Revista FUERZA NUEVA, nº 112, 1-3-1969
El segundo martirio
Le conocí en Barcelona, a primeros de septiembre de 1936. Era un hombrecillo flaco y desmedrado, con cierto andar inseguro. Llevaba un pequeño bigote rubio y vestía el uniforme ciudadano de entonces: pantalón desgalichado y una vieja camisa abierta por el cuello. Parecía un dependiente de ultramarinos en paro forzoso, cosa natural en una época en que no había ultramarinos que vender. Sin embargo, aquel hombrecillo tenía para nosotros una importancia excepcional. Llevábamos dos meses en absoluta carencia de gracias sacramentales, de consuelo litúrgico, de unción religiosa que no fueran los angustiados rosarios musitados en la noche. Aquel pequeño hombre era un SACERDOTE.
He escrito esta palabra con mayúscula: es por algo. Se dijo la misa sobre el aparador del comedor, sirviendo de cáliz una copa de vino y de patena un plato de postre. Inolvidable, alucinante misa de catacumbas, murmurada “sotto voce” para que el rumor del “in nomine Patris” no traspasara las paredes y nos expusiéramos a una delación. Misa del siglo I o del III bajo los edictos de Diocleciano. Misa que yo pondría por modelo a los que ahora (1969) juegan a ágapes de “primeros cristianos”. Unos primeros cristianos sin sicarios, sin mazmorras, sin leones esperando en el circo. Así, cualquiera es “primer cristiano”.
Terminó la impresionante ceremonia; sacamos un par de onzas de chocolate rancio y las desleímos en agua, único obsequio que podíamos ofrecer a aquel pobre hombre, que parecía llevar cuatro días sin comer. “Padre, se expone usted mucho saliendo a la calle. Debería usted permanecer escondido unas semanas, unos meses, hasta que pase lo peor…” “Soy sacerdote -fue la respuesta- me ordenaron para llevar consuelo y gracia a la grey, no para esconderme”. Se hizo un silencio tras la sencilla y sublime contestación. Tres días después, el hombrecillo apareció detrás de una tapia con un tiro en la nuca.
Y así, uno, dos, tres, cien, quinientos, hasta siete mil. Siete mil auténticos testigos de Cristo. Siete mil mártires desde cualquier aspecto. Siete mil religiosos junto a muchos millares más de seglares que amaron a Dios y al hombre hasta la muerte. Que dieron por su fe y su ideal todo cuanto el hombre puede dar. La sangre y la vida, no unas horas de detención en una comisaría o una multa, como son los baratos martirios con que algunos quieren aureolarse en el día de hoy. La sangre y la vida. Muchos de ellos pudieron salvarse con una apostasía simulada, pronunciando una sola blasfemia. Dándose a una claudicación sexual propuesta por los sayones como precio de perdón. No lo hicieron. Murieron como el Maestro, perdonando a sus enemigos.
Estos mártires del 36 no están sólo en la sala de espera de la santidad. Mucho peor: están en el desván del olvido. Mucho peor aún: están a veces en la mazmorra del escarnio. Personas que se dicen cristianas y aun algunos que llevan la misma marca divina indeleble, afirman que aquellos titanes de la fe y del valor no son santos, ni siquiera mártires. Fueron víctimas de una convulsión irremediable de la que tenían la culpa ellos mismos… ¡Eran fascistas! Así lo he oído o leído a veces, de labios o de pluma de sacerdotes o de católicos actuales (1969). Personas que parecen avergonzarse de su ministerio divino, denigran a las que lo honraron hasta entregar la vida, el mayor ejemplo de sinceridad que nadie puede dar.
Fabián, Sebastián, Lorenzo, Vicente, Inés, Lucía, Eulalia, Anastasio (*)… vosotros tuvisteis mejor suerte. Hubo fieles que recogieron vuestras reliquias, catecúmenos o diáconos que honraron vuestra memoria y pusieron encendidos epitafios en vuestras tumbas, prelados que escribieron vuestros nombres en los martirologios, pintores y escultores que figuraron vuestro martirio, celebrantes que quemaron incienso en vuestras conmemoraciones.
Obispos santos Irurita y Polanco, sabio P. García Villada, incansable apóstol Berrón, hermano de San Juan de Dios fusilado en una playa, que expiaste tu infinito amor al prójimo; Margarita, de Acción Católica, joven y bella, que desapareciste de tu casa una madrugada sin que haya sido encontrado tu cuerpo hasta el día de hoy. Más obispos, más sacerdotes, más religiosos y monjas, más hombres y mujeres que murieron por Cristo en España hace treinta años. Para vosotros no hay gloria, ni incienso, ni celebridad ni año cristiano. Para vosotros -salvo el recuerdo emocionado de algún pariente o hermano de religión- no queda nada, al menos en la tierra, en esta tierra de la injusticia y de la farsa. A veces, peor que nada: la agria sonrisa despectiva o el juicio blasfematorio de los nuevos arrianos, iconoclastas y gnósticos
Carlos A. CALLEJO
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