el forcejeo y desató el pandemónium: los soldados, que ya estaban con los nervios al límite por lo delicado de su misión, abrieron fuego sobre todo lo que se movía mientras los lakotas hacían otro tanto.
En medio del caos cayeron muertos o heridos hombres, mujeres, niños e incluso fueron alcanzados varios soldados, en buena parte por el fuego de sus propios compañeros. Al acabar el incidente prácticamente todos los lakotas habían sido exterminados; no se saben las cifras exactas pero se calcula que hasta trescientos indios cayeron, de los que sólo un tercio eran guerreros, mientras que el Séptimo tuvo veinticinco muertos y una treintena de heridos.
Se entiende, pues, el simbolismo del lugar para los insurrectos de 1973, protagonizado de nuevo por lakotas oglala integrados en el AIM (Movimiento Indígena Americano).
El motivo de la protesta era la acusación que hacían contra Richard Wilson, el presidente tribal, al que atribuían casos de corrupción, así como hacer visible públicamente su queja sobre la demora continua por parte del gobierno en el desarrollo práctico de los tratados.
Es decir, venía a ser una continuación de la situación decimonónica. Tres semanas antes había fracasado el intento de la OSCRO (Oglala Sioux Civil Rights Organization) por llevar las denuncias por medios jurídicos. Wilson continuaba en su cargo, reprobado por sus tintes autoritarios y su nepotismo; se le reprochaba que, en connivencia con el BIA (Bureau of Indian Affairs), manejaba a su antojo la concesión de empleos en la reserva beneficiando a unos sobre otros, siempre en perjuicio de los de raza pura (él no lo era) porque éstos, fundamentalmente oglalas, tendían a no querer participar en los programas gubernamentales y rechazaban la autoridad oficial en favor de la autogestión.
A todo eso había que añadir la mísera situación económica de la reserva, donde los indios eran dueños de la tierra pero su uso dependía en parte del ejecutivo y éste se mostraba lento en pagarles los arrendamientos agrarios a colonos, además de imponer el uso minero de una parte importante, cediéndoselo a compañías privadas.
El ambiente era de irritación y ante algunos brotes violentos, Wilson creó una especie de milicia personal, los GOON (Guardians of the Oglala Nation), con la que imponía el orden por la fuerza y atacaba a los opositores.
La situación se degradó aún más y muchos indios se retrajeron de participar en las elecciones. El citado fracaso de la OSCRO en llevar al presidente a juicio y la protección oficial que se le ofreció a éste se unieron al descontento por la violenta represión de una manifestación contra el asesinato de un indio por motivos raciales en la ciudad de Buffalo Gap y que acabó en batalla callejera.
La tensión acumulada terminó por estallar. Así, encabezados por Russell Means (muy popular hoy por haber interpretado a Chingachgook en El último mohicano), Dennis Banks y Carter Camp, los líderes del AIM, unos doscientos sioux ocuparon Wounded Knee, pequeña localidad de unos cientos de habitantes.
Un sioux en Wounded Knee, 1973 / Foto: History
Las fuerzas del orden -US Marshals y FBI- rodearon el lugar ese mismo día, ya que estaban en situación de alerta desde días atrás ante la posibilidad de que ocurriera algo, obteniendo la colaboración inmediata de los GOON. Se estableció un cordón alrededor del sitio durante diez días, pasados los cuales se levantó para facilitar el movimiento de la gente; sin embargo, ello permitió que se unieran más efectivos a los indios, pues para entonces todo el país estaba pendiente del asunto.
Aprovechando esa atención masiva, sus portavoces declararon que Wounded Knee pasaba a ser territorio oglala independiente, exigiendo negociar directamente con el secretario de Estado (el equivalente al ministro de Exteriores en EEUU). Paralelamente, una delegación viajó hasta Nueva York para solicitar el reconocimiento de la ONU, que lo denegó.
De esta forma, el cerco al pueblo se cerró de nuevo, incorporando vehículos blindados, apoyo aéreo y refuerzos de la Guardia Nacional. Como cabía esperar, hubo tiroteos entre ambos bandos que produjeron las primeras víctimas: un marshall quedó paralítico por un disparo, a lo que contestaron dos francotiradores policiales matando a sendos activistas, un cherokee y un oglala.
Las balas perdidas también alcanzaron a otros indígenas y a un periodista, a la par que un activista por los derechos civiles desapareció en medio del lío sin dejar rastro (se apunta a que asesinado al ser considerado un infiltrado del FBI). Y es que en las inmediaciones se fue asentando una multitud para apoyar las reivindicaciones indias y ayudar en su abastecimiento, porque la línea de actuación gubernamental fluctuó entre el intento de negociación -un esfuerzo que desempeñó, sobre todo, el fiscal Harlington Wood Jr- y la demostración de fuerza, plasmada en el corte de suministros a Wounded Knee (electricidad, agua, víveres y medicinas).
Como también se prohibió el acceso a la prensa, nadie tenía muy claro qué pasaba en el lugar; sólo que la situación se deterioraba por momentos con un recrudecimiento de la violencia que se plasmó en las bajas reseñadas.
El 26 de abril se registró un tercer fallecido, indio también, que decidió a los ancianos indígenas a poner fin al conflicto. Los insurrectos se las arreglaron para escabullirse y así, después de setenta y un días de cerco, las fuerzas gubernamentales entraron en Wounded Knee haciéndose con su control.
Los daños ocasionados por aquella batalla urbana no quedaron plenamente restañados hasta los años noventa, pero las consecuencias más trascendentes no fueron las físicas. La opinión pública tomó partido mayoritariamente por los indios y muchos famosos manifestaron públicamente su solidaridad, siendo el caso más mediático el de Marlon Brando, que rechazó ir a recoger su Óscar por El padrino enviando en su lugar a una actriz de ascendencia apache.
Marie Louis Cruz, luego Sacheen Littlefeather, sustituyendo a Marlon Brando/Foto: Alchetron
Asimismo los cabecillas de la revuelta fueron procesados en 1974 por agresión y conspiración pero resultaron absueltos debido a mala praxis de la fiscalía, que había solicitado repetir el juicio al sufrir uno de los doce jurados un derrame cerebral, aún sabiendo que los otros once votaron a favor de la inocencia; la apelación confirmó esa decisión judicial.
Entretanto Richard Wilson, el causante indirecto de los sucesos, no sólo siguió en el cargo sino que lo renovó entre acusaciones de fraude electoral e intimidación a los votantes, con decenas de agresiones a los opositores; no se fue hasta 1976.
Fuentes:
Wounded Knee 1973. A Personal Account (Stanley David Lyman)
/ Ghost Dancing the Law. The Wounded Knee Trials (John William Sayer)
/ Hippies, Indians, and the Fight for Red Power (Sherry L. Smith)
/ Wikipedia.
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Fuente:
https://www.labrujulaverde.com/2017/...-en-pleno-1973
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